Otra vez, sí. Porque estamos en el año del cuarto centenario de William
Shakespeare y, aunque pocos lo lean de verdad, y menos de entre estos
confiesen que no les parece para tanto porque estaría feo reconocerlo; y aunque
muchos se apunten a las pesquisas recurrentes sobre quién fue el verdadero
autor de las obras, y otros tantos, con extraña familiaridad, busquen
afinidades entre el viejo Will y «loqueseacontaldedeciralgonuevo» (léase:
Shakespeare y las series de televisión, Shakespeare y la publicidad,
Shakespeare y la guerra o el pacifismo, etc.), si algo hace que merezca la pena
seguir teniéndolo en cuenta es, para bien o para mal, lo mismo de siempre: su
lenguaje. La fuerza expresiva de unos fragmentos que abarcan todos los estados
de ánimo posibles, todos los registros de la lengua, todas las situaciones
posibles de una época concreta, sí, pero no tan lejana a la nuestra si tenemos
en cuenta que estamos en este mundo desde hace nada más que un rato, y que
tales fragmentos en muchos casos han pasado a ser moneda corriente de nuestra
propia manera de enfrentarnos, en el siglo XXI como en el XVI, a los mismos
dilemas de siempre: ser o no ser…
Por eso, la intención de esta aportación (otra más, sí) a la
efeméride, no es decir nada que no se haya dicho ya mil veces, sino simplemente
compartir con el lector algunos de los pasajes de comedias que más resonancias
han dejado en quien escribe estas líneas después de traducirlos, con la
esperanza, quizá desmesurada, de que también prendan en este y lo dejen
irremediablemente infectado de un virus que dure más allá de centenarios.
El primero de los extractos es el famoso discurso de Porcia sobre
la compasión en el Acto IV, escena I, de El mercader de Venecia. Disfrazada de abogado y actuando como
tal, la protagonista femenina de la obra preside el juicio en el que Shylock
reclama la libra de carne próxima al corazón que, bajo contrato, el mercader
Antonio se había comprometido a pagar si no podía responder a los intereses del
préstamo que el primero le había concedido. Se trata de un ejemplo, tipificado
desde la lingüística, de actos de habla declarativos o institucionales, esto
es, los que tienen repercusiones efectivas en la vida de quienes los reciben
(del tipo: «yo os declaro marido y mujer», o «el acusado es condenado a dos
años de cárcel»). Ello a pesar de que los espectadores de la obra saben que
todo es una farsa, puesto que Porcia no es abogado, y en el clima de una
Venecia racista que, inmersa en un naciente mercantilismo, «tolera» a los
judíos porque necesita de sus préstamos, pero no los considera parte de su
comunidad.
El argumento con el que Porcia pide clemencia a Shylock para
Antonio es el siguiente:
De
clemencia la cualidad no se impone,
cae del cielo como la suave lluvia
sobre la tierra. Es dos veces bendita:
bendice a quien la otorga y la recibe.
Más poder tiene en el poder, le sienta
al monarca en el trono mejor que la corona.
Del poder temporal muestra la fuerza el cetro,
de respeto y majestad atributo,
donde anida, de reyes, reverencia y temor;
mas se eleva clemencia sobre cetro.
En el real corazón halla su trono,
del mismísimo Dios es atributo,
de ahí que el poder terreno se asemeje al divino
si añade compasión a la justicia. Así, judío,
aunque pidas justicia, considera
que ninguno de nosotros, si esta sigue su curso,
será salvado. Por clemencia rezamos,
y la propia oración a imitar nos enseña
actos de clemencia.
La ironía dramática consistente en que los espectadores conozcan
la verdadera identidad de Porcia, o la que se deriva de que sus argumentos
estén plagados de reminiscencias del Antiguo
Testamento (concretamente, el Eclesiástico y los Salmos) esgrimidas por un
cristiano ante un judío, no resta vigencia al argumento: la justicia acompañada
de clemencia es siempre mejor, y engrandece a quien tiene el poder de
administrarla. A partir de ahí, podemos discutir sobre si en las obras de
Shakespeare el perdón y la compasión son otorgados con demasiada ligereza o no,
o si sus efectos convienen antes al desenlace de la acción que a la coherencia
de la historia. Pero las palabras de este extracto, en sí mismas, transmiten
esa elocuencia que persuade y embelesa con el ritmo y el sonido además de con
las palabras, al tiempo que obliga a todos los que la reciben a examinar los
privilegios desde los que, a menudo con excesiva rapidez, los seres humanos nos
juzgamos los unos a los otros.
Y es que ese es el poder mágico del lenguaje, que por una serie de
circunstancias (talento individual, desarrollo óptimo de la lengua vernácula en
la Inglaterra isabelina, florecimiento del teatro como espectáculo de masas)
parece haberse encarnado en la obra de aquel súbdito de la reina Isabel I de
quien tan poco sabemos en realidad. Si echamos un vistazo a los anales de la
historia del lenguaje, advertimos que en la Inglaterra isabelina conviven
distintas concepciones del lenguaje respecto a la relación que este establece
entre las palabras (significados) y las cosas (significantes), esto es, entre
sí mismo y la realidad nombrada. Por un lado, pervive la creencia medieval, en
esencia platónica, aunque tamizada por el cristianismo, de que el lenguaje es reflejo
de lo divino, y que por tanto la relación entre las palabras y las cosas es
motivada e inalterable (nomina sunt
numina). Por otro lado, el humanismo, con su credo secular, niega el origen
divino del lenguaje y lo considera una creación del hombre. La relación entre
palabras y cosas, en este caso, se concibe como completamente arbitraria,
susceptible de experimentar cambios, y sometida al consenso de los hablantes.
El siglo XVII, que comparte con el Renacimiento la creencia en la arbitrariedad
de dicha relación, introduce tintes de escepticismo: si no existe una palabra
única e insustituible para nombrar cada cosa, entonces el lenguaje no sirve
para comunicar, sino más bien para confundir. Es un instrumento de engaño y
manipulación.
Shakespeare no se decanta con rotundidad en sus obras por ninguna
de estas tres actitudes hacia el lenguaje, sino que las usa a conveniencia.
Explora las posibilidades cómicas que le ofrecen aquellos personajes con una fe
ciega en los significantes, así como las confusiones provocadas por la
polisemia combinada con efectos fonéticos, para regocijo del público, y
siguiendo la tendencia de la época. Pero también explora el lado oscuro de los
personajes que manipulan el lenguaje con fines perversos, escenificando así los
peligros que entraña la arbitrariedad del signo lingüístico cuando no se
reconoce como tal (el caso más famoso, sin duda, es el de Otelo, aferrado a la apariencia engañosa del lenguaje, incapaz de
ver el fondo de las insinuaciones de Yago). Más allá de estas consideraciones,
la actitud predominante en las comedias es la exploración continua del lenguaje
al servicio de la trama: su extraordinaria moldeabilidad, la profusión de
estilos, registros o dialectos utilizados, el reflejo fiel de múltiples estados
de ánimo, los experimentos que llevan la expresión al límite de sus
posibilidades, y la explotación de los poderes cuasimágicos de la palabra al
servicio de la imaginación del hombre, que es capaz de crear todos los mundos
reales y fantásticos casi con su única y exclusiva ayuda.
Uno de los pasajes más evocadores de mundos convocados por la mera
magia de la palabra nos lo ofrecen, sin duda, los reyes de las hadas, Oberón y
Titania, en el Acto II, escena I, de El sueño de una noche de verano. Lo
que en principio suena a una pelea más en una pareja mal avenida («¡Bajo luna
mal hallada, altiva Titania!» / «¿Qué, el celoso Oberón? Salgamos hadas. / Su
lecho y compañía he repudiado»), termina siendo una reflexión por parte de
Titania en la que, casi a modo protoecologista, la naturaleza se convierte en
reflejo de la desavenencia real:
Esos
son los embustes de los celos:
y nunca desde que empezó el solsticio
a cerro, valle, bosque o prado acudimos,
manantial empedrado o arroyo entre el juncar,
o la orilla arenosa de la playa
donde al silbo del viento en círculo bailamos,
sin que tu estridente danza nuestro placer perturbara.
Así los vientos, soplándonos en vano,
en venganza del mar han absorbido
pestilentes nieblas que, al caer a tierra,
tan ufanos han vuelto a los míseros ríos
que estos han inundado sus orillas.
Así el buey se ha ceñido el yugo en vano,
malgastado el sudor el labrador, y el trigo verde
se ha podrido antes de madurar.
Desierto está el aprisco en el campo anegado,
y se ceban los cuervos con el ganado enfermo;
la plaza de los juegos está llena de lodo
y ya no se distinguen entre las malas hierbas
intrincados laberintos sin pisar.
Del invierno el alborozo el mortal humano añora;
no bendicen ya sus noches villancicos ni cánticos.
Así la luna, reina de mareas,
de ira pálida, lava el aire todo,
y consigue que abunden los catarros;
y en esta destemplanza vemos como
las estaciones mudan; la carnosa escarcha
cubre el tierno regazo de la rosa carmesí,
y en la corona helada y frágil del viejo Invierno
fragante guirnalda de tiernos brotes estivales
con sorna se asienta. Primavera, verano,
fértil otoño e invierno airado trocan
sus ropajes de costumbre, y el perplejo mundo
ya no sabe, en su exceso, quién es quién.
Y esta misma progenie de males
de nuestra disputa y nuestra disensión procede.
Sus padres y su modelo somos.
No es de extrañar que la larga réplica de Titania a Oberón,
inmersa en una atmósfera que parte de la ficción en sí (recordemos que el
elemento fundamental de la obra es el sueño), sea probablemente uno de los más
vívidos de todo el teatro shakesperiano, puesto que en lugar de reflejar lo ya
existente, crea un mundo por el mero acto de nombrar las cosas de acuerdo con
distintas reglas. En realidad, representa una tradición antigua, revivida en el
Renacimiento a partir de las Metamorfosis de Ovidio:
la de la cualidad órfica del lenguaje (Orfeo crea a su paso la naturaleza a
medida que la invoca con su música), que explica la simbiosis entre este y el
mundo natural. Por un lado, pareciera que el lenguaje pudiera volver al origen
de su concepción, al nomina sunt
numina. Por otro, es precisamente la separación entre las palabras y
las cosas, o la realidad y el lenguaje, lo que permite que este último se
vuelva autorreferencial, es decir, que cree su propia realidad, lo mismo que
ocurre con la pintura a partir de la abstracción.
Al lenguaje de Titania en El
sueño de una noche de verano se le ha llamado también lingua adamica. Su uso en la
escena, «que implica en primer lugar la creación de la escena natural en sí y
en segundo lugar la autodefinición de un lenguaje inocente y no mediatizado que
lo expresa», constituye, en palabras del crítico Keir Elam, «uno de los
hallazgos estilísticos más notables del canon cómico».
A veces, sin embargo, un exceso de ese lenguaje vinculado al mundo
natural (1), por ejemplo cuando aparece asociado a la literatura pastoril en Como gustéis, es corregido por la
elocuencia y el desparpajo en prosa de algún personaje para quien los pastores
enamorados y los caballeros clavando sonetos en la corteza de los árboles por
el bosque de Arden se han vuelto demasiado empalagosos. Así ocurre con
Rosalind, la joven vestida de Ganimedes que, otra vez tomando a Ovidio como
referente, le da al joven Orlando una auténtica clase del Ars Amandi en el Acto IV, escena I de la obra, para que se
deje de convencionalismos literarios y viva su amor de verdad:
ROSALIND:
¿No soy vuestra Rosalind?
ORLANDO: Me complace afirmar que lo sois, porque así estaré hablando con ella.
ROSALIND: Pues en su nombre os digo que no os quiero.
ORLANDO: Entonces, en mi nombre digo que moriré.
ROSALIND: No, Dios mío, morid por poderes. El pobre mundo tiene ya casi seis
mil años, y en todo este tiempo no ha existido ningún hombre que muriese en su
nombre, esto es, por asuntos de amor. A Troilo le aplastaron los sesos con un
garrote griego, y mira que hizo cuanto pudo por morir antes, siendo uno de los
paradigmas del amor. En cuanto a Leandro, habría vivido muchos años felices
aunque Hero se hubiese metido a monja, de no ser por una calurosa noche de
verano; al pobre muchacho, que sólo fue a bañarse al Helesponto, le dio un
calambre y se ahogó, y los necios cronistas de su tiempo le echaron la culpa a
Hero de Sestos. Pero todo eso son embustes: en todas las épocas han muerto los
hombres y han sido pasto de los gusanos, pero no por amor.
Al igual que en El
mercader de Venecia, el público sabe lo que Orlando desconoce, esto
es, que quien va vestida de hombre para intentar curar al ingenuo joven de su
amor por Rosalind es, de hecho, la propia Rosalind. Pero además, si tenemos en
cuenta que en la época isabelina los papeles femeninos eran desempeñados por
muchachos, el equívoco visual y sexual está servido. Las heroínas de comedias
vestidas de hombres (a su vez, como hemos dicho, representadas por jovencitos),
vendrían a tener el aspecto evocado por un personaje de Noche de reyes en el Acto I, escena V, refiriéndose a la
protagonista, Viola, que se hace llamar a sí misma Cesario:
Ni de edad como para llamarse hombre, ni tan joven como para ser
mancebo: como vaina tierna al principio del verano, o como una manzanita
todavía verde: nadando entre dos aguas, no siendo ni una cosa ni otra. Muy
apuesto y de afilada lengua. Pareciera recién destetado.
Desde el punto de vista lingüístico, y con gran sentido del humor
(Rosalind se siente, como ella misma dice, in a holiday humour, es decir, «con ganas de fiesta»), en Como gustéis, la protagonista desmonta
la creencia de que se pueda morir de amor, valiéndose para ello de amantes
mitológicos con cuya historia todos los contemporáneos de Shakespeare,
instruidos o no, estarían familiarizados. Las razones de Rosalind recuerdan a
la de aquella otra heroína cervantina que aparece en el capítulo XIII de El Quijote, la pastora Marcela, quien,
más seria y con menos alharacas porque aquí sí hay muerto de por medio (el
pastor Gristóstomo), defiende con toda lógica un argumento que elimina la creencia
popular de que, por el hecho de ser amado, uno esté obligado a corresponder:
Yo
conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso
es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es
amado por hermoso a amar a quien le ama.
Otros tantos ejemplos podrían traerse a colación y en todos, y
desde distintas concepciones del lenguaje, llegaríamos a idéntico disfrute
verbal (por descontado visual si la representación es buena). Por esta simple
razón, entre muchas posibles pero quizá en primer lugar, es defendible la
vigencia de Shakespeare hoy, en una época en la que el lenguaje, mediatizado y
especializado hasta extremos ininteligibles, ya no está «en el centro de la
vida intelectual y sensible», como apuntaba George Steiner sobre la
época isabelina. Mediatización y especialización que, además, han despojado al
lenguaje poético de su posición central en la sociedad y lo han convertido en
una especie de lengua secreta, de ahí que nos cueste tanto acercarnos a ella. Ramón
Xirau señaló la desconexión contemporánea del lenguaje con las cosas
reales, que hace que el mundo haya dejado de ser aprehendido en toda su
profundidad. Así que la palabra rica, múltiple y, pareciera a veces que sin
mediatizar, en su relación con la cosa nombrada, de los textos shakesperianos,
sirve hoy más que nunca para llevarnos de vuelta a la casa saqueada del
lenguaje. O, en palabras de Chantal Maillard, en su reivindicación de la
utilidad de la poesía, dicha palabra serviría:
Para volver a entrañarnos (…) Porque nuestra identidad de pueblo
se ha desintegrado en pequeñas cápsulas (unifamiliares, individuales) y
seguimos anhelando una unidad mayor. Y sobre todo porque, ahora, para la
conciencia posmoderna es la existencia misma la que se ha hecho extraña, y
probablemente echemos en falta un nuevo «entrañamiento».
Desde este punto de vista, Shakespeare constituye toda una
síntesis, la de la imaginación convertida en palabra sobre el escenario, que
todavía tiene mucho que contarnos por sí misma, sin necesidad de buscar recursos
externos a ella misma para hacerla digerible o de justificar ante nosotros
mismos la atención que le dedicamos, antes por los fastos que impone el
calendario, que por convicción propia. Así pues, amigos, romanos, compatriotas:
prestad atención a quien no vino a enterrar la lengua, sino a resucitarla.
Feliz aniversario.