El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en
la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta
tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un
anuncio turístico de la Xunta de
Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era
también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una
parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del
apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su
versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de
tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre
del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido
negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de
nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad
con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de
Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los
quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las
procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a
lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el
fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se
abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra
frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas
patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior;
tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con
aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada
de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre,
el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a
las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública
estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo,
pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones
urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se
correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras
elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin
desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que
ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique
abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo
limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento
de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos
que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años,
cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban
gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha
cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con
frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me
provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del
folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más
fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad
andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un
gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias,
como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por
beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas
desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que
lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un
artículo que publiqué en 1996, Andalucía
obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de
capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la
Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que
provocara reacciones
más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya
abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada
contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero,
entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que
aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas
humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si
acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que
ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a
personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en
público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de
todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo
actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España,
probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al
director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante
en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las
tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio.
Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios,
no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por
naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las
adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor
es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos
identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta
peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y
estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate
abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el
mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al
arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el
despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la
prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de
necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.