jueves, 12 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": quinto día (25-IX-2017); Praga, ciudad de vacaciones.


Praga se ha convertido en un parque temático. No me lo esperaba. De buena mañana, Itka, nuestra guía checa, nos acompañará a visitar el castillo. La saludamos en el vestíbulo del hotel. Su marido le regala vuelos en paracaídas y parapente. Quiere deshacerse de ella, nos dice, y sonríe abiertamente, con una simpatía atractiva. Su altura y sus rasgos duros, de valquiria eslava, no concuerdan con su carácter mediterráneo, abierto y dicharachero. Tenemos suerte. Es lunes y todavía podemos ver el salón de los Pasos Perdidos y la catedral de san Vito sin abrirnos paso a codazos y empujones. A pesar de que las piaras de orientales y escolares (entre ellos, nosotros) somos muy abundantes, nos advierte Itka que el domingo era imposible dar una zancada sin mantener una disputa por la posición en el área o en el crucero de la catedral. Desde el interior, la altura de las bóvedas impresiona. Estos monumentos góticos están hechos para que uno se sienta el ser más insignificante del mundo. Los vitrales solo son comparables a los de la catedral de León y la negrura de su fachada nos recuerda el paso de los años y el descuido de los gobernantes. Itka se queja una y otra vez de su indecente presidente de gobierno (no sé a qué me recuerda todo esto). 
En el Callejón del Oro es más difícil abrirse paso, pero conseguimos ver las casitas de colores. La de Kafka, un kiosko, también en el interior de algunas de ellas, museos etnológicos que admiten fotos y nostalgia. Los jardines del castillo sollozan de melancolía. Entre estanques lánguidos, laberintos y palacios románticos, Bécquer podría haberse inspirado para componer sus rimas si no fuera porque en vez de golondrinas sobrevuelan el espacio búhos reales. 
El barrio de Malastrana sigue, por suerte y porque es un lunes de finales de septiembre, a salvo de la masificación del barrio viejo. La cerveza sigue siendo, como en Budapest, recia y bien servida, en tabernas antiguas con el sabor centroeuropeo de los refugios cálidos para caminantes. Mientras, los chicos, se esparcen en Starbucks. Las malditas sirenas del capitalismo están por todos lados y encantan a todo tipo de muchachos: rebeldes, menos rebeldes, pasmados, nada pasmados, abiertos al mundo y nada abiertos al mundo. Todos se estrellan en los acantilados de los cafés servidos en vasos de cartón. A ver quién es el guapo que compite con las sirenas del capitalismo. Ni siquiera los mandatarios madrileños de Podemos se resisten a sus encantos. Un pequeño altercado en ese acantilado, nos lleva a la embajada española. Tres mujeres nos atienden en un salón oscuro con ganas de cerrar pronto. Sí, es la embajada española. 
La visita al museo de Kafka es tempestuosa y escandalosa. Los chicos conocen al autor, saben de él, pero no participan de su siniestra visión del mundo. Tienen 18 años, algunos menos. Quizás Franz con esa edad no pensaba como en El Proceso, o quizás sí. Estas nieblas constantes del centro de Europa dan para muchas murrias. Una taberna frente al museo celebra las hazañas del bravo soldado Svejk, el personaje de Jaroslav Hasek, que conocí antes que en el libro en una serie de televisión que me ha sido imposible volver a ver. El personaje pasa por tonto y salva el pellejo a pesar de estar en los más peligrosos escenarios de la Primera Guerra Mundial. Su idiotez es un salvoconducto para la supervivencia y para la risa. 
Por la noche y a pesar del agobio turístico, conseguimos abrevar en lugares con mucho encanto y música de jazz en directo que solaza a cualquiera. Siempre, claro, atravesando el escenario multitudinario del puente Carlos: pintores, grupos de música y puestos de abalorios rodean a los turistas que son muchos y comentan el negro hollín que reviste las famosas esculturas del famoso puente. En las calles más populosas ofrecen teatro negro (la misma obra que hace once años, una Alicia en un país no muy inocente), tortura, sexo y música clásica interpretada y bien cobrada en las numerosas iglesias que jalonan el trayecto hasta la Plaza del Reloj. Nosotros preferimos los callejones con serpentín. Cenamos en "U Parlamentu", un restaurante sencillo con fotos de intelectuales que, no sé si por suerte o por márketing, están detrás de nosotros, vivitos y abrevando. Parecen sacados de una tertulia de la bohemia española de los treinta: chalinas, melenas y melopeas. También fuman con desparpajo, al margen de las normativas legales (esto también me suena a una parte de España, pesar de la lejanía).    

miércoles, 11 de octubre de 2017

Los 80 y sus expresiones: segunda parte, El Molino y el destino.


Cualquier parecido con la realidad es pura (absoluta) coincidencia.

...Uno de esos sábados, en El Molino, el Rubio bailaba las lentas muy apretado con una tía que le molaba un huevo. Le regó la espalda con pasta de barrachás y tropezones de huevos duros. Le vomitó esa especie de ensaladilla rusa sobre un pulóver amarillo con hombreras. ¡Qué fuerte! El tío se quedó pasmado y ella lo puso a caldo en mitad de la pista de baile. Al Rubio le dio un bajonazo de los chungos. Hasta el pinchadiscos cambió a Spandau Ballet en cuanto guipó la escena. El Rubio ya no fue el mismo desde entonces. Ahora regenta una franquicia de tintorerías en la provincia de Valencia y, según él, ha olvidado el episodio.
Nos cortaba el rollo ver a la Espátula en los reservados de la discoteca con el maromo de turno. La tía era enorme y se lo montaba fatal. Subida a horcajadas sobre su hombre, fornicaba como una loca bajo la penumbra encarnada. Se le veía de medio cuerpo para arriba subiendo y bajando como si la moviera la ola de la feria. Su moño deshecho zarandeaba unas bombillas muy molonas instaladas en una rueda de carro. La luz roja oscilaba al son, no de la música, sino de las embestidas del Guapo, su chorbo más auténtico. Ahora, la Espátula se lo hace de guía de cruceros en la costa de Alicante. 
En nuestra basca venían varias tías; pero había una fetén, catalana. Nos la regaló Barcelona para limar nuestra cazurrería. Se prendó pronto de uno de los colegas y nos alegraba las tardes porque era total, auténtica: espontánea, simpática, daba cuartel anímico a quien lo necesitaba. Solo se lo hacía mal conduciendo. Cuando subías en su Dyane 6, era lo suyo que firmaras testamento y besaras el suelo si llegabas al destino. Hoy es profesora de la mejor autoescuela de Barcelona.  

domingo, 8 de octubre de 2017

Los 80 y sus expresiones: primera parte, Casa Eulogio.


Historias de los años 80 para refrescar expresiones de la época (algunas aún se utilizan en la actualidad; otras, no tanto).
  
Los sábados por la tarde salíamos de Casa Eulogio después de hacerle la pirula a un viejo que andaba siempre por la barra mascando su caliqueño. ¡Qué figura el tío! Le cargábamos barrachás y cubalibres a su cuenta sin que se coscara. A los 20 años todavía no nos había germinado el corazón, ni las entrañas, ni el hígado, ni casi nada. Nos molaba ir a ese bar para reírnos del loco charlatán. Entre otras cosas, decía que en Alicante habían sustituido la arena de la playa por cojines. También nos molaba hacerle la pirula al viejo que bebía Pipermint y aseguraba que aún se le empinaba con 93 años. Por desgracia, ya no. También frecuentaba el lugar un jubilado tuerto y trajeado (eso sí, siempre el mismo traje) que se gastaba la paga en las máquinas tragaperras y el poco hígado que le quedaba en orujo de quemar. Cuando le caía el alcohol en el pantalón o en la chaqueta, resbalaba como el agua en la piel de las focas. Lo enterraron con ese terno impermeable. Ya no existen la tragaperras ni el bar. El hijo del dueño se dedica hoy al tráfico de hongos legales.

Nos flipaba salir del antro aquel con la panza a rebosar de huevos duros, cazalla y mistela. Nos poníamos bien y ligábamos un punto que nos servía para entrar en la discoteca como Travolta en Saturday Night Fever. A veces alguno cogía un buen cuelgue y echaba las papas. CONTINUARÁ.

"Alegría", versión actualizada de un cuento de Chéjov


Eran las doce de la noche.
Juan Nadie, excitado, con el pelo revuelto, entró en tromba a casa de sus padres y se asomó con euforia a todas las habitaciones. Ya se estaban acostando. La hermana leía en la cama el final de una novela. Los hermanos, estudiantes de instituto, dormían.
-¿De dónde vienes? -le preguntaron sorprendidos sus padres-. ¿Qué te pasa?
-¡No me preguntéis! ¡Nunca lo habría imaginado! ¡No me lo esperaba, no! ¡Esto... esto es hasta inverosímil!
Juan Nadie soltó una carcajada y se sentó en el sofá. Era tanta su alegría que no podía mantenerse en pie.
-¡Es increíble! ¡No os lo podéis imaginar! ¡Mirad!
La hermana saltó de la cama y envolviéndose con una manta se acercó a su hermano. Los adolescentes se despertaron.
-¿Qué te ocurre? ¡Tienes la cara desencajada!
-¡Es de alegría, madre! Es que ahora me conoce toda España. ¡Toda! Antes solo vosotros sabíais que existía el registrador de hacienda Juan Nadie; ¡ahora lo sabe toda España! ¡Ay, madre! ¡Dios mío!
Juan se levantó con rápido movimiento, corrió por todas las habitaciones y volvió a sentarse.
-Pero, ¿qué ha ocurrido? ¡Habla de una vez!
-Vosotros vivís como los animales en el bosque: no leéis periódicos, no veis la tele, no tenéis internet. ¡Y hay tantas cosas admirables en internet, en los periódicos y en la tele! En cuanto ocurre cualquier cosa, enseguida se sabe, nada queda oculto. ¡Qué feliz soy! ¡Dios mío! Sabéis que en los periódicos, en la televisión y en internet solo se habla de las personas famosas; pues bien, ¡hoy han hablado de mí!
-¡Qué dices! ¿Dónde?
El padre estaba pálido. La madre fijó la mirada en la imagen de la Virgen y se santiguó. Los adolescentes saltaron de la cama y tal como iban, en pijama, se aproximaron a su hermano mayor.
-¡Sí! ¡Han hablado de mí! Toda España conoce mi nombre. ¡Mirad!
Juan sacó su móvil del bolsillo y buscó la página del periódico de más tirada. Señaló con el dedo una noticia que aparecía en portada.
-¡Leed!
EL padre se puso las gafas.
-¡Venga, leed!
La madre volvió a mirar a la Virgen y se santiguó. El padre carraspeó un poco y empezó a leer:
"El 29 de diciembre a las once de la noche, el registrador de hacienda Juan Nadie...
-¿Lo veis? ¡Sigue!
"... el funcionario de hacienda Juan Nadie, al salir del gastrobar "La Perla de Gandía", en la calle de Malasaña, con evidentes síntomas de ebriedad...
-Éramos Manolo Sandio y yo... ¡Lo describen con todo detalle! ¡Continúa! ¡Sigue! ¡Escuchad!
"... con evidentes síntomas de ebriedad, resbaló y cayó bajo la moto del profesor de secundaria Luis Fernández. El profesor, en el intento de evitar el atropello de Juan Nadie, se subió  a la acera , con tan mala suerte que atravesó el escaparate de la joyería Espirales, lo que aprovecharon unos maleantes que por allí rondaban para desvalijarla y salir corriendo. El suceso provocó un tiroteo entre la policía y los ladrones, de origen búlgaro, que causó varios heridos. Juan Nadie, que se había quedado sin sentido tumbado en el suelo, fue llevado a la comisaría, fue examinado por un médico y dio positivo en el control de alcoholemia y drogas. El golpe que recibió en la nuca...
-Fue contra el guardabarros delantero, padre. ¡Sigue! ¡Sigue leyendo!
"...que recibió en la nuca fue de diagnóstico leve. Del suceso se ha levantado el correspondiente atestado. El paciente recibió asistencia médica..."
-Me aplicaron el pescuezo paños mojados con agua fría. ¿Os habéis enterado? ¿Eh? ¡Pues ya lo veis! La noticia corre por todas las redes sociales, por los periódicos y por las televisiones. Dame el móvil.
Juan se metió el móvil en el bolsillo con mucho cuidado.
-Voy corriendo a casa de los López y de los Martínez para enseñárselo... Quiero que lo sepan de primera mano. Para que vean que soy yo realmente de quien hablan los medios. También se lo tengo que decir a los Ramírez, a los Pérez, a los Domínguez... ¡Me voy corriendo! ¡Adiós!
Juan se coló el abrigo y la bufanda y, lleno de alegría, con aire de triunfo, salió apresuradamente a la calle.

viernes, 6 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": de Budapest a Praga, cuarto día (24-IX-2017)


Los viajes en tren ya no son de nuestra época (el AVE no es un tren, claro). De hecho, nos resultan tan ajenos, que los chicos casi consiguen que nos quedemos para los restos en Budapest (tampoco me habría importado mucho) porque han descubierto a última hora un Burger King.
Después de la comida basura, el día nos reserva un retroceso en el tiempo: siete horas de viaje calmado, siete horas compartiendo urinario, alientos y desalientos con gentes desconocidas en un espacio de cuatro por dos (a veces menos). Un muestrario de tipos humanos (eslovacos, húngaros, checos y españoles, principalmente): un deportista con la bici a cuestas; un levantador de peso con sus músculos a cuestas; un beodo con sus cervezas a cuestas; un informático con sus cables a cuestas; nosotros, con nuestros móviles a cuestas; y, por fin, el loco, sin nada a cuestas, aparece primero con pantalones holgados y luego sin ellos, con los calzones meados y unas chanclas de piscina, pasea por los pasillos y termina orinando con la puerta del servicio de par en par, para que todo el mundo vea que quien no lleva nada a cuestas no tiene nada que esconder. 
Pasan las estaciones y el tren se va poblando de más y más tipos curiosos. Ya no cabemos todos en los asientos y el viaje es largo. Lo que se prometía como una travesía del transiberiano húngaro, se convierte en un autobús hindú. Un tren hacinado no es nada agradable, sobre todo por lo que se recuerda de estos viajes en Centro Europa. No exageremos, nosotros los llevamos bien en el vagón restaurante: con pato guisado y con un eslovaco que bebe cervezas de lata y las estruja como a los cerdos de Honrubia.
Después de siete horas, la llegada a Praga se convierte en el abrazo de la madre tras ser apaleado por el forzudo de la clase. Praga, nocturna y populosa, nos acoge con la piedra negra y los ojos orientales atiborrando las terrazas. Hace once años esta ciudad no era la misma. Los ríos de japoneses secan los adoquines, las mesas y las sombrillas de los restaurantes ocultan la belleza de las calles, los flases de los móviles asedian cualquier atisbo de monumento o de minucia. Praga se está convirtiendo en otra Venecia, otra ciudad zarandeada y adulterada por la voracidad de la idiotez viajera. El espíritu de Benidorm y de la Sagrada Familia devora la Europa monumental. Sin embargo, siempre hay un refugio donde abrevar la sed del paseante. Hay algo que se conserva entre algodones: la buena comida y la cerveza recia. Hasta se olvida uno de la manada.    

miércoles, 4 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, tercer día (23-IX-2017)


El Danubio nos reclama de nuevo y como obedientes infantes acudimos a su seno para disfrutar de la serenidad de sus aguas y de la piedra limpia, rendida a la filigrana del neogótico. Mañana clara de puentes y retrasos. Entre Buda y Pest se tienden el puente de las Cadenas, el de la Libertad, el de Sissi (sí, la emperatriz). Todos destruidos por los nazis al final de la guerra para cortar la comunicación entre ellos y el mundo (nunca la hubo). El Museo del Terror (mejor del Horror) es una puerta a las entrañas de la miseria humana. La represión nazi y comunista es un peso todavía grave para los centroeuropeos y también, por qué no decirlo, un recurso para sangrar al turista. Los uniformes que vestía el servicio secreto húngaro en tiempos del nazismo incluyen una banda en el brazo con un símbolo que recuerda, y mucho, a la parodia de Charlot en El gran dictador. Estos regímenes terribles se prestan fácilmente a la caricatura, casi tanto como varios presidentes actuales que nos tienen en ascuas. Lo más impresionante de la visita son los calabozos de la policía secreta comunista: la celda de tortura espeluzna, con rejilla en el suelo para desaguar la sangre de las palizas, y la celda de castigo donde apenas cabe un hombre de pie angustia y estremece. Un carro de combate con las cadenas cubiertas por el agua nos recuerda un tiempo rancio y agrio, tan similar a la posguerra española que suena muy próximo.
Después del estremecimiento, una comida típica en una bodega escondida entre mansiones imperiales. Gulás delicioso y reconfortante con el que enderezamos el mal cuerpo del estalinismo. Nos espera el interior del parlamento. Una guía susurrante y regordeta (me recuerda a la abuela del protagonista de El tambor de hojalata) nos pasea entre tapices, dorados y cúpulas estridentes. Pasillos del imperio austrohúngaro que culminan en la sala del parlamento, todo madera y banderas. No sé por qué me inspira cada vez más repeluzno la exhibición de estandartes.
La iglesia de san Esteban nos mantiene en la estela de los turistas dóciles. Un impresionante templo neoclásico con sus tumbas y sus reliquias y sus calaveras y sus tibias y peronés pulidos y presentados como un cochinillo recién roído. En lo alto del cúpula una vista impresionante de la capital húngara. Al parecer todos los españoles hemos subido a la vez e incluso nos encontramos con personal de la Delegación de Cuenca. Todos los caminos de España confluyen en la cúpula de san Esteban. 
El crepúsculo y un funicular de museo nos suben hasta la colina Géllert. Es sábado por la noche y no hay nadie en el castillo de Buda. Sorprendente. Un paseo tranquilo por los jardines, por el Bastión de los Pescadores, por la iglesia de Matías. Reposan dormidos en la oscuridad y el recogimiento, abandonados maravillosamente por las hordas de turistas. Durante la Edad Media eran los fieros húngaros los que aterraban al visitante. Ahora somos nosotros los que asolamos las ciudades y los ríos. Hoy ha habido una tregua. La panorámica desde lo alto del Bastión sería el paraíso del turista moderno y sélfico, pero no hay nadie y sorprende. Se podrían llenar cientos de muros de Facebook con escenas del parlamento y de los puentes iluminados a la orilla del Danubio sin que el mal gusto apareciera (es posible que exagere). 
El tren escalador nos devuelve al amor del río (oscuro y manso). Uno mira el fluir de la corriente y no puede olvidar esas parejas de judíos hundiéndose, con los zapatos secos y abandonados en el muelle.  
Para culminar el día, una taberna acogedora donde extrañamente solo hay hombres de tamaño XXL. Se muestran cordiales, aunque nos cuesta entenderlos. Marbella, Ronda, es lo único que logramos comprender, junto a sus apretones de manos que nos despiden con la euforia de la cerveza tostada y el palinka.  

sábado, 30 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, segundo día (22-IX-2017)


La lluvia nos ha abandonado. Budapest se muestra distinta, con imperial arquitectura y una solidez aplacada por el inmenso Danubio, que amansa los edificios austrohúngaros con placidez de matrona. El Parlamento bebe de sus ubres y se yergue dominador sobre el río: la piedra blanca, la cúpula florentina, la memoria gótica de sus arcos, resplandecen y abruman al fluir manso de la corriente. A sus pies, en uno de sus muelles, una historia terrible se desprende del monumento de los zapatos: durante la Segunda Guerra Mundial, a los judíos de Budapest se los emparejaba a la orilla del río y se disparaba a uno de cada pareja para ahorrar balas después de quitarles los zapatos; el muerto arrastraba a su compañero hasta el fondo del Danubio, que los devoraba con tristeza infinita. Sobre el muelle, los zapatos de bronce, desordenados, aúllan la terrible realidad del fanatismo nazi y sirven de pasto melancólico a los turistas, que se estremecen imaginando las entrañas del río arañadas por manos crispadas. 
Proseguimos el paseo a orillas del Danubio. El sol nos descubre la maravilla arquitectónica del imperio Austrohúngaro: puentes majestuosos (hundidos también durante la guerra), templos impávidos, piedra ilustrada y romántica. Diferente, acogedora y distante a la vez, como una institutriz germana que intimida y asombra. La calle Vacy abre los brazos a la avidez comercial de los turistas: locales caribeños se mezclan con gorras del ejército comunista, mientras los edificios imperiales siguen ordenando el espacio. En El Mercado Central no es menor la impresión de la arquitectura que en los edificio religiosos. En la entrada, una húngara ataviada con el traje regional ofrece pinchos de queso y una envergadura que asustaría a los amantes de gigantes y cabezudos. En el interior bulle la vida cotidiana de Budapest, aún bien hermanada con la turística: salchichas XXL, col, gulás, recuerdos del Danubio, langós, paprika, sudaderas de Sissi emperatriz, recuerdos made in China y la húngara rubia todavía fuera con la cofia sudada (en las alturas el tiempo es más caluroso). Las cervezas saben a cebada salvaje y a libro de historia.   
La tarde sigue siendo plácida para el paseo. La sinagoga de Budapest ha cerrado sus puertas, pero hay una noria. Nada se pierde, todo se transforma, como decía la canción y hasta un verso de un poeta conocido. Las calles de Budapest, hoy sí, dan para gente andariega y versátil, dispuesta al trasiego. 
Por la noche, el Danubio ha transformado su lecho melancólico por otro recreativo en el que nosotros, los turistas, terminamos de abrumarnos con la maravilla de la arquitectura austrohúngara. Buda y Pest iluminados a uno y otro lado son los compañeros ideales del fotógrafo constante en el que se ha convertido el viajero actual. En el crucero, la tertulia con los chicos es amena y escandalosa. No puede ser de otra forma. La serenidad de la travesía y la monumentalidad del paisaje se mezcla con la historia de unos cerdos estrujados. El mundo es pura contradicción, también en el Danubio, acunados por la serenidad de un río herido en su vientre con el espanto de los judíos descalzos.  

"Vendimia a garrotazos" por Manuel Vicent


Recuerdo aquella mañana de un otoño ya muy lejano en que entré totalmente fumado en la sala de las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado y la sensación que me produjo el cuadro Duelo a garrotazos bajo los efectos de la marihuana. Eran tiempos de batallas urbanas contra la policía en los estertores de la dictadura. Por Atocha y la Ciudad Universitaria madrileña había manifestaciones cada día con pancartas y gritos de libertad, amnistía y estatutos de autonomía, con nubes de gases lacrimógenos, balas de goma y algunas de plomo que habían acarreado varios muertos.
En aquel tiempo, el Museo del Prado estaba prácticamente deshabitado. En un ángulo de cada sala vacía dormitaba un bedel y mientras avanzaba en soledad entre óleos de reyes, santos, caballeros y batallas me acogía la sensación alucinada de que aquellas figuras de las paredes solo eran la creación del sueño de sus vigilantes dormidos. La hierba dividía los cuadros en dos: los que te subían y los que te bajaban. La hierba exaltaba hasta un grado indecible El Jardín de las delicias de El Bosco y a todo el Greco, a Tiziano y Velázquez. Sus personajes abandonaban los marcos y ocupaban todo el aire por donde veía volar a las meninas, a las vírgenes de Murillo, al adusto caballero de la mano en el pecho junto con alguna venus muy carnal. Era una sensación placentera. En cambio, al entrar en la sala donde se exhibían las pinturas negras de Goya notaba que no había forma de que aquellas figuras diabólicas las diluyera la morbidez del cannabis. Esta paranoia se acrecentó al contemplar de cerca el cuadro de Duelo a garrotazos. Tal vez este rechazo se debía a que esta pintura solo expresaba el odio profundo entre las dos Españas, que había aflorado de nuevo en la calle. De hecho, desde allí se oía en ese momento un helicóptero de la policía sobrevolando una asonada.En Ámsterdam, había adquirido una hierba de excelente calidad en los tenderetes de la discoteca Paradiso, una antigua iglesia convertida por los hippies en su tabernáculo, y en aquel Madrid descoyuntado por los dolores de parto de una democracia extraída con fórceps, dentro del coche aparcado a la sombra de la Academia Española de la Lengua, liaba un canuto en forma de trompeta, lo apuraba con lentas caladas, me paseaba primero sobre las hojas caídas, rojas, amarillas, moradas del Jardín Botánico y luego, fumado hasta muy abajo entraba en el Museo del Prado con la esperanza de que la hierba me abriera las puertas de la percepción hasta las entrañas invisibles que había debajo de la belleza. En cierto modo este placer era también una forma de resistencia al franquismo.
Según su doble fuente de inspiración, Goya pintaba juegos de columpio y fiestas felices en la pradera, una duquesa desnuda con carne de nácar y aguafuertes llenos de brujas y ajusticiados, cartones para tapices con escenas galantes y ahorcados, capirotes de la Inquisición, el garrote vil, un asno con levita y un macho cabrío presidiendo un aquelarre. La España atroz y la de la Ilustración convivían en sus lienzos. Cuando Goya se fue a vivir a la Quinta del Sordo, hacia 1819, era un viejo lleno de cólera y sabiduría. Durante los cuatro años de misantropía que estuvo allí enclaustrado luchando contra sus demonios se dedicó a cubrir 32 metros cuadrados de pared con visiones corrosivas y pesadillas esquizofrénicas. En la cartela que acompaña al cuadro Duelo a garrotazos se explica que esa clase de pelea a muerte solo se permitía en Cataluña y en Aragón. En el resto de España estaba prohibida. En la pintura original esa pareja de españoles raciales tiene los pies sobre la hierba, pero al pasar la pintura al lienzo desde las paredes encoladas, la restauración deplorable hizo que aparecieran con las piernas enterradas y ese error ha convertido la escena en un símbolo del violento inmovilismo español como un destino aciago.
Algunos expertos opinan que Goya en los días felices había pintado bocetos de dulces vendimias con colores pastel debajo de esas pinturas negras y uno en aquel lejano otoño trataba de adivinarlas inútilmente ayudado por el cannabis dentro de las nubes azules y rosas que presiden la pelea de los dos villanos. Hoy, la sala de las pinturas negras de Goya está siempre abarrotada de espectadores que solo buscan la belleza, pero la incompetencia de los líderes políticos ha hecho que el desafío independentista contra el Estado reproduzca la escena de una España ciega con las piernas enterradas. Hubo un tiempo en que un sueño de ética y libertad unió a los catalanes y el resto de los españoles. Ignoro si todavía es posible imaginar que un delicado racimo de uvas invisible se halla en medio de esos dos bellacos que se están matando a garrotazos.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, primer día (21-IX-2017)


Un aeropuerto siempre ofrece sorpresas y cavilaciones. Nos llaman por megafonía debido a un retraso que inyecta emoción al comienzo del viaje. Iberia es diferente y cumple con los horarios. Nosotros somos los mismos: dos profesores angustiados y un grupo de adolescentes embelesados con las colonias de los aeropuertos. Trabajar un año en la elaboración de un periódico no enseña a que las puertas de embarque no están abiertas hasta que uno deja de contemplar las cerraduras de los baños. Por fin en el avión. Las ventanillas muestran unos Alpes majestuosos, nevados y sosegados casi tanto como los dos profesores en sus asientos. Viajamos hacia la tierra de los húngaros, aquellos bárbaros que se trenzaban las barbas con los huesecillos de los enemigos. 
Llueve a jarras en Budapest. La tarde se presenta difícil para el paseo y la contemplación, pero se intenta, a pesar de una iluminación callejera de bujías gastadas. Kebabs y cervecerías, peluquerías antiguas y fachadas desconchadas, no da tiempo ni luz para más. Los bares de Budapest nos alegran el bolsillo y, está comprobado, Hölderlin es demasiado bucólico para engullirlo en los aviones. Las chicas achispadas del IMSERSO inglés alegran el vestíbulo del hotel. Los bárbaros se han rapado las barbas, pero presentan la altura y la corpulencia de sus medievales antecesores. El Danubio no es azul y Centro Europa no se explica en una tarde lluviosa, esperaremos a mañana.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Comienzo de curso en la Consejería de Educación de Toledo


Comienzo del curso escolar. Finales de agosto en la Consejería de Educación de Toledo. Cantina.
-Bueno, qué, ¿se os va ocurriendo algo para comenzar el curso con alegría?
-Espera que nos tomemos dos más y ya verás cómo fluye.
-¡Juanito, otra ronda!
...
-¿Qué os parece que les digamos a los interinos que se incorporen a su centro nuevo el 1 de septiembre, aunque el curso anterior hayan estado en otro?
-¡Hostia, tío, eso va a estar bien! Ya verás qué lío: sin profesores para corregir las pruebas de septiembre, sin tutores en las evaluaciones, sin miembros en las juntas de evaluación para que se vote, reclamaciones desatendidas.. Sí, sí, de puta madre.
-¡Pon otra, Juanito! que ya van saliendo ideas.
...
-¿Y si les decimos que van a ir este año a 20 horas?
-Joder, no sé, ¿eso no es darles facilidades?
-Sí, pero hacerlo en septiembre tiene su gracia. Ahora, cuando en muchos centros ya están hechos los horarios y el reparto de grupos. Ya verás la que se monta. Lo mismo hasta tienen que reunirse en fin de semana para organizarse.
-Eso ya lo hizo la Cospedal, ¿no es repetirse?
-No, porque lo hizo al revés. De 18 pasaron a 20, aunque es verdad, también en septiembre. No es malo alimentarse de la tradición.
-¿Y de dónde sacamos el dinero para los nuevos cupos de profesorado?
-Ahí está la gracia. Si no montamos revuelo, esto es muy aburrido. Tenemos que agitar el cotarro desde el principio, que no se aburra esta gente, que vea que no se nos acaban las ideas.
-Yo estoy de acuerdo. Nos tendrían que pagar un suplemento porque sorprender a los claustros un año sí y otro también tiene mucho mérito. ¡Ronda de cañas y pon tapa!
...
-Se me ha ocurrido otra: y si decimos que vamos a eliminar el cuerpo de inspección.
-Ya no le sirvas más cerveza al nuevo. Vamos a ver, se trata de causar problemas en los claustros para ver cómo los resuelven, no quitárselos todos de golpe. ¿Qué quieres, acabar con la diversión? ¡Cuánto tienes que aprender!

"Matadero Cinco: un soldado perdido en el tiempo" por Grace Morales



Alemania, febrero de 1945. La ciudad de Dresde era un gigantesco hospital de campaña, sus edificios, convertidos en refugio para los heridos del frente oriental. El abastecimiento de comida, cada vez más escaso. Muchas fábricas ya habían sido destruidas por las bombas aliadas. Pero Dresde mantenía un nudo ferroviario que podía dañar los intereses soviéticos, cuyo ejército ya se encontraba a las puertas de Silesia. La inteligencia británica decidió reabrir la Operación Thunderclap del 44, rendir por aire los enclaves del oeste, pero esta vez solo las ciudades más importantes. Para acelerar en el tiempo el final de la guerra, decidieron bombardear Dresde, conocida como la Florencia del Elba por la enorme cantidad de museos y monumentos, una ciudad repleta de belleza. La noche del 13 de febrero, los pathfinders británicos arrasaron Dresde en dos oleadas de bombas incendiarias. Dejaron casas y seres vivos consumidos por una lluvia de fuego gigantesca que succionó el oxígeno e hizo explotar todo lo que había debajo. Al día siguiente, los cazas norteamericanos dejaron caer otras tantas toneladas de bombas sobre diversos objetivos en la ciudad y sus alrededores. A causa de la nube de humo y las condiciones climáticas, algunas bombas se desviaron, llegando hasta Praga.

Durante mucho tiempo, este episodio del fin de la Segunda Guerra Mundial quedó oculto por los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki del verano del 45. Pocos datos se ofrecieron con precisión, especialmente el número de víctimas. Eran casi todos civiles o soldados heridos y la ciudad, su centro urbano, un lugar de gran valor histórico que no poseía interés militar alguno, salvo la venganza del mando británico por los raids alemanes. Los libros hablaron de ciento treinta mil personas muertas, mientras que las cifras oficiales oscilan entre las veinticinco y las sesenta mil. Las pocas imágenes que hay de Dresde tras los bombardeos son terribles, y cuesta imaginar la reacción de los escasísimos supervivientes.

Por puro azar o broma del destino, uno de esos supervivientes fue un soldado norteamericano. Dejémoslo más bien en un crío de diecisiete años, sin la más mínima habilidad militar, que había sido hecho prisionero por los alemanes en Bélgica y trasladado a Dresde para trabajar en una fábrica de jarabe para preparados de vitaminas. Se salvó de morir en estos pavorosos ataques porque corrió a esconderse con sus compañeros en un enorme almacén de carne del antiguo matadero de la ciudad, donde los alemanes los tenían confinados, excavado en la piedra bajo la ciudad. El Matadero n.º 5. El prisionero se llamaba Kurt Vonnegut y venía, sí, de una familia de inmigrantes alemanes que se habían instalado y prosperado en Minneapolis. Ya convertido en escritor, tardó veinte años en llevar a una novela lo que había vivido aquellos días en Europa. Sobre todo, lo que vio nada más subir del improvisado refugio, entre el telón de humo que tapaba el sol. Lo que quedaba de Dresde. Según él, no había mucha diferencia entre la superficie de la Luna y aquello, salvo que el suelo estaba caliente y los pies se hundían en una papilla de cenizas.

Un escritor con semejante experiencia a sus espaldas podría haber aprovechado para formar parte de la lista de autores que han retratado estos acontecimientos, aunque desde distintas posturas ideológicas, siempre con una mirada épica sobre la batalla y sus trágicos desenlaces (desde Jünger a Hemingway). Pero Kurt Vonnegut no era un escritor como ellos. Sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial suponían un peso que le resultaba imposible de reproducir con palabras. En el primer capítulo de Matadero Cinco, que sirve como asidero explicativo de donde parte esta increíble historia, Vonnegut expone la dificultad que le supuso describir lo indescriptible, la contemplación de una ciudad destruida hasta los cimientos, confundiéndose el polvo de los edificios con el de los huesos de los muertos, o cómo antes de llegar a Dresde pasó unos días infames en un campo de concentración para soldados, donde se alumbraban con velas hechas de sebo humano. En el estilo satírico que le hizo mundialmente famoso, el autor explica que él quería hacerse rico con un libro en esa tradición de la literatura bélica, pero tras escribir cientos, miles de páginas, no le salía. ¿Cómo era posible escribir sobre una matanza de este calibre? En sus propias palabras, «No se puede decir nada inteligente».

También deja clara la intención en estas primeras páginas. La novela puede y va a ser muchas cosas, pero por encima de todo es un desesperado alegato antibelicista, una narración que mostrará un mensaje mil veces repetido, pero no por ello escuchado lo suficiente: el absurdo, más trágico que la propia muerte, de las campañas militares. La sucesión de hechos espantosos y situaciones ridículas, a la que vez que idiotas, no exentos de comicidad que rodean a cualquier enfrentamiento de esta clase. Los seres humanos lo sabemos, pero volveremos a la guerra una y otra vez, en un ciclo imperturbable de locura y desgracia.

Matadero Cinco tiene otro título: La cruzada de los niños, en referencia a la edad de los soldados que, como Vonnegut, participaron en la batalla de las Ardenas. En ese primer capítulo nos muestra otros ejemplos de fanatismo loco, por ejemplo, la «cruzada» medieval en la que se embaucó a miles de niños que creían que iban a luchar en Tierra Santa, cuando en realidad, y después de un viaje penoso, serían vendidos como esclavos en África. A lo largo del libro aparecerán mencionados títulos de novelas muy célebres ambientadas en una guerra y más casos de traumas, como el del escritor Ferdinand Céline, quien, tras ser herido en la Primera Guerra Mundial, quedó perturbado, obsesionado por el tiempo y la muerte. El autor también se detiene en la historia de Dresde y repasa sus etapas de esplendor artístico, así como anteriores episodios de destrucción, como el incendio de la guerra de los Siete Años, en el que también quedó reducida a escombros. Igual que fueron devastadas Sodoma y Gomorra, con una lluvia de fuego. Vonnegut incide de esta manera en el aspecto cíclico de la historia, en la incansable e imbatible estupidez humana y la inevitabilidad de los acontecimientos. Las tres ideas sobre las que está construida Matadero Cinco.

Pero esa novela convencional sobre la guerra termina en el capítulo primero. A continuación se despliega una historia que tiene más que ver en el tono con crudas narraciones picarescas, tipo El aventurero Simplicíssimus(Von Grimmelshausen, 1668), o sátiras contemporáneas de Matadero Cinco, como la novela Trampa 22, de Joseph Heller (Catch-22, 1961). Esto es algo totalmente diferente. Vonnegut describirá las penalidades del soldado adolescente desde que es lanzado en paracaídas sobre algún punto de Luxemburgo en el invierno de 1944, pero no se limita a estos hechos, sino que pondrá delante de nosotros la vida entera de su protagonista, porque esta experiencia resonará y volverá a lo largo de todos los días, para que intentemos comprender con él de qué manera ha cambiado su percepción del mundo, cómo se ha trastocado su mente y la realidad. Y nos lo narra de forma no lineal sino a saltos temporales, tal y como los vive Billy Pilgrim, el alter ego de Kurt Vonnegut en la novela. El autor se desdobla en este personaje, muy típico de su literatura, un pobre hombre sobrepasado por las circunstancias, pero además se reencarna un par de veces a lo largo de la narración, apareciendo como él mismo y como el veterano escritor de ciencia ficción Kilgore Trout. Trout, uno de los más celebrados personajes de Vonnegut, está inspirado tanto en él mismo como en su amigo el escritor Theodore Sturgeon(llevando al límite la broma, el autor Philip José Farmer publicaría en forma de novela del espacio uno de los títulos que Vonnegut atribuye a Trout en su novela Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965), con ese mismo seudónimo: Venus en la concha, en 1975). El personaje del señor Rosewater, por cierto, también aparece en Matadero Cinco, un recurso habitual. De esta forma, escritor y personaje recorren un ciclo de realidad-ficción congruente con el de espacio-tiempo.

El soldado Pilgrim (‘peregrino’) experimenta en plena batalla un extraño fenómeno. Es capaz de ver su vida pasada y futura, puede sentirse y verse antes de nacer, saber cuándo y cómo va a morir, qué pasa después de la muerte, así como revivir episodios de su pasado o contemplar con todo detalle experiencias de su futuro. Una explicación racional a estos viajes en el tiempo la daría cualquiera, aludiendo a una herida de guerra o un profundo shock traumático, pero eso es lo de menos, porque la capacidad de Billy Pilgrim de ver el tiempo y ser consciente de que todo está escrito es la filosofía de Vonnegut que subyace en Matadero Cinco. Un determinismo fatalista del que solo cabe aprovechar los escasos momentos felices.

Desde la batalla de las Ardenas, Billy Pilgrim entra y sale de diferentes épocas de su vida con un parpadeo. Lo hace de tal forma que puede presenciar el momento de la muerte de su padre o volver a un instante de sus días como bebé. Así, vuelve a repetir de forma infinita todos los instantes de su vida. En un contrasentido humorístico, se dedicará profesionalmente a la gestión de una cadena de ópticas (un cargo millonario que recibe, de forma totalmente casual, de su yerno) y está empeñado en hacer que sus compatriotas obtengan una visión clara del mundo. Él, que ve las cosas de esta forma tan peculiar. Y si lo de los viajes en el tiempo ya es extraño, cuando Pilgrim es un hombre maduro, casado y con dos hijos, van y aparecen los extraterrestres. No aparecen de forma casual: es durante la fiesta de aniversario de su boda, y en un instante que hace saltar la emoción que el protagonista ha estado guardando desde los días de la guerra, cuando Billy es abducido por una nave espacial y es trasladado al planeta Tralfamador. Allí, los extraterrestres, unos seres de medio metro que parecen desatascadores puestos al revés, pero de color verde, encierran a Pilgrim con una famosa actriz de Hollywood, ambos desnudos, en una cúpula geodésica del zoo, para que los tralfamadorianos se entretengan observando las curiosas costumbres de los dos terrícolas, y a cambio le ofrecen información acerca de su mundo y la sabiduría que han acumulado tras recorrer el universo. La cúpula fue un invento de Buckmisnter Fuller, el arquitecto visionario que desarrolló soluciones para un planeta sostenible y creía que la guerra desaparecería. Será uno de los pocos lugares felices donde viva Pilgrim, que desde los episodios de la guerra vagará por su biografía sin tener conciencia de lo que hace. Se casa con una mujer a la que no quiere, sus hijos serán dos extraños y los acontecimientos del mundo habrán dejado de tener el menor interés.

La novela se desliza por la ciencia ficción, no como simple recurso cómico para aligerar la terrible experiencia del soldado Pilgrim, sino como la única salida que el escritor y también protagonista de los acontecimientos de Dresde encuentra para dar sentido a una vida absurda que culmina en la muerte. En el psiquiátrico donde es recluido tras volver a casa, Billy Pilgrim canaliza sus pesadillas en la lectura de las space operas de Kilgore Trout, el veterano escritor de sci-fi que no ha logrado el éxito comercial. Las historias de robots e invasores del espacio se mezclan con los acontecimientos de la vida de Pilgrim, que son, a su vez, los hechos de la biografía de Vonnegut. Como otros compañeros de generación (Robert Sheckley), el autor escribió la mayor parte de sus libros en clave de ciencia ficción, con un profundo mensaje crítico sobre la sociedad estadounidense. Los mensajes religiosos del cristianismo se subliman en relatos pulp sobre máquinas del tiempo, sus experiencias en Tralfamador se convierten en un novela de Trout titulada El gran tablero, los marcianos devienen en dependientes de librerías de revistas porno, y los militares son constantemente ridiculizados, por ejemplo, a través de Joseph W. Campbell Jr., el histriónico jefe de los Free American Corps, un desertor que se ha pasado a los nazis para luchar contra los comunistas y quiere devolver a sus compatriotas el orgullo perdido. (Salvo en el uniforme y una fantasía como de superhéroe entre cowboy y mando de las SS, el discurso recuerda y mucho al actual presidente de los Estados Unidos. Recomiendo vivamente la novela de Vonnegut donde Campbell es el protagonista absoluto, Madre noche [1961]).

Matadero Cinco se cierra en uno de sus numerosos círculos. Las últimas páginas son las más duras, un viaje a un planeta de sabios tralfamadorianos que conocen la cuarta dimensión. En ellas se revela el corazón de las tinieblas de este viaje del soldado Pilgrim. No se encuentra al final de su vida, sino justo al principio, cuando él y los supervivientes de la destrucción de Dresde tienen que cavar entre las ruinas y encontrar a los muertos, miles de cadáveres reunidos bajos refugios inútiles. La muerte es un absurdo inevitable que solo pueden controlar ciertas entidades extraterrestres con conocimientos superiores a los nuestros. Los seres humanos podemos sobrellevarla de diversas formas —con la religión, el amor a los semejantes, la locura, los tebeos de ciencia ficción o el existencialismo filosófico—, pero lo que no se puede superar son los efectos de la guerra.

Así es la vida

La novela se publicó en un momento crucial de la historia. Kennedy y Martin Luther King habían sido asesinados y la guerra de Vietnam era duramente contestada en la calle. Un relato sobre un episodio tan espantoso, que la opinión pública no conocía, escrito con la mirada sabia y humorística de su autor, en el mejor estilo de escritores como Mark Twain o Cervantes, le convirtió en un ídolo de la contracultura. Por ser «antiamericana», «ofensiva en el lenguaje» y posiblemente también «comunista», Matadero Cinco fue y sigue siendo perseguida por la censura (en algunos lugares de Estados Unidos han llegado a quemarla en público), pero es una obra a la que hay que volver, por el valor literario y por el testimonio personal. Kurt Vonnegutmurió hace diez años, pero yo también creo en la noción del tiempo tralfamadoriana. Las ideas e imágenes de su obra son momentos únicos que permanecerán siempre y al mismo tiempo. And so it goes…

miércoles, 30 de agosto de 2017

"Ruido de fondo" de Don Delillo


Demasiado americano para mis tragaderas. No digiero bien esa obsesión en creer que la vida cotidiana del estadounidense medio es la de todos y que nos vamos a interesar por el relato simplemente contando las rutinarias vacuidades de una familia burguesa americana, con escasa originalidad en la prosa. Sin ningún otro afán que una pretendida gravedad: todo gira alrededor de la obsesión por la muerte de los dos protagonistas. El episodio del investigador que pretende eliminar el miedo a la muerte con una pastilla y todo lo que genera en el relato es tan grotesco como inverosímil. Los diálogos atraen de vez en cuando, pero caen constantemente en un exceso demasiado evidente de falsa trascendencia. Una pretenciosidad antipática que simula una profundidad que no tiene la novela. No la he abandonado a mitad porque siempre espero más de este autor. De estilo cautivador y de prosa mágica ni hablamos. Extraigo, no obstante, tres fragmentos:

-"Para la mayoría de las personas, solo existen dos lugares en el mundo. El sitio en el que viven y el televisor."
-"Incorporarse a una multitud equivale a mantenerse apartado de la muerte. Separarse de ella es arriesgarse a vivir a morir como individuo, enfrentarse a la muerte en solitario."
-"¿La gente era tan estúpida como ahora antes de que existiese la televisión?"

martes, 29 de agosto de 2017

"Creí que Umbral era Dios" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



Los escritores han perdido tanto espacio en la vida pública contemporánea que para que alguien se fije en ellos tienen que hacerse hueco recurriendo a pequeños escándalos y desplantes de salón, en forma de ataques contra la mojigatería intelectual dominante o exhibiciones de músculo conservador y rancio. Esa es prácticamente la única oportunidad que el escritor actual tiene de que se le preste atención, lo que también significa que se le compre, claro. Javier Marías y Pérez Reverte llevan ya tiempo en esto de las provocaciones y las salidas de tono, y no se puede decir que les vaya mal. No pongo en duda lo que ambos valen como escritores, que es mucho, pero tampoco dejo de pensar que salen a odiador por comprador, de manera que al final les salen las cuentas.

Eso ya lo descubrió hace años Francisco Umbral. Se dio cuenta de muchas cosas, pero la primera y más importante es que llegó a entender que en España ser odiado interesa. La técnica le funcionó en vida, y a lo largo de su trayectoria creó una especie de escuela de germanía para escritores, a la que ahora intenta subirse todo el que puede.

Sin embargo la técnica de Umbral tiene un grave problema, y es que, fallecido el escritor y pasado un tiempo, esa estrategia de vida puede perjudicar al recuerdo de tu legado. Se cumplen diez años de la muerte de Umbral, y me aterra calcular cuántas personas siguen leyéndole. Ya hay distancia suficiente para que busquemos las grandes luces de su producción, que son muchas, y hablemos de él como del gran escritor que fue. Es tiempo de encontrar la excelencia en sus más de cien novelas y cien mil artículos de prensa.

El de Umbral es sin duda un caso más del riesgo —tan contemporáneo— que corren los escritores de personalidad de que el anecdotario de sus peripecias vitales acabe por sepultar su obra. Digo esto porque si es grave que un conocimiento superficial y no lector se quede exclusivamente con el recuerdo de Umbral como el de aquel personaje excéntrico y malhumorado que se enfrentó a una diosa de la televisión trash como Mercedes Milá, preocupa que pueda contaminar también la estimación de su legado, y por tanto alejar a futuros lectores de su obra. Dicho con otras palabras: hay que gritar al mundo que el autor de Amado siglo XX es mucho más que el tipo de la voz profunda que dijo aquello de «Yo he venido aquí a hablar de mi libro».

La fecha exacta de la muerte de este enfermo perpetuo que fue Francisco Umbral es el 28 de agosto. Ese día de 2007 se extinguió su voz de autor sin que se hubiera agotado lo que uno podía saber de él. Muchos de los que reían con la terrible tempestad de su carácter no conocían hasta que punto su biografía fue desgraciada. Vivió dos de las circunstancias más dolorosas que uno pueda imaginar en una persona: la orfandad y la muerte de un hijo. Ausencia por arriba y muerte por abajo.

Si uno lee en cualquier manual de literatura la entrada dedicada a Francisco Umbral, encuentra que se le define como un escritor memorialista, biográfico, un redactor de memorias de corte poético. Lo que no se suele decir en las biografías rápidas es que esa memoria supuestamente autobiográfica, en su mayor parte, es pura ficción. Cuando habla de su madre no habla de su madre, sino de la madre que hubiera querido tener. Tituló uno de sus mejores libros El hijo de Greta Garbo, en el que nos grita que se siente más hijo de cualquiera que aparece en una pantalla que de una madre verdadera. Cuando cuenta su infancia, habla de un niño que no es él mismo, sino quien él hubiera podido ser. Si habla de su padre no habla de nadie, directamente, sino que el autor lucha en cada frase por definir una ausencia. Cuando habla de su hijo, entonces relata la mayor de las pérdidas de su vida y con su llanto cimienta ese Mortal y rosa que constituye una de las joyas literarias en español del siglo XX.

He dicho antes que murió sin que su biografía fuese totalmente conocida. Eso, para alguien que fallece en el 2007 de la furia de lo digital y la información permanente, es bastante inusual. A su muerte, ni siquiera se tenía muy claro cuál era su verdadero nombre. Francisco Umbral era en realidad Francisco Alejandro Pérez Martínez, un nombre sin poética alguna, gris y seco, como las circunstancias en las que nació. Manuel Jabois, en un artículo de 2015 para El País cuya lectura les recomiendo, completó parte de una historia con la que Umbral, sus seguidores y biógrafos andábamos jugando a gato y ratón desde hacía muchos años. Los datos añadidos a su biografía ofrecen ese argumento electrizante y lleno de peripecia que uno espera encontrar en las buenas novelas.

Umbral pasó los primeros años de su vida pensando que era huérfano, recibiendo de cuando en cuando las visitas de la tía May, sin saber que aquello de la tía May constituía el primer y quizá más doloroso fingimiento de su vida, pues aquella señora era en realidad su madre, Ana María Pérez Martínez. Se trataba de una chica de provincias que se refugió en 1932 en el anonimato de una gran ciudad como Madrid para dar a luz al hijo de un hombre casado. Como en una de esas fábulas familiares profundamente grotescas que Dickens adoraba, cuando encontró el momento apropiado entregó el niño al cuidado de una familia y volvió a Valladolid a continuar su vida sin el hijo.

Umbral, en sus inolvidables columnas, se rio mucho de aquella España de ponerle un piso a la querida en Chamberí, esa España rancia y paticorta del amor oculto y el café con leche. Ignoro si cuando escribía esas cosas conocía la historia completa de su familia, y también en qué momento Umbral supo quién era su padre, porque aquí viene la sorpresa más novelesca de esa biografía que no quiso compartir con nadie quien escribió miles de páginas sobre sí mismo, según dicen los que no le han entendido.

El giro sorprendente es que su padre era escritor, un poeta. Imagínense qué ironía, paradoja, predestinación, o como quieran llamarlo. Su padre era Alejandro Urrutia, cordobés afincado en Valladolid, para quien su madre ejerció de secretaria. También era escritor su medio hermano, porque ser hijo de Alejandro Urrutia suponía ser hermanastro de Leopoldo de Luis (*), poeta de trayectoria con el que Umbral entabló cierta amistad en sus años de formación literaria en Madrid. Leopoldo de Luis está retratado en su obra La noche que llegué al Café Gijón como un habitante más de ese friso de artistas que componen la primera familia real de Francisco Umbral, porque al final él consiguió rellenar todos los huecos vacíos de su biografía con lo que su escritura le iba aproximando. La técnica de Umbral para escapar de ese universo de ausencia y muerte que era su vida fue crearse una existencia paralela, la de la literatura.

Umbral siempre quiso ser poeta, pero sabía que de eso no se podía vivir. Él necesitaba dinero y un nombre, porque tenía demasiado odio dentro como para ser pobre. Entendió bien que hasta para odiar hace falta dinero, así que se pegó al calor de la novela y el columnismo porque se dio cuenta de que los novelistas comen y los poetas no. Después creó novelas sin argumento que eran pura poesía, y columnas de periódico que tenían poco de periodismo y mucho de aliento lírico. Destrozó los géneros como venganza y para vivir mejor, y yo se lo aplaudo. Es posible que se labrara toda una carrera literaria como ejecución de una venganza privada, íntima, una apuesta negra contra su biografía, contra esa gente que le había abandonado cuando era niño.

Ganó todos los premios que le dejaron y estuvo en todas partes, con todo el mundo. Hubo una época en la que sus columnas tenían tanto eco social que mucha gente del espectáculo se hacía la encontradiza con Umbral en los saraos que compartían o forzaba una frase ingeniosa delante de él con la esperanza de convertirse en uno de los nombres que aparecían en negrita en su próxima columna. Llegó a ser el Dios de su universo privado, el universo Umbral.

Mi artículo es, por encima de todo, una invitación a que vuelvan a leerle. Muy al contrario de lo que se piensa, la prosa de Umbral es generosa, abierta al mundo y permeable al resto del arte. Su producción es antes que nada una celebración entusiasta del poder de la literatura en el individuo. La leyenda del César visionario es la mejor novela-parodia que se ha escrito sobre la figura de Franco. Los helechos arborescentes plantea unos juegos de tiempo y espacio que hacen palidecer a los jefes del realismo mágico.

Él era consciente de que la literatura le había salvado de la pobreza y quizá la locura, y comparte ese sentimiento con el mundo en cada texto. Amó la literatura por encima de todas las cosas y, lo que era más importante para él, se sentía querido por ella. Como todo niño abandonado, solía mostrar en público su perpetua necesidad por sentirse querido, y si uno lee bien sus artículos de prensa, especialmente los de la última época, verá que da las gracias en cada artículo, en cada frase, reitera sus gracias a la literatura por lo que le ha dado. Habla continuamente de los clásicos, de los lectores, de los amigos artistas. Quiere estar siempre rodeado de nombres porque uno intuye que tiempo atrás pasó mucho tiempo solo. Incluso se podría decir que agradecía la compañía de los escritores que odiaba, que eran legión y también tenían espacio en sus textos, quizá porque le permitían seguir vivo intelectualmente, ofreciéndole motivos para estar plácidamente enfadado.

La mayor (y quizá única) humildad de Umbral era que tenía un respeto profundo por el oficio de escritor, por la dificultad de este arte, por la complejidad del hecho literario. Desplantaba, sí. Tenía mal humor, sí. Hablaba mucho de sí mismo, sí. Pero reverenciaba la palabra escrita, era consciente de lo difícil que resulta el oficio de las letras. Por eso lo que más odiaba en este mundo era a los escritores que, porque tuvieran en la calle una novelita que funcionaba medianamente, fuesen por ahí pensando que ya conocían el principio y fin de ese arte extraño que es la literatura.

Umbral, en su universo de libros y artículos, se sentía dueño de su destino, y eso le tranquilizaba. Cuando le hacían una pregunta incómoda, normalmente dirigida a esclarecer sus primeros años, solía contestar con un «Eso yo ya lo he escrito». Al menos fue feliz en la letra impresa. Otra cosa es lo que sintiera fuera del mundo aterciopelado de las letras.

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(*) Leopoldo de Luis no utilizó su verdadero nombre, Leopoldo Urrutia, por temor a represalias durante la dictadura a cuenta del pasado político de su padre.

domingo, 27 de agosto de 2017

"Un hombre doble" por Fernando Aramburu



Estos últimos años no me han faltado dificultades para encontrar libros de Francisco Umbral en las librerías. El que dedicó a Cela, tras la muerte del amigo y valedor, a quien no me parece a mí que Umbral vituperase tanto como se ha dicho, lo encontré tras larga búsqueda en una librería de lance. Tampoco me acompañó la suerte en visitas sucesivas a la sección de libros de las grandes superficies. El hijo de Greta Garbo lo tuve que encargar. Se diría que Umbral está actualmente un tanto desaparecido del debate cultural. Su fama, que fue mucha y cotidiana y del litoral español hacia dentro, se me antoja hoy un cadáver arrumbado en el pudridero a la espera de obtener un hueco en el panteón de los clásicos. Una Fundación, presidida por María España Suárez, su viuda, vela por la vigencia del nombre de Paco, como ella lo llama.

Este hombre consistía en dos, cosa nada insólita. En ambos invirtió las grandes reservas de talento de que disponía, no siempre sustentado en conocimientos procedentes del estudio concienzudo. Con el primero de dichos hombres (que no tienen por qué coincidir con dos personalidades distintas, sino con dos máscaras o dos atuendos), Umbral acudía a la fiesta social, a la polémica y el éxito, donde se manejó con variable destreza. Es la figura pública, familiar entonces incluso para quienes se abstenían de cultivar el hábito de la lectura, con la que se me hace a mí que los jóvenes actuales quizá no tengan modo adecuado de vincularse.

Es la figura del escritor que mastica una manzana y bebe leche en el transcurso de una entrevista televisada, el que le monta un pollo de niño maleducado y con canas a Mercedes Milá, el que se hace fotografiar desnudo y piloso o intercambia requiebros con Lola Flores ante las cámaras. Es, en definitiva, el hombre marcado por sus orígenes humildes que reclama un sitio en la parte soleada de la sociedad, aun a costa de dejar tras sí un reguero de enemistades. Lo consigue con holgura, sin preparación académica y sin estudios en el extranjero, y exhibe el botín de celebridad con un ojo puesto en Valladolid y en la España triste y gris de posguerra.

En el área pública opera el personaje de la bufanda y los botines, el de la voz engolada de quien a fuerza de mundanidad y de trabajo desmedido ("escribe como mea", dijo de él Miguel Delibes) se protege del frío sempiterno de la infancia. Umbral se refugió en Madrid y en la escritura para salvarse de la provincia, sin percatarse tal vez de que Madrid es otra provincia y la escritura, la suya asentada en una firme voluntad de estilo, también, lo cual no entraña demérito alguno. Tengo entendido que en privado era un hombre tierno. Por lo visto, algunos escándalos son directamente debidos a su timidez. En la esgrima dialéctica se le veía inseguro o en todo caso incómodo, sin los puños que suelen inclinar en favor propio las riñas de café. Alguno de sus incontables damnificados estuvo a dos dedos de partirle la cara. Pérez Reverte le amagó verbalmente años después. Sentado a la máquina, en la soledad de su casa, Umbral ignoraba la compasión, si no es que el torrente continuo de su escritura rebasara a cada instante las esclusas de la cautela y la diplomacia.

Luego está el otro hombre, el friolero de por vida, el que compone en el espacio privado su mejor literatura, con frecuencia nacida de recuerdos penosos y de heridas internas que nunca logró curar, sobre las que aplicó la guata incesante de su prosa. Este Umbral maltrecho de biografía, perseguido por pesadillas reales (la antigua pobreza, el padre incógnito, el temor a enfermar, la vejez, la vecindad de la muerte), asoma en las mejores páginas de sus libros. A ellas nos convoca el lírico meditativo que deja a un lado la frivolidad y la ocurrencia cínica, y hunde en su dolor personal la mano del buen poeta a rachas que había en él. Así, por ejemplo, en Mortal y rosa, su libro más celebrado. Un libro de mero lucimiento literario hasta la página en que el autor declara la muerte de Pincho, su hijo de seis años. Lo que sigue merece figurar entre lo más grande que se ha escrito nunca en lengua española.

Me es imposible leer una línea de Umbral sin escuchar el eco de una máquina de escribir. El tac tac de las teclas se me figura un ruido de viejos tiempos, como tantas páginas de Umbral atadas a la actualidad de la época, hoy apenas interesantes ni comprensibles. En el invierno del tiempo se le han caído mucha hojas al tupido bosque de su literatura; pero algunas quedan adheridas a las ramas por las que este autor prolífico ocupará, en mi opinión, un lugar en la memoria colectiva, lo mismo que Baroja, otro llegado de provincias a Madrid, al que tanto se parecía y al cual, reiteradamente, negó.

El reconocimiento expreso de un ingrediente de placer, incluso de placer físico, en el ejercicio de la escritura, suscita en mí una vibración identificativa. Umbral fue un desfavorecido social que se abrió camino en la vida escribiendo. En otro de sus grandes libros, Un ser de lejanías, donde llora en párrafos de intensa melancolía el ingreso en la vejez, se pregunta si la ingente tarea que despachó no le habrá impedido vivir. Pues es posible; pero este es el típico problema humano del que no se conoce la solución.