La vocación poética siempre nace llena de dudas. El joven poeta busca su voz, su estilo, la palabra que exprese su experiencia del mundo y su idea del absoluto, pero en sus versos se acumulan la perplejidad, la incertidumbre y el miedo. Su ambición corre paralela a su inseguridad. Sabe que la poesía implica una aventura, un viaje interior y quizás una visión mística, pero muchas veces carece de una guía espiritual y estética que oriente sus pasos. Avanza entre tinieblas, con la mirada atenta a cualquier señal que le proporcione algo de luz, preguntándose si hay algo más allá de su penumbra existencial. Es fácil desanimarse y abandonar, pues la palabra común se resiste a transformarse en palabra poética. El verdadero poeta es un alquimista que convierte lo cotidiano en algo extraordinario. Su misión es escuchar, abrir un claro que permita la manifestación de la gracia, rebasar los límites que niegan la posibilidad de una teofanía. A finales del otoño de 1902, Franz Xaver Kappus, cadete de la escuela militar Wiener-Neustadt, soñaba con ser poeta y no cesaba de interrogarse sobre el sentido de la creación artística. ¿Cómo podía madurar? ¿Qué era realmente la poesía? ¿Lograría hallar su voz? ¿Podría conocer a Dios mediante la palabra poética?
Kappus admiraba profundamente a Rainer Maria Rilke, que aún no había alcanzado la madurez creativa de los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, pero que ya era una de las voces más poderosas de su tiempo. Rilke había estudiado en la misma academia militar que Kappus y, como él, había asistido a las clases del profesor Horacek, un hombre sabio y bondadoso que ejercía de capellán. Animado por esas circunstancias, el joven aprendiz de poeta se decidió a escribirle, pidiéndole respuestas o simples consejos. Rilke le contestó desde París el 17 de febrero de 1903, iniciando un intercambio epistolar que se prolongaría hasta el 26 de diciembre de 1908. Kappus renunció a la poesía después de varios fracasos, abrazando una profesión convencional, pero nunca se desprendió de las diez cartas de Rilke, que aparecerían publicadas por primera vez en Leipzig en 1929, tres años después de la muerte del autor del Libro de horas. Rilke no se limitó a contestar de una manera afable y superficial. Su ardiente búsqueda de la expresión artística que más se acercara al misterio de Dios convirtió cada carta en una lección magistral sobre la poesía, la verdad y la belleza.
En la primera carta, rehúye valorar los versos de Kappus, alegando que la palabra crítica apenas puede comprender o explicar la palabra poética. Cuando se aventura a hacerlo, solo produce “un malentendido más o menos afortunado”. Rilke se muestra escéptico con el optimismo racionalista, que pretende explicar todos los hechos mediante evidencias objetivas transmisibles mediante el lenguaje: “La mayoría de los hechos son inefables, y se verifican en un espacio en el que jamás ha penetrado palabra alguna, y lo más inefable que existe son las obras de arte”. Al margen de eso, el poeta no debe preocuparse demasiado por las críticas. El poema es una búsqueda interior, no una manera de conseguir la aprobación ajena. Escribir no es un oficio, sino una necesidad, un destino. Y en ese destino, no hay horas vacías o gestos insignificantes: “Su vida habrá de ser, hasta en su hora más indiferente y nimia, manifestación y testimonio de esa necesidad”. El poeta contempla la naturaleza con ojos nuevos, “como si fuera el primer hombre”. Para él, no hay cosas pequeñas. La vida nunca es mediocre y anodina. Cualquier día, por insípido que parezca, contiene infinidad de tesoros que pueden ser recreados en un poema: la primera hora de la mañana, un árbol en primavera, un cielo saturado de colores. “Y aunque se encontrara en un calabozo cuyas paredes no dejasen llegar a sus sentidos ni uno solo de los sonidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, ese tesoro precioso y regio, ese santuario de la memoria?”. Exhumar “ese vasto pasado” proporcionará al poeta algo esencial: una relación más estrecha, más íntima, más fecunda, con su soledad, que no es aislamiento del mundo exterior, sino comunión con la totalidad: “Su soledad se ensanchará y se convertirá en una estancia a media luz desde la que oirá pasar de largo el ruido lejano de los demás”. Rilke finaliza su primera carta aconsejando al joven poeta que se concentre en su vida interior, sin esperar que las respuestas acudan desde fuera, perturbando su evolución: “El creador debe ser un mundo por sí mismo y encontrarlo todo en sí mismo y en la naturaleza, a la que se ha adherido”.
Rilke envía su segunda carta desde Viareggio, Italia, dos meses más tarde. De nuevo, habla de la soledad: “En lo que toca a los asuntos más importantes y profundos, estamos indeciblemente solos”. Esa circunstancia no constituye un obstáculo, pues obliga al poeta a descender hasta lo más hondo, buscando las cosas verdaderamente grandes. En esa exploración, no hay ayuda más valiosa que la lectura. Rilke recomienda al joven poeta que se interne en tres universos: las Sagradas Escrituras, la literatura del escritor danés Jens Peter Jacobsen y las esculturas de Auguste Rodin, “que no tiene parangón entre todos los artistas vivos”. De Jacobsen, destaca su libro de cuentos Seis relatos y su novela Niels Lyhne, que plantea la necesidad de hallar un sentido a la vida desde una perspectiva naturalista. Es paradójico que Rilke invoque simultáneamente la Biblia y una novela que intenta explicar el mundo, prescindiendo de cualquier hipótesis sobrenatural. Rilke no es ateo, pero su Dios no coincide con el de ninguna ortodoxia. Más adelante, aclarará su noción de Dios, que anticipa la interpretación de lo numinoso en Heidegger. En su tercera carta, también enviada desde Viareggio veintitrés días después, Rilke apunta que el poeta madura lentamente, como un árbol “que no apremia a su savia, y se alza confiado en los días ventosos de la primavera sin temer ni por un instante que después pueda no llegar el verano”. La inspiración –o, lo que es lo mismo, la gracia- “solo les llega a los pacientes, a los que viven como si tuvieran toda la eternidad por delante”. Rilke compara la creación artística con la experiencia sexual: “Ambos fenómenos no son más que formas distintas de un único anhelo y una sola bienaventuranza”.
La cuarta carta de Rilke sale con fecha de 16 de julio de 1903. Está escrita desde la colonia artística de Worpswede, Alemania. Otra vez llama la atención sobre lo aparentemente pequeño y sencillo. El poeta debe ponerse al servicio de las cosas para que puedan manifestar su grandeza. Para lograrlo, debe “amar las preguntas mismas, […] vivirlas”. Solo de ese modo podrá captar la plenitud y esplendor del mundo. La semejanza entre el arte y el sexo no procede tanto del placer como de su fecundidad. No conocemos los atributos de la divinidad, pero tal vez el más característico y esencial sea su condición de madre cósmica: “Quizá por encima de todo hay una gran maternidad, un anhelo común a todos. La belleza de la mujer virgen, de esa criatura que (como usted dice tan bellamente) ‘todavía no ha dado nada’, es la maternidad que se intuye y prepara, que teme y anhela. Y la belleza de la madre es la maternidad puesta al servicio de la vida”. En el hombre, también podemos hallar maternidad “física y espiritual”. La renovación del mundo depende de la fusión de los sexos en una tarea común, “de persona a persona”, que exprese la trascendencia de la vida. Durante una estancia en Roma, Rilke escribe su quinta misiva al poeta adolescente, recordándole que “hay mucha belleza en todas partes”. No hay que dejarse aturdir por el ruido del mundo, que alborota y parlotea sin descanso. Hay que aprender “poco a poco a reconocer los escasos objetos en los que perdura una eternidad que se puede amar y una soledad de la que se puede participar quedamente”.
Aún desde Roma, Rilke redacta una sexta carta donde redunda en su elogio de la soledad: “Lo único realmente necesario es la soledad, una gran soledad interior. Entrar en uno mismo y no encontrarse con nadie durante horas: hay que conseguir eso”. La soledad es “un trabajo, un rango y un oficio”, que implica mirar la realidad con los ojos de la infancia. El punto de vista del adulto no vale nada al lado de la mirada de un niño. Ser adulto suele significar, entre otras cosas, perder la fe, dejar de creer en Dios. Rilke recomienda a Kappus que no se preocupe por esta cuestión, pues el Dios que nos han enseñado las distintas iglesias solo es una ilusión. El Dios verdadero “está por venir”. No puede ser de otro modo, pues Dios es el fruto final, la culminación del cosmos: “¿No ha de ser Él por fuerza el último, para abarcarlo todo en Sí? ¿Y qué sentido tendríamos nosotros si Aquel que anhelamos ya hubiera sido?”. Dios garantiza que la cosecha del tiempo no se malogre. Gracias a Él, “los que ya partieron siguen estando en nosotros, […] hechos sangre rumorosa y gesto que se alza desde las honduras del tiempo”. Rilke finaliza su carta, exhortando al joven poeta a no perder la fe. Fechada un 23 de diciembre, sus últimas palabras adquieren la resonancia de una epístola neotestamentaria: “Querido señor Kappus, celebre la Navidad con el devoto sentimiento de que su angustia vital es quizás lo que Él necesita de usted para empezar; acaso estos días de transición para usted son precisamente el momento en que toda su persona se consagra a Él, como hace tiempo, de pequeño se consagrara también a Él con fervor. Tome las cosas con paciencia y buena voluntad, y piense que lo menos que podemos hacer es no poner a Su advenimiento más obstáculos que los que pone la tierra a la primavera cuando llega su hora. Y esté alegre y confiado”.
La séptima carta también se gesta en Roma, seis meses después. Rilke instiga a buscar lo difícil, pues “todo lo vivo busca lo difícil”. El amor es difícil, “quizás el más difícil de los trabajos que se han encomendado”. Es “una ocasión solemne de madurar, de devenir algo en sí mismo, de convertirse en mundo, de ser mundo para sí mismo y por causa de otros”. En el amor, “dos soledades se protegen, delimitan y saludan la una a la otra”. La octava carta, redactada en Borgeby gard, Flädie, Suecia, alaba la tristeza, que “no es sino la señal de que algo nuevo, desconocido, acaba de entrar en nosotros”. Lo imprevisible nos aterra, sin comprender que las vivencias nuevas, incluso cuando son terroríficas, amplían y enriquecen nuestro conocimiento del mundo. Debemos amar los abismos, pues “quién sabe si detrás de lo aparentemente terrible no habrá acaso más que desamparo que espera nuestra ayuda”. La novena carta, escrita en Furuborg, Jonsered, Suecia, mucho más breve, expresa la misma confianza hacia el mundo que había aparecido anteriormente: “Créame: la vida siempre tiene razón, en todas las circunstancias”. Rilke escribirá su última carta a Kappus desde París. Han transcurrido cuatro años y Kappus le ha confesado que su vida se ha estabilizado, adoptando un rumbo poco literario. Ha continuado la carrera militar y no está descontento. Rilke le responde que “el arte solo es una manera de vivir, y es posible prepararse para ella sin saberlo, simplemente viviendo sin más”. No hace falta ser poeta para vivir poéticamente. Es suficiente mantenerse abierto al mundo y cultivar la vida interior. Muchas veces se llama literatura a textos pueriles, sin trascendencia artística. Un gesto de emoción al observar el atardecer puede ser más lírico que un poema mediocre y lleno de lugares comunes.
Las cartas de Rilke contienen una poética que expresa una elaborada interpretación del ser. Para el creador de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, no hay que tomar las apreciaciones de la conciencia como una evidencia. Aunque no lo percibamos de forma inequívoca, Dios es lo primero, ese invisible fondo cósmico del que procede la multiplicidad de lo existente. Eso sí, Dios está incompleto hasta el final de los tiempos, cuando recoge en su seno hasta la última brizna de hierba, presuntamente desechada por un devenir implacable. Dios no está separado del mundo. Dios es presencia, huella, “una conciencia puramente terrestre, profundamente terrestre, felizmente terrestre” que se expande como un círculo cada vez más vasto, donde nada se pierde. El verdadero poeta solo es el testigo de ese Dios que se hace día a día, que se “edifica” con la angustia y la desesperación, la incertidumbre y la calma. En ese proceso hay voluptuosidad, amor. Lo sensual, que nos sacude e interpela continuamente, revela que la materia no es imperfecta, sino trascendente. No hay nada más divino que engendrar vida, asumiendo el cuidado del otro. El otro siempre es el horizonte del quehacer humano. La poesía solo alcanza la plenitud cuando se convierte en un diálogo fructífero de persona a persona, desbordando los límites que nos separan. Las cartas que intercambiaron Kappus y Rilke son un hermoso ejemplo de ese diálogo, donde el amor a las preguntas prevalece sobre el hambre de respuestas. La vida no es una respuesta, sino una pregunta y la misión del poeta es hacerse eco de su inacabable rumor.