La voz "pícaro" –derivada del verbo picar o de la pica del soldado (una lanza larga)– comenzó a usarse a finales del siglo XVI. La expresión se extendió hacia 1580, cuando en toda Castilla proliferaban mendigos y vagabundos, hasta el punto de alarmar al poder. Eran jóvenes que vivían al margen del sistema, fuera del entorno familiar, robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia.
La eclosión del pícaro tuvo que ver con el progresivo empobrecimiento de la población española y europea desde principios del siglo XVI. El crecimiento demográfico expulsaba del campo a la gente joven, que marchaba a unas ciudades entonces florecientes gracias al auge del comercio y las manufacturas; pero muchas veces esos jóvenes caían en la indigencia y recurrían a todo tipo de artimañas para subsistir. No es casualidad, por tanto, que Miguel Giginta, en 1583, utilizara por primera vez el término "picarismo" para aludir a la otra cara de la pobreza y el vagabundeo en su Exhortación a la compasión. A diferencia de los verdaderos pobres, el pícaro era un personaje desarraigado, al margen de todo, sin patria y sin expectativas de tenerla, sin amores que lo atasen y lo vinculasen, obsesionado con sobrevivir sin valorar moralmente medios para conseguirlo, casi siempre perseguido por la ley, vagabundo de un lado a otro.
Aunque el pícaro estaba en el punto de mira de la autoridad establecida, no tenía espíritu de anarquía o de protesta. Rozando el cinismo y la egolatría, nada le interesaba seriamente a excepción de su propia suerte. Considerado por sus coetáneos y por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua –el primer diccionario general del castellano– como alguien que nada tiene y que nada desea porque es un holgazán, dañoso y malicioso, astuto y taimado, el pícaro formaría parte del hampa o estaría al borde de introducirse en ella; en todo caso, se encontraba fuera del orden social. Estos rasgos eran tan nítidos que dieron lugar a la novela picaresca, el género literario que consagró este tipo humano como un personaje característico de la época.
La novela del pícaro
En 1599 se publicó con inusitado éxito la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, la obra que acuñó definitivamente el término "pícaro". Su estructura narrativa remitía al Lazarillo de Tormes: al igual que Lázaro –que comienza sus andanzas de niño, como criado de un ciego–, el pícaro abandona su hogar y sale de su tierra natal. El recurso técnico para contar su biografía es ponerlo al servicio de distintos amos, que representan modelos sociales criticados por el autor.
El género se extendió y se popularizó muy pronto con La pícara Justina, atribuida a Francisco López de Úbeda (1605); Rinconete y Cortadillo (1613), de Cervantes; La vida del Buscón (1626), de Quevedo; Las aventuras del bachiller Trapaza (1637), una alegre sucesión de bromas y travesuras escrita por Alonso del Castillo Solórzano, y el Simplicius Simplicissimus (1668), de Grimmelshausen, novela alemana deudora de los textos hispánicos que la precedieron.
Para escribir el Guzmán, Mateo Alemán partió de su profundo conocimiento de Sevilla, su ciudad natal, sin la cual no se entiende el alcance de su obra. Sevilla y Madrid eran los grandes focos de atracción de la picaresca española. Pero, a diferencia de Madrid, sede de la corte, Guzmán "hallaba en Sevilla un olor de ciudad, otro no sé qué, otras grandezas […]porque había grandísima suma de riquezas"; allí "corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes". Y es que la populosa Sevilla era el corazón del tráfico comercial con América, lo que la convertía en el escenario ideal para situar el inicio de las peripecias y andanzas de cualquier género de pícaro.
Pero la picardía no solo nace en un ambiente de trasiego de personas y riquezas. Necesita el acicate de la holgazanería propia y de la simpleza y la credulidad ajena. El pícaro no trabaja. Bajo el esplendor de la sociedad mercantil hervía en Sevilla un variopinto inframundo al acecho de cualquier oportunidad para explotar la ingenuidad de la gente, hasta el extremo de transformar la metrópoli en Babel del Engaño. El pícaro, sea de baja estofa o de altos vuelos, hace fortuna en medio del exceso de confianza y utiliza la simulación y la mentira como herramientas de su oficio.
O rentista, o pillo
En una España donde se ponía la honra en huir del trabajo cabían dos salidas: el vivir de las rentas o su imitación fraudulenta, la picardía, fuese alta o ruin, velada o explícita. Y en Sevilla abundaban quienes, no teniendo rentas, vivían a la sombra de quienes sí gozaban de ellas. Eran lo que Cervantes, en El celoso extremeño (1613), llamaba "gente de barrio": "Gente ociosa y holgazana", "baldía, atildada y meliflua", de cuyo modo de vida "había mucho que decir". Gente como don Lope Ponce de León, prototipo de fanfarrón protegido por ciertos elementos de la nobleza más poderosa de la ciudad, capaz de cometer todo un ramillete de fechorías gratuitas y caprichosas.
Hijo espurio del vicario de Carmona (localidad próxima a Sevilla), don Lope terminó sus días en la horca el año 1594 no por un crimen, que sí confesó haberlo cometido, sino por el rapto de una mujer casada quien consentía con él engañando y robando a su esposo. La historia de los últimos días de este mozo de veintitantos años, camarada de bravuconerías del entonces marqués de Peñafiel, con quien recorría las calles de Sevilla junto a otros jóvenes de alta cuna haciendo de las suyas, la contó en sus memorias de la cárcel Real Pedro de León, un jesuita confesor de condenados y presos.
Lope Ponce estaba preso por el rapto de la mujer, pero cuatro años antes había sido investigado y no condenado por el crimen que cometió en la persona de don Jorge de Portugal. Al no probársele el delito, amparado por tan influyentes amigos, "con un destierro se pasó el negocio entre renglones" apuntaba el jesuita. Pero se hallaba tan cómodamente instalado en la cárcel que no quiso salir al destierro porque con el favor del marqués de Peñafiel "dejábanle entrar y salir libremente y salía a cuantas bellaquerías él quería [...] y cuando se le antojaba se volvía a la cárcel adonde tenía una tabla de juegos para presos y libres que jugaban sin temor a la justicia [...] y su aposento era una cueva de malhechores, pues todos los valentones, rufianes y gentes de mal vivir de la ciudad eran sus amigos y se atrevía a cuanto quería y nadie a él y de todos hacía burla".
Hasta que llegó a Sevilla un juez imparcial, el alcalde Velarde, que a denuncia y petición del marido de la mujer raptada por don Lope intervino, sustanció el proceso y lo sentenció a muerte en la horca, cosa "muy bien recibida en Sevilla y en haz y en paz de toda ella, porque todos le traían entre ojos y era muy mal quisto". Aunque la vida de Ponce de León se aparte del rígido modelo picaresco de baja estirpe, líbrese el lector de pensar que se trata de un caso raro y excepcional.
Los niños abandonados
Si contemplamos la gran ciudad del Guadalquivir en sus capas sociales más humildes, las sombras que se proyectan oscurecen el esplendor. El pícaro por excelencia nace y se hace en un medio hostil abundante de miserias, como les sucede a algunos de los protagonistas novelescos. En el mundo de la infancia está la respuesta a las incógnitas. Un observador alarmado escribía por el invierno de 1593 que veía por Sevilla "andar los niños de siete y ocho años desamparados, rotos y aún en cueros por los rincones y poyos de la ciudad donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy arropados y abrigados lo pasan con dificultad y trabajo". La imagen se repetía una y otra vez: "Grandísimo número de niños y niñas huérfanos y forasteros y sin tener quien los ampare y gobiernen andan vagando ociosos, aprendiendo vicios como jurar, jugar, blasfemar y aún hurtar y cometer otros graves delitos y las niñas ser deshonestas, y las unas y los otros acaban por perderse y lo menos dañoso que hacen es pedir limosnas por las puertas todos los días". Fatídica era la frontera entre el niño inocente y el niño pícaro.
Entre los años 1584 y 1592, la Hermandad del Santo Niño Perdido recogió a más de mil niños abandonados de edades entre dos y catorce años y sin oficio conocido. Carecían de educación, padres, parientes o amos, estaban desnudos, enfermos de tiña o de lepra; y los adolescentes estaban a las puertas de la delincuencia. Era fácil encontrarlos, como lo hiciera Cervantes, en lugares que después la novela picaresca recreará: el puerto y el Arenal, las plazas del Salvador y del Pan, las Gradas, sitios de trajín de gente con dinero donde parecía fácil robar, pedir limosna, o situarse bajo la protección de un pícaro adulto gracias a cuya enseñanza se convertían en ladrones de oficio. Rinconete y Cortadillo, a pesar de ser forasteros, constituyen un modelo de niños educados así.
La forja de un pícaro
En la novela Pedro de Urdemalas (1615), también obra de Cervantes, la biografía literaria del pícaro coincide con la de los niños perdidos sevillanos: abandonado al nacer y acogido por una casa de expósitos, pasa después a la Casa de la Doctrina, una institución sevillana semejante a un correccional que los mantiene "con dieta y azotes", les viste y calza, les enseña a leer, a escribir, las oraciones diarias, la doctrina cristiana, pero también a hurtar la limosna y "disculparme y mentir". Liberado o huido, el niño hecho pícaro en el mismo seno de la institución actúa fuera de ella al ritmo que marca la necesidad, solo o en grupo y a merced del destino.
Un destino que para muchas niñas ya estaba escrito: engrosar el extraordinario número de prostitutas –más de tres mil, al parecer– que a tantos viajeros sorprendía y que constituía otro rasgo singular de la marginalidad hampesca sevillana del Siglo de Oro. Muchas de esas pequeñas irían a parar a la mancebía, la zona donde las prostitutas ejercían su oficio, extramuros de la ciudad, en el barrio del Arenal. A finales del siglo XVI, el jesuita Martín de Roa, hablando de la mancebía, explicaba cómo se explotaba "la miseria y desamparo de muchas niñas a quien o la pobreza o la necesidad de sus padres o la orfandad traía por la ciudad a sus aventuras. Acogíanlas [las prostitutas] en sus casas servíanse de ellas y como criadas en tal escuela salían maestras de pestilencia".
Como sucedía con las muchachas sin familia, cuando los niños criados en la calle o en la Doctrina se convertían en adultos les esperaban los bajos fondos, las cofradías de malhechores y rufianes, la violencia callejera.
Tiempo de violencia
Entre 1578 y 1616 fueron condenadas a muerte en Sevilla 309 personas por delitos comunes, según el jesuita Pedro de León; en realidad, la cifra debió de ser mayor y estar en torno al medio millar. Gran parte de los ejecutados lo fueron por haber cometido uno o más asesinatos. La irritabilidad social era característica de una urbe donde se daban cita el poder del dinero, el miedo a la pobreza, la frustración de las expectativas de felicidad de quienes aspiraban a una vida mejor y la cólera de aquellos a quienes todo se les negaba. ¿Cómo podríamos explicar, si no, que la mayor parte de los heridos en el abdomen o en las espaldas por arma blanca que ingresaron para morir en el hospital del Cardenal fuesen inmigrantesvenidos desde los puntos más lejanos de Castilla y Portugal en busca de una fortuna que se tornó en muerte?
En mal estado se hallaba el madrileño Pascual de Medina cuando fue a morir de una herida en la cabeza y otra en la garganta en 1602. Duros fueron los meses de la primavera y el verano del año 1622: marzo vio morir a Francisco Afanador, de Béjar, herido de dos estocadas; a Pedro de los Reyes, indiano de Monterrey, de una en el pecho, y de manera similar a dos portugueses de Braga. En julio y septiembre declararon sus últimas voluntades por la misma causa un francés criado de un clérigo, un portugués, un extremeño de la Serena y un asturiano de Amieba. Eran gente de fuera, buscavidas en una ciudad de competencia y desacomodo.
Penas y castigos
El peligro que suponía vivir en Sevilla era real. Las cofradías de ladrones y matones no eran una parodia cervantina. Robos y asesinatos estaban a la orden del día, las penas que se aplicaron a los ladrones eran de una desproporción inhumana y se multiplicaron en tiempos de incertidumbres y quiebra.
La mayoría de los testimonios son de esas fechas, y algunos casos fueron espectaculares y famosos. El 27 de enero de 1604, unos ladrones forzaron las puertas de la casa de don Juan Antonio del Alcázar, uno de los hombres más ricos de la ciudad, y después de descerrajar nueve cofres le sustrajeron más de 12.000 ducados en dineros y piezas de oro, plata y brillantes. En la primavera de 1629 y en la estrecha calle del Agua, detrás del corral de doña Elvira, tres individuos mataron a un alférez de galeones para robarle el dinero, la capa y la espada. Uno de los autores era criado de la víctima y para no levantar sospechas en su amo se había puesto de acuerdo con una mujerzuela que lo atrajo hasta el callejón. Detenidos con prontitud por la justicia, el criado y uno de sus compinches fueron ahorcados en poco más de una semana y al primero se le cortó la mano para ser expuesta como público ejemplo en el lugar del crimen
Éste era el trasfondo de la picaresca: un tiempo y un lugar donde, como dice el protagonista del Guzmán, "todos vivimos en asechanzas los unos de los otros, como el gato para el ratón", donde "todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo peor, que se precian de ello".