En las cabinas de popa, en las vigas de las goletas y bergantines,
en esos veleros que anclaron en los crepúsculos de Caspar David
Friedrich empezó a inscribirse, en el último tercio del siglo
XVIII, el lema de Pompeyo: “Navegar es necesario, y no es necesario vivir”.
Retomar esta antigua costumbre de navegantes es una alegoría de la conciencia
romántica, la visión de una existencia concebida como viaje a lugar alguno.
Azar, tempestad. Un periplo sin término: así es el mundo, así es el Yo que lo
contempla. Europa, los acantilados, la bruma y una ermita lejana, un cielo de
Philipp Otto Runge, la noche de marzo de 1797 en la que Samuel Taylor Coleridge
leyó en casa de los Wordsworth La
oda del viejo marinero. El albatros que cruza por aquellos versos es, en
realidad, una veleta, la necesidad de un viento norte. Por entonces el cuerpo
de Mozart,
cubierto de cal viva, se había deshecho en no se sabe qué fosa de Sankt Marx,
el cementerio vienés, a 15 minutos del Danubio. Era el tiempo en que Beethoven, todavía muy
joven, había dado a su editor Artaria las Sonatas para violonchelo op. 5. Una de ellas, la escrita en sol
menor, la tonalidad que, según Johann Mattheson, servía para expresar tanto el
lamento como una alegría moderada, es extraña, problemática. Un augurio.
Nada que construir, la historia vivía
de sus vaticinios. Las premoniciones se estaban cumpliendo, sobre todo una: la
llegada del peor huésped, el más incómodo, como Nietzsche llamaría al
nihilismo. La Razón, su lógica objetiva, parecía algo ajeno a quienes habían
oído gritar en la Bastilla y más tarde respirado la pólvora napoleónica. El
Romanticismo fue un tejado a dos aguas: todo conducía a precipitarse; el único
asidero estaba en lo más alto, en lo más peligroso también. Estar arriba
significaba hacerse visible, obligarse a ser un espectador de sí mismo, como
hacía Goethe,
todavía joven, cuando subía al campanario de Estrasburgo para sentir el vértigo
de su existencia. En una de las pinturas rojizas de John Martin, que ilustró El paraíso perdido, un bardo, en lo más
áspero y peligroso de un abismo, clama con el arpa en la mano; puede caerse en
cualquier momento, una ráfaga, un traspiés devolverlo a su conciencia, es
decir, a su certidumbre de “ser para la muerte”. Pero en un cuadro de Friedrich
encontramos una figura todavía más inquietante si cabe: en los Acantilados blancos en Rügen, un
hombre está echado, como gateando. No podría estar de pie, su idea de destino
se lo impide; se acerca al precipicio, se asoma cauto, mira el cortante, un
cosquilleo en el vientre. Así es su estar en el mundo: ingravidez y
presentimiento, el mismo que sentían los lectores cuando abrían las primeras páginas
del Werther. El Romanticismo
está hecho de caídas y de quejas, de asombros y de melancolías.
Pasado el entusiasmo de los ilustrados,
se hacía difícil entender aquella lección que Hegel repetía
cada mañana: aprender a decepcionarse. Así tomaba cuerpo la subjetividad, así
empezó a despertar un individualismo que debía mucho, también, a la supuesta
inocencia rousseauniana y a su cultivo de una mirada gótica convertida en
interior, sólo en interior; lo demás era escenario y hostilidad, oposición.
Hablamos del mundo y de las consecuencias que debían pagarse por la religiosa
aspiración a la verdad que fue anunciada a guillotinazos en el Siglo de las
Luces. Este anhelo, de imposible cumplimiento, acabó corroyendo a las
generaciones de Kleist. Nada era como había sido prometido; nada respondía,
sino episódicamente, a esa adicción a la vitalidad, al entusiasmo que se dice
tuvieron los románticos. La utopía se redujo a renacer de lo perdido, a bracear
por las aguas del Rin corriente abajo como hacía Robert Schumann cuando,
en medio del delirio, se arrojó a ellas. Decía que un “la” le torturaba los
oídos, una nota, un solo e insistente sonido ponía música al pesimismo que
había desencadenado —oh, Prometeo…— aquella enseñanza kantiana que nos reduce a
ser siempre modestos alumnos, a reconocernos como miembros de una sociedad
endémicamente inmadura, dependiente de ilusiones, autoalentada a golpes de
poder, es decir, de destrucción. De ahí la necesidad, pueril y continua, de
volver a casa, de ahí los caminantes solitarios y su afinidad con la niebla,
tan abundantes en la pintura y la poesía: en realidad habían enfermado de
nostalgia, querían regresar y no podían; esto explica su amor a las canciones
populares, a las letrillas y los Volkslieder, a la nación, a la Edad
Media y su lumbre cristiana. Este retorno a las ruinas del espíritu fue el que
Nietzsche jamás perdonó a Wagner. No consintió
aceptar de nuevo el pecado original, y dijo, de una vez por todas, no a la
imploración. La necesidad de encontrar sentido como
fuerza ordenadora; la metafísica que sólo era el testimonio del cuerpo de un
dios todavía caliente, aunque muerto hacía mucho; el idealismo que hoy ha
quedado reducido a la idea de supervivencia, son las secuelas de aquella época
saciada de sí misma que se articuló entre los siglos XVIII y XIX. Su bisagra es
la imagen del tejado a dos aguas del que hablábamos que no ha cubierto lo
suficiente; los días eran y son intemperie. Es aquel un legado que entendemos
muy bien. Mejor no vivir engañados.
Quizá no sea casual que en poco espacio de tiempo hayan aparecido
tres libros a través de cuyas páginas quien lo desee puede “reconstruirse” y
reconocerse como herencia de aquel nihilismo que estaba a punto de estallar: su
deflagración nos ha manchado de totalitarismos, fobias y narcisismo. El de
Richard Holmes, Huellas. Tras
los pasos de los románticos (Turner, 2016), cuenta con un índice que
no puede resumir con más acierto el trayecto mental de aquel momento, y por
este orden: “Viajes”, “Revoluciones”, “Exilios”, “Sueños”. Floreced
mientras. Poesía del Romanticismo alemán (Galaxia
Gutenberg, 2017), obra de Juan Andrés García Román, es un cuidado y valioso
ejemplo de cómo articular una antología y una sensibilidad que, al igual que
sucede en el poema final de Heinrich Heine, canta a unos dioses declinantes de
Grecia, desposeídos ya de sus dones, como nosotros cantamos a una modernidad
desmantelada. El tercero explica de la manera más nítida lo que dejó tras de sí
el pincel negro y último de Goya, el exilio de
los intelectuales españoles, el fusilamiento de Torrijos, el pistoletazo de
Larra: vendrá la soledad sentida como asilo en el poema de Martínez de la Rosa;
el preferir “el daño a la ventura” de Ros de Olano; el odio a la vida y al
mundo que se resuelve en tedio de Gómez de Avellaneda: es la edición, exacta,
de Ángel L. Prieto de Paula, Poesía
del Romanticismo. Antología (Cátedra, 2016).
Lo que deja ver la filosofía del
Romanticismo, también su literatura y su música, su arte, es el pulso, la
tendencia a la totalidad, el continuado cultivo de ideas irrealizables —para el
bien de todos, la complaciente explotación del fracaso y hacer de eso una
insignia—. A menudo sintieron la marginalidad, como solemos hacer nosotros, sin
moverse del centro, o mejor, de su centro. Como nunca antes se elaboró un
victimario del que somos herencia todavía. Los románticos —al menos una parte
de ellos— tuvieron una gran permisividad con el infierno, pensaron que en sus
llamas estaba Mefisto, y que el arrojo de Lérmontov las combatía mientras
cabalgaba Un héroe de nuestro tiempo.
Fue una proyección sin fin; no sabían, o no quisieron saber, que en ese averno
solamente estaba la familia de siempre, la de los sordos polvorientos, que es
como Chateaubriand
llamó a los muertos.
Memorias, ultratumba, descenso. Pero en ocasiones la ascensión es
bajar al fuego. Hölderlin escribió hasta tres versiones de La muerte de Empédocles; cada una de
ellas, y de manera progresiva, muestra una mayor condensación, una senda mejor
trazada hacia la subida que conduce al cráter del Etna, donde se dice que el
filósofo presocrático desapareció entre la humareda. No sabemos si se arrojó
por orden suprema o por la voluntad de ser dios, como sostuvo Giorgio Colli. En
cualquier caso, ese camino de ascenso describe el “deseo de perdición”, la
atracción romántica por la destrucción, lo contradictorio de una mentalidad que
concibió desde el individualismo lo universal. Esto debería hacernos pensar,
bien arraigados como estamos aún en aquella tierra recorrida por gentes que a
cada paso creían dejar un paisaje abandonado. Los versos de un poeta menor,
aunque de interés, Gabriel García Tassara, resumen el problema que todos
podemos entender cuando hablamos de Romanticismo y de su prolongación: “Que
nuestro mundo sea / el círculo no más de nuestra sombra”.