sábado, 17 de diciembre de 2016

"Todos los cuentos del mejor cuentista" por José Andrés Rojo


El 22 de marzo de 1897 Chéjov cenó en el restaurante L’Érmitage de Moscú con su viejo gran amigo, el editor de Tiempo Nuevo. “Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca”, cuenta Raymond Carver en Tres rosas amarillas, el cuento donde reconstruye la última época del escritor ruso.
Lo ingresaron, estaba francamente mal, así que ya no podría seguir desentendiéndose de la tuberculosis que lo estaba matando poco a poco. Su producción literaria empezó a dilatarse. A finales de 1899 publicó, tras casi un año de silencio, La dama del perrito, seguramente uno de los mejores relatos de la literatura universal. Paul Viejo, el responsable de la edición de los cuatro volúmenes de los Cuentos completos que acaba de terminar de publicar Páginas de Espuma, contó hace poco en la presentación de la última entrega que no entendió las sutilezas de aquella pieza la primera vez que la leyó. Tampoco lo tuvo fácil la segunda, pero el veneno le corría ya por las venas. Y así, hasta hoy. Aprendió ruso, terminó comprendiendo la hondura de cuanto ocurría en ese puñado de páginas que escribió con tanta maestría aquel médico que había nacido en 1860 en Taganrog y que murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler. Y lleva ahora unos años entregado por completo a Chéjov.
El cuarto volumen recoge los cuentos que escribió entre 1894 y 1903, donde están algunos de los que elaboró con mayor parsimonia. El primero reunió los que Chéjov publicó entre 1880 y 1885, acaso los más juguetones y humorísticos; los del segundo, de 1885 a 1886, muestran ya a un autor dueño de sus recursos; el tercero, de 1887 a 1893, recoge piezas que lo confirman como un referente indiscutible de la distancia corta. Son más de 600 relatos, cada volumen tiene más de mil páginas. A Paul Viejo le gusta insistir en que también se trata de una antología de los traductores del escritor ruso al español: hay versiones de autores diversos y épocas muy diferentes. Y prólogos, ilustraciones, fotografías y un aparato de notas para situar el contexto e historia de cada relato. Un trabajo imponente.

Los vómitos de sangre, la época final: de un lado a otro, buscando climas propicios para aliviar el mal. Chéjov estuvo varias veces durante esa temporada en lugares diferentes de Europa: en Italia, en Francia. Se interesó por el caso Dreyfus. En septiembre de 1898 acudió a uno de los ensayos del Teatro de Arte de Moscú, que habían fundado Dánchenko y Stanislavski, y se enamoró de una actriz de 28 años, Olga Knipper. Son años en los que vende su casa de Mélijovo, cerca de Moscú, y se compra otra en Yalta, Crimea. Firmó un contrato leonino con el editor Adolf Marx para publicar sus obras completas, recaudó fondos para construir un sanatorio de tuberculosos, lo eligieron miembro de la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia. Visitó a Tolstói, viajó con Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1900 se casó por fin con Olga Knipper, aunque no llegaran a vivir mucho tiempo juntos. En 1903 escribió La novia, su último relato, y a finales de año se pasaba por los ensayos de El jardín de los cerezos, su última pieza teatral.
Se estrenó el 17 de enero de 1904. Stanislavski, que dirigió la obra, cuenta en Mi vida en el arte que consiguieron que Chéjov fuera al estreno. “Cuando, después del tercer acto, se hallaba en el escenario, delgado y mortalmente pálido, sin poder reprimir la tos mientras lo saludaban con pergaminos y obsequios, se nos estremecía el corazón de dolor”. Unas semanas después, le contó el argumento de su próxima obra. Stanislavski lo resume así: “Dos amigos, ambos jóvenes, aman a la misma mujer. El amor común y los celos crean relaciones sumamente complicadas, que culminan con la partida de ambos hacia el Polo Norte. Los decorados del último acto muestran un enorme navío aprisionado entre los hielos. Al final de la pieza, ambos amigos ven a un fantasma blanco que se desliza por la superficie de la nieve. Evidentemente, la sombra, o el alma de la mujer amada que había fallecido allá lejos en el rincón de la patria”.
Cuando Chéjov agonizaba al empezar julio en el hotel Sommer de Badenweiler, tenía delirios en los que aparecía un marinero. Estaba con Olga Knipper. “Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho”, cuenta Natalia Ginzburg en su librito sobre el autor de El tío Vania. Cuando Chéjov recuperó la lucidez le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”.

“El doctor Schwörer llegó a las dos de la mañana. ‘Ich sterbe’ —le dijo Chéjov—. Me muero”, continúa Ginzburg. El médico le puso una inyección de alcanfor y, al rato, encargó que les subieran una botella de champán. “Chéjov aceptó la copa que le ofrecieron y dijo: ‘Hace tiempo que no bebía champán’. Vació la copa y se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de julio de 1904”.

martes, 13 de diciembre de 2016

"Ronaldo y el ardor", un cuento erótico extraído de "Te negarán la luz"



Don Pedro de Portugal tenía un escudero enamoradizo, joven y falto de toda discreción. Una mañana, el muchacho paseaba por la villa de Oporto cuando vio, asomada a la ventana, a una mujer que exhibía una blancura tintada en el infierno. Era verano. La joven enseñaba los brazos y el cuello desnudos, liberados de las joyas con que las damas se los suelen adornar en las iglesias. La despreocupación de estar en casa la convertía en una apetitosa virgen de marfil. Sin que ella lo advirtiera, el escudero se recreaba en la acción de sus dedos, que acanalaban el rojo de su cabello como la lujuria del arado penetra en la tierra. Desde la calle, el breve valle de sus pechos se atisbaba inalcanzable y provocaba el sudor copioso de Ronaldo -así se llamaba el muchacho.
Poco tenía que hacer ese día Ronaldo. Decidió esperar a la dama para verla a ras de suelo y para asegurarse de que no era la distancia la que removía su deseo. Las campanas de la iglesia tocaban a misa. Por fin, se abrió la puerta que el escudero guardaba desde hacía más de tres horas. Una vieja muy agrietada por los años acompañaba a la joven. Aunque la muchacha no era muy alta, a él le pareció que seguía asomada al alféizar de la ventana. El escudero tragó saliva una y otra vez para contener el agua que le llenaba la boca. No era la primera vez que sentía esa tensión violenta en las calzas, pero nunca la había notado con tanta insolencia.
Ronaldo era fibroso y lacio como palo de regaliz. La calavera le huía de la carne. Solo su piel curtida impedía que mostrara el color del hueso. Los ojos le bailaban en las cuencas y el pelo le caía desmayado por falta de arraigo. Al caminar, las rodillas le cloqueaban como castañuelas de marfil y solo su gran miembro carnoso avisaba de que ese hombre estaba vivo. No tenía otra pieza de la que enorgullecerse en todo el cuerpo. La sustancia de lo que comía la absorbían sus partes bajas y nada dejaban para el resto del cuerpo. Por eso, cuando el único órgano vivo de su fisonomía despertaba, le prestaba toda la atención del mundo e intentaba alimentarlo con las mejores hembras de la corte.
Salió tras la vieja, embebido por la joven pelirroja y arrastrado por la intemperancia de su verga. Llegó hasta la iglesia y antes de entrar probó a ocultar con la capa la insoportable erección que tiraba del resto de su esqueleto. Vio a la dama en las tinieblas del templo con tanta claridad como en la ventana de su casa. Cuando una hembra se adueñaba de su centro, ninguna otra cosa ocupaba su imaginación. Así pasó el día, trempado y paseando de la iglesia a la casa del corregidor. Porque Ronaldo, en el fragor de la pasión, y pese a conocer la corte de Oporto al dedillo, no se apercibió de que la ventana pertenecía al alcalde de la ciudad. La joven que se había apoderado de su deseo era la corregidora, doña Ana de Medeiros.
Anduvo despierto al día siguiente para seguir en la brecha Ronaldo. Vistió sus mejores galas, se apretó las cintas de cuero para retener la holgura de los tejidos y salió a por la presa. Averiguó por fin quién era su amada y quién era su dueño, y no por ello cejó en el intento de rondarla. Es más, el hecho de que fuera tan alta dama y casada, azuzó con más violencia el apetito de su miembro. La perseguía no solo por la calle y por el templo, también la esperaba en las salas de la corte y pudo mostrarle su arte como trovador y tañedor de vihuela. Compuso coplas para ella. Su cuerpo de espectro se amojamó todavía más, cuando todos pensaban que en esos huesos solo quedaba piel estampada.
Ana comenzó a prestarle atención. Lo veía por todas partes. Su dueña le descubrió la identidad del hombre que la seguía y le refirió las maravillas que algunas damas contaban acerca del arma que lo adornaba. A la corregidora le parecía un hombre enfermizo, tan delgado como niño tísico y tan breve que no creyó los cuentos que la vieja le acercaba al oído. Sentía pena por él, nunca deseo, y solo al oírlo cantar se le animaba el espíritu hacia la persona del escudero. Era tan poca cosa que ni siquiera los versos bien templados de Ronaldo la animaban a la lujuria, solo a la compasión.
Una noche, el conde de Portugal invitó a todos sus cortesanos a un banquete para celebrar la última villa ganada a los moros. Ana resplandecía junto a su esposo. El escudero fue el primero en entonar unas coplas de loa que interpretó en lo alto de un estrado. La muchacha vio desde abajo cómo surgía un bulto enorme por debajo de la cintura de Ronaldo y no prestó atención desde ese momento ni a la voz ni a las ojeras ni a la delgadez del escudero. Su dueña, que estaba a su lado, le dio con el codo para reafirmar lo que tanto había negado doña Ana de Medeiros. En cuanto terminó la canción, el escudero se escabulló de la sala y la muchacha salió en su busca, entregada por completo a la curiosidad del bulto.
Encontró a Ronaldo sollozando en la oscuridad de un corredor angosto, apoyado en la frialdad de la piedra y con la vihuela colgando de la mano. Lo calmó como a un niño enfermo, bebió sus lágrimas de desconsuelo y atrapó el arma del escudero con el placer de confirmar con la mano lo que la vista ya le avisaba. En cuanto Ronaldo notó la palma fría de su amada agarrándole el miembro, se transformó en un animal distinto. Sorbió sus humores y arremetió allí mismo contra Ana, quien agradeció la mutación en hombre entero del niño enfermo que hasta entonces había visto.
La afición de la dama creció y creció de tal forma que si temerario fue el primer encuentro aún más lo fueron los siguientes, hasta que el adulterio de su escudero con la esposa del alcalde llegó a oídos del mismo conde de Portugal.
Don Pedro era conocido por su fe convencida y por la entrega absoluta a las encomiendas de su confesor. De naturaleza enfermiza, siempre le rondaba la muerte alrededor y esto lo hizo temeroso y muy sumiso a los consejos e indicaciones de los clérigos. No consentía que ninguno de sus súbditos se comportase de manera pecaminosa y menos que faltara a los mandamientos de la ley de Dios. Estaba seguro de que si en su corte permitía el pecado, él mismo padecería los suplicios del infierno sin ninguna duda. Su endeble salud lo convertía en un hombre temeroso que veía en la muerte y en la condenación eterna postas demasiado próximas.
Cuando uno de sus criados le comunicó la noticia del adulterio de la corregidora con su propio escudero, montó en cólera y lloró con desconsuelo. Don Pedro estaba seguro de que sería llevado a las lagunas de fuego del infierno esa misma noche, en cuanto lo remataran los dolores de pleura que lo habían martirizado durante todo el invierno. Para evitar su condena, debía castigar con saña y sin piedad a quien lo iba a enviar al mayor de los suplicios. Solo le quedaba el intento de salvarse por medio de un castigo ejemplar, digno de un servidor de Cristo.
Para ajustar la pena contra el escudero, el conde necesitaba una prueba concluyente del adulterio. Preparó un banquete en su propio castillo y procuró que el alcalde estuviera ocupado en los asuntos de gobierno con el fin de despejar el campo a los dos amantes. No lo desaprovecharon. El consumido Ronaldo, en cuanto tuvo ocasión, desapareció de la sala y tras él salió de inmediato la dama. Ni siquiera esperaron a los postres. Don Pedro los vio desaparecer y los maldijo una y otra vez por manchar su santa casa con el pecado de la lujuria. El conde sufría su condición de mortal como si él mismo estuviera mancillando la justicia de Cristo, como si su propio miembro se hubiera levantado en armas contra natura. Sentía el estigma y la maldición que caería sobre él en cuanto desapareciera de este mundo. Llamó a dos de sus guardias y salió con ellos a por los pecadores.
A Ronaldo no le había dado tiempo a despojarse por completo de sus calzas. Ana trasteaba en ellas con desesperación en el intento de liberar cuanto antes el miembro descomunal del tísico, que tanto bien le daba. Así los sorprendió don Pedro: la corregidora de rodillas, tirando de la prenda y Ronaldo pataleando y mostrando las costillas a la luz de las hachas. La ira del conde se cebó con el escudero y no con la dama. Los pecados de sus súbditos eran también los suyos. Rolando era su lacayo más amado: la mano en la que ponía el pie para subir al caballo, el que le guardaba las armas y los misales, el hombro exiguo en el que se apoyaba cuando lo vencían las enfermedades. Casi era el cuerpo noble del conde el que estaba pecando contra varios mandamientos de la ley de Dios y no había otra solución que el castigo ejemplar. En su desesperación de condenado a los infiernos, decidió que la única manera de purgar la culpa de su escudero era ofrecer a Dios la prenda causante del adulterio. Arrastró a Ronaldo del pelo a través de los corredores. El cuerpo menguado del escudero no ofrecía apenas resistencia a los brazos del conde. El muchacho se aferraba a sus calzas por pudor. No quería acudir a su ejecución medio desnudo y con la prenda a media rodilla. El conde lo arrojó en el suelo de una celda y ordenó al guardia que le diera la daga con que desmembraban a los corzos de la dehesa.
Don Pedro terminó lo que había dejado a mitad Ana de Medeiros: descubrió del todo la verga del escudero, ya apaciguada por el pánico, y la segó junto a los cojones con tajo limpio de matarife. Ronaldo aullaba y se retorcía en el suelo con el azogue de un poseído. “¡Taponadle la herida!”, ordenó el conde a sus lacayos, quienes obedecieron con presteza. Fue lo único que dijo don Pedro. Lanzó la daga, la verga y los testículos contra el suelo y se limpió la mano ensangrentada en la áspera piedra del calabozo. Luego corrió hasta la capilla para orar ante el Señor y ofrecerle el sacrificio.

Ronaldo no murió. Le pararon a tiempo la hemorragia y aunque estuvo varios días a punto de abandonar este mundo, sobrevivió a la penitencia. Ninguno de los físicos daba nada por él, pero su endeble complexión encerraba una fortaleza mayor de la que todos esperaban. En cuanto empezó a mejorar, fue memorable su forma de hincharse. En pocos días, se convirtió en otro muy distinto. Se abombaban su vientre y sus muslos con tal rapidez que sus guardias hablaban del suceso como de un milagro. La falta de su sexo había cambiado la naturaleza de Ronaldo. Engordó como gato castrón y pasaba los días tumbado en un jergón y orinando a través de una cañizuela para no empaparse los muslos. El conde de Portugal, avisado de la metamorfosis de su escudero, decidió sacarlo de la celda y desterrarlo del condado. La supervivencia y la rolliza apariencia de Ronaldo animó al pusilánime don Pedro, quien se creyó salvado de toda maldición, redimido. La recuperación milagrosa del pecador y su transformación en cerdo capón eran señales inequívocas de la gracia divina.

"Alegato a favor de la explayación" por David Araújo


La primera intención era titular este artículo «Alegato a favor de la dilatación de los textos literarios, la sentencia larga y el discurso elaborado. Compatibilidad de la longitud del escrito con la amenidad del mismo», pero resultaría demasiado extenso, ahora que la brevedad se ha convertido en sinónimo de virtud y que parecemos estar seguros de que la concisión nos abrirá de par en par las puertas del cielo. Bendita concisión, siempre que sea fruto de la conveniencia o la necesidad y, sobre todo, de la libertad de elección. Lógico es huir del charlatán y necesaria la censura de la perorata tediosa. Pero tan criticable puede resultar el extender por extender el discurso como el reducirlo porque sí. Me irrita este entusiasmo por la síntesis, esta entrega incondicional a la reducción, este frenesí por lo corto. En definitiva, este dámelo ya.
Y me encrespa especialmente que esta cláusula de la brevedad se imponga en el lenguaje literario. Conocidos son los ejemplos con los que Machado criticó el retoricismo y la palabrería hueca del barroco. Claro que resulta ridícula, en casi todos los contextos imaginables, la construcción «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» para referirse a lo que pasa en la calle; u ofrecer a alguien una pera con un «Darete el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa». Pero postularse a favor de simplificar semejantes cachivaches gramaticales no puede servirnos de coartada para buscar la proclamación del Estado Universal del Laconismo en cualquier forma de comunicación.
Cuando escribimos disponemos de unos segundos adicionales, respecto a cuando hablamos, para elaborar el discurso. ¿Por qué molesta tanto que el emisor aproveche esta ventaja para permitirse mimar su modo de expresarse? ¿A qué viene ese empeño por menoscabar el esfuerzo dedicado a embellecer las palabras para convertirlas en algo más que meros códigos de comunicación? ¿Por qué no puede sacar partido el lector a ese plus temporal para recrearse en la comprensión, aunque sean más complejas las frases que ojea que las que percibe acústicamente? Esta incondicional exigencia de brevedad y sencillez al escritor podría llevarnos a inferir que el que lee pretende dedicarle poco tiempo a tan noble actividad haciendo el mínimo esfuerzo de comprensión; y yo quisiera pensar que la lectura es la mayoría de las veces un placer y no un trámite o una pose autoimpuesta.
Demos gracias a que Cervantes vivió hace cinco siglos, porque hoy se le hubiera presionado para que empezara el Quijote con algo parecido a «Ocurrió en la Mancha. No tengo un buen recuerdo de aquel lugar. Allí vivía un hidalgo». Y es que necesitamos abarcar con la mirada fragmentos cuya longitud nos permita columbrar signos de puntuación (preferiblemente los redonditos) en lo escrito. Son nuestro balón de oxígeno. Inconscientemente miramos de reojo para cerciorarnos de que un punto y seguido alentador está cerca. Amigos de la frase corta, treinta y tres palabras tardó Miguel de Cervantes en escribir el primer punto y seguido en su novela de novelas. El núcleo del sujeto de su primera frase —«hidalgo»— no aparece hasta después de la mitad de la oración, cuando la mayoría de los lectores actuales ya se han desorientado por no disponer de una palabra que le sirva como báculo y brújula para peregrinar por ese laberinto literario, un verdadero entuerto a desfacer. «Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas». ¿Quién osaría recriminar a Kerouac la utilización de casi un centenar de términos sin que haya un solo punto entre ellos? Y, próceres utilitaristas, hostiles a la anáfora y a otros recursos literarios con fines estéticos, decidme: ¿tan inoportuna os resulta la continua repetición de palabras como «loca» o «gente» en este texto? ¡Ah, la repetición, esa villana del estilismo, que tiene en la redundancia su máxima expresión de la mediocridad literaria! Especialmente desde que hemos aprendido la palabra «pleonasmo» nos dedicamos a señalar de manera acusadora toda agrupación de vocablos con indicios de reiteración. Yo nunca me enamoraría de una redundancia, pero la compadezco por la condición injusta de paria a la que la hemos abocado.
Por supuesto que lo conciso puede ser bello. Pero algo es bello por ser bello, no por el simple hecho de ser conciso, y algunas veces lo hermoso armonizará con lo breve y otras con lo extenso. Aludíamos a la archiconocida primera frase de el Quijote, pero hay también comienzos escuetos dignos de ser gozados, como el que nos regala Rafael Sabatini en Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio». ¿Qué más se puede añadir a esto o al sublime principio de Lolita, un monumento a la sucesión de frases cortas bien hilvanadas? Qué efecto tan maravilloso producen los sucintos versos de Salinas «Tus besos son ofrecerme los labios para que los bese yo», pero también qué placenteramente larga resulta la definición de «tu boca» de Cortázar en su Rayuela. Qué inspirador es El Principito y con qué amargura puede uno darse cuenta de que ha llegado a la última de las más de mil páginas de Fortunata y Jacinta, el otro gran «Quijote» de nuestra literatura, porque querría que le quedasen todavía otras mil para seguir entre los Arnaiz-Santa Cruz.
Más allá de los debates sobre el número de páginas de los libros o de la exaltación de la frase corta en la literatura, esta tendencia tiene una mayor repercusión en la «otra literatura»: los artículos periodísticos, los blogs, los correos electrónicos o las respuestas de los exámenes. No tengo nada que objetar a los límites establecidos, y justificados, en función del tiempo o del ahorro económico, por ejemplo cuando hablamos del gasto de papel. Pero no se me negará que subyace la idea de que el lector prejuzga un texto por su extensión antes de empezar a leerlo y, aunque disponga de todo el tiempo del mundo y el coste monetario derivado de la impresión le sea indiferente, su predisposición será mejor cuanto menos espacio ocupe.
La exagerada buena reputación de lo breve en lo escrito es el reflejo de esta ansia universal por palparlo todo aunque sea a costa de no pararse a acariciar nada. Ocurre cuando viajamos, como bien expuso Gila en una de sus más famosas disertaciones sobre esos tours frenéticos por diferentes lugares del mundo. Hoy el objetivo es hacerse el selfi —una especie de ritual equiparable al de poner la bandera— en todos los lugares posibles. Es la filosofía del picoteo de las experiencias. Recuerdo una conversación con un amigo en la que contabilizábamos los países que habíamos visitado e intentábamos poner un requisito restrictivo: ¿se tenía en cuenta una simple escala en un aeropuerto; atravesar un país por carretera cuando vas rumbo a otro; valía con hacer noche aunque apenas vieras el lugar a la luz del día…? Él decía que solo se podían contar los sitios en los que hubieras hecho de vientre. Lo consideré un argumento ridículo, pero ahora me apropio de su razonamiento para darle un sentido metafórico: los lugares hay que digerirlos. Las cosas no se han de hacer siempre para conseguir cuanto antes el resultado previsto. ¿Por qué las pipas peladas no han llegado a desplazar a las que vienen con cáscara? Este es el mejor ejemplo de que recrearnos en los procesos, aunque se retrase el resultado, puede también proporcionar satisfacción.
Y aunque, como hemos apuntado, la concisión tiene más razón de ser en la comunicación oral que en la escrita, digo yo que tampoco hay por qué fomentar esa especie de apremio para que el que está hablando termine de hacerlo cuanto antes. Cada vez lo paso peor cuando veo en la televisión o escucho en la radio una entrevista. Me pone nervioso la actitud de urgencia que el entrevistador muestra hacia el entrevistado, que ha de tener la sensación tan pronto como abre la boca de que está molestando. Ya puede ser una señora con un cáncer terminal la que esté comentando su angustiosa situación, que habrá un periodista interrumpiéndola y azuzándola para que acabe las frases cuanto antes. Pareciera que el riesgo de tedio resultara un asunto más delicado que el desahogo de una persona enferma y que hubiera que ser especialmente cuidadoso con lo que se va a decir para que el que escucha (verbo optimistamente empleado) no se aburra.
Si buscamos la forma precisa, exacta y concreta de expresarnos acabaremos todos diciendo lo mismo. Y cuando hablamos no solo enviamos un mensaje con lo que decimos; el cómo lo decimos es otro mensaje, que muchas veces habla de nosotros mismos, de nuestro estado de ánimo, de nuestra forma de ver la vida y de nuestra actitud hacia los demás. En resumen, hablando nos definimos y nos realizamos, y podemos hacer ostentación de la capacidad que mejor nos singulariza como seres humanos, como homo loquens que somos. ¿Sabéis quiénes practican una perfecta concisión en su forma de comunicarse? Las abejas. Unos cuantos bailes para guiar a sus congéneres hacia la fuente de alimento es todo lo que necesitan, en materia de transmisión de información, para sobrevivir: la danza en círculo y la danza de la cola es todo lo que tienen que «contarse». Otros que también se muestran poco amigos de los ripios y van al grano son los cercopitecos, primates que emiten unas precisas señales de alarma especializadas en función del grado de peligro por el que se ven amenazados. Y como los cercopitecos no pueden estar equivocados en este ejercicio de la concisión, en este hermetismo de la sencillez, yo os pido que, en caso de incendio, evitéis oraciones como «hay flamígero elemento que pone en riesgo la existencia de los presentes, por ello se hace menester huir» y os concentréis en ser precisos para alertar. Poned toda la atención en que la única palabra que tenéis que gritar, «¡fuego!», sea entendida, sin adornos. Pero si os pregunto «¿qué tal te va la vida?» sabed que, al menos en lo que a mí respecta, sois muy libres para responder tanto con un «bien», «mal», «sin novedad» o para, si el ánimo ese día os incita a ello y yo no tengo nada urgente que hacer, contarme todos y cada uno de ingredientes con los que habéis cocinado el pato laqueado.
Hablemos sin tantas restricciones y relajemos los corsés a los que nos somete el imperio de la brevedad, cuando este deriva de la dictadura de la prisa y no de la del buen gusto; no excluyamos deliberadamente nada, ni aceptemos deliberadamente nada, como decía Neruda en su defensa de una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos. En definitiva, no coartemos la libertad de expresión, expresión (valga la repudiada redundancia) que utilizamos de manera poco precisa.

(1) Y tanto que necesita un alegato la explayación. Para empezar, la RAE —que sí contempla «concisión», «brevedad» o «concreción»— no reconoce este sustantivo, aunque sí el verbo explayar.

lunes, 12 de diciembre de 2016

"En las profundidades del bosque alemán" por Sergio Molina


«Voces de una amabilidad indescriptible me hablaron desde arriba, desde los árboles: “No llegues a la oscura conclusión de que todo cuanto hay en el mundo es duro, falso y malvado. Ven a vernos a menudo; al bosque le gustas. En su compañía encontrarás salud y buenos ánimos de nuevo, y abrigarás más elevados y preciosos pensamientos». El escritor Robert Walser daba cuenta de este singular paseo berlinés en uno de sus artículos publicados en la prensa alemana y recogidos en el libro Berlin Stories. A Walser, que sería internado en un psiquiátrico años más tarde, pasear por el bosque le apaciguaba el alma. El silencio y la presencia imponente de los árboles, como columnas, «como en el interior de un templo», le transmitían la paz y serenidad que no parecía encontrar en otras partes. Que apareciera muerto en un campo helado el día de navidad de 1956, tras un paseo por el bosque cerca de su psiquiátrico de Herisau en Suiza, no deja de ser un oscuro y poético desenlace. El bosque, en Alemania, arroja luces y sombras. Alimenta mitos, rinde leños a las leyendas contadas al calor de las hogueras y acompaña con su frondosidad la turbulenta historia del país. En pocos sitios puede tomarse mejor el pulso de la historia y el mito alemán que en las profundidades del bosque.

La emboscada de Teutoburgo
Deutschland? Aber, wo liegt es? Ich weiss das Land nicht zu finden
(¿Alemania? ¿Pero dónde está? No sé dónde encontrarla)
Se lo preguntaba Schiller, retóricamente o no, en uno de los poemas recopilados en Xenien, junto a Goethe. No era una pregunta gratuita, pues la Alemania de entonces era un territorio históricamente «desgarrado y dividido», en palabras de Hölderlin; dividida en unidades políticas de distinto tamaño y complejas lealtades, como las múltiples partes de un puzle imposible; desgarrada por los contratiempos europeos; y unida, tal vez, con el idioma como única brújula de un destino común. En ese contexto, tal vez la pregunta más acertada, entonada al ritmo de las canciones patrióticas, la formuló Ernst Moritz Arndt: «¿Qué es la patria alemana? ¿Es Prusia? ¿Es Suabia? ¿Es el Rin, donde florece la vid?». Para remontarse a los mitos fundadores de la nación, hay que viajar lejos, adentrarse en la maraña del tiempo y la espesura de los campos, donde crecen los árboles a voluntad.
«Los árboles son santuarios», asegura Hermann Hesse en su libro Árboles: poemas y reflexiones, «aquellos que sepan cómo hablarles y escucharles, encontrarán la verdad». Si los árboles del bosque de Teutoburgo hablaran, contarían la historia del intrépido guerrero Arminio —rebautizado con el germánico nombre de Hermann en crónicas posteriores— que se enfrentó a las legiones de Roma en el año 9 a. C. Era la primera vez que los árboles se ofrecían como escenario para la forja del mito alemán. Como recuerda el exdirector de la Galería Nacional de Londres, Neil MacGregor, en su libro Memories of a nation, «en el bosque de Teutoburgo hay coníferas, hayas y robles. Es inmenso, verde y denso, aterrador y oscuro, con confortables cabañas de madera y alarmantes animales salvajes. Si uno se pierde, tal vez no vuelva a ser visto nunca más». Precisamente de la espesura del bosque se sirveron Hermann y sus guerreros con el objetivo de frenar el avance de los soldados del general Quintus Varus. Allí murió el general, de hecho, emboscado él y sus tres legiones por aquellas tribus salvajes de las que antes había llegado a decir que «nada humano tenían salvo la voz y las extremidades». Según Will Vaughan, profesor emérito del Birbeck College de Londres, «cuando Hermann derrotó a los romanos en el bosque de Teutoburgo, fue casi como si el bosque hubiera estado de su lado». El bosque se erigía así en un personaje más de la historia y la leyenda, usurpando incluso el papel protagonista, como la isla de Perdidos jugando con los destinos de sus desorientados supervivientes. Tal es el impacto de Teutoburgo que sus huellas sobrevivirían al paso de los años, cabalgando los siglos hasta hacerle sombra al nazismo. De este modo, la desolación causada por el bombardeo de las ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial se convertía en «el resultado definitivo de esta nueva batalla del bosque de Teutoburgo, que deja grandes extensiones de ciudades alemanas en ruinas», a ojos de W. G. Sebald, en Sobre la Historia Natural de la Destrucción.

Noche y Niebla; Tormenta e Ímpetu
La importancia del bosque le debe mucho a la mitificación que vino de la mano del romanticismo alemán, a finales del siglo XVIII; un romanticismo que proporcionó refugio sentimental a escritores y poetas alemanes ante el imparable avance de las tropas napoleónicas, mientras las tropas de liberación alemanas se refugiaban literalmente entre los árboles. Lo atestigua el cuadro En el puesto del centinela, del pintor Georg Friedrich Kersting en 1815. «¿Dónde está nuestra patria ahora que los franceses se ciernen sobre nosotros?», parecía preguntarse la confusa nación. En un tiempo en el que Francia lucía fuerza y centralismo, el antiguo Sacro Imperio Germánico parecía un amasijo de hierros a los pies de los caballos. La reacción a este complejo de inferioridad alemán, patente en distintos momentos de la historia europea, se serviría de las armas que les ofrecía el romanticismo: una introspección tendente a la melancolía, la exaltación de un pasado que nunca sucedió como tal y el cobijo del carácter nacional a buen recaudo bajo la sombra de un roble. El roble constituye, de hecho, la unidad de medida básica en la larga relación entre el bosque y el pueblo alemán. Para Will Vaughan, el roble ha estado siempre en su imaginario colectivo, como símbolo de fuerza y resistencia, ya fuera contra los romanos o contra Napoleón. Hasta el punto, como recuerda MacGregor, de que las hojas de roble aparecieron, no solo en la condecoración prusiana de la Cruz de Hierro otorgada por Prusia en 1813, sino también en las monedas de la Alemania posterior al nazismo. El cuadro del pintor Caspar David Friederich, El árbol solitario, es otro testigo de esta incondicional relación.

El romanticismo ha sido siempre en Alemania un arma de doble filo. Esta tesis no es nueva, pero pocos la ilustran con tanta brillantez como el filósofo y ensayista Rüdiger Safranski en su libro Romantik, en el que traza una sombría línea genealógica que une a Hölderlin y Hitler como vástagos del mismo padre. Sturm und Drang! Nacht und Nebel! (¡Tormenta e Ímpetu! ¡Noche y Niebla!). No, no se trata de los hechizos del último libro de J. K. Rowling. Estas dos fórmulas, puestas de lado, ilustran las dos caras del Romanticismo: la primera corresponde al nombre del movimiento artístico que lo precedió y con el que se pretendía dar una respuesta a la Ilustración francesa mediante un viraje de la razón hacia los sentimientos; la segunda, extraída de uno de los diálogos de El Oro del Rin de Richard Wagner, fue la fórmula eufemística con la que se conoció la orden del Tercer Reich, en 1941, de eliminar a todos los oponentes políticos del nazismo en los territorios ocupados. La sombra de Wagner y sus nibelungos del bosque, como la de Hitler, está siempre presente cuando la épica chispea al calor de las hogueras.
También junto a la hoguera, los hermanos Grimm fueron otros de los que protagonizaron largas noches con el bosque como telón de fondo. Blancanieves Hansel y Gretel son solo algunos de los cuentos que transcurren allí y que marcarían la adolescencia de generaciones enteras de alemanes. Los cuentos de los Grimm —que editaban además una revista cultural llamada Altdeutsche Wälder (Bosques alemanes antiguos) y en la que recopilaban las costumbres alemanas— cobraban, como la historia de la nación, una tonalidad u otra en función de la misión a la que servían. En los hogares burgueses, los cuentos de los Grimm se leían al abrigo de una manta y una chimenea, en un entorno confortable y apacible, mientras la cálida voz de la madre acompañaba a su hijo como guía en esas primeras ediciones, más oscuras, todavía sin el filtro de Disney. Los cuentos, sin embargo, hallaron también a unos admiradores inesperados en los nazis, que veían en sus escenas una fuente para curtir el espíritu nacional de las generaciones venideras.
Como recuerda Christopher Hitchens en su ensayo Imagining Hitler sobre el Führer —su sombra planeando de nuevo—, «[su] película favorita era la versión de Disney de Blancanieves y los siete enanitos, su actriz favorita Shirley Temple y, musicalmente, prefería la opereta kitsch». Hitler, además de su predilección por Wagner y las boscosas aventuras de los Grimm, decidió instalar su residencia de verano en lo alto de la localidad de Berchtesgaden tras ver el cuadro Der Watzmann de Caspar David Friedrich; un paisaje con los alpes bávaros de fondo, alzados sobre una esplendorosa masa verde. Los nazis se veían a sí mismos como hombres de los bosques, frente a los judíos, un pueblo que venía del desierto. Y si el bosque dejó su huella en el nazismo, el nazismo también dejaría su huella en el bosque: en 1938, los nazis se internaron en un pinar frondoso de la región de Brandenburgo, abrieron la masa forestal trazando una forma irregular y plantaron hileras de alerces, una especie de árbol nórdico de amarillo intenso. Como en una especie de ofrenda a los dioses, la forma y el color trazado por los nuevos árboles conformaba una esvástica enorme que solo podía verse desde el aire. No fue hasta 1992 que se descubrió.

La mitificación de la masa arbórea va más allá de Wagner, Hitler o los Grimm. Elias Canetti aseguró una vez que si bien «el ejército era el símbolo de masas alemán, el ejército era algo más que un simple ejército: era un bosque andante». Es difícil no acordarse en este momento de Walser y Hesse conversando con los árboles, como si se tratara de los ents de Tolkien o el bosque de Macbeth.

El Caminante
Brujas y hechiceros, troles y espíritus no tienen lugar aquí; Fausto y Mefistófeles ya no deambulan alrededor […] hay postes y letreros marcando los kilómetros para cualquiera que quiera ir de Schierke a Elend […] El misterio se ha desvanecido y, con ello, la inquietud, la inspiración.
Las anotaciones corresponden a uno de los viajes a las montañas del Harz de Cees Nooteboom, eterno candidato al Nobel con el permiso de Murakami, en su libro Roads to Berlin. Nooteboom, que hace gala de un lirismo que en la literatura de viajes solo ha sido igualado por Colin Thubron o Jan Morris, se lanzó a recorrer la célebre cordillera siguiendo los pasos literarios y vitales de Goethe; literarios, porque allí, en la alta montaña del Brocken, Goethe recordó en Fausto cómo las brujas se reunían cada 1 de mayo en la ladera de la montaña, inaugurando una tradición alemana que se ha celebrado hasta hoy —celebrada por el ciudadano, no por las brujas, entiéndase—; vitales, porque el propio Goethe, cuya capacidad multidisciplinar está más que probada, se lanzó a recorrer estos parajes, en su calidad de jinete, de escritor, de apasionado por la geología y hasta de alto oficial de la corte de Sajonia-Weimar-Eisenach. Nooteboom, por su parte, no pudo más que echarse la mochila al hombro en calidad de ser humano, seguir su ejemplo y adentrarse en el camino: «Los bosques son buenos para el alma y tengo la imagen de los viajes de Goethe en el ojo de mi mente». El paisaje que encontraría, sin embargo, distaría mucho de ser tan mágico.
La figura del caminante, reflejada en el concepto del Wanderung o excursión a pie, tiene una larga tradición en la cultura alemana; desde los clásicos de la literatura (Heine, Fontane, Hessel, el propio Walser) hasta la pintura (de nuevo Friedrich con el célebre El caminante sobre el mar de nubes) pasando por el cine (Werner Herzog recorrió el trayecto entre Múnich y París para visitar a una amiga enferma), el caminante está anclado, junto al paisaje boscoso, en el imaginario colectivo. En su libro Keeping up with the germans, el corresponsal de The Guardian en Alemania, Philip Oltermann, que vivió gran parte de su vida en Inglaterra, ahonda en las peculiaridades de esta costumbre alemana y en las diferencias con la aproximación inglesa. Según Oltermann, mientras los ingleses utilizan la expresión «we are going to the country for the weekend» (vamos al campo este fin de semana), los alemanes optan por la fórmula «wir gehen in die Natur/ins Grüne» (vamos a la naturaleza/vamos al verde), lo que en su traducción al castellano tiene una connotación mucho más poética y abstracta. Sin embargo, no es una divergencia conceptual sino empírica. Para Oltermann, la actitud de los ingleses hacia «el campo» siempre ha sido muy diferente a la alemana. «El rasgo definitorio de Gran Bretaña no es su paisaje, sino las masas de agua junto a sus orillas. Cuando los británicos cuentan historias sobre ellos, miran al mar y a sus ríos». Desde los poemas de William Wordsworth dedicados al río Támesis («Upon Westminster Bridge»), pasando por los cuadros de Turner, hasta las legendarias aventuras de ultramar (desde Drake a Joseph Conrad), el ruido del oleaje sustituye en el colectivo inglés al ruido de las hojas sacudidas por el viento.

Probablemente mucho tenga que ver en ello, no solo la situación geográfica —Ignacio Peyró recordaba a J. G.Ballard hablando de las islas como «un estado del alma»— sino también la limitada presencia de masa forestal en el paisaje insular. El hecho de que Gran Bretaña tuviera que importar madera desde fuera —la del Imperio era considerada entonces de mala calidad— y la reina Victoria contratara a tres expertos forestales alemanes como asesores (uno de ellos establecería el primer Instituto Británico Forestal) ilustra hasta qué punto no había comparación en materias madereras. Ni que decir tiene que, a diferencia de Gran Bretaña, la masa forestal en Alemania no solo no se había visto amenazada por el crecimiento demográfico o la ganadería, sino que se había mantenido estable en un 30% del total del territorio, lo que más tarde explicaría la notable evolución del partido Los Verdes en la arena política nacional.
«La costa es el lugar al que, en la imaginación inglesa, la nación marcha a combatir a sus enemigos y a recargar sus baterías», asegura Oltermann. El joven Patrick Leigh Fermor, sin embargo, no zarpó para combatir a nadie. El escritor británico, un prodigio de la literatura de viajes, abandonó las islas en 1933 para lanzarse solo a la aventura. Los ecos de Schiller («¿Alemania? ¿Pero dónde está? ¡No sé donde encontrarla!») también debieron resonar en su cabeza mientras el barco de vapor surcaba las olas, dejando el Puente de la Torre al fondo, abandonando el cauce del Támesis y adentrándose en el continente. ¿Existiría realmente aquella Alemania reflejada en las hojas y los cuadros? ¿Aquellas colinas frondosas pobladas de enanos como los de las óperas de Wagner? ¿Existiría realmente el Wels, el Kraken, el Grendel del Danubio?

Cuando Leigh Fermor por fin pisó Alemania, desplegó el mapa, alzó la vista y suspiró:
¡No hay más que ver lo que les sucedió a las legiones de Quintilio Varo a ciento sesenta kilómetros al noreste! Eran aquellas unas regiones inciertas, en absoluto similares a las riberas del brillante Rin: la Frigund del mito alemán, una espesura que proseguía al cabo de dos meses de viaje y el acoso, cuando los unicornios desaparecieron para ocupar su lugar en la fábula, de lobos, alces, renos y bisontes europeos. Cuando llegó la Edad Media no encontró luces que extinguir, pues ninguna había brillado jamás allí.
Más tarde, durante el camino, Fermor surcaría el río junto a los riscos que se ciernen sobre el Rin, allí donde la leyenda de Lorelei, como la de las sirenas del ancho mar, llevaría a los marineros a su perdición; allí donde, según Wagner y los cantores de antaño, el oro del Rin aguardaba a su nibelungo. Lejos le quedaría el Walhalla, el templo erigido en honor a los grandes héroes de la nación alemana, a las afueras de Regensburg, en Baviera; o la cueva de Barbarroja, en Sachsen-Anhalt, en la que, según la leyenda, el antiguo emperador espera que, cada mil años, un cuervo irrumpa en las profundidades de la cavidad para informarle de que Alemania ha sido unida por fin. El mismo cuervo, tal vez, que aparece solitario en el cuadro de Caspar David Friedrich, El cazador en el bosque.
Herfried Münkler, profesor de la Universidad Humboldt de Berlín, asesor de Merkel y autor del libro Los alemanes y sus mitos, recuerda el filo hilo que une el mito y la realidad cuando señala que Hermann Göring comparó la derrota del ejército nazi en Stalingrado con la quema del Hall de Etzel en El anillo del Nibelungo de Wagner; a su vez, la infame teoría de que los judíos estuvieron tras la Puñalada por la espalda, evoca al Sígfrido cuyo único punto débil en el cuerpo era, precisamente, allí dónde la sangre del dragón no le había hecho invulnerable: en la espalda. Así es la historia en Alemania. Un lugar en el que realidad y leyenda se trenzan a lo largo de los tiempos: para dar esperanza a una nación desorientada ante Napoleón; para llenar de épica las mochilas de los hombres echados a caminar; para llevar a la civilización entera a un Teutoburgo total. «La gente que sufre gusta de visitar los bosques», escribió una vez Robert Walser tras uno de sus innumerables paseos. «Para ellos es como si el bosque sufriera con ellos en silencio, como si este comprendiera cómo sufrir y estar tranquilo y orgulloso en su sufrimiento».

jueves, 8 de diciembre de 2016

"Lisabeta y la maceta de albahaca", variación sobre un cuento de Boccaccio


Lisabeta lloraba con desconsuelo todas las tardes sobre una planta de albahaca. La acariciaba como si se tratara del rostro de su amado, con una melancolía sin fondo. Vertía sus lágrimas durante horas y horas. Los vecinos contemplaban con curiosidad la intensa tristeza de Lisabeta. La muchacha había perdido la belleza y la lozanía en menos de dos meses. El descuido de su cabello y la hondura de sus ojos eran reflejo de una enfermedad del alma que le estaba robando la vida a manos llenas. A pesar de las luminosas tardes del sur de Italia. A pesar de la algarabía y la felicidad de la primavera. A pesar de que nada le faltaba: ni comida, ni joyas, ni vestidos, ni sol, ni juventud. A pesar de todo eso, un mal muy hondo corroía a Lisabeta. Lloraba sin consuelo en el alféizar de la ventana. Acariciaba las hojas de la albahaca y prestaba su vitalidad a esa planta que crecía con la desproporción de una pasión adolescente. Aspiraba Lisabeta su aroma. Aspiraba hasta marearse de perfume. Un perfume que con cada lágrima se volvía más fresco, más sólido. La vitalidad que se iba segundo a segundo del rostro de Lisabeta la recogía la albahaca para enriquecer su aroma y su verdura. Los pájaros gustaban de acercarse hasta la ventana y arrullar con su canto aquella tristeza de loba moribunda.
Los vecinos, heridos por la nostalgia de la belleza perdida, avisaron a los hermanos de Lisabeta -algunos por conmiseración, los más por malicia-. Al comprobar las locuras que su hermana dedicaba a un tiesto de albahaca, decidieron arrancárselo de entre las manos. Lisabeta se arrojó al suelo, suplicó, derramó sus últimas lágrimas para que no le arrebataran su consuelo, pero los hermanos, aún más animados por la desesperación de la muchacha, no consintieron en devolvérselo. Ella tenía que mejorar su aspecto para casarse cuanto antes con un mercader al que sacar el mayor beneficio posible del enlace. Había que alejarla de esa planta que estaba causando su desgracia y la de la familia. Sus padres habían muerto y eran ellos los que cuidaban de su hermana y de la buena herencia que les dejaron.
Abandonaron a Lisabeta en su habitación. Estaba en el suelo, agotada por el sufrimiento. La tumbaron sobre la cama y ordenaron a la sirvienta que le preparara una tisana. Cuando volvieron de su negocio, encontraron a muchos vecinos en la puerta de su casa. Lisabeta había muerto esa misma mañana, consumida por la pena. Su muerte había acercado a los curiosos hasta la rica mansión de los hermanos huérfanos y todos lamentaban la pérdida de una muchacha tan bella y joven -algunos con verdadera conmiseración, los más por malicia.
Los dos hermanos, después de haber enterrado el cuerpo decrépito de Lisabeta, se acercaron hasta la albahaca. Estrellaron el tiesto contra el suelo y de la tierra vieron brotar los rizos y luego la calavera de Lorenzo, el empleado de su almacén. Ellos mismos habían enterrado su cuerpo en un descampado, a las afueras de la ciudad.    

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: el Decamerón" por Ernesto Filardi


Cada uno de nosotros tiene una lista de libros pendientes, del mismo modo que cada uno tiene su lista de libros que desearía no haber leído. Sobre todo una a la que podríamos llamar Libros Clásicos Que De Algún Modo No Consciente Sabes Que Deberías Haber Leído Pero Te Resistes A Ello Porque No Tienes Muy Claro Por Dónde Empezar. ¿Acaso no tenemos todos nuestra lista de clásicos por leer? Algunos no los hemos leído por pereza, otros porque ya sabemos cómo acaban, y otros, sencillamente, porque hemos tenido cosas mejores que hacer. No es que debamos avergonzarnos por ello, pues tres mil años de tradición literaria (solo en Occidente) hacen que sea bastante lógico el tener algún libro pendiente. En este tema, de todos modos, es necesario tener cuidado con la semántica: ¿acaso clásico es sinónimo de antiguo cuando hablamos de literatura? Sí, pero no. Todos los libros clásicos son antiguos; pero el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española), en su tercera acepción, nos ayuda a comprender por qué no todos los libros antiguos son clásicos:
Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia.
Lo que no aclara el DRAE es quién decide lo que es digno de imitación. O lo que es lo mismo: ¿quién decide lo que es bueno y lo que no? ¿Usted? ¿Yo? ¿Mi tía María la que vive en Leganés? ¿En quién podemos confiar para tener un criterio objetivo sobre un libro? Buena pregunta, ¿verdad? Dense un tiempo para buscar una posible respuesta.
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
¿Qué juez es lo suficientemente sincero e imparcial como para sentenciar si un texto literario es modelo digno de imitación?
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
En efecto. La respuesta es el tiempo. Un clásico es una obra a la que el tiempo no solo no ha olvidado sino que le ha dado una suerte de denominación de origen. Un texto que siglos después de su creación sigue vivo porque su contenido sigue vigente. Su mensaje. Su discurso. Quizás un poco oxidado si algunos aspectos tan importantes como el lenguaje o el estilo no se corresponden del todo con los que usamos hoy, pero vivo a fin de cuentas. O, si lo prefieren, que aún no ha muerto. Es decir, un libro inmortal.
Esto no tiene nada que ver con el éxito comercial. To have and to hold, de Mary Johnston, fue el libro más vendido en Estados Unidos en 1900. No les suena demasiado, ¿verdad? Claro que no. Es un libro antiguo, otro más, que el tiempo ha decidido olvidar. Tanto la Celestina como el Quijote fueron también grandes éxitos desde el primer día de su publicación. Pero no han pasado a la posteridad por ello, sino por ser buenas obras. ¿Pero qué significa «bueno» cuando hablamos de literatura? ¿O, más concretamente, «ser bueno»? Estamos tan acostumbrados a pontificar sobre lo bueno y lo malo desde nuestros minúsculos púlpitos unipersonales que solemos olvidar la diferencia entre que algo sea bueno (o malo) y que ese algo nos parezca bueno (o malo). Quizás deberíamos, en nombre de nuestro amor a la lectura, desarrollar un doble criterio: el de saber si ese libro es bueno o no, y el de si nos lo parece. A fin de cuentas, tenemos todo el derecho a que algo bueno no nos guste. Otra cosa es ser conscientes de que esa opinión subjetiva no merma su calidad, por muy subjetiva que también sea la calidad literaria. A mí, por ejemplo, Azorín y Kerouac me aburren soberanamente, aunque jamás podría decir de ellos que son malos autores.
Otro problema al abordar la lectura de los clásicos es que a muchos les entra el canguelo recordando aquellas terribles clases de Literatura en las que se tenía que memorizar la fecha de nacimiento de Jorge Manrique, las características de la épica medieval y eso tan arcaico de contar sílabas con los dedos, amén de esa palabreja tan graciosa que es la sinalefa. ¿Cómo no vamos a tener miedo a los clásicos si, en muchos casos, sus principales defensores han sido siempre filólogos armados con sesudos ensayos y profesores parapetados tras comentarios de texto con miles de apartados donde analizar la estructura externa, la estructura interna y el uso de las herramientas literarias? Filólogos y maestros que suelen olvidar que, además del estudioso de la forma y el contenido, hay un tipo de lector claramente mayoritario: el que lee por el simple placer de leer. No podemos acercarnos a los clásicos como si estuvieran en una mesa de taxidermista: los clásicos están vivos, y merecen ser tratados como tal. Hay que sacarlos de paseo, tomar un café con ellos, escuchar lo que tienen que contarnos, contarles nuestras cosas y quedar de vez en cuando para ponerse al día. «No es verdad», dirán algunos, «los clásicos son aburridos. No se entienden. Hablan raro». Bueno, unos sí y otros no. Pero lo mismo pensarán, yo qué sé, los gallegos de los de Badajoz o los mexicanos de los españoles, y no por eso vamos a dejar de hablarnos unos con otros si nos apetece entablar amistad. En el caso de la literatura, contamos además con la inestimable ayuda de las notas a pie de página, que vienen a ser algo así como ver algo en versión original subtitulada.
Anímense. Saquen un rato para abordar su lista personal de clásicos por leer. Argumentos a favor hay mil, como estosesteeste o incluso este. Pero ninguno es tan poderoso como que los clásicos son, por definición, buenos libros. No lo digo yo: lo dice el tiempo, no se me ha de tachar. Y si no saben por dónde empezar, qué más da. Cojan uno y comiencen a leer. Háganlo por orden alfabético, por el color de la portada, por el que más rabia les dé. Y si aun así siguen sin decidirse, quizás les pueda ayudar esta nueva serie de artículos de Jot Down que comienza hoy con una de las mejores colecciones de cuentos de la literatura universal.
1348. La epidemia de peste que recorre Europa se está cebando con la orgullosa ciudad de Florencia. Nadie sabía qué hacer ante una enfermedad «que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo». Así que un grupo de mozos (siete chicas y tres chicos) deciden marcharse a una quinta a las afueras de la ciudad para evitar el contagio y esperar a que este Apocalipsis en forma de plaga acabe cuanto antes. Qué planteamiento, ¿verdad? Si cambiásemos la fecha por una de dentro de unas décadas y la palabra peste por ataque nuclear, epidemia zombi o invasión alienígena nos encontraríamos con un blockbuster distópico próximamente en todas sus pantallas. Solo que el Decamerón no es un thriller ni sus personajes viven aterrorizados, pues es más una exaltación luminosa del beatus ille y del collige, virgo, rosas. O lo que es lo mismo, un canto a la esperanza del que huye del mundanal ruido. ¿A quién no le apetecería, por ejemplo, marcharse a una villa en la Toscana con unos amigos hasta que se acabe la crisis de una vez? A eso se dedican estos jóvenes: a disfrutar de la belleza de la vida. Que parece que no, pero existir existe. Oigo desde aquí los comentarios jocosos de algún lector más jocoso aún: «Si son jóvenes, lo que harán es retozar todo el día entre ellos». Muy gracioso esto, sí. Pero todos sabemos que esa no es la verdad. A lo que dedican —y no todos— la mayor parte del tiempo es a intentar retozar. Que es lo que les pasa a estos florentinos veinteañeros. Sobre todo, cómo no, a los varones. Sería más fácil emplear un verbo más directo en lugar de retozar, sí, pero estaríamos traicionando la delicadeza con la que Bocaccio describe el despertar a la sensualidad de estos muchachos y muchachas. «¿Me está usted diciendo que el Decamerón, esa joya del Renacimiento escrita por Giovanni Bocaccio, que está considerada como la primera obra en prosa escrita en lengua italiana, es un libro de jóvenes en celo?». Pues sí, caballero, es justamente eso lo que estoy diciendo. Me alegro de que usted tenga más comprensión lectora de lo que dice el informe PISA. Lo que no estoy diciendo en absoluto es que el Decamerón sea un libro que merezca la pena leer porque trate de jóvenes en celo. Pero vayamos a lo importante: ¿qué es lo que hacen estos jovencitos para intentar retozar? Pues lo que hemos hecho todos: hacernos los simpáticos, tontear compulsivamente y, sobre todo, contar historias. Da igual que nosotros comiéramos pipas y echáramos nuestros primeros cigarros en un banco del parque o que los protagonistas del Decamerón canten y rían en ese lugar paradisíaco (locus amoenus para los puristas) en el que están confinados: tanto ellos como nosotros nos desenvolvemos en sociedad contando y escuchando historias; el mayor descubrimiento del ser humano desde la época de las cavernas, cuando hombres y mujeres se sentaban en torno a la hoguera para compartir 
sus experiencias, sus temores y sus fantasías.
Dicho y hecho: cada uno de ellos contará una historia al día durante el tiempo que durará su estancia en la finca. Pero como en este reality show florentino son todos muy renacentistas (y por tanto amantes del orden y la simetría), los jovencitos deciden amablemente entre ellos que tanto cachondeo tiene que estar regido por unas normas. Así que cada noche uno de ellos será nombrado rey o reina para que, entre otras responsabilidades, decida el tema sobre el que tratarán las historias que se narren el día siguiente. Tan solo a Dioneo, el más ingenioso de todos, se le permite salirse del tema propuesto cada día. Hasta aquí el contexto en el que se sitúa el Decamerón. Muchos lectores prefieren saltarse esta introducción para ir directamente a los cuentos. Puede hacerse, pues estos son completamente independientes. Desde aquí recomendamos que no lo hagan, pues, aunque sutil, la relación que se establece entre los jóvenes es un bello estudio de usos amorosos del Trecento, por no hablar del moderno componente metaliterario: las reacciones, halagos y críticas a cada uno de los relatos por parte de los otros nueve narradores. Pero aún hay algo más: una de las características de la literatura es que nos enseña que otros mundos son posibles. Mundos ficticios como Utopía, Lilliput o Macondo,  pero también versiones mejoradas del nuestro. Si releen el párrafo anterior verán que tras esa pátina de happy hippy love, Bocaccio nos plantea la posibilidad real de que en nuestro mundo hombres y mujeres sean iguales y felices por ello; que el poderoso sea elegido en armonía, que este comprenda que su labor es promover la felicidad de sus súbditos para que esa armonía no se rompa. Y, de paso, recordarnos que la libertad individual (incluso rozando la anarquía) debe ser un elemento sine qua non para alcanzar la estabilidad social. Aún así, esto no deja de ser un marco para el desarrollo de los cuentos. Aquí cabría decir aquello de marco incomparable, pero como esto no es un lugar común sino un locus amoenus, diremos que es un marco literario que potencia la unidad de la historia (Florencia, la peste, jóvenes en celo) frente a las obras de arte individuales que son cada uno de los cien relatos (diez días, diez narradores). Bocaccio, siguiendo el gusto medieval por las colecciones de cuentos como el Sendebar, el Calila e Dimna y otros tantos, recopila aquí un microcosmos  en el que todos los lectores u oyentes puedan quedar satisfechos ante el despliegue de cuentos trágicos, cómicos, satíricos, religiosos, sensuales, de aventuras, exóticos, dramáticos, reflexivos, heroicos… Algunos son simples chistes populares y otros, novelas cortas. Muchos están anclados irremisiblemente en la época en que fueron escritos, pero otros nos aportan un punto de vista que incluso hoy nos parece, digamos, no mainstream. La claridad de su estructura, la multiplicidad de temas, la brevedad de la mayoría de los relatos y la sencillez del lenguaje convierten al Decamerón en una lectura muy recomendable para todos aquellos que todavía sienten por los clásicos ese respeto reverencial de se-mira-pero-no-se-toca. Sería impensable hablar aquí de todos y cada uno de los relatos. Ni siquiera en Jot Down nos atrevemos a escribir algo tan largo. Así que nos conformaremos con detenernos en un relato que resume las principales características del libro. Se trata del cuento 32, en boca de Pampinea.
El rey Agilulfo vive feliz en Pavía sin saber que uno de los palafreneros está enamorado de la reina Teudelinga. El palafrenero piensa que eso de la fidelidad está muy bien para los demás; y que si la reina quiere serlo, por él no hay problema siempre que él también pueda conseguir lo que pretende. Así que el buen mozo aprovecha que los reyes duermen en habitaciones separadas para colarse por la noche en la de ella, que, debido a la oscuridad y al silencio del palafrenero, piensa que es su marido y pasa su buen rato con él. Poco después, cuando el supuesto marido ya se ha marchado, al auténtico rey le apetece darse un revolcón con su esposa. Al llegar a la habitación y comenzar a hacerle arrumacos, la reina, juguetona, le pregunta el motivo de tanto fervor. Que si lo de antes le ha sabido a poco.
Llegados a este punto, los contemporáneos de Bocaccio habrían asesinado sin piedad a la adúltera y al vil palafrenero. Garcilaso hubiera compuesto una dolorosísima égloga en la que el rey, años después, seguiría lamentando su dolor. En manos de Shakespeare, el rey decidiría desterrarse tras un extenso monólogo en el que examinaría profundamente el comportamiento del alma humana. Calderón también le daría al monólogo, aunque lo llenaría de antítesis y paralelismos complejos antes de enviar a la reina al convento o, en última instancia, rebanarle el cuello con dolorosísimo pesar. Cualquier autor ilustrado aprovecharía la situación para valorar la necesidad de educar a los criados y así infundir en ellos el deseo de manifestar una actitud ejemplar. En un drama romántico vendría ahora una escena en la que, por este orden, el rey se habría tirado de los pelos, de los cabellos, exclamado «¡oh, ah!» una docena de veces, puesto los ojos en blanco, proferido juramentos espantosos en los que poder incluir aleatoriamente los términos horror, pavor y justo cielo, habría saltado por la ventana, caído encima del criado matándolo por accidente y salido de escena tras soltar una carcajada diabólica con los ojos otra vez en blanco. Galdós habría situado la escena en Madrid y se escucharían a lo lejos los buhoneros del Rastro. La Pardo Bazán argumentaría que nada de esto habría pasado si la mujer tuviera permitido socialmente iniciar ella el acercamiento sexual. Chéjov susurraría algo sobre la lentitud con la que cae la lluvia esta tarde mientras se calienta el samovar, Unamuno haría que el rey se replanteara la existencia de un dios tan inmisericorde, Lorca lo llenaría todo de lunas verdes con hormigas y Juan Ramón Jiménez hablaría de lo maravilloso que es ser Juan Ramón Jiménez. Pero Bocaccio no hace nada de esto. El rey Agilulfo es el más humano, el más cabal y, paradójicamente, el que más nos hace sonreír por lo inesperado de su reacción. Tan solo Cervantes, admirador del florentino, habría podido escribir un final tan redondo. Final que, por supuesto, no vamos a desvelar ya que pueden leer el relato completo aquí y así solo les quedarán noventa y nueve cuentos para terminar esta joya de la literatura universal.
Ayuda para vagos y maleantes: Si, a pesar de todo, la idea de leer cien cuentos escritos en el siglo XIV se hace un poco cuesta arriba, existen varias opciones para acercarse a este clásico: el Decamerón ha sido llevado al cine varias veces, aunque nunca de forma completa. Dado el alto componente erótico de muchos de los cuentos, casi todas las adaptaciones cinematográficas son de la época del destape. La mejor de todas es sin duda la dirigida por Pasolini en 1971. Al igual que Bocaccio crea un marco para unificar los cien cuentos, el director italiano lleva a la pantalla nueve cuentos engarzados gracias a una pequeña trama en la que un alumno de Giotto, interpretado por el propio Pasolini, pinta un fresco en el que incluye a personajes de diversos cuentos. El lirismo de algunas escenas se mezcla con el marcado erotismo de otras, difuminando un tanto la delicadeza característica de Bocaccio. Porque, a pesar de ser un libro de jóvenes en celo, no hay que entrar en el Decamerón con la idea de que vamos a encontrarnos cien cuentos picantes. Es mucho más que eso, igual que los clásicos son mucho más que libros antiguos que hablan raro: ¿por qué no pensar en ellos como en un locus amoenus donde disfrutar de todo tipo de historias mientras esperamos a que la peste pase de largo? 
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