Hablar hoy, en el siglo XXI, del vino, es entrar en el universo de
la gastronomía, convertida en uno de los principales placeres que el ser
humano moderno puede alcanzar. El vino, como parte de ese mundo
gastronómico marcado por excelentes cocineros, proliferación de
establecimientos que ofrecen todo tipo de propuestas diferentes para acercarse
a la comida y grandes campañas de marketing que han elevado el arte
de comer al Olimpo de nuestra cultura, se ha hecho un hueco en nuestros
paladares, después de años de ser considerado una bebida vulgar, en muchos
casos asociada a borrachines, y no son pocos los que presumen de tener una
buena nariz y los conocimientos suficientes para poder hablar con soltura de
este o aquel caldo.
Sin embargo, el vino ha estado siempre presente en la cultura
mediterránea como un elemento integrador en la sociedad, públicamente ligado a
nuestra manera de entender la vida. Se podría decir que el Mediterráneo y los
pueblos que lo rodean no serían lo mismo sin ese líquido divino, sagrado para
algunas religiones, que desde hace varios milenos les ha acompañado. No en
vano, la invención del vino, durante siglos, fue motivo de disputa entre los
cristianos, que reivindicaban la figura de Noé como viticultor que plantó la
primera vid por concesión divina del Dios monoteísta, y la tradición
grecolatina, que atribuye su invención al dios Baco —Dionisio para los griegos—
hijo de Júpiter/Zeus, que regaló a los mortales la vid y su afición al vino.
Monoteísmo y politeísmo, las dos grandes corrientes religiosas que han marcado
la historia del Mediterráneo, en disputa por el origen del vino, lo que nos
puede dar idea de la importancia de esta libación, divina o no, en la culturas
mediterráneas.
Pero si hay una época donde el vino figura como una bebida popular
es en el Siglo de Oro español, una larga centuria de casi doscientos años, que
algunos historiadores fijan entre 1492, año del descubrimiento de América, y
1681, muerte de Calderón de la Barca. El florecimiento de las artes y la
cultura hispánica durante este periodo, que abarca toda la dinastía de los
Austrias, fue de tal calibre que alcanzó a todas las cortes europeas. Y,
sobre todo, fue el gran momento de la literatura española, sin parangón en
nuestra historia, con nombres que han perdurado en la memoria colectiva
de la cultura universal. Cervantes, Lope de
Vega, Quevedo, Góngora, santa Teresa de Jesús, san Juan de
la Cruz, Tirso de Molina, Fray Luis de león, Jorge Manrique,
sor Juana Inés de la Cruz, entre un gran elenco de escritoras y escritores
que han marcado la literatura de todos los siglos posteriores y, como no podía
ser de otra manera, muchos de ellos, autores populares y a pie de calle, han
escrito sobre el vino y su trascendencia en la sociedad de la época.
El vino en el Siglo de Oro está tan presente en la vida, además de
una manera transversal, abarcando a todas las clases y condiciones sociales,
que sería imposible que no hubiera dejado su impronta en la literatura. Es
alimento, medicina, diversión, revitalizante, salario, lujuria, pecado, valor…
su presencia está tan viva en el día a día de la sociedad que lo convierte en
el mayor factor de integración social, junto con la religión, que pudiera
existir en ese momento. Quizá quien mejor define su importancia es el médico y
paremiólogo Juan Sorapán de Rieros, que en 1615 publica su
obra: Medicina española contenida en proverbios vulgares de nuestra
lengua. Nos habla de lo malo y lo bueno del vino:
El vino trastorna a sus
amadores el entendimiento, háceles más
sin razón que brutos animales: furiosos,
ridículos, miserables
habladores, pierden el color del rostro, traen las mejillas
caídas, los ojos ensangrentados, las manos temblando,
inquietos y olvidados de sí propios, hablando mil desvaríos,
descubriendo sus secretos, haciéndoles descompuestas zancadillas
y traspiés, y dándose a rienda suelta tras todo género de vicios
indignos de nombrar a oídos castos…
Para, a continuación, hacer una encendida defensa:
Es alimento saluterizado,
calienta los resfriados, engorda y humedece
a los exhaustos, da calor a los descoloridos, despierta los ingenios,
hace graciosos poetas, alegra al triste melancólico, es triaca contra
la ponzoña de la cicuta, restaura instantáneamente el espíritu perdido,
alarga la vida y conserva la salud, hace decir verdades, mueve sudor
y orina, concilia sueño, y, en suma, es único sustentáculo y refrigerio
de la vida humana, así usado como alimento, como bebiéndolo por
bebida o tomándolo como medicamento.
Esta es la gran contradicción que se vive entre los escritores del
Siglo de Oro: la defensa, a veces apasionada, de una bebida que era mucho más
que un zumo de uvas, y las llamadas al orden sobre sus consecuencias nocivas
para quien lo consumía en exceso, aunque lo cierto es que beber se bebía mucho.
Tanto que hoy nos asustaríamos de las cantidades que consumían propios y
extraños, frailes y curas, nobles y campesinos, soldados y literatos, hombres y
mujeres, viejos y jóvenes.
Aquel año habían cogido
tanto vino, que a las puertas que llegaba,
me dicen si quería beber, porque no tenían pan para darme.
Jamás lo rehusé, y así me sucedió algunas veces en ayunas haber
envasado cuatro azumbres de vino, con que estaba más alegre
que moza en víspera de fiesta.
II Parte del Lazarillo de
Tormes (1620), Juan de Luna.
Si tenemos en cuenta que un azumbre equivalía a poco más de dos
litros de vino, nos podemos imaginar lo que se echaba el buen Lázaro al gaznate
cada vez que salía a pedir. Pero no solo Lázaro, la sed de vino alcanzaba a
todos los estamentos, unos como acompañamiento abundante a sus copiosas
comidas, los que se encontraban en la cúspide de la pirámide social. Lope de
Vega en su obra El Anticristo hace
una loa al maridaje del vino y el jamón:
Desde hoy me acojo a un
jamón,
pues ya no hay ley que me obligue.
Al vino no se persigue,
esta es famosa invención:
no consentía Moises
que comiésemos tocino, y quien da tocino y vino,
sin duda que buen dios es.
El Anticristo (1618), Lope
de Vega.
Otros, porque no tenían qué echarse al estómago las más de las
veces y el vino aportaba valor nutritivo a la dieta: calorías y energía, que
hacían de él un alimento básico. Además tenía otras cualidades: a la tropa les
infundía valor —cada soldado o marino tenía derecho a medio azumbre diario, en
el peor de los casos—; envalentonaba no solo a la soldadesca, también era
origen de pendencias y peleas taberneras, de ahí viene la expresión «vino
peleón».
En esto desenvainó
espadas el vino e ira;
que uno y otro anduvo igual
porque el vino y los aceros
mientras se están en los cueros,
en su vida hicieron mal,
mas saliendo, es cosa llana
que luego ha haber peleona
Del
enemigo, el primer consejo (1634), Tirso de Molina.
A los clérigos, porque rezaban mejor a Dios bajo sus efectos.
Quevedo escribe sobre la afición de los eclesiásticos al vino:
Dijo fray Jarro, con una
vendimia en los ojos, escupiendo racimos y
oliendo a lagares, hechas las manos dos piezgos y la nariz espita,
la habla remostada con un tonillo de lo caro. Estos santos que ha
canonizado la picardía con poco temor de Dios.
Sueño de la Muerte (1627), Quevedo.
A los enfermos, porque tenían en el vino un reconstituyente
medicinal al alcance de todos.
Para conservar la salud y
cobrarla si se pierde, conviene alargar
en todo y en todas maneras el uso del beber vino, por ser,
con moderación, el mejor vehículo del alimento y la más
eficaz medicina.
El Gran Señor de los Turcos, Quevedo.
A los viejos, porque suple las carencias de la vida en la vejez.
Después que me fui
haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que
escanciar. Pues de noche en invierno no hay tal calentamiento de
cama, que con dos jarrillos destos que beba cuando me quiero a costar,
no siento frío en toda la noche.
La Celestina (1499), Fernando
de Rojas (?).
Y a todos, porque les encendía la lujuria que les conducía al
sexo, por otro lado, uno de los pocos placeres a los que podía acceder el
vulgo. El dramaturgo Salas Barbadillo en 1621 publica La sabia Flora Marisabidilla:
Para entrar en las
guerras de Venus no ha armería mejor que la de Baco y Ceres.
La sabia Flora
Marisabidilla (1621), Jerónimo
de Salas Barbadillo.
El vino, no obstante, también tiene detractores que lo señalaban
como el culpable de los males y vicios que tenía la sociedad. Son defensores a
ultranza del agua como líquido saludable, que no hace perder a quien la consume
la razón.
Bebamos, pues, bebamos;
venga el luciente vidrio cristalino
que la pura y bruñida plata afrenta.
No el oloroso vino
sino el licor que en faz serena y leda
llega a nacer copioso a la alameda.
Silva de estío, Francisco de Calatayud.
Incluso la defensa o el ataque al vino tuvo su manifestación en el
ámbito literario y fue objeto de malicia entre enemigos. Góngora, abstemio y
detractor del vino, se ríe de Quevedo y Lope de Vega, ambos con fama de
borrachines:
Hoy hacen amistad nueva
Más por Baco que por Febo
Don Francisco de Quebebo
Y Félix Lope de Beba.
Versos que no tardaron en recibir respuesta de Lope de Vega:
Tome un poeta al aurora
dos tragos sanmartiniegos
destos que Mahoma ignora
(…)
y podrá de copla en copla
henchir de versos un cesto.
Beba agua, y el día pasado,
hará una copla tan tibia,
que parezca que ha salido
por boca de cantimplora.
Tampoco la polémica es ajena a la Iglesia, que veía en el vino una
fuente de pecado constante y alejamiento de Dios. Hay que recordar que la
Iglesia era enemiga de cualquier manifestación pagana, como el teatro, los
toros, las fiestas, etc., que no estuviera bajo el control de sus dogmas. No
obstante, en su propio seno hubo quien lo defendió, siempre que fuese el vino
consagrado que se convertiría en la sangre de Cristo, vino con agua, que fue
otra de las grandes polémicas de la época entre literatos. El vino es amor
cristiano y es caridad, virtud principal que tenía para los reformistas del
siglo XVI:
… nuestro Salvador se nos
da realmente dándonos su sacratísimo
cuerpo en pan y su preciosísima sangre en vino, y así este precioso
vino de amor transporta a los devotos y los pone fuera de sí
y los deja ser suyos sino deste soberano.
Diálogo espiritual (1548), Jorge de Montemayor.
Aunque tanto vino en el altar y en los confesionarios a algunos
les produjo no poca preocupación, por aquello de que el vino desata la lengua y
vieron en peligro el secreto de confesión, dada la afición al morapio de muchos
clérigos y otros ilustres cargos de la época:
Sofronio: En el vino está
la verdad. Enséñanos no ser cosa segura
a los sacerdotes, ni secretarios, ni familiares de los príncipes
darse mucho al vino, según dicen, por la costumbre de sacar
la lengua todo lo que está en el corazón.
Coloquios (1532), Erasmo de Rotterdam.
Hay que recordar que el vino no se consumía en pequeñas
dosis, y que al final un azumbre de vino acaba, hoy y en los siglos XVI y XVII,
con tal borrachera que no queda lugar para la razón. Por ello la gran disputa
literaria de la época se dirimió entre el vino y el agua.
La sed se quitaba con vino, pues el agua, bastante insalubre, por
cierto, se tenía como una fuente de enfermedades, lo que hacía que su consumo
fuese muy bajo. Se utiliza para todo, menos para beber, porque estaba llena de
defectos:
El agua… es llena de
defectos e inconvenientes, al contrario del
Vino, del cual se pueden narrar mil perfecciones.
Diálogo en laudade de las
mujeres (1580), Juan de
Espinosa.
Lo mismo pensaba la Celestina:
Cada cosa es para su
oficio, el agua para lavar el vino para beber.
Segunda Celestina (1534), Feliciano de Silva.
Se esgrimen hasta motivos litúrgicos, sagrados, para justificar la
superioridad del vino frente al agua:
¿Y qué más autoridad
quieres tú para la bondad del vino, sino
que se convierta en sangre de Jesucristo, para saber la ventaja
que en todo hay en el vino?
Segunda Celestina (1534),
Feliciano de Silva.
Por tanto se bebe, puro mejor que aguado. A Sancho Panza, al que
Cervantes nunca lleva a la degradación de aparecer como un borracho, a pesar de
las grandes cantidades de vino que consumía, solo el vino le quita la sed y, no
menos importante, las preocupaciones. Porque este es otro motivo para que
hombres y mujeres del Siglo de Oro beban, no tanto para olvidar como para dejar
aparcada en el fondo de una jarra una realidad dura, un entorno en el que solo
las grandes fortunas, ya fueran nobles o burguesas, podían vivir con comodidad.
Al resto solo le quedaba, para ir pasando el día a día, beber, que era, además,
alimentarse, desinhibirse y folgar.
Y disparaba (Sancho) con
una sonrisa que le duraba una hora,
sin acordarse entonces de nada de lo que había sucedido en su
gobierno. Porque sobre el rato y el tiempo que se come y se bebe,
poca jurisdicción suelen tener los juzgados. Finalmente, al
acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos,
quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles.
Don Quijote de la Mancha, Cervantes.
Las borracheras son sonadas. No es que todo el mundo fuese beodo a
todas horas por la calle, pero las tabernas, que eran sitios autorizados
legalmente solo para vender vino, son el centro de grandes y épicas curdas, que
podía acabar en peleas de aceros o luchas amatorias. Eran lugares de
socialización, con el vino ejerciendo de anfitrión.
Si es o no invención
moderna,
vive Dios, que no lo sé;
pero delicada fue
la invención de la taberna,
porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
mídenlo, dánmelo, bebo,
págolo y voime contento.
Cena jocosa, Baltasar de Alázar.
Se bebe en todos los lugares. La literatura del Siglo de Oro está
plagada de referencias a cómo le dan al morapio en otros pueblos de Europa, con
un objetivo: hacer ver que en España se bebe decentemente, algo que obsesiona a
las clases poderosas y a la Iglesia. A la cabeza de ese ranking de
borrachos europeos están los ingleses, capaces de «beberse entero el Canal de
la Mancha, si fuera de cerveza o vino», según escribe Francisco de
Aldana en Carta jocosa en
1569; los belgas, los franceses, los italianos, todos beben con desmesura, y es
que, a pesar de las distancias y las distintas monarquías, la realidad que
envuelve a los diferentes pueblos es la misma. En la Segunda parte del Guzmán de Alfarache, apócrifa, este hace
referencia a sus amos alemanes:
Mi ama era de nación
tudesca y, de ordinario, estaba con la
carga delantera (borracha); los ojos centelleaban como las estrellas;
aunque era muy blanca, el vicio de la invención de Noé la tenía con
algunas rosillas en la cara, especialmente en la nariz. Mi amo, no
echaba de ver el vicio, porque pudiera ser el inventor del licor de
cepas. Y como entrambos eran cófrades de Baco, de ordinario tenían
la del velo negro (bodega) bien proveída y mejor visitada.
Segunda parte del Guzmán de
Alfarache (1602), apócrifa.
Sin embargo, en España no se andan a la zaga, y el lamento de la
desmesura bebedora de los españoles está patente en detractores del vino,
como Juan de Espinosa en 1580:
… que no sólo no tienen
por vituperosa la borrachez, mas aún peor,
que bestialmente se honran y precian della.
Y en gloriosos bebedores como Quevedo:
Honrados eran los
españoles cuando podían decir putos y borrachos
a los extranjeros, mas andan diciendo aquí malas lenguas que ya
en España ni el vino se queja de mal bebido, ni ellos mueren de sed.
En mi tiempo no sabían por dónde subía el vino a las cabezas, y ahora
parecen que beben hacia arriba.
Sueño de la Muerte (1621),
Quevedo.
Por tanto se impone beber con moderación y para ello qué mejor que
aguar el vino, para evitar desvaríos etílicos y aprovechar sus beneficios
salutíferos.
Los provechos del vino y
sus daños corren a las parejas, y todo consiste
en la moderación de su bebida y en la templanza que recibe mezclado
con agua.
El tesoro (1611), Covarrubias.
Don Quijote le dice a Sancho que no se exceda bebiendo, algo que
el escudero no siempre cumple:
Sé templado en el beber,
considerando que el vino demasiado ni guarda ni cumple palabra.
Pero el vino aguado no gusta a todo el mundo, y era, además, la
excusa perfecta para que los taberneros aumentaran sus ganancias. Así, no pocos
son los que denuncian estas prácticas de adulteración del vino ahogándolo en
agua. Salas Barbadillo, en La sabia
Flora, explica cómo el agua que piden los danzantes la recuperan en las
tabernas:
Por hacerse ligeros
los vientos beben,
mas con esto no matan
la sed que tiene.
Toda el agua que sudan
por dar sus vueltas,
en el vino la cobran
de las tabernas,
porque los taberneros
de nuestro siglo
han hecho maridaje
del agua y vino.
La
sabia Flora (1621), Salas Barbadillo.
Por último, habría que hacer una reflexión sobre el trato que da
la literatura a la mujer en relación con el vino. Teniendo en cuenta que a las
mujeres les gusta beber igual que a los hombres, en los siglos XVI y XVII la
moral católica vetó toda exhibición pública de sensualidad, y esa faz carnal y
externa del vino. La mujer tenía que ajustarse al modelo que la Iglesia había
reservado para ella, y si bebía (estaba prohibido que lo hicieran antes del
matrimonio) era presentada como borracha y degradada por el vino, ligada al
mundo de la prostitución, para oponerla a la mujer española ejemplar, que nunca
bebía y era recatada y sumisa. Machismo misógino que tiene a las mujeres abajo
en el escalafón social. Hay una intención de clase al hablar de la afición
desmedida al vino: pícaros, mendigos, villanos, labradores, mujeres, etc. Y si
era una vieja, puta y bebedora, la misoginia llega al paroxismo. Veamos un
ejemplo del Cancionero de obras y burlas provocantes a risa, publicado en
1519, en el poema: «Del ropero a una mujer gran bebedora»:
Puta vieja, beoda, loca,
que hacéis los tiempos caros,
eso me da besaros,
en el culo que en la boca.
La viña muda su hoja,
y la col, nabo y lechuga,
y la tierra que se moja
un día u otro se enjuga.
Vos, el año entero,
por tirarme allá esa paja,
a la noche sois un cuero,
a la mañana tinaja.
Es el vino, por tanto, en el Siglo de Oro una presencia constante
en la vida, que la literatura recoge en toda su extensión, para dejar
testimonio de esa sociedad, que vive en una contradicción permanente:
pertenecer al imperio más grande jamás conocido hasta la época y ver como no es
depositaria de ningún beneficio por ello. Y qué mejor que un buen trago de vino
para alegrar la vida y encontrar el amor, porque, al final, este es un regalo
que la naturaleza nos ha ofrecido y Noé o Baco nos los han servido en copas de
plata para nuestro disfrute.
¡Válgame la Cananea,
y qué salado está el mar!
¿Donde Dios juntó tanta agua,
no juntara tanto vino?
Agua salada, extremada
cosa para quien no pesca.
Si es mala el agua fresca
¿qué será el agua salada?
¡Oh, quién hallara una fragua
de vino, aunque algo encendido?
El burlador de Sevilla (1630),
Tirso de Molina.