Milagros y milagreros:
Si uno examina los milagros expuestos en ambos Testamentos y en
las vidas de los apóstoles durante los primeros años del cristianismo, es
inevitable concluir que a la milagrez de la Edad Media le quedaba solo una
barrita de batería. Como si entre Cristo y sus mágicas huestes la
hubiesen desgastado por el sobreúso, vaya. Ese milagreo en reserva llega al
Medievo en un estado renqueante y francamente exiguo, por lo que cuentan las
crónicas de la época. Un tal Bernardo, «maestro de las escuelas de Angers»,
relata cómo el relicario de la Santa Fe en (algún culo de mundo de) Aquitania
resucitó a un mulo que había caído derrengado en un camino, y que su caballero
había mandado desollar. Ni panes ni peces a capazos, ni ciegos que de repente
leen letra muy pequeña ni céreos semitas que abandonan su cadavérica
horizontalidad: un puto borrico. Un asno que se había pegado tal susto al
escuchar la palabra «desollar», el pobre, que del julepe había regresado al
mundo de los vivos. Ese es el milagro espectacular de la era. Bernardo, quizás
sospechando que su audiencia distaba de haberse quedado impresionada por la
gran saga del burro cataléptico, añade en sus crónicas que la estatua
antropomórfica de san Benito en Taury (Troyes) fue la causante de que un «perro
negro, totalmente rabioso» atacase a un procurador injusto de la zona llamado Godofredo y
le desgarrara «la nariz». O sea: los menesterosos anarquistas de la época
atizan a un perrazo asesino para que le mastique la cara al vil Godofredo
El-Ahora-Desnarizado, y tenemos que agradecérselo a un cacho-madera con vaga
forma de santo fanfani. Bah. Como evasiva ante la policía política de la
época me parece excusable («¡No hemos sido nosotros, que ha sido el San Benito
este!»), pero como intervención divina no cuela. Para mí que los santos de
entonces debieron ser parecidos al mago chapuzas aquel de la clase de Harry
Potter, cuya varita solo suelta decepcionantes chispazos y llufas de
diversa consideración.
Reliquias y relicarios:
El asunto de las reliquias de santos hacia el siglo XI debió
de ser un mercado más nutrido y lucrativo que el de las figuras articuladas de
una franquicia Pixar, o el merchandising de una gira mundial de U2.
Por no decir el efecto pacificador que toda aquella casquería de mártires
troceados tenía sobre el famélico vulgo. «Sobre el respeto que [las reliquias]
inspiran descansa de hecho todo el orden social; puesto que todos los
juramentos que intentan disciplinar el tumulto feudal se prestan, en efecto,
con la mano sobre un relicario», nos ilumina Georges Duby. Tiene
cachondeo, entonces, que todo aquel «tumulto feudal» se apaciguara con solo
posar las manos sobre el equivalente medieval de un Lego Star Wars y mascullar
un par de latinajos de genuflexión servil. Lo de las reliquias era un chanchullo
espectacular, en fin, una de las supercherías mercantiles más exitosas de la
cristiandad. Como en la carn d’olla catalana,
de los santos se aprovechaba todo: fragmentos del prepucio del Mesías (no
bromeo), huesos metacarpianos en salmuera, el cerumen de las orejas de san
Chindasvinto y el sagrado esfínter de santa Matilda. Todo era susceptible de
ser adorado. Los testículos de san Malaquías también, en efecto. Y ni me hablen
del Lignum Crucis (o reliquia del madero con el que crucificaron a Jesús de Nazaret):
si uno unía todos los cachillos de leño santo que había desperdigados por
Europa y Oriente, el volumen de maderaje habría servido para armar toda la
flota imperial británica dos o tres veces. Por supuesto, el pedazo más grande
de Lignum Crucis está en España, pueblo de renombrada fiabilidad histórica e
innata aversión nacional al timo. ¿Que cuál es mi reliquia favorita, escucho
que preguntan? Es una decisión injusta, pero creo que me decanto por la cabeza
ENTERA de san Juan Bautista (aunque hay una veintena repartidas por ahí,
incluso en el Nuevo Mundo; seguro que con un Made in Taiwan en la
base del cuello), quizás por la euforia generalizada y «vivo regocijo» estilo
MDMA que inundaba la cristiandad cada vez que lo sacaban de paseo. O porque me
recuerda a las cabezas en frascos de Futurama.
Los ocho pecados
capitales. No, espera, te lo dejo en siete:
Es bien sabido que Gregorio Magno, papa romano del siglo VI,
fue el primer piernas en hablar de siete pecados capitales: los
mundialmente conocidos gula, avaricia, lujuria, vanagloria (hoy orgullo), ira,
pereza y envidia. Poco antes eran también pecado la ebriedad y la tristeza.
Ahora que lo pienso: quizás incluso más atrás (en el siglo iii, pongamos)
existían seiscientos cincuenta y un pecados capitales, y era un endiablado
tormento llevar la cuenta de todos tus actos pecaminosos. ¿Tener sabañones?
Pecado. ¿Silbar fragmentos de Annie? Pecado. ¿Agarrar mal el lápiz?
Pecado, y encima mortal. Supongo que por sentido común y falta de inquisidores
se irían reduciendo los pecados hasta llegar a los siete que conocemos. Pero
volvamos por un instante al asunto de la ebriedad y la tristeza. O sea, que si
tu damisela te había dejado por culpa (tal vez) del musgo micológico que
alfombraba tu dentadura y decidías matar las penas echándote un par de
lingotazos de hidromiel al gollete, ibas de morros al infierno, y por partida
doble. Triple, si todavía almacenabas en tu corazón algo de ciega ira contra
aquella golfa abandonante (triple life,
como en la legislación estadounidense). Un borrachín con tendencia a la
melancolía, así, podía abandonar para siempre toda esperanza de ingresar en el
reino de los cielos (en mi pueblo no se habría salvado ni un alma, empezando
por mí mismo). De forma muy sospechosa, además, la mayoría de esos siete
pecados dejaban de serlo mágicamente si quien los practicaba era un señor
feudal, un caballero andante con acceso a montura y mandoble o el prelado
pederasta de algún burgo dejado de la mano de Dios. Lo opuesto a como es ahora,
vaya.
Satanás y el Anticristo:
Tratándose de tiempos impíos como aquellos, no es extraño que el
demonio anduviera a su bola por todo lo ancho y largo del año 1000. O al menos
eso era lo que afirmaban los monjes del momento, que en apresurada exégesis
atribuían cualquier nadería (un quítame allá ese sarpullido sobaquero, un
orzuelo de la parienta, un ataque de ventosidades mortíferas) a la presencia
del Maligno. Los llamados oráculos sibilinos, best sellers de la
época, anunciaban que la llegada del Anticristo vendría precedida por unas
cuantas señales inconfundibles. Según la tradición profética, esas «señales»
incluirían «malos gobernantes, conflicto civil, guerra, peste, sequías,
hambres, cometas, muertes repentinas de personajes importantes» y también la
invasión de hunos, mongoles o cualquier otra horda de bigotudos alfanje en
ristre. Ya pillan el turbador hándicap de los oráculos: en la Edad Media, todas
esas «señales» eran el pan de cada día. De ahí la atmósfera
apocalíptico-genocida reinante. En todo caso, por ahí iba Satanás, sin escolta
ni bigote postizo ni gafas de folclórica, sufriendo encontronazos constantes
con cualquier hijo de ramera. Raoul Glaber, monje y cronista de la época,
relata en el libro V de sus Historias que una noche despertó para
hallar a un «enano horrible de ver» al pie de su camastro. No, no era yo. Se
trataba de un ente «de estatura mediocre, cuello menudo, rostro demacrado, ojos
muy negros, frente rugosa y crispada, nariz encogida, boca prominente, labios
hinchados…». He dicho que no era yo, leches. Glaber, que tenía la grabadora a
mano, continúa su informe forense durante varias líneas, el muy latoso, para
concluir que aquel demoníaco adefesio lucía también inevitable «barba de
chivo», «dientes de perro» y, de forma más inquietante, «nalgas temblorosas».
Aciago fin, pues, para Lucifer, el ángel más hermoso de las huestes
celestiales, a quien hacia el año 1000 parecía que las cosas del amor y los
negocios le iban peor que nunca. De Querubinísimo Mayor de Dios a chaparro
noctámbulo fumador de crack con culo temblón. A eso llamo yo caer en
desgracia, Lu.
Y es que la tradición juanina (del Apocalipsis de san Juan) estaba completamente obcecada con la
figura del Anticristo, siervo e instrumento de Satán, un «monstruo con cuernos
que mora en las profundidades», una «formidable personificación del poder
destructor y anárquico». Lo chungo de todo esto es que el sambenito de esa
personificación podía caerle encima a cualquier imbécil; los monjes y súbditos
no se mataban recopilando pruebas, y definían como «Anticristo» al primer
monarca incompetente que se cruzara en su camino. Norman Cohn nos dice que
«cualquier gobernante que pudiera ser considerado un tirano se consideraba apto
para recibir los atributos del Anticristo». De forma asaz artera, si las
profecías fallaban (y siempre fallaban) y aquel rey solo era un
cantamañanas sifilítico y catavinos que no sabía hacer la O con un canuto en
lugar del «dragón, esa antigua serpiente» que habían predicho las más cenizas
admoniciones de los frailes, se le degradaba fulminantemente y pasaba a ser
solo «precursor» del Anticristo, el cabo chusquero con trompetica que avisaba
de la llegada del gerifalte. Método científico estilo año 1000, como ven. Se
parece un poco al sistema «JUSTIN BIEBER DENIES
SMOKING BASE!» típico de la prensa amarilla. Primero suelta el rumor, que
siempre hay tiempo de desmentirlo (aunque tizne), y luego ya veremos qué pasa.
Penitencias y
mortificaciones, o los sutiles encantos de la flagelación:
«Alguien tiene que lavar todo el mal creado», que cantaban Los
Canguros en 1988. Y en la Edad Media, ya lo dije, el «mal» campaba a sus
anchas por la cristiandad y allende los mares, y con él la necesidad universal
de purgarlo. Lo de la obsesión por la penitencia era en el año 1000 una cosa
tan generalizada y popular como lo es hoy la fijación por la firmeza de glúteos
o cada nueva serie interminable de HBO. Dejando de lado lo de organizar
cruzadas locatis cada dos por tres —que terminaban invariablemente como el
rosario de la aurora— la forma más célebre de mortificación era la flagelación
o, mejor dicho, autoflagelación (si flagelabas de esquinillas a otro incauto no
contaba como penitencia). Lo del autoazote redentor se inventó en el siglo XI en
algún monasterio perdido de Italia —nadie había sido tan gilipollas como para
ponerlo en práctica hasta entonces— y prendió como la pólvora entre los
frailes, que siempre andaban necesitados de tormento BDSM carno-rectal. Al poco
tiempo ya era un dance craze que
había infectado al pueblo cavernario, como la zumba, y todo el mundo procedió a
arrearse con el látigo como si no hubiese un mañana (y nunca mejor dicho, desde
el punto de vista escatológico-milenarista, pues la población creía de
veras que no llegaría a ver un nuevo amanecer).
La cerril masa al principio se infligía esa severa tortura con la
humilde esperanza de que Dios, juez castigador, «depusiera su ira, les
perdonara sus pecados» y punto, pero en un santiamén ya había entrado en juego
la chifladura redentora típica del periodo. Norman Cohn define a los
flagelantes como «una élite de redentores por la autoinmolación»; o, dicho de
otro modo, peña que no solo creía que se estaba salvando a sí misma a latigazo
limpio, sino también que su salvación afectaba a toda la comunidad. Sí, esas
nuevas procesiones de flagelantes, en su tosca imitatio Christi colectiva,
se veían a sí mismas como supermártires que cargaban con los pecados de todo el
mundo y no, como uno estaría tentado a pensar, como una panda de julays
histriónicos y ensangrentados que montaban más escandalera que un cantante emo
de los noventa. Y, sin embargo, la ciudadanía se los tomaba al pie de la letra.
Cuando los veían aparecer con sus estandartes y velas encendidas, y los tipos
—ya casi en cueros— procedían a aplicarse leña fustigante durante horas delante
de la iglesia del pueblo, «los criminales confesaban, los ladrones devolvían
sus botines, los usureros renunciaban al interés de sus préstamos, los enemigos
se reconciliaban y las querellas eran olvidadas». Hay que admitirlo: la cosa
era espectáculo en estado puro. El movimiento flagelante fue, junto a los
cruzados, el primero de la historia en poseer algo parecido a un uniforme
(vestidura blanca con cruz roja delante y detrás y capucha o sombrero a juego),
y entre la pinta ku-klux-klanesca, aquel «sembrao» de antorchas y el consiguiente look Núremberg,
y todos los TCHAKS TCHAKS y cantos y berridos («¡Virgen santa, ten piedad de
nosotros!») y lamentos, y las caras de raver pasadísimo a las seis de
la mañana en mitad del mix largo del «Higher State of Counciousness»… En fin, cualquiera no se arrepiente
de algo. Yo habría confesado hasta aquel asunto de las canicas del Peláez,
en 1979. Lo único condenable del asunto de los flagelantes revolucionarios es
que al cabo de un tiempo de andar vergajeándose los omoplatos por esos mundos
de Dios empezaron a aburrirse de la rutina, y entonces procedieron a instaurar
pogromos de cariz antisemita en cada villorrio donde iban a caer. Lo que nos
lleva a:
Plagas, pestes y
matanzas a gogó:
Alguien tenía que tener la culpa de todo aquello, y los
judíos, hacia 1348-49, pillaron lo que no está escrito y un poco más. Háganme
el favor de recordar que fue en aquel lapso de tiempo cuando tuvo lugar la
terrible peste negra, la mayor epidemia de fiebre bubónica que ha visto la
humanidad, y que se llevó por delante a un tercio de la población. Un tercio,
que se dice pronto. Ya pueden imaginar que, siguiendo una honorable costumbre
medieval, la plaga fue interpretada como «castigo divino por las transgresiones
de un mundo pecador» y, una vez efectuadas las ansiadas demostraciones
público-nudistas de purgación con gran derramamiento de hemoglobina, procedió a
buscarse a algún «pasmao» que pudiera cargar alegremente con el resto de pecado
insostenible (y derramar también algo de su hemoglobina, a poder ser). Si se
trataba de un tío con acento raro, barba forestal y yarmulke, mejor que mejor.
En efecto: como volvería a suceder innumerables veces en la
historia (en España también), los judíos fueron los hombres que serían culpados
por TODO. A principios de 1349, alguna mente preclara —de las más brillantes de
su generación— anunció que la causa de la peste negra era el vertido de veneno
en las reservas de agua, y la jauría procedió a apiolar, en este orden, a «los
leprosos, los pobres, los ricos y el clero, hasta que se centraron
definitivamente en los judíos». El populacho se cansó de la matanza hacia marzo
(tres meses seguidos de pogromo, la madre que los parió; supongo que al
menos debían parar para las comidas), pero en julio sobrevino una segunda horda
genocida promovida por los cada vez más chiflados flagelantes. Los judíos
llegaron a considerar a todos aquellos ceporros zurriagantes encapuchados como
«sus peores enemigos», y con razón. Nadie tuvo la presencia de ánimo para
recordarles a aquella panda de ultranazarenos chillones que la peste, ese
instrumento igualitario sin par, no hacía distinciones entre judíos y gentiles,
ricos o pobres, genios o ñus. Pero daba igual, y ya era demasiado tarde para
consideraciones intelectuales de ese calado: la gran farra, el gran impulso, la
última raya de speed a hora
desaconsejable, el inmenso drama escatológico debía seguir hasta su consecución
lógica: el Fin de los Días, el cumplimiento de la Tercera Edad y el
advenimiento del Apocalipsis. Cuando todos nuestros pecados serían purgados y
los puros de corazón ascenderían como un solo hombre al reino de los cielos.
Bla, bla.
Como ya sabemos, no sucedería así. Lo único que acarrearía todo
aquel insensato derramamiento de sangre sería un montón de charcos que fregar y
una pila enloquecida de cadáveres que carbonizar. Y todos aquellos hábitos
hechos jirones, malaguanyats. Con los años sí caería sobre nosotros la ira
de Dios con máxima potencia exterminadora, pero no vendría en forma de plagas
croantes o reptiles lacustres que emergían de las simas miasmáticas del Hades,
sino de series de TV españolas (Gym Tonic es
el puro Anticristo, por supuesto), libros pueril-eróticos que se tornan
superventas mundiales, hipotecas subprime y
redes antisociales. ¿El 1000, los años oscuros? No me hagan reír.