¿Se puede añadir una nueva página al caudaloso río de
interpretaciones, comentarios y análisis que ha inspirado la obra de Antonio
Machado? Quizás no. Por eso, sólo escribiré un apunte, sin otro criterio que
reflejar mi experiencia personal como lector. Me limitaré a los poemas de Soledades aparecidos en 1903, sin
explorar los textos añadidos hasta completar la versión de 1907, titulada Soledades. Galerías. Otros poemas. He
envejecido leyendo a Antonio Machado y sería una temeridad pensar que con la
edad he avanzado hacia una comprensión más atinada y profunda. El joven que
leía bajo la sombra de un álamo blanco del Parque del Oeste se ha desvanecido
con el tiempo y en su lugar ha aparecido un crítico literario de mediana edad
que pasea por la estepa castellana, sobrecogido por un paisaje con la belleza
de lo elemental, humilde y sencillo. Podría rescatar algún ensayo sobre Antonio
Machado, pero prefiero adentrarme en sus primeros poemas con una mirada
ferozmente subjetiva, dialogando con el autor. No se escribe para la historia,
sino para apropiarse de la realidad y sentir cada árbol –o cada verso- como
algo cercano, elocuente y humano. La aventura de leer siempre representa el
encuentro de dos sensibilidades. No es un contacto fugaz, sino una vivencia que
transfigura el texto. Los libros fluyen como el río de Heráclito. Nadie se baña
dos veces en sus palabras. Antonio Machado era consciente de ese fenómeno y no
se conformó con arrojar metáforas e intuiciones a la corriente. Su
intención era convertir el poema en duración, eco, huella, vibración. Ser
hombre significa ver volver, sí, pero también contemplar el mundo con la
perspectiva de un aciago demiurgo que soporta el devenir, garantizando la
pervivencia de las cosas, aunque sólo sea como lejana rememoración.
Antonio Machado goza de la consideración de escritor nacional y
ciudadano ejemplar, pero esos laureles desdibujan su fecunda síntesis del
nihilismo y fe utópica. No hablo de utopías políticas, sino de un estado del
alma que sólo es posible en un horizonte de perfección estética, con hojas
otoñales, rosales, ramas de eucalipto y encinas negras. El paraíso no es una
hipotética eternidad, sino: “¡Alegría
infantil en los rincones / de las ciudades muertas!… / ¡Y algo de nuestro ayer,
que todavía / vemos vagar por estas calles viejas!” (“El viajero, III”). La
poesía celebra la vida y preserva el ayer, quizás como un débil latido, pero
ese sonido es la imagen de nuestra esperanza. Conviene recordar que el joven
Antonio Machado es un poeta simbolista y advierte en la sinestesia la clave
oculta del cosmos. El sonido puede transfundirse en materia y la imagen en
sonido. El ser acontece como analogía. La palabra poética no puede derrotar a
la muerte, pero se incorpora a los signos en rotación que tejen la trama de lo
real. El nihilismo de Machado se manifiesta en una dolorosa melancolía. La vida
se parece a una canción infantil: “un
algo que pasa / y que nunca llega; la historia confusa / y clara la pena”
(“Recuerdo infantil”, VIII). Sin embargo, el paisaje es espíritu que vivifica y
renueva: “El Duero corre, terso y mudo,
mansamente. / El campo parece, más que joven, adolescente. / […] Belleza del
campo apenas florido, / y mística primavera!”. Esta vez no es el fatal río
de Jorge Manrique, que también circula por las páginas de Machado, sino una
fuerza que prodiga vida y florece como una epifanía. El paisaje es inseparable
de una tradición cultural, pero la conciencia nacional, de raigambre romántica
y liberal, aflora con versos depurados, sin afectación política o retórica: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la
ribera, / espuma de la montaña / ante la azul lejanía, / sol del día, claro
día! / ¡Hermosa tierra de España!” (“Orillas del Duero” IX).
Para Machado, la poesía no es una emoción recreada desde la
serenidad, sino creación, génesis: “Yo
voy soñando caminos / de la tarde. / ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos,
/ las polvorientas encinas!…”. / ¿Adónde el camino irá?”. El poeta no
inventa el mundo, pero el mundo se ordena y revela gracias a sus palabras. Eso
sí, las palabras desconocen la finalidad de la vida, si es que existe. Machado
busca un sentido al mundo, pero no lo encuentra. Se dirige a Dios y no obtiene
respuesta. Invoca el amor y sólo cosecha dolor: “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un
día: / ya no siento el corazón”. El dolor nos hace daño, pero nos recuerda
que estamos vivos. No debemos rehuir sus zarpazos: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón
clavada” (“Orillas del Duero”, XI). Machado se mantiene fiel a su pesimismo
existencial: “Bajo los ojos del puente
pasa el agua sombría. / (Yo pensaba: ¡el alma mía!”)” (“Orillas del Duero”,
XIII). El Amor es una llama que devora a los amantes, la Muerte es un soplo que
reduce todo a barro y ceniza, la Angustia se pasea por las calles en sombra, la
Belleza se muestra esquiva, amarga, hermética, el Mañana sólo es una promesa de
hastío, la Melancolía crece en el alma como el musgo, invadiendo y enmoheciendo
hasta la última estancia. Sin embargo, una “linda doncellita” llena su cántaro
con agua transparente. La vida está hecha de “sed y dolor”, pero unos ojos
despiertos alivian cualquier penar, paseándose por una huerta, regocijándose
con la rutina de una “noria soñolienta” o expandiéndose con una tarde de julio
animada por “la sempiterna tijera de la cigarra cantora”.
Antonio Machado esboza un primer autorretrato: “Y otra noche / sintió la mala tristeza /
que enturbia la pura llama, / y el corazón que bosteza, / y el histrión que
declama” (“El poeta”, XVIII). El destino del poeta no es la felicidad,
sino arder en las cosas, como un cohete que incendia el cielo antes de apagarse
y perderse en el olvido. No obstante, su vuelo apunta hacia la única utopía
posible: “La tierra de un sueño no
encontrada”.
Para escribir esta nota, he manejado la primera edición de las
obras completas de Manuel y Antonio Machado. Apareció en Madrid en 1947. Se
lanzaron 3.000 ejemplares numerados a mano. Desgraciadamente, mi ejemplar omite
la numeración. El papel fue fabricado expresamente por Papeleras Reunidas, S.
A., de Alcoy. Lo ornamentó Fernando Marco y lo encuadernó Carrascosa en piel
roja, con un cartón flexible y una guía de cortesía. Una hermosa edición es una
utopía posible. Quizás no para Antonio Machado, que maltrataba los libros a
conciencia, pero sí para sus lectores, que rastrean en sus poemas “historias
viejas de melancolía”.