sábado, 22 de abril de 2017

"Barroco blanco" por Marcos Ordóñez


Quevedo, hombre de extremos, contradictorio, gran desconocido. Misógino y adorador de la mujer, místico y tabernario, antisemita que denuncia la esclavitud de los negros, en uno de los muchos textos que destellan en estos Sueños, tapiz pasionalmente tramado por Gerardo Vera y José Luis Collado en la Comedia, a partir de los cinco discursos furiosos y caóticos que el joven poeta dirige contra los “abusos, vicios y engaños, en todos los oficios y estados” de un Siglo de Oro con pies de barro, en un clima patrio de decadencia y hundimiento moral. Vera y Collado se han enfrentado a todo un reto: ceñir la esencia de un personaje inabarcable y acercarnos a un lenguaje tan alto como arduo sin apoyarse en una trama dramática, sino pintando una suerte de retrato expresionista, con tonos cambiantes y continuos saltos temporales. Tiene la función una ambiciosa voluntad de espectáculo total, músicas espléndidamente seleccionadas (Bach, Monteverdi, Béla Bartók, Jed Kurzel, cantos árabes), sugerentes audiovisuales de Álvaro Luna, luz helada y ardiente de Gómez-Cornejo y un espacio abierto, concebido por Vera y Alejandro Andújar, que recrea un infierno blanco (“el hombre no puede luchar contra lo blanco, que hace posible todo cuanto pueda soñarse”) con ecos de balneario a lo Sorrentino, de quien hay incluso un guiño literal a La juventud.
El viejo Quevedo (Juan Echanove) amanece en un hospital con la cabeza que va y viene entre los recuerdos de su caída, el paraíso de su juventud napolitana y el cercano más allá, todo revuelto y bullente. Echanove está enorme: lo más intenso y conmovedor que le he visto desde Cómo canta una ciudad (Lorca/Pasqual) y Plataforma (Houellebecq/Bieito). Notable trabajo físico (ese cuerpo corroído por la sífilis, con los pies destrozados), poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón, alucinado y doliente. Te lleva de la nariz a donde quiere: escucharle alternar los pasajes de los Sueños, que hacen pensar en un recontratatarabuelo de Céline, con los sonetos amorosos o las sátiras censorias es un auténtico regalo. Ferran Vilajosana es un joven galeno que rechaza y a la vez reverencia el ingenio de sus demoledoras chanzas al gremio médico. Lucía Quintana tiene un papel bombón: una enfermera en la que Quevedo cree ver a Aminta, su amor italiano. En su delirio, él quiere que ella recuerde los poemas que le dedicó, y así vuelan juntos recitándose esas joyas, culminadas, como no podía ser menos, con “Cerrar podrá mis ojos”. Y hay un trasluz de Heiner Müller cuando ella le susurra: “Siempre amé tu parte más deforme”. Sugerencias: creo que a Echanove no le hace falta subrayar con tono o gesto (en ciertos momentos) la trascendencia de lo que dice, del mismo modo que Lucía Quintana tiene sobrada belleza física y verbal como para deslizarse (de nuevo: en ciertos momentos) hacia una innecesaria zalamería.
Echanove está enorme: notable trabajo físico, poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón. El infierno blanco y algunos de sus habitantes me evocan el teatro de Nieva: a don Francisco Bis le hubiera gustado esa decadente principessa perfumada con Eau de Guermantes que sirve con sorna Abel Vitón. En pareja clave esperpéntica, Antonia Paso es la portera de las zahúrdas y la Envidia (vestida de amarillo: otro desafío). Óscar de la Fuente, actor de sobrados recursos (ahí está su matizado Cardenal), sirve un Diablo con zumba y poderío. Ya sé que el bicho pide desmesura, pero quizás no haga falta acercarla tanto a la del doctor Frank-N-Furter de The Rocky Horror Picture Show.
Llega luego la Señora Muerte, para que la descomunal Marta Ribera se luzca con una guadañera carnal, vitalísima, que dice textos redondos y soberbiamente colocados: me gustó una barbaridad.
Quevedo va a encontrarse ahí abajo con el espectro de don Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna y gran señor de Sicilia, su protector, otro notable trabajo de Markos Marín, que con similar sobriedad borda el perfil de don Enrique de Villena, el Nigromante: con ambos sostiene bellos diálogos sobre el pasado ido y el irremediable declive de la España de los Austrias. Cabe destacar también la cita con el Desengaño, viejo y ciego pero lúcido, a cargo de Eugenio Villota (también muy medido como el fiel Montalbán), o el triple rol de Chema Ruiz: en el infierno será Judas, y el Hombre a secas, desnortado y amargo, y el esclavo negro mencionado al principio. La escena última es una preciosidad. Tras la omnipresencia del blanco llega la oscuridad para tintar indumentaria y lecho del poeta, que muere quijotescamente en brazos de Aminta, y hay que ver y escuchar a Quintana y Echanove despidiéndose con las más bellas frases de los sonetos. Vera y Collado parecen tan fascinados por Quevedo que tal vez han querido meter demasiadas cosas en la bolsa, desbordándola. Algunas podas no le vendrían mal al texto: creo que ya están en ello. El público, puesto en pie, aplaude el talento, el riesgo y la entrega de estos Sueños. Y yo me sumo.


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