sábado, 29 de abril de 2017

"Quieren tradición" por Antonio Muñoz Molina


El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un anuncio turístico de la Xunta de Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior; tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años, cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias, como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un artículo que publiqué en 1996, Andalucía obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que provocara reacciones más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero, entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España, probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.


sábado, 22 de abril de 2017

"Barroco blanco" por Marcos Ordóñez


Quevedo, hombre de extremos, contradictorio, gran desconocido. Misógino y adorador de la mujer, místico y tabernario, antisemita que denuncia la esclavitud de los negros, en uno de los muchos textos que destellan en estos Sueños, tapiz pasionalmente tramado por Gerardo Vera y José Luis Collado en la Comedia, a partir de los cinco discursos furiosos y caóticos que el joven poeta dirige contra los “abusos, vicios y engaños, en todos los oficios y estados” de un Siglo de Oro con pies de barro, en un clima patrio de decadencia y hundimiento moral. Vera y Collado se han enfrentado a todo un reto: ceñir la esencia de un personaje inabarcable y acercarnos a un lenguaje tan alto como arduo sin apoyarse en una trama dramática, sino pintando una suerte de retrato expresionista, con tonos cambiantes y continuos saltos temporales. Tiene la función una ambiciosa voluntad de espectáculo total, músicas espléndidamente seleccionadas (Bach, Monteverdi, Béla Bartók, Jed Kurzel, cantos árabes), sugerentes audiovisuales de Álvaro Luna, luz helada y ardiente de Gómez-Cornejo y un espacio abierto, concebido por Vera y Alejandro Andújar, que recrea un infierno blanco (“el hombre no puede luchar contra lo blanco, que hace posible todo cuanto pueda soñarse”) con ecos de balneario a lo Sorrentino, de quien hay incluso un guiño literal a La juventud.
El viejo Quevedo (Juan Echanove) amanece en un hospital con la cabeza que va y viene entre los recuerdos de su caída, el paraíso de su juventud napolitana y el cercano más allá, todo revuelto y bullente. Echanove está enorme: lo más intenso y conmovedor que le he visto desde Cómo canta una ciudad (Lorca/Pasqual) y Plataforma (Houellebecq/Bieito). Notable trabajo físico (ese cuerpo corroído por la sífilis, con los pies destrozados), poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón, alucinado y doliente. Te lleva de la nariz a donde quiere: escucharle alternar los pasajes de los Sueños, que hacen pensar en un recontratatarabuelo de Céline, con los sonetos amorosos o las sátiras censorias es un auténtico regalo. Ferran Vilajosana es un joven galeno que rechaza y a la vez reverencia el ingenio de sus demoledoras chanzas al gremio médico. Lucía Quintana tiene un papel bombón: una enfermera en la que Quevedo cree ver a Aminta, su amor italiano. En su delirio, él quiere que ella recuerde los poemas que le dedicó, y así vuelan juntos recitándose esas joyas, culminadas, como no podía ser menos, con “Cerrar podrá mis ojos”. Y hay un trasluz de Heiner Müller cuando ella le susurra: “Siempre amé tu parte más deforme”. Sugerencias: creo que a Echanove no le hace falta subrayar con tono o gesto (en ciertos momentos) la trascendencia de lo que dice, del mismo modo que Lucía Quintana tiene sobrada belleza física y verbal como para deslizarse (de nuevo: en ciertos momentos) hacia una innecesaria zalamería.
Echanove está enorme: notable trabajo físico, poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón. El infierno blanco y algunos de sus habitantes me evocan el teatro de Nieva: a don Francisco Bis le hubiera gustado esa decadente principessa perfumada con Eau de Guermantes que sirve con sorna Abel Vitón. En pareja clave esperpéntica, Antonia Paso es la portera de las zahúrdas y la Envidia (vestida de amarillo: otro desafío). Óscar de la Fuente, actor de sobrados recursos (ahí está su matizado Cardenal), sirve un Diablo con zumba y poderío. Ya sé que el bicho pide desmesura, pero quizás no haga falta acercarla tanto a la del doctor Frank-N-Furter de The Rocky Horror Picture Show.
Llega luego la Señora Muerte, para que la descomunal Marta Ribera se luzca con una guadañera carnal, vitalísima, que dice textos redondos y soberbiamente colocados: me gustó una barbaridad.
Quevedo va a encontrarse ahí abajo con el espectro de don Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna y gran señor de Sicilia, su protector, otro notable trabajo de Markos Marín, que con similar sobriedad borda el perfil de don Enrique de Villena, el Nigromante: con ambos sostiene bellos diálogos sobre el pasado ido y el irremediable declive de la España de los Austrias. Cabe destacar también la cita con el Desengaño, viejo y ciego pero lúcido, a cargo de Eugenio Villota (también muy medido como el fiel Montalbán), o el triple rol de Chema Ruiz: en el infierno será Judas, y el Hombre a secas, desnortado y amargo, y el esclavo negro mencionado al principio. La escena última es una preciosidad. Tras la omnipresencia del blanco llega la oscuridad para tintar indumentaria y lecho del poeta, que muere quijotescamente en brazos de Aminta, y hay que ver y escuchar a Quintana y Echanove despidiéndose con las más bellas frases de los sonetos. Vera y Collado parecen tan fascinados por Quevedo que tal vez han querido meter demasiadas cosas en la bolsa, desbordándola. Algunas podas no le vendrían mal al texto: creo que ya están en ello. El público, puesto en pie, aplaude el talento, el riesgo y la entrega de estos Sueños. Y yo me sumo.


lunes, 17 de abril de 2017

"Sueños" de Quevedo en el Teatro de la Comedia


Disfruté la obra de teatro Sueños protagonizada por Juan Echanove el sábado pasado, y la disfruté hasta las heces. Hacía tiempo que no me embebía una representación como lo hizo este engendro de Gerardo Vera y la verdad es que no esperaba, ni mucho menos, tanto como me ofreció. A veces habría que hacer callar a los críticos o simplemente no leerlos. Lo digo en este caso por Javier Vallejo y su reseña en "El País" acerca de Sueños. Cuando salí del Teatro de la Comedia me pregunté entre otras muchas cosas, ¿qué obra vería este señor?, porque sus impresiones no solo distaban de las mías, sino que algunas de ellas parecían sacadas de las propias obsesiones del crítico o de sus prejuicios, pero no de lo que ocurrió sobre las tablas. Se queja Villarejo de que el vídeo de Álvaro Luna no aporta nada y que se debería haber utilizado la palabra de Quevedo en vez de las imágenes. Al haber leído la crítica antes de ver la obra, esperaba que la representación estuviera plagada de vídeos sin medida y sin concierto. Nada más lejos de la realidad: el vídeo aparece poco y con la única intención (y yo creo que muy acertada) de darle una dimensión mágica a las divagaciones oníricas de Quevedo. La puesta en escena, el vestuario, el clima de irrealidad creado en un espacio casi diáfano consigue introducirnos en los oscuros pensamientos de don Francisco y hace plásticas sus obsesiones. Gerardo Vera no solo consigue embarrarnos en una metafísica angustiosa, sino que además la hace de fácil digestión. Es muy difícil (y en esto es en lo poco que estoy de acuerdo con el crítico) plasmar en la escena un material tan complejo como los Sueños y discursos, y todavía más difícil hacer digerible al público actual la prosa densa y conceptista de Quevedo. Es, de hecho, muy complicado, que una obra de pensamiento se desarrolle en las tablas con ligereza y con el interés del público, que se lo pregunten a Unamuno o a Azorín. Y sin embargo, tras la representación, salí convencido de que sí: se pueden representar los pensamientos, las obsesiones, los sueños, la metafísica y hacerlos atractivos al público sin tener que recurrir a la anécdota. La atmósfera creada por el vestuario, la coreografía, la puesta en escena, EL VÍDEO y, sobre todo, el buen hacer de los actores, en especial Juan Echanove (Quevedo), Óscar de la Fuente (diablo y cardenal), Lucía Quintana (Aminta) y Marta Ribera (Muerte), construyen un complejo edificio de obsesiones en el que el espectador asciende y desciende como si fuera uno más de sus pobladores. Se nos invita a profundizar en la idea de la muerte, del amor, de la fama y a chapotear en reflexiones más mundanas sobre el poder, la corrupción, la Iglesia... Todo extraído de las obras de Quevedo y todo bien engarzado por la pericia de José Luis Collado, cuya versión no solo expone una vertiente importante del poeta barroco, sino que, además, amasa sus ideas con el aliño necesario para que se digieran con ajustada ironía. Sí, quizá falta, como dice el crítico, más Quevedo, pero es imposible, en una obra de dos horas reducir el complejísimo mundo del autor barroco. La versión de Collado es limpia, no abandona a Quevedo en ningún momento y es tan compacta como la puesta en escena. El exceso sentimental del final de la obra se compensa con una construcción tan sólida que ni siquiera ese pero lo es. 
Un consejo: id a ver esta representación, hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en el teatro y que no accedía a la "catarsis" con tanta facilidad. Hablamos mucho de ella en la clases de literatura, pero es difícil conocerla de veras. Otro consejo: leed a los críticos después de ver la obra o no los leáis, directamente. O sí, leedlos para luego tener el placer de desdecirlos.          

domingo, 9 de abril de 2017

"República" por Manuel Vicent


Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que llevarán el mosquetón a la funerala. En mitad de la noche alguien lanzará desde un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del Mediterráneo. La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores sueños. Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano. De hecho la división de España en dos bandos irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se tiene frente a la república. Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados. 
-->

"Gastad en los maestros" por Javier Moreno Luzón


Estos días puede verse en Madrid una espléndida exposición dedicada a Manuel Bartolomé Cossío, un intelectual de hace un siglo cuya obra aún nos conmueve. Colaborador de Francisco Giner de los Ríos y heredero suyo al frente de la Institución Libre de Enseñanza, Cossío fue un gran historiador del arte que redescubrió el valor de El Greco y defendió el patrimonio histórico-artístico español. Pero todo su quehacer, desde los viajes de estudios hasta el interés por los museos o las misiones en aldeas perdidas, estuvo marcado por su vocación de educador. A su juicio, la principal tarea de aquel tiempo consistía en sacar a España del atraso, la ignorancia y el dogmatismo; construir un país desarrollado, a la europea, de ciudadanos conscientes y libres.
Para institucionistas como Giner, Cossío y muchos otros, la pieza clave de esa ingente labor se hallaba en el maestro. Nada se adelantaría en el terreno educativo sin un personal preparado y reconocido. En una España rural y analfabeta, donde avanzaban las órdenes religiosas embarcadas en la lucha contra la modernidad, estos liberales superaron sus prejuicios antiestatistas y se comprometieron con Gobiernos dispuestos a impulsar la enseñanza pública. Se empeñaron en mejorar los salarios del magisterio, que pasaron de los municipios al Estado; y también su formación, con escuelas reformadas, centros experimentales donde probar nuevos métodos y becas para conocer los progresos extranjeros. Un esfuerzo notable, aunque insuficiente, que culminó durante la Segunda República.
Hoy vivimos en una sociedad muy distinta, urbana y diversa. El analfabetismo ha desaparecido, los niveles medio y superior se han expandido y los profesores, en general, no reciben ya sueldos de miseria. Sin embargo, las reflexiones de pedagogos como Cossío todavía conservan su vigor. Desde luego, no se sorprenderían al saber que en Finlandia, ese paraíso didáctico de nuestros días, el éxito se fundamenta en la consideración social del profesorado. Y estarían de acuerdo en que la lucha contra la desigualdad que no ceja requiere la presencia de los docentes mejor equipados en los colegios con alumnos de menos recursos. La frustración que aquí producen las constantes reformas educativas se deriva, en buena parte, de la poca participación de los profesores en su diseño y de su consiguiente falta de compromiso con ellas.
Más aún, los recortes presupuestarios de la última década han agravado la situación, con aulas sobrecargadas de estudiantes y escasas de profesores, que además sufren a menudo contratos precarios. Los recursos para la educación estatal, eje en la búsqueda de la igualdad de oportunidades, se desvían a la privada, con subvenciones que favorecen a las clases medias y altas. En las Universidades, las jubilaciones de una plantilla envejecida no conducen a la oferta de puestos dignos para los mejores investigadores y docentes, sino a la contratación masiva de asociados que, mediante un truco leguleyo que les hace pasar por profesionales independientes, perciben ingresos que rondan el salario mínimo. Con todo ello se pierden ocasiones de captar talento, que acaba por marcharse, y se degrada el aprendizaje. Es decir, nos quedamos atrás en la crucial creación de capital humano.
Las inercias y rigideces corporativas minan los centros. Aún hay profesores que se limitan a dictar apuntes u obligan a sus alumnos a memorizar sus propios manuales. Los procedimientos institucionistas, socráticos y activos, alérgicos a los libros de texto y a la mera instrucción mecánica, resultarían revolucionarios en numerosas aulas. Mientras tanto, los sindicatos presionan para cerrar la puerta a la libre competencia en el reclutamiento y a la evaluación, siquiera interna, de actividades que pagamos todos. No obstante, ninguna medida obtendrá fruto si no se cuida al profesorado, cuyo maltrato hace que palabras tan manidas por políticos, rectores y gerentes como excelencia o modernización suenen a sarcasmo. En términos célebres de Cossío, de 1882, “dadme un buen maestro y él improvisará el local de la escuela si faltase, él inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta, pero dadle a su vez la consideración que merece”. O, como también reclamaba: “Gastad, gastad en los maestros”. 

domingo, 12 de marzo de 2017

"La encrucijada lingüística" por Carlos Mayoral


El lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Eso, tan simple, uno lo empieza a comprender más tarde. En mi caso, ocurrió el primer día de instituto. En algún barrio de la periferia, muy lejos de los días azules de antaño. El colegio, atrás ya, se mantenía intacto en mi memoria, no lo niego. Con esos muros que nadie quiso saltar y esos jerséis de cuello picudo. Sin embargo, el edificio que ahora ocupábamos invitaba a la fuga y desabrochaba las camisas, cochambroso, como en un régimen penitenciario de primer orden. Qué tiene que ver esta extraña introducción con un texto lingüístico, habrá de preguntarse el lector. Nada, contestaría el autor, si no fuera porque la primera asignatura que cursó dentro de aquella cárcel grisácea fue de Lengua.
En la escuela habíamos asistido a las clases de Literatura de la mano de Teodosia, profesora burgalesa de verbo áspero y seguro, con una preceptiva férrea que aún hoy recordamos. Era el camino oficialista. Sin embargo, aquella mañana de octubre apareció por el aula una mujer joven (al menos, con los parámetros que maneja hoy mi memoria). Marisa, así dijo llamarse, vestía con unas medias negras y unos zapatos que todavía hoy me parecen de cristal. No diré que su verbo fuera menos ajustado que el de Teodosia, quizás todo lo contrario. Digamos que lucía un desparpajo lingüístico que no se averiguaba en las arrugas del rostro siempre serio de Teo.
Entonces aprendimos que no se habla una lengua sino un código marcado por una situación, por un lugar, por un instante. Que hay tantas y tantas formas de corrección. Por eso, decíamos, el lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Han pasado los años y las puertas lingüísticas siguen abriéndose tanto como cerrándose las de mi memoria. Por eso, y en honor a ellas, me he propuesto enumerar casos ambiguos, de los que saldremos por donde decida nuestra intuición. Opciones lingüísticas que pueden resolverse por varios caminos. Me pregunto cuál hubieran tomado ellas.

Comillas españolas / comillas inglesas
«Comillas españolas» o “comillas inglesas”. En este apartado, la marea parece imparable. El escritor puede decantarse por unas o por otras a la hora de enmarcar un texto o de reproducir una cita. Pero lo cierto es que la jerarquía de las comillas inglesas dentro de los teclados informáticos parece condenar al ostracismo a las siempre dignas comillas latinas, que se pierden entre caracteres ASCII y textos de otro tiempo.

Según la RAE, la marea de hablantes cultos de «ciertas zonas de España» que prefieren utilizar la forma «le» cuando el referente es un hombre ha conseguido que, solo para el masculino singular, el uso de «le» en función de complemento directo sea aceptado. Por tanto, es tan válido «ayer le vi» como «ayer lo vi».

Participio regular / Participio irregular
Hay tres verbos que en la actualidad pueden utilizar tanto el participio regular como el irregular. Así, has freído las patatas tanto como has frito, has imprimido tantas páginas como has impreso y te has proveído de tantos plátanos como te has provisto.
Ir por / ir a por
Otro camino que la RAE tiene la elegancia de dejarnos elegir. Detrás de un verbo de movimiento (ir, venir, salir), el hablante podrá inclinarse por omitir o incluir la preposición «a» siempre con el sentido de «en busca de» («ir a por pan», «ir por pan»). 

Saludo español / saludo inglés 
Esto parece Trafalgar, y es que el dominio del idioma inglés comienza a notarse en distintas fórmulas del lenguaje. Esta, en concreto, tiene que ver con el encabezamiento en cartas y correos. 
La fórmula española consta de dos puntos y mayúscula.
Querido Juan:
Te escribo esta carta…
Mientras, la inglesa elige la coma:
Querido Juan,
Te escribo esta carta...
*Nota: la fórmula inglesa aún no ha sido aceptada por la Academia, pero domina el escenario práctico.

De 2000 / Del 2000
Otra disyuntiva lingüística. En caso de que alguien prefiera referirse a este milenio que nos ocupa, podrá referirse al año con o sin artículo delante. Así, este texto está escrito tanto en el marzo del 2017 como en marzo de 2017.

Septiembre / setiembre 
Ambas formas están aceptadas por la RAE. Gracias a o por culpa de la relajación progresiva que la p cuando esta forma parte del grupo consonántico [pt]. Este grupo, heredado del latín (ejemplo: aptare > «atar»), tiende a morir de la mano de términos como «séptimo» o «corrupto».

Octubre / otubre
Mismo caso que el anterior pero con el grupo consonántico [kt]. Esta relajación también se refleja en evoluciones como pictor > «pintor».

Masculino / femenino
Hay sustantivos que pueden ser utilizados tanto en masculino como en femenino sin cambiar por ello su grafía. Es el caso de la maratón y el maratón, la azúcar y el azúcar, el mar y la mar.

Alrededor / al rededor 
Según la RAE, tanto el adverbio como la locución son correctas. Todo viene del sustantivo rededor (contorno o redor). Eso sí, la Academia etiqueta la locución como «poco usada».

Enseguida / En seguida
«Inmediatamente después en el tiempo o en el espacio». Para referirnos a este significado, la RAE nos sugiere dos grafías: en seguida y enseguida. No obstante, también nos indica que la preferencia ha de ser la escritura en una sola palabra.

Extranjerismo adaptado / extranjerismo no adaptado
Hay quien se toma un güisqui en lugar de un whisky, como hay quien vive en un chalet antes que en un chalé. La adaptación de extranjerismos es un proceso tedioso y largo, cuya aceptación depende exclusivamente de la voluntad del hablante.

Quixote / Quijote
Hasta los albores del XIX, el sonido de j o g antes de e o i podía representarse con x. Las formas que han sobrevivido al holocausto, sobre todo en nombres propios (Texas, México), se consideran hoy más adecuadas bajo el paraguas del arcaísmo.
La Argentina / Argentina
El Perú, los Estados Unidos, la Argentina… Algunos países permiten que su nombre propio sea acompañado por un artículo. Será decisión del hablante utilizarlo o no. Eso sí, no dependerá de su voluntad colocárselo a los que no lo aceptan (España, Portugal) ni a los que lo llevan indivisiblemente consigo (La Habana, Las Vegas).

Post / pos
Ahora que la posverdad está tan de moda, es de justicia recordar que será el hablante el encargado de decidir si el prefijo mantiene la «-t» final o no. Se considera hoy más adecuado suprimirla, excepto si el núcleo empieza por «s» (postsociedad).

Quizás / quizá 
Este adverbio solo recogía en un principio la forma que prescinde de la «-s», aunque por analogía con otros adverbios se decidió añadir al final la consonante, que hoy es igualmente válida y, como en todos los casos anteriormente descritos, será el hablante el que decida la adecuación de cada forma.


sábado, 11 de marzo de 2017

"Los vencedores" por Antonio Muñoz Molina


A las cinco de la madrugada me despertó un mal sueño y para distraerlo leyendo me sumergí en una pesadilla. Pero es que hay libros infecciosos que uno no puede dejar de leer, aunque, si lo hace antes de dormir, es muy posible que después de haberle alterado la vigilia le siembren de terrores los sueños. No estaba leyendo una novela de miedo. A estas alturas el miedo de los libros o de las películas con muchas vísceras y cubos de sangre demasiado roja ya no asusta a nadie. Drácula y la criatura del Doctor Frankenstein y hasta Freddy Krueger son ya figuras recortadas de cuento infantil. Hannibal Lecter deleitándose con casquería humana y con las Variaciones Gold­berg es un personaje ridículo. En el miedo, como en casi todo lo demás, las invenciones de la imaginación son muy limitadas y tienden a la repetición y al aburrimiento de lo previsible. Para sentir terror, en esta época, en esta era de Trump y Putin y El Asad y Marine Le Pen y Geert Wilder y Kim Jong-un, no hay más que consultar el periódico o poner la radio por la mañana. El pánico de un titular o de una información dura minutos como máximo. El de un libro permanece durante días, y como la mente humana, y más aún la mente lectora, puede tender al masoquismo, el resultado es un agobio que se hace más grave según progresa la lectura y que, buscando cuanto antes llegar al final, exagera su daño.
El libro que me ha quitado el sueño y el poco sosiego que tenía es un ejemplo admirable de periodismo de investigación, de la máxima calidad informativa y narrativa. Se titula Dark Money, y lo publicó hace algo más de un año Jane Mayer, una escritora en The New Yorker. Como pasa con cierta frecuencia, el libro tuvo su origen en un largo artículo que Mayer había escrito hace ya siete años para la revista: la crónica escalofriante de cómo dos hermanos, Charles y David Koch, dueños de la segunda empresa más poderosa de Estados Unidos, llevaban más de treinta años financiando el activismo de la derecha más radical en Estados Unidos a través de una fundación que les permite grandes ventajas fiscales y un grado de anoni­mato que tiene mucho de impunidad. Cuando las leyes imponían limitaciones a las cantidades de dinero que empresas o particulares podían gastar en campañas políticas, los hermanos Koch se las saltaban encubriendo como filantropía lo que era tráfico de influencias y compra directa de candidatos, casi todos ellos republicanos. En 2010, el Tribunal Supremo suprimió esas limitaciones legales, argumentando, no sin gran cinismo, que una empresa tiene el mismo derecho a la libertad de expresión que un ciudadano individual, y que por tanto poner límites al dinero que quieran gastar apoyando a un candidato es como quitarle ese derecho.
Las cantidades de ese dinero oscuro que detalla Jane Mayer son inconcebibles. Los hermanos Koch reúnen la tercera fortuna más grande de Estados Unidos, después de Warren ­Buffett y Bill Gates. Su compañía, Koch Industries, posee pozos de petróleo, refinerías, oleoductos, empresas madereras, minas de carbón, papeleras. En los años setenta, alarmados por la presión fiscal sobre los ricos y por las trabas que empezaban a poner a su dominio despótico las primeras leyes de protección del medio ambiente y los avances hacia un mínimo de equidad social —­los derechos civiles, las políticas contra la pobreza, las garantías sindicales para los trabajadores—, los hermanos Koch emprendieron una batalla primero ideológica y luego directamente política. Era una época en la que había ciertos consensos básicos entre republicanos y demócratas en torno a algunos logros heredados del new deal de Roosevelt y de la gran sociedad de Johnson. Se asocia a la derecha con el conservadurismo y la conformidad ideológica, pero los Koch aplicaron la fuerza inmensa de su dinero a un proyecto literalmente revolucionario: desguazar el Estado para que no hubiera ninguna interferencia pública en el funcionamiento del capitalismo; reducir o eliminar los impuestos a los ricos; suprimir la asistencia médica gratuita a los viejos, los niños y los pobres; desmantelar la Seguridad Social. Y, desde luego, desactivar cuanto antes las nuevas leyes aprobadas en los primeros setenta —algunas durante la presidencia de Richard Nixon— para remediar la contaminación del aire, de la tierra y de las aguas que habían llevado a cabo impunemente durante más de un siglo las empresas mineras y petroleras. Los Koch crearon una especie de club de multimillonarios dedicado a una tarea doble de adoctrinamiento y descrédito. Empezaron a financiar cátedras universitarias en las que se propagaban las ideas ultraliberales más extremas. Fundaron publicaciones y patrocinaron a autores de libros que desacreditaban todo lo que tuviera que ver con la acción del Gobierno, y que calificaban cualquier norma protectora de los trabajadores o de los débiles como una intromisión totalitaria en el albedrío de las personas, en el funcionamiento libre de la sociedad y del mercado. Cuando la alarma sobre el calentamiento global empezó a difundirse, contrataron a las mismas agencias de relaciones públicas que en los años sesenta habían trabajado a sueldo de las compañías tabaqueras para esconder el peligro mortal del tabaco. Para conseguir el máximo beneficio, prescindían en sus minas y en sus refinerías de cualquier medida sanitaria para proteger la salud de los trabajadores o de la gente que vivía en las inmediaciones.
La enumeración documentada de horrores, extorsiones y abusos que hace Jane Mayer lo deja a uno sin aliento. Pero más aún asombra el éxito de la manipulación ideológica promovida por los hermanos Koch y sus células subversivas de multimillonarios: no solo multiplican su riqueza y garantizan su impunidad, sino que además convencen a una parte considerable de las víctimas del expolio de que sus enemigos no son ellos: el enemigo es la gente liberal y elitista que quiere subir impuestos, extender la sanidad accesible, imponer leyes medioambientales, todo lo cual traerá pobreza y eliminará puestos de trabajo.
A las cinco de la madrugada, lo primero que leí al abrir Dark Money fue una cita de Warren Buffett, ese abuelete chispeante que tiene más dinero que varios países medianos juntos, pero que, según propia confesión, paga menos impuestos que su secretaria. Un periodista le pregunta si cree en la lucha de clases, y Buffett responde: “Por supuesto que sí. La hemos ganado nosotros”. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

"Lázaro: cien padres" por Raúl del Pozo

El Lazarillo de Tormes, de autor desconocido, tiene cien padres. El padre auténtico era molinero y le achacaron ciertas sangrías en los costales por lo cual fue hecho preso. La novela se publicó en tiempos del emperador Carlos V después de ser prohibida y luego expurgada por la Inquisición. Se le ha atribuido a Diego Hurtado de Mendoza, al fraile jerónimo Juan de Ortega, a Lope de Rueda, a Pedro de Rhúa, a Hernán Núñez de Toledo y hasta a Fernando de Rojas. Como es imposible hacer una prueba de paternidad con los vocablos y los estilos o lograr que intervenga la Fiscalía, tendremos que dejarnos trajinar por la pandilla de catedráticos que se inventan hijos ilustres pagados por el patriotismo de campanario. Me envía una de sus Hojas volanderas desde Cuenca mi amigo José Luis Muñoz para decirme que cobra fuerza la tesis de que el autor del Lazarillo es el conquense Alfonso de Valdés. La catedrática Rosa Navarro ha publicado una nueva edición de su obra -Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo- en la que insiste, frente al silencio y sátiras de los del canon académico, con 600 notas nuevas, en que Alfonso Valdés fue el verdadero autor y no escribió la autobiografía de un pícaro, sino una sátira erasmista contra los clérigos bulderos y pederastas que daban cebolla al pobre Lázaro.

Pero enseguida surge otro posible padre: Luis Vives, que tenía motivos para atacar a la Iglesia y a la Inquisición. Francisco Calero, otro catedrático, le tira sus libros a la cabeza a Rosa Navarro negando que el padre biológico fuera Valdés. Para probarlo aporta un argumento chusco: "Si se le preguntara a Lázaro que quién preferiría como padre, seguro que elegiría a Vives". Luis Vives es un gran candidato y una víctima del brazo secular. Enseñó y aprendió en las universidades de Oxford y Lovaina. Nació en un año áureo, 1492 -tal día como ayer hace 525 años-, cuando Antonio de Nebrija publicaba la Gramática castellana y Cristóbal Colón, antiguo corsario, iniciaba la travesía del mar tenebroso. Pronto levantó el vuelo hacia el destierro, siempre con el temor a que lo quemasen. Fueron judíos sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos. Cuando enseñaba en Oxford, Enrique VIII y Catalina de Aragón asistían a sus clases. Su estilo duro, pero sobrio, grave y notable, por la claridad, corrección y limpieza, bien pudiera ser el del Lazarillo. "Vives -piensa José Ortega y Gasset- no ejecutó ninguna hazaña monumental, como en sus días Gonzalo de Córdoba, Colón, Vasco de Gama, Magallanes y Elcano, ni organizó una magnífica fuerza religiosa, como San Ignacio de Loyola. No fue un divino poeta que en su andar levantase el vuelo del faisán verbal, de la expresión imprevista y maravillosa, vívida, dinámica, que se sostiene en el aire por la magia de la gracia o la precisión. Pero Vives es precisamente lo contrario de todo eso y -bajo cierto ángulo- algo más sutil que eso". Procuró pasar inadvertido, pero le dijo a Erasmo: "No se puede hablar ni callarse sin peligro". La Inquisición quemó a su padre, arrebató los bienes a su familia y Vives fue un exiliado constante; nunca volvió a Valencia.