martes, 15 de octubre de 2019

"El gato negro" de Edgar Allan Poe (traducción de Julio Cortázar)



No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y solo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo un registro en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

lunes, 14 de octubre de 2019

Las procesiones de Eleusis y la comedia griega


En la Grecia arcaica y en la clásica se celebraba una procesión desde Atenas a Eleusis en la que se insultaba a los gobernantes y sacerdotes que la encabezaban; las mujeres se levantaban las túnicas y mostraban su sexo al público asistente; se bebía cerveza de cornezuelo, que producía un efecto parecido al LSD; se organizaban banquetes pantagruélicos; se bailaba y se fornicaba... Todo giraba en torno al buen humor, al sexo y a la celebración de la vida. En el siglo IV de nuestra era se arrasó con estos ritos (demasiado alegres y una dura competencia para los cristianos arrianos. Era imperioso eliminarlos). 
¿Os imagináis una procesión de ese calibre hoy? ¿Os imagináis a un grupo burlesco desfilando en Semana... Lúbrica por Sevilla o por Cuenca al son de los crótalos y los panderos, iluminados por el cornezuelo, insultando a los poderosos y enseñando las vergüenzas por la calle? Difícil. La mojigatería nos lo impediría, así como nuestra tendencia moderna a la gravedad, al ritual soporífero y a la consideración de que solo es profundo lo solemne. Además, tras disiparnos en drogas y sexo, nuestra conciencia judeocristiana y neosaludable nos pesaría más que ciertas losas sepulcrales.
En la comedia griega clásica del siglo IV a. C., los autores se aprovecharon de estas prácticas y, apoyados en los insultos y en las alusiones sexuales, desarrollan críticas políticas muy ácidas, de carácter festivo. Los espectáculos servían para cuestionar las actuaciones de los gobernantes, para ridiculizar prácticas abusivas y para reírse de todo el mundo, hasta de Sócrates. 
En una de las comedias de Menandro, de la que solo se conserva un fragmento, dos políticos disputan entre sus electores quién es más ladrón. Su campaña se basa en demostrar quién ha sido más hábil a la hora de llenarse los bolsillos con oro corrupto y quién ha sido más intrépido en la labor del soborno público. Todo muy de actualidad. Lástima que no la conservemos entera.
El origen de la comedia se sitúa en las fiestas dionisíacas y en uno de sus rituales se paseaban falos gigantes para animar a la fertilidad y al fornicio. No, no se sacaban imágenes tétricas, ni se atemorizaba a los presentes con avisos de muerte, ni se sometían a la gravedad de un rito conspicuo y escalofriante, no. Aprendimos mucho de los griegos, pero, a la vista está, también hemos olvidado, o nos han hecho olvidar, todavía más.     

martes, 8 de octubre de 2019

Mi vecino es Nosferatu


Justo delante de la ventana de mi dormitorio duerme Nosferatu. Sí, así es, el mismo Nosferatu. Prácticamente, somos compañeros de sueños. Ha colgado su sarcófago de una grúa, bien alto, para que no lo molesten los zagales que juegan por los alrededores. Al principio, me resultó intrigante, casi terrorífico, tener como vecino a un mito del cine clásico en blanco y negro. Uno se acostumbra a todo y, ahora mismo, no puedo imaginar un amanecer sin ver su sarcófago colgando de la grúa. Lo imagino acurrucado, con los brazos cruzados, las uñas como dagas y el labio inferior arañado por los afilados incisivos, esperando la llegada de la oscuridad para atrapar a sus presas nocturnas. Pero tiene un grave problema, ya es muy mayor y no puede levantar el vuelo. Sobre el sarcófago, hay una escalera, aunque no es lo suficientemente larga como para alcanzar la tierra. Por eso, muchas noches lo han visto colgando del último escalón, como una bandera pirata al viento, a la espera de algún ave nocturna despistada a la que echarle la zarpa. Según me han contado, da pena verlo. No es que antes estuviera rollizo ni gastara una talla con X, su aspecto siempre fue el de un pobre anémico sin posibles; pero ahora, es todavía menos, hueso y aire, nada más. Me da mucha pena, y eso que yo solo he visto su sarcófago y su escalera, bailando al son del viento y esperando que los albañiles, alguna vez, se acuerden de bajarlo al suelo para poder hincar el diente (sí, me han dicho que solo le queda uno) a algún cuello con arterioesclerosis. 

domingo, 6 de octubre de 2019

"Sobre el árbol genealógico de los Buendía" por Rubén Díaz Caviedes



¿Recuerda usted haber leído la historia de Edipo? Ya no el Edipo rey de Sófocles; cualquier otra versión, o incluso una película. ¿A que no? Entonces, ¿cómo es posible que sepa usted cómo acaba la historia? Que Edipo asesina a su padre y se casa con su madre. ¿Cómo, si no la ha leído?

Los primeros lectores de Cien años de soledad no sabían que estaban leyendo un Edipo; quizá (solo quizá) ni siquiera Gabriel García Márquez sabía que estaba escribiendo uno. Tiene sentido que en la primera edición del libro y en la mayoría de las que siguieron no se incluyera el árbol genealógico de la familia Buendía; por más necesario que resultase para seguir la sucesión de Aurelianos, Úrsulas y Arcadios, un gráfico revelaría que al final, en la séptima generación, el incesto se consuma. Conocer esto por adelantado, debieron decirse García Márquez y su primer editor, Paco Porrúa, arruinaría la lectura. 

Sin embargo, a los antiguos griegos que llenaban los teatros para ver las obras relacionadas con Edipo (Sófocles hizo al menos tres, Esquilo cuatro y Eurípides dos) les pasaba como a usted: que conocían el desenlace de antemano. Más aún, conocían al dedillo la dinastía familiar integrada por Layo, Yocasta, Creonte, Edipo y Antígona, entre otros, que nutría los mitos fundacionales de Tebas, con siglos de antigüedad. Pero iban igualmente al teatro y disfrutaban de la obra, y seguramente más que nosotros en esta época saturadísima de ficciones. No pesaba entonces esa convención sobre la ficción (la convicción de que desconocer el final hace más provechoso el consumo de la historia) ni lo hizo hasta el siglo XX. Ejemplo: en La dama de las camelias, escrita en 1848 por Alejandro Dumas (hijo), se anuncia en la tercera frase que la heroína morirá al final. Igual que Cien años de soledad es un Edipo, La dama de las camelias es un Orfeo.

Salman Rushdie, seguramente uno de los mayores exégetas que tiene García Márquez, explica que cuando publicó su primera novela, Grimus, en 1975, pronto se comentó la «profunda influencia» que el colombiano tenía en su escritura. Aunque fuese ya un libro superventas, Rushdie no había leído Cien años de soledad, que se había publicado ocho años antes, ni nada de García Márquez.

Si García Márquez leyó o no el Edipo rey de Sófocles, eso no lo sabemos (aunque parece probable: hasta su Melquíades cumple con el papel que tiene Tiresias en la tragedia clásica). Pero podría ocurrir perfectamente que no lo hubiese hecho, como Rushdie no lo había leído a él antes de escribir Grimus, como Dumas no pudo leer al menos el Orfeo de Esquilo (Las basárides, que se perdió en la Antigüedad). Así ocurre con las historias que adquieren proporciones gigantescas: se cuelan en la cabeza incluso de quienes no las han leído. Y en las cabezas de los más fértiles engendran nuevas historias.

Aquello que pocos anticipaban en 1967 hoy resulta una obviedad: Cien años de soledad es una de ellas, y quizá la mayor que se ha escrito en castellano desde el Quijote. Pero todavía hoy muchos defienden la idoneidad de que los primerizos no consulten el árbol genealógico de los Buendía para que desconozcan el final antes de leerlo. Como si acaso fuera posible. Como si la tragedia de los Buendía no se representase hace veinticinco siglos en las funciones teatrales de Tebas. Como si usted no conociera el desenlace de la historia de Edipo incluso sin haberla leído. 

Es axiomático: ninguna Arcadia lo es en presente de indicativo, solo en pretérito perfecto, cuando ha sido perdida. Y Macondo lo era en tal medida que hasta su fundador, Arcadio, se llamaba como ella. Si no ha leído usted Cien años de soledad y quiere nuestro consejo, debe hacer como Orfeo: rendirse y mirar. El árbol genealógico no arruinará la sorpresa porque la sorpresa no es posible; usted ya sabe cómo acaba Cien años de soledad. Y lo que es mejor: así se goza verdaderamente de esta historia. Algunos cuentos hacen eso, anuncian primero el final y se cuentan desde entonces: muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento. Y la aventura es llegar, precisamente aquello a lo que más ayuda el árbol de los Buendía. Fue así durante siglos y solo en el nuestro dejó de serlo. Habíamos olvidado que así se lee realmente, pero García Márquez se ocupó de recordárnoslo. Y por eso, seguramente, Cien años de soledad es Cien años de soledad.

"Dostoievski y la prosa moderna" por James Joyce


Dostoievski ha contribuido más que ningún otro escritor a forjar la prosa moderna y llevarla a su intensidad actual. Fue su potencia explosiva la que hizo saltar en pedazos la novela victoriana, con sus trivialidades perfectamente dispuestas y todas esas doncellas que sonríen con afectación: libros faltos de imaginación y de violencia. Sé que hay quienes dicen que Dostoievski tenía ideas descabelladas, incluso que estaba loco, pero lo cierto es que los elementos que manejó en sus obras -la violencia y el deseo- son el aliento mismo de la literatura. Se ha hablado mucho de su condena a muerte, que se le conmutó cuando estaba a punto de ser fusilado, y de sus cuatro años de cautiverio en Siberia: una experiencia que no forjó, sin embargo, su temperamento, aunque es posible que lo exacerbara. Siempre estuvo enamorado de la violencia, y eso es lo que le hace tan moderno, y lo que explica, además, que a sus contemporáneos les resultara desagradable: así, por ejemplo, a Turguénev, que odiaba la violencia. Tolstói no le veía apenas ningún talento literario, pero “admiraba su corazón”. Este comentario tiene mucho de verdad, porque, si bien los personajes de Dostoievski actúan de manera extravagante, casi como enajenados, sus cimientos morales son firmes.

sábado, 28 de septiembre de 2019

"Breve historia del tonto del pueblo" por Javier Bilbao


Descartes comenzó su Discurso del método con aquella célebre sentencia en torno a que el sentido común es la cosa mejor repartida del mundo, pues todos creen estar bien provistos de él. Solo le faltó añadir que quienes están faltos de tal cualidad son lo segundo mejor repartido, dado que no hay pueblo, aldea o villorrio en el mundo que carezca de su particular tonto. En todos hay uno y nada más que uno es designado oficialmente así, pues estamos ante una institución como pueda serlo el alcalde o el cura; un cargo que ha ido legándose una generación tras otra, tal como nos lo contaba Camilo José Cela en un relato titulado precisamente El tonto del pueblo. Allí nos narraba el conflicto sucesorio entre Blas y Perejilondo con la gravedad de quien hablase de los Borbones y los Austrias. Si bien el primero «era un tonto conspicuo, cuidadosamente caracterizado de tonto; bien mirado, como había que mirarle, el Blas era un tonto en su papel, un tonto como Dios manda y no un tonto cualquiera de esos que hace falta un médico para saber que son tontos», contaba con el entendimiento suficiente para respetar la tradición y ser consciente de que tan particular trono no debía ser usurpado sino heredado, de manera que «merodeaba por el pinar o por la dehesa, siempre sin acercarse demasiado, mientras esperaba con paciencia a que a Perejilondo, que ya era muy viejo, se lo llevasen, metido en la petaca de tabla, con los pies para delante y los curas detrás. La costumbre era la costumbre y había que respetarla». ¿Qué hacía mientras tanto? Pues algo muy común en este gremio, recoger colillas del suelo para guardarlas en una lata que una vez llena entregaba a Perejilondo, hasta que a este le llegó la hora y Blas no pudo contener la alegría dando saltos y vueltas de carnero en un prado. Aunque al retomar posteriormente su tarea recolectora de colillas le invadiera una extraña sensación: ahora eran de su propiedad…

Este costumbrismo castizo podría llevarnos al equívoco de que el tonto del pueblo es una institución española. Nada más lejos. En el ámbito anglosajón disponen de un rol social perfectamente equivalente denominado village idiot, al que los Monty Python dedicaron un sketch. En él veíamos a uno de estos especímenes agitándose espasmódicamente y chillando incongruencias cada vez que un vecino se aproximaba y le daba una limosna. Una vez a solas, recuperaba la compostura y dirigiéndose a los espectadores con la mayor seriedad académica imaginable nos explicaba cómo su labor, así como la de sus ancestros familiares durante los últimos cuatro siglos, proveía a la comunidad de un valioso servicio psicosocial. Al fin y al cabo, pensémoslo un poco: es posible que haya pueblos sin párroco, e incluso sin alcalde, pero ¿cómo los habría sin un tonto oficial? Gracias a él los lugareños pueden exhibir su compasión o su puntería, divierte a la comunidad con sus excentricidades y, llegado el caso, le sirve de chivo expiatorio a falta de mejor culpable para cualquier calamidad, en el ámbito educativo tiene una finalidad disuasoria equivalente al hombre del saco y con su contraste nos permite sentirnos normales, integrados e incluso sabios. El beneficio para los distinguidos con tal prerrogativa tampoco es menor: eximidos de responsabilidad sobre unos actos que escapan a su voluntad o entendimiento, el castigo o la venganza que podrían sufrir por su extravío deja paso a la comprensión piadosa. En definitiva, si el tonto del pueblo no existiera, habría que inventarlo. Ahora bien, si es ubicuo y es necesario, ¿es también atemporal?

En el ámbito islámico desde el siglo VII está extendida la idea de que locos e idiotas deben tratarse con respeto, ya que tienen su mente en el cielo mientras su cuerpo se desenvuelve entre los mortales. Una idea que no resulta ajena al cristianismo, ahí tenemos por ejemplo al patrón de los titiriteros, Simeón el Loco. En los pueblos a la hora de poner motes a los vecinos ya sabemos que raramente se da puntada sin hilo, y es que este hombre vivió con su madre hasta los treinta años, cuando se sintió llamado para más altos fines o quizá, como el bueno de Blas, fue cuando heredó el cargo. Desde entonces pasó a caminar desnudo por las calles, lanzando flatulencias sin decoro alguno, manoseaba a las mujeres en el templo al menor descuido, en cierta ocasión intentó curar a un ciego echándole mostaza en los ojos e incluso a veces paseaba arrastrando un perro muerto. Tanto esmero puso en ser el tonto del pueblo que acabó santificado, para que vean la importancia que puede llegar a tener cumplir bien este rol social.

En la Edad Media el loco era considerado un «peregrino de Dios», aunque las explicaciones sobrenaturales a tales comportamientos tuvieron que pujar con aquellas que encontraban una causa estrictamente fisiológica, basada en la teoría hipocrática de los cuatro humores. Un tratamiento protocientífico que no representó precisamente una mejora dados los métodos correctivos aplicados, que iban desde la trepanación craneal hasta las sangrías. Pobre del desdichado a quien pretendiesen curar… a quien aún le iría peor desde la instauración del primer manicomio del mundo en Valencia el año 1410. Su fin no podía ser más loable, pues su fundador, fray Juan Gilaberto Jofré, vio un día a unos jóvenes apedreando a un enfermo mental y pensó en un «Hospital de Ignoscents, Folls e Orats». El resultado terminaría dejando que desear, en primer lugar porque tiempo después el hospital sufrió un incendio en el que murieron todos los internos, y porque su ejemplo difundiría la idea moderna de confinar a todos los locos en centros equiparables, sin apenas tratamiento y en condiciones casi siempre infrahumanas, como Foucault recogería en su clásico estudio Historia de la locura. Por ejemplo, en una fecha tan tardía como 1815 el hospital de Bethlehem exhibía cada domingo a los locos furiosos por un penique y algunos carceleros adquirieron reputación al lograr mediante latigazos que sus pacientes realizaran toda clase de piruetas.

Pero no es este un recorrido por el tratamiento médico de los enfermos mentales, sino por su rol social y cultural. Así que regresemos al siglo XV, en el que esa idea de apartar a los locos de la sociedad va tomando forma en diferentes ámbitos, también en la ficción. Surge así en 1492 La nave de los necios, de Sebastian Brant, un libro —o tal vez sería más apropiado denominarlo cómic— de tono carnavalesco, en el que mediante una serie de viñetas parodiaba los vicios inherentes a cada gremio o estamento y a la humanidad en general. Para ello sitúa la acción en el país de la Cucaña, un lugar de fiesta constante en el que un día los perturbados vestidos con ropajes de bufón son embarcados con destino a Narragonien, el País de los Locos. Cada uno de ellos encarnaba un defecto del comportamiento, así que esta obra moralista y satírica tuvo una gran acogida, y las ediciones y copias se sucedieron a lo largo del siglo siguiente. También serviría de inspiración al cuadro La nave de los locos, del Bosco.

Curiosamente no era una obra del todo ficticia, pues especialmente en Alemania resultaba frecuente que los locos fueran expulsados de las ciudades, tal como explicaba Foucault en la obra que mencionábamos antes: «En Fráncfort, en 1399, se encargó a unos marineros que libraran a la ciudad de un loco que se paseaba desnudo; en los primeros años del siglo XV, un loco criminal es remitido de la misma manera a Maguncia. En ocasiones los marineros dejan en tierra, mucho antes de lo prometido, estos incómodos pasajeros; como ejemplo podemos mencionar a aquel herrero de Fráncfort, que partió y regresó dos veces antes de ser devuelto definitivamente a Kreuznach». Así que el Renacimiento trajo consigo el alejamiento, la reclusión y, en definitiva, la eliminación del loco, del tonto, como un personaje distintivo de la vida social. Además, las grandes ciudades, como sabemos quienes vivimos en una de ellas, proporcionan un anonimato en el que los seres más extraños pasan desapercibidos en la masa… al menos hasta que se te sientan lo suficientemente cerca en el metro, o se sitúan a tu lado en algún baño público y descubre uno lo que da de sí la diversidad humana. 

No obstante, las localidades pequeñas, pese al empuje de la modernidad, lograron a menudo mantenerse al margen. En ese hábitat pudo conservarse el tonto del pueblo con todas sus características, del que logra un estupendo retrato el documental Il Solengo. Mediante entrevistas a los habitantes de un pueblo próximo a Roma llamado Vejano, reconstruye la vida a veces cómica y otras dramática de Mario de Marcella, del que, como ocurre invariablemente con estos personajes, terminan fundiéndose realidad y mito. De él desgranan infinidad de historias, como que, si al encontrártelo saludaba él antes, lo hacía con alegría, pero si era uno quien le daba en primer lugar los buenos días, respondía de forma imprevisible, incluso bajándose los pantalones y dejando un pestilente regalo. ¿Verdad o leyenda? Qué importa al final si se convierte en fuente inagotable de anécdotas con las que entretenerse en un lugar en el que la vida transcurre sin apenas novedades y si ejerce, tal como nos cuentan esos vecinos, de chivo expiatorio que permite evitar disputas entre los habitantes sobre quién hizo cualquier fechoría, a modo de lubricante del engranaje social. Para todo ello está el tonto del pueblo, una institución merecedora de los más altos honores. Sirva este texto de pequeño homenaje.

domingo, 22 de septiembre de 2019

"Unamuno: agonía y contradicción" por Andrés Trapiello



La única virtud que no tuvo don Miguel de Unamuno fue el humor, carecía de él por completo. En un hombre que escribió uno de los ensayos más originales sobre la vida de don Quijote y Sancho puede resultar extraño, pero no: el humor fue cosa de Cervantes más que de don Quijote, y Unamuno creyó siempre más en don Quijote que en Cervantes, al que se pasó la vida (genio y figura) enmendándole la plana. ¿Tenía razón Unamuno? En esto yo creo que no, porque ni don Quijote ni Sancho son concebibles sin la mirada, humanidad y humor de Cervantes. Don Quijote podía no tenerlo, pero Cervantes lo dotó de esa vis cómica muy parecida a la de Buster Keaton, que resulta hilarante apenas asoma su faz equina en la pantalla. Así sucedió con don Quijote y su traza estrambótica: no había rincón del orbe en el que su sola mención o su triste figura no moviera al regocijo de las gentes.

Quitando esta pequeña tacha, uno solo ve en Unamuno virtudes literarias y humanas colosales. Nadie en España se le pudo comparar en su época, y eso tratándose del segundo siglo de oro de la literatura española es portentoso. Y en Europa lo mismo, codeándose de igual a igual con los pensadores más influyentes, de Bergson a Croce, de Russell a Husserl. Una novela como Niebla puede que no sea superior a las de Valle-Inclán o Baroja, pero no es inferior a la mejor de cada uno de ellos, y lo mismo diríamos de los poemas de Unamuno en relación a los de Darío, Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus libros de viajes están a la altura de los de Azorín y leemos sus ensayos con tanto o mayor provecho que los de Ortega, al que aventajó en la concepción misma de la filosofía como la alianza nietzscheana de pensamiento y poesía (a Ortega diríamos que le estorbaba la poesía cuando filosofaba, o para ser más exactos, que al verse incapaz de alcanzarla, trataba de disimular tal carencia echando mano de esa cursilería suya de altísimo vuelo, "dizque poética", tan característica de su prosa y sin menoscabo de su valor).

De sus artículos de periódico, miles y escritos a lo largo de cincuenta años, solo cabe decir que muchos de ellos fueron el pulmón de España, a través de los cuales lo mejor de este país pudo respirar y mantenerse vivo en épocas negras de su historia, cuando no dormía profundamente en medio de prolongadísimas y peligrosas apneas. Los lectores españoles, y muchos hispanoamericanos, pues los artículos de Unamuno se buscaban en una y otra parte del océano, sabían que el artículo suyo que se encontraban esa mañana en el periódico (y no solo en un periódico, sino a menudo en varios, pues de todos ellos necesitaba para pensar y pagar la factura del carbón) iba a poner en movimiento dentro en su cabeza lo mejor de sí y a hacerlo a toda máquina: tanto para discutir (casi siempre: con Unamuno lo normal es discutir, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, no estar de acuerdo con él, sino completarlo, del mismo modo que creía él que sus observaciones sobre don Quijote o sus disensiones con Cervantes los completaban a uno y otro), tanto para discutir, decía, como para sacar del "hondón de nuestra alma" (expresión suya) lo mejor de nosotros mismos. Sí, no hay nadie a quien la lectura de Unamuno deje indiferente. Claro que para ello hay que leerlo.

Por lo que uno ha ido viendo a lo largo de estos años, con Unamuno se produce un hecho del todo extravagante: gentes que en absoluto lo han leído, o lo han leído en el pasado o muy someramente, tienen de él una idea firme y acorazada. A mí, sin embargo, me sucede lo contrario. Excepto sus obras de teatro, que no he leído ni visto representar nunca, se precia uno de conocer bastante bien sus poemas, novelas, ensayos y artículos, de estos unos más ligeros y otros menos, así como centenares de cartas y entrevistas, y cada vez que releo algo de él reconozco: "Es mejor, mucho mejor de lo que recordaba". Incluso cuando halla uno en tal o cual pasaje algo en lo que el tiempo le haya quitado la razón o vuelto viejo, siempre me parece que el arranque, el núcleo, el origen de tal o cual idea es de una originalidad y fuerza formidables. Leer a Unamuno es asistir al nacimiento de un hecho y a su desarrollo.

Dicho de otro modo, a Unamuno o se le coge o de le deja, o gusta en general o produce rechazo, casi siempre de una forma emocional.

Probablemente no haya en toda la historia de la literatura en español alguien de tal complejidad y a la vez de tal naturalidad. La complejidad la expresó en forma de paradojas. Ya en su tiempo le acusaron de ello, de ser un ser demasiado contradictorio y extravagante y de no saber nunca por dónde iba a salir. Él se justificaba y decía, muy cervantino en eso y luchando contra su temperamento conceptista, que si un pensador no pierde por carta de más, jamás ganará nada. Y eso es lo que hacen las paradojas, forzar la jugada. Se exponía con ello, claro, a ser malinterpretado (como cuando escribió aquel "que inventen ellos", en el que cifraron algunos el energumenismo o cerrilismo español), o a que lo fusilaran (como el día que profirió otra de sus frases más recordadas, "Venceréis pero no convenceréis", en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, frente Millán Astray, en octubre del año 36, en un gesto de valor que habría merecido tres laureadas de san Fernando).
Ese amor por los juegos de palabras (él habría dicho por los "jugos" del idioma, aprovechando su apellido materno, Jugo) es de corte barroco y conceptista, pero se daba en él aquello que decía Juan Ramón de que la naturalidad en un temperamento barroco es el barroquismo. Lo vemos en su manera de escribir y pensar, siguiendo el hilo, sin detenerse, dejándose llevar, como aquel que atraviesa un riachuelo saltando de piedra en piedra sobre la corriente.

Advertimos, de vez en cuando, que Unamuno apoya mal un argumento o una idea, y mete el pie (no me atrevería a decir la pata) en el agua, pero ese traspiés no le detiene y sigue decidido el camino trazado, hasta llegar a la otra orilla. Porque Unamuno se pasó la vida cruzando ríos, y metiéndose en charcos. Un gran charco fue, por ejemplo, el quedarse prácticamente solo en su lucha contra el dictador Primo de Rivera, que lo desterró a la isla de Fuerteventura, de la que acabó fugándose para iniciar un exilio en Francia que puso fin el advenimiento de la República. Y charcos fueron los sucesivos desencuentros con las autoridades republicanas, primero, y con las franquista luego, durante la guerra.

La gracia de Unamuno no es que pensara de mil asuntos, pequeños y grandes (ya digo, tenía que escribir mucho porque tenía muchas bocas que alimentar, pero no solo por esto), sino el que lo hiciera desde lugares siempre insólitos, únicos, presentándonos la realidad como nunca antes hubiéramos imaginado que podría mirarse.

Todo ello le originó infinitos inconvenientes y disgustos, y se pasó la vida de pendencia en pendencia. Unamuno teorizó mucho lo de la lucha, la agonía, y habló de ella como del motor del ser humano, en particular, y de los pueblos en general, y algunos años antes de la guerra civil pedía una para España, convencido de que sacudiría un poco la modorra nacional y purificaría el ambiente. Luego llegó la de verdad, y quedó tan espantado como todos (empezando por su propia familia y dos hijos luchando cada uno en bandos enfrentados).

A mí me admira cada vez más el modo en que llevó a cabo su obra monumental, trabajando no solo de catedrático de griego (no pudo sacar la cátedra de filosofía, que era la que pretendió), sino de rector, escribiendo, como he dicho, a destajo en los periódicos, atendiendo su correspondencia (unas cincuenta mil son las cartas que escribió, algunas extensas como un artículo), atendiendo a su activismo político (que pasó por asistencia a mítines, conferencias, manifiestos, sesiones en al ayuntamiento o en las cortes constituyentes), y llevando adelante toda su ingente obra literaria.

Y la manifiesta y suprema paradoja: en medio de esa vida atropellada, ruidosa, épica, trágica en algunos tramos de ella, logró llevar dentro de sí un rincón silencioso, a resguardo de todo, donde lograba aislarse y escribir su poesía, eminentemente lírica, y a la que él daba la mayor importancia. Cuando repasamos su Diario poético, escrito en los últimos diez años de su vida, más de mil setecientas composiciones fechadas, nos maravilla comprobar la portentosa fuerza de ese caudal. No sé, como estar asomado a la boca de un volcán que mana sin destruirnos una lava benéfica.

A esa facilidad y a su capacidad de trabajo, incluso a la naturalidad con la que se mostraba su enorme talento, se las tuvo, como no podía ser menos en España, por un inconveniente o una limitación y no una virtud fuera de lo común. Si a Baroja se le comparaba con Valle Inclán, o a Machado con Juan Ramón, por ejemplo, para mostrar nuestra preferencia por uno o por otro, a Unamuno no suele comparársele con nadie, solo con él mismo y en detrimento de sí, como si de todos estos Unamuno (el poeta, el novelista, el articulista, el ensayista, el político, el profesor) solo pudiéramos quedarnos con uno en detrimento de otro. Eso explica el consenso general al que se ha llegado, que tienen en cuenta al Unamuno pensador sobre todos los demás, como si no hubiera pensamiento en sus poemas o novelas, y, desde luego, perdonándole un poco la vida.

Es verdad que Unamuno, "metiéndose" con todo lo humano y lo divino, y sobre todo con tantos humanos que van de divinos, dio pie a que se metieran con él y con su obra, tomando del personaje lo único que está al alcance de los más tontos, que es la impertinencia. Y todo en vez de admitir de una vez por todas que tenemos en Unamuno a cinco o seis escritores de primer orden, capaz él de constituir por sí solo todo un siglo de oro. Contra lo que se ha creído, Unamuno no era un hombre que tuviera de sí más alto concepto del que le correspondía. También él, como don Quijote, pudo haber dicho: "Yo sé quien soy". "El genio es el que llega a ser voz de un pueblo: el genio es un pueblo individualizado", escribió, y desde luego que no pensaba en él, porque no le hacía falta. Pero yo sí, y para mí Unamuno es lo mejor de ese pueblo, sea pueblo lo que cada cual quiera entender.

Redondillas sobre un suceso verdadero

Cambiad "ca" por "perra", "tudesca" por "alemana" , "floresta" por "pinar" y "celada" por "codo" y saborearéis unas coplas épicas que recogen un suceso, si no de gran trascendencia, sí verídico en todos sus puntos.

Paseaba la floresta,
amena y bien sosegada,
con mi hermosa can tudesca,
no muy lejos de Sinarcas,

cuando, al fondo del camino,
vi dos fieras alimañas:
una, podenca de libro;
la otra, mal encarada.

La peor se vino encima,
con carrera muy enconada.
Yo, asustado, vi salida 
en una piedra afilada.

La recogí con presteza,
la tudesca se cruzaba,
le pisé la pata entera,
el fiel animal aullaba,

aparté mi zapatilla,
me enredé con su quijada
y una pirueta maldita
dio con mi cuerpo en la grava.

La fiera vio mi torpeza
y casi desternillada,
puso fin a su carrera,
dio media vuelta y a casa.

Y mientras tanto, yo peno
con la mano desollada,
el dedo pulgar moreno,
y un rascón en la celada.

Los ojos de la tudesca
también ríen con canalla:
"Si este es el que gobierna,
me voy con las alimañas". 

sábado, 14 de septiembre de 2019

"La berrea como acto místico" por Manuel Vicent

La berrea de los venados se produce entre la Virgen de Agosto y la Virgen del Pilar. Si ha habido lluvia abundante que garantiza buenos pastos su plenitud se alcanza al abrirse el otoño. En esta época de celo los ciervos ponen a subasta el propio semen en medio de una lucha encarnizada, que se desarrolla ante el harén de hembras atentas al combate. El vencedor será el galán que merecerá cubrirlas y marcar territorio como macho dominante hasta la pelea del próximo año.
Si la berrea se produce durante el plenilunio el espectáculo adquiere una profundidad casi religiosa. De hecho, la noche en que asistí a la berrea en los montes de Toledo, cuando desde la caída de la tarde todos los valles de la serranía se llenaron de bramidos semejantes a tubas de una orquesta salvaje, con ecos y respuestas, hubo un momento en que recordé a San Juan de la Cruz. Para sentir cómo sonaban en medio de la imponente berrea me puse a recitar a media voz algunas estrofas del cántico espiritual: “¿Adónde te escondiste, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido, salí tras ti, clamando, y eras ido. Pastores, los que fuereis por las majadas al otero, si por ventura viereis aquel que yo más quiero decidle que adolezco, peno y muero”.
La fusión era perfecta. Resultaba fascinante la pulsión de la naturaleza unida al erotismo y a la espiritualidad del cántico y al clamor de las infinitas glándulas de los venados.
Por el camino de Torrijos y Ventas con Peña Aguilera hacia El Bullaque había llegado al parque natural de Cabañeros, situado entre cotos de caza, propiedad de viejos aristócratas y nuevos financieros, quienes los han convertido en mataderos con alambradas, puesto que durante el año se dedican a cebar a los ciervos y luego llegan los cazadores, que pagan un alto precio por llenarles tranquilamente de plomo la barriga. Por este tiempo el campo se puebla de señores ataviados con ropa austriaca, armados con rifles de miras telescópicas potentísimas, cuya munición del calibre 300 es capaz de abrir en el cuerpo de los venados boquetes de salida en los que cabe un puño.
Ahora Cabañeros es un parque natural. Uno de los guardas que antes fue secretario de algunas monterías me explicó a la luz de la luna cómo se establece el rito de esta matanza.
Al amanecer los monteros se desayunan con unas migas con chorizo. A continuación se reza un padrenuestro o una salve montera a san Humberto, patrón de los cazadores. Se sortean los puestos y enseguida comienza la cacería. Suenan los cuernos, se realiza la suelta, el espacio se llena con los ladridos de la reala de perros podencos y mastines y los ciervos huyen rompiendo monte cargados de adrenalina, cuyo nivel no es menor en la sangre de los monteros apostados, llenos de excitación, en una silla de tijera junto al secretario.
—Yo he sido secretario en las monterías muchos años y he visto cosas— contaba el guarda a la luz de la luna. —En una ocasión serví a un banquero. Estaba en el puesto y se había traído a la amante. No entraba la caza. En un momento los dos comenzaron a aparearse ante mi vista, como si yo no fuera humano. Agarré el rifle y se lo puse al señorito en los riñones. “Si no para de follar, lo mato”, le dije.
En este tiempo de berrea los ciervos, preservados por el bosque, se destapan y salen a los claros; el celo les fuerza a bajar la guardia para exhibirse y mientras ellos se excitan mutuamente con sus estremecedores bramidos, los cazadores furtivos aprovechan semejante galantería para disparar sobre ellos. Cuando había abundancia se disparaba también a mansalva sobre las ciervas y, si estaban preñadas, abortaban en el instante de recibir el disparo. Se dice que entonces los ciervos miran la boca de los rifles llorando.
—¿Sabes lo que significa hacerse novio?— me preguntó el guarda. —Hacerse novio es un rito. Al final de la montería el dueño del coto sirve unas judías a los tiradores. En el patio los tractores descargan la caza y el neófito que ha matado por primera vez a un venado es embadurnado con la sangre y las vísceras de su caza. Esa ceremonia animal es su bautismo, y con ello lo casan con su venado muerto. A veces le hacían comerse crudos sus despojos.
Sin duda san Juan de la Cruz cruzó con sandalias desnudas este territorio donde ahora bramaban sus venados. “Vuélvete, paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo y fresco toma”. San Juan de la Cruz, en la noche oscura de su alma, también oiría estos mismos berridos que ahora herían los montes de Toledo. Y él los convirtió en los deseos del amado.

Invitado en un restaurante de Madrid, al que acuden los monteros solo a verse y a saludarse con una cigala en la mano, el abogado de un gran empresario cazador me preguntó:
—¿Tú tiras?
—No. Yo solo voy tirando— le dije.

sábado, 7 de septiembre de 2019

"Cervantes proverbial" por Yolanda Gándara


Resulta curioso que una de las frases más célebres atribuidas a don Quijote, «Ladran, Sancho, luego cabalgamos», no aparezca, ni de esta forma ni parecida, en la obra de Cervantes. La cita apócrifa parece tener su origen en un poema de Goethe. 

Cabalgamos por el mundo
en busca de fortuna y de placeres
mas siempre atrás nos ladran,
ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
por siempre acompañarnos
pero sus estridentes ladridos
solo son señal de que cabalgamos.

De los últimos versos surgiría el dicho, al que en algún momento se añadió la palabra «Sancho», probablemente por el hábito de recurrir al Quijote como fuente de sentencias, y se popularizó esta fórmula ya en el siglo XX.

Dejando a un lado la anécdota, Cervantes muestra auténtico deleite en los refranes. El Quijote no solo recoge una gran cantidad de ellos de diversos temas y orígenes (bíblicos, de tradición oral…) y en todas las formas imaginables (truncados, hilados, trastocados, etc.), sino que aporta definiciones e instrucciones de su uso correcto y moderado, de tal modo que conforma un manual de este tipo de expresiones, la mayoría de las cuales siguen vigentes en el habla actual, sin duda gracias a la difusión de la propia obra. Así, Cervantes vive en nuestra lengua como nuestra lengua vive en Cervantes.
La mayoría de estos dichos son puestos en boca de Sancho, convirtiéndose esta forma de expresarse en un rasgo de su personalidad y un atributo de clase. Aun adjudicando en su mayor parte el uso de refranes a los iletrados, Cervantes reivindica su valor como transmisores de la erudición popular a través de don Quijote, expresado en una de las sentencias más reiterada: la experiencia es la madre de todas las ciencias.

Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

Es la medida y la oportunidad del uso lo que diferencia al caballero del escudero. Las retahílas de refranes pronunciados por Sancho, que exasperan a don Quijote, son un recurso cómico que Cervantes utiliza en varias ocasiones. En el capítulo II-XLIII, en el que podemos encontrar un interesante diálogo sobre el poder del vulgo sobre la lengua, se produce un debate que pone de manifiesto la pugna entre la locuacidad de uno y la mesura del otro.

—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
—Eso Dios lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester.
—¡Eso sí, Sancho! —dijo don Quijote—. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito; pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja.

Este enfrentamiento es recreado en otros pasajes similares e incluso tiene parangón en un diálogo entre Sancho y su mujer en el que este es el que reprende la verborrea de Teresa.

En el repertorio de paremias del Quijote podemos encontrar versiones truncadas, en las que el refrán se insinúa con cierta retranca. En el capítulo II-LXXI Sancho dice «no se toman truchas… y no digo más» como alusión a un refrán muy popular que aparece también en la Celestina: No se toman truchas a bragas enjutas y que tiene un significado similar al moderno El que quiera peces, que se moje el culo. La misma fórmula utiliza en el capítulo I-XLV: «pero allá van leyes… y no digo más» en referencia a Allá van leyes, do quieren reyes, refrán que Cervantes utiliza en varias ocasiones y que viene a decir que los poderosos acomodan la ley a su conveniencia. Curiosamente aparece con otro recurso cómico, la alteración del orden de los elementos: «allá van reyes do quieren leyes» en boca de Teresa (II-V). Un caso parecido es la transformación que, con afilada ironía, Cervantes hace del refrán La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa, que en boca de Sancho se convierte en El buen gobernador, la pierna quebrada y en casa (II-XXXIIII). Estos retruécanos humorísticos permiten al autor hacer una crítica solapada.

Sancho llega a hilar refranes trastocados de modo que produce un efecto cómico acumulado: «Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoja no se venga» (I-XXXI). El primer refrán es bien conocido y Cervantes lo usa en dos ocasiones con la inclusión del insólito buitre. El segundo es una transfiguración de Quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje.

También hallamos versiones extendidas, como En otras casas cuecen habas, y en la mía a calderadas, en la que la adición «y en la mía a calderadas» señala lo que podríamos llamar «la viga en el propio ojo», proverbio este, el de la paja en el ojo ajeno, de origen bíblico que también encontramos en el Quijote así formulado El que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo (II- XLIII). 
Cervantes utiliza numerosa técnicas para narrar, caracterizar e ilustrar mediante los refranes y los va insertando en mayor cantidad según avanza la historia (la proporción es mucho más abultada en la segunda parte), como si fuera sintiéndose más cómodo con esta forma de hacer hablar a sus personajes. Tanto explícita como implícitamente, el Quijote es una lección magistral sobre su empleo.

Además de recopilar refranes, algunas frases del Quijote se han convertido en sentencias. Una de las más célebres es Con la iglesia hemos topado, que proviene de lo dicho por don Quijote al encontrarse con este edificio buscando el palacio de Dulcinea.

Guio don Quijote, y habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.

Mucho se ha escrito sobre si la frase original encierra o no doble sentido. Como quiera que fuese, el vulgo la ha transformado con el ligero matiz semántico que aporta «topar» frente al más inocente «dar» para hacerla más contundente y apropiársela. Así, Cervantes vive en nuestra lengua… y no digo más.