viernes, 12 de febrero de 2016

"Escrituras al pie del abismo: literatura y periodismo durante la Gran Guerra" por Luis Pousa


Antes de Joyce, Kafka y Proust
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotaba en sus deslumbrantes diarios:
Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.
Escribía Kafka, claro, en un mundo sin Franz Kafka. En un mundo sin James Joyce. En un mundo sin Marcel Proust. Los tres autores que exploraron abismos hasta entonces desconocidos y que pusieron patas arriba la literatura del siglo XX (y, tal vez, la literatura desde sus orígenes mismos) todavía no habían emergido.
Kafka, como se sabe, no fue Kafka hasta junio de 1924. Después de muerto. El estallido de la Gran Guerra llegó mientras el joven autor estaba escribiendo El proceso y En la colonia penitenciaria. Apenas tenía obra publicada (solo el volumen Meditaciones), pero entre 1913 y 1919, aquejado ya de los primeros síntomas de la tuberculosis, escribió nada menos que La transformación, La condena y Un médico rural. Casi nada.
James Joyce publicaba ese mismo año 14, en el que todo amenazaba con derrumbarse entre las tinieblas, una prodigiosa colección de relatos titulada Dublineses. No llegaría hasta 1916, todavía en plena guerra, Retrato del artista adolescente, y mientras Europa se desangraba en los campos de batalla, Joyce acometía la tarea épica de dar forma a su inabarcable Ulises.
Proust tampoco era Proust en agosto de 1914. Había iniciado en 1907 la formidable aventura de escribir (y publicar) En busca del tiempo perdido, interrumpida a su muerte en 1922. El primer volumen de esta formidable novela, Por el camino de Swann, apareció en 1913 y la Gran Guerra provocó un intermedio forzoso en la edición de la obra maestra de Proust hasta 1919, cuando se publicó A la sombra de las muchachas en flor, que obtuvo un éxito fulminante a raíz de la concesión del premio Goncourt.
En las trincheras estaba naciendo, a sangre y fuego, una nueva Europa y en la trastienda del conflicto Franz Kakfa, James Joyce y Marcel Proust reinventaban la literatura moderna. Paradojas del homo sapiens.
Muy lejos de estas coordenadas estéticas navegaba felizmente Gilbert Keith Chesterton, que al arrancar la Gran Guerra ya había publicado dos entregas de la saga detectivesca del padre Brown y títulos como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue jueves (una pesadilla). Brillante polemista, Chesterton había criticado muy duramente la guerra de los boers, pero fue un firme defensor de la participación de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, sobre la que señaló tajante en su Autobiografía:
Los hombres cuyos nombres están escritos en el monumento a los caídos de Beaconsfield murieron para evitar que Beaconsfield fuera eclipsado inmediatamente por Berlín, que todas sus reformas siguieran el modelo de Berlín y que todos sus productos fueran utilizados para los propósitos internacionales de Berlín, a pesar de que el rey de Prusia no se proclamara explícitamente soberano del rey de Inglaterra. Murieron para evitarlo y lo evitaron. A pesar de los que insisten en que murieron en vano, y además disfrutan con la idea.

Ortega entra en escena
En 1914 aparecía en el sello de la Residencia de Estudiantes de Madrid uno de esos libros cruciales, destinados a priori a cambiar el curso de la historia de una cultura, pero que luego, en un país poco dado a adentrarse en la profundidad de sus grandes voces, no tuvo el alcance ni la repercusión que merecía el contenido de sus páginas. El ensayo, titulado Meditaciones del Quijote, lo firmaba el profesor de Metafísica José Ortega y Gasset. Siguiendo las huellas del texto más extraordinario de la literatura española, Ortega sentaba algunas líneas maestras de su posterior teoría de la razón vital. Ese mismo año nacía en Madrid Julián Marías, y ya en 1950 el gran discípulo de Ortega se lamentaba de que este libro singular no había sido leído en serio «por más allá de media docena de personas». En esas seguimos.

Un volcán llamado doña Emilia
En 1914 la Pardo Bazán ya era doña Emilia. Había publicado sus grandes obras (La piedra angular, La tribuna yLos pazos de Ulloa) y estaba en la cima de su carrera. El 5 de diciembre de 1916 acudía a la Residencia de Estudiantes para impartir una conferencia titulada Porvenir de la literatura española después de la guerra, en la que expresaba sus temores sobre la perturbación que la contienda podría suponer para la futura narrativa:
Temo también si he de decir la verdad, al cambio inminente. El sacudimiento es tan violento, los sucesos tan decisivos, el trastorno tan completo, venza quien venza, que la más probable de las hipótesis es la de su influencia arrolladora en las letras y en el arte, al menos mientras vivan los que presenciaron y padecieron la tragedia. Temo una literatura excesivamente impregnada de elementos sociales, políticos, morales y patrióticos. He dicho que la temo, aunque de ella resulte quizá un bien general, esto no lo discuto. Como artista, antepongo a la utilidad la belleza. Reconozco todos los peligros de aquel individualismo romántico que emancipó la personalidad, que reclamó para el artista y el escritor la libertad de afirmarse contra todo y contra todos; reconozco igualmente la exaltación ilimitada de tal principio en el segundo romanticismo neoidealista, pero también reconozco que son bellos y que en tales evoluciones hubo un germen vital. No fue época muerta. Y el arte es vida intensa, hirviente, libre. Y después de la guerra, ese germen y su florecimiento individualista han de ser reprimidos y hasta condenados. ¿No notáis ya cómo todo se opone a la expansión individualista? ¿No oís las máximas, no observáis cómo cuajan los programas futuros? Escuchad lo que se repite: organización, organización, disciplina, disciplina. Formémonos, alineémonos, no consintamos que se salga de filas nadie. Bien sé yo que en España se corre poco riesgo de adoptar semejante dogma; nadie es menos reductible a organizaciones compactas y bien trabadas que el español. Sin embargo, o un fenómeno constante habrá de desmentirse ahora, o cuando toda Europa esté empantanada en la literatura útil, nosotros también seguiremos el movimiento. Y se dará el espectáculo curioso de un pueblo muy anárquico en la vida y muy disciplinado en el arte. Más valiera que fuese al revés.

Valle-Inclán se va al frente
Valle-Inclán no se limitaba entonces a sus poemas, a su kif, a su prosa infinita. No fue un espectador pasivo de «la más alta ocasión que vieron los siglos». El 21 de enero de 1916 llegaba a París con el objetivo de pisar las trincheras y ejercer de corresponsal de guerra de El Imparcial, de Madrid, y de La Nación, de Buenos Aires.
Además de las crónicas para la prensa, de su intensa experiencia en el frente occidental —que incluyó un periplo en avión militar sobre cuya veracidad los expertos no acaban de ponerse de acuerdo— emergieron dos libros de extremada fiereza literaria y vital: La media noche y su prolongación, En la luz del día, donde retrata muy a su manera la peripecia bélica. Así avanzaba el propio autor su objetivo:
La guerra no se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni como unos cuantos muertos y heridos que se cuentan luego en las estadísticas; hay que verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo, fuera del tiempo y del espacio.
Y así arrancaba, a fin de cuentas, La media noche:
Son las doce de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules, por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana, hasta la costa brava del mar norteño, se acechan los dos ejércitos agazapados en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el trueno del cañón rodante por su cielo.
Valle, empotrado con el ejército francés en el frente, no escondía su predilección por el bando aliado y arremetió sin piedad contra alemanes y germanófilos.
Así describe, en La media noche, el ambiente entre las tropas galas:
Los oficiales se encorvan consultando las grandes cartas geográficas. Cuando alguna vez nombran a los alemanes lo hacen sin odio ni jactancia […] De tarde en tarde aparece en la puerta un oficial que saluda cuadrándose: viene de la oscuridad, del barro, de la lluvia, y trae un pliego. El general le estrecha la mano y le ofrece una taza de café caliente. Después, le ruega que hable, con esa noble cortesía que es la tradición de las armas francesas.
En cambio, reflejaba de esta guisa la atmósfera en las trincheras alemanas:
Las bombas caen en lluvia sobre las trincheras alemanas. Los soldados, atónitos, huraños a los jefes, esperan el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la mente, ajenos a la victoria, ajenos a la esperanza.
[…]
Los jefes sienten la muda repulsa del soldado. A los que sirven las ametralladoras se les trinca con ellas para que no puedan desertar, y el látigo de los oficiales, que recorren la línea de vanguardia, pasa siempre azotando.
Valle transitaba esos días su viaje interior desde el modernismo al esperpento, que ya afilaba sus zarpas en la prosa del gigante:
Dicen que es la guerra… ¡Mentira! Nunca el quemar y el violar ha sido una necesidad de la guerra. Es la barbarie atávica que se impone… Todavía esos hombres tienen muy próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos. Es su verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve, como hace el vino con los borrachos.

Sofía Casanova, en las trincheras
Un caso excepcional fue el de Sofía Casanova. Casada con un diplomático polaco, el estallido de las hostilidades la sorprendió en Varsovia, donde luego trabajó como voluntaria de Cruz Roja y desde 1915 ejerció de corresponsal de guerra para ABC, diario para el que también cubrió la Revolución rusa y la invasión nazi de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial.
En diciembre de 1917, Sofía Casanova, un talento sin equivalentes en el periodismo de su tiempo, entrevistó en San Petersburgo a León Trotsky, al que interrogó sobre el posible fin de la contienda:
Nuestra política es la única que puede hacerse en el presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas.
Casanova, tras la charla, dedicó unas palabras proféticas a los revolucionarios:
Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
En sus textos de la época, recogidos parcialmente en De la guerra, destilaba Sofía Casanova una asombrosa profesionalidad:
Combato las noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy ejemplos de la barbarie de todos […] Y me duele la confusión, el recelo, el dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios, sangres y llamas.
Católica y pacifista hasta el tuétano, calificaba la guerra como «un horrendo crimen» que «bestializa a los hombres y ciega sus almas con un odio colectivo». Amén.
En febrero de 1917 La Voz de Galicia, donde la periodista colaboraba ocasionalmente, se hacía eco en la portada de la publicación de De la guerra, que recogía «la serie de admirables crónicas escritas desde Polonia y Rusia por la notable escritora y distinguida coterránea nuestra, Sofía Casanova». «Es Sofía Casanova el único español que ha visto y ha sentido la guerra, y tal vez por eso la describe como nadie», subrayaba la nota, publicada bajo un artículo enviado desde Madrid por una firma clásica del diario en la época, Francisco Camba, hermano pequeño (pero no menor) del enorme Julio.

Camba, un periodista de otro mundo
Fue Julio Camba un periodista de otra galaxia, único en su especie. No tuvo antecesores, ni tiene sucesores. Fue testigo excepcional (en muchos sentidos de la palabra) de la Gran Guerra. En el otoño de 1913 fichó por ABC y debutó como corresponsal en un Berlín donde ya retumbaban los tambores de guerra. En Alemania asistió al estallido de la contienda y allí permaneció hasta marzo de 1915, cuando su diario lo envió a Londres. Estuvo otro año en el Reino Unido, aunque, como en Berlín, tendía a escapar del omnipresente monotema de las batallas y, fiel a su estilo, se deslizaba por las calles a la caza de esa trastienda de las ciudades que él buscaba (y encontraba) como nadie. En Berlín contaba anécdotas mínimas de las terrazas de los cafés y de la semana blanca, y en Londres, en lugar de analizar la geoestrategia ministerial, se dedicaba a recorrer y describir losnight clubs.
En la primera página de Alemania, ya incluía una rotunda «advertencia del autor»:
Este libro fue escrito en los meses inmediatamente anteriores a la primera Gran Guerra. Así era en aquella época Alemania y así éramos nosotros. Desde entonces, a nosotros se nos han caído algunos dientes y bastante pelo, y a Alemania no solo se le cayeron las fábricas, los puentes, los altos hornos y las catedrales, sino que hasta se le llegaron a caer provincias enteras; pero, en lo fundamental, quizá ni Alemania ni nosotros estamos tan cambiados o tan disminuidos como pudiera parecer a primera vista.
Antes de que rematase la Gran Guerra tuvo tiempo de ejercer de corresponsal en otros dos países. Pasó doce meses en Nueva York, tiempo que plasmó en las crónicas de Un año en el otro mundo, y al volver a Madrid en 1917 abandonó el conservador ABC para fichar por el liberal El Sol, que de inmediato lo despachó rumbo a París para que asistiese en la capital de Francia a los estertores de la contienda.
Había estado en cuatro escenarios privilegiados para narrar el conflicto, pero no había contado su particular visión de la lucha. Solo a toro pasado, en las postrimerías, se zambulló en la cuestión. Lo podemos leer en La rana viajera (Una nueva batracomiaquia), donde apuntó:
La guerra ha terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de los pueblos, etc.
Camba se despachaba a gusto con germanófilos y teutones, por ejemplo, en el delicioso texto titulado Si los alemanes hubiesen ganado:
Si los alemanes hubiesen ganado, en efecto, el problema de las nacionalidades dejaría de ser un conflicto, porque todos seríamos alemanes. Todos seríamos alemanes, y hasta es posible que todos fuésemos rubios. Y, siendo alemanes todos los hombres, no tan solo no habría conflictos internacionales, sino que no habría tampoco discusiones particulares. Todos tendríamos las mismas ideas.
Y en El libro futuro apostillaba, como sutil indagador de la realidad humana:
Todo el mundo sabe que los alemanes no suelen reír los chistes hasta veinticuatro horas después de haberlos oído, que es cuando «les ven la punta». Dentro de veinte años le verán también la punta a la guerra europea y romperán a llorar. Llorarán en verso y llorarán en música. Llorarán todos los violines, todas las arpas, todas las gaitas, todos los saxofones, todos los contrabajos del eximperio. Alemania entera llorará, y llorará mucho; pero llorará tarde.
Pero esa ya es otra historia. Esta acaba en el bosque de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Diez millones de muertos después, ha concluido la Gran Guerra.
Ese día Kakfa no se asomó a sus diarios. De hecho, no escribió ni una sola línea durante 1918.
Pero el 4 de agosto de 1917, tres años después de su tarde en la escuela de natación de Praga, había anotado premonitoriamente en su cuaderno:
Las trompetas resonantes de la nada.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Te negarán la luz: ebanistería literaria


Reviso por última vez la nueva novela que voy a publicar en marzo. Cepillo las superficies sin lustre; desbasto (que no devasto, o sí) los nudos más ásperos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana más delicada; barnizo el estilo; vuelvo a cepillar las superficies sin lustre; desbasto los nudos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana... y vuelvo a empezar. Mi frustrada pasión de ebanista me lleva a estos menesteres. Es posible que al final quede poca cosa, aunque el serrín siempre se aprovecha para calentarse uno.

domingo, 7 de febrero de 2016

Valle-Inclán recita "Sonata de otoño"


"Una forma de leer" por Antonio Muñoz Molina


A punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las cosas necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente editada y anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre Tarrête. Está muy moldeado por el trato con las manos y con los bolsillos de chaquetones y abrigos, y por las muchas idas y venidas en las que me ha acompañado. Es la segunda vez que lo leo en el plazo de unos meses. Empecé, uno poco por azar, una lectura seguida de los Ensayos al cabo de una temporada de inmersión en el Quijote, y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios. Ir de Cervantes a Montaigne fue quizás una deriva natural de lector, la intuición confirmada de ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos herederos de la corta era de apertura mental del humanismo de la primera parte del siglo XVI. Desde hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse a leer los Ensayos completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas a la edición resuelven muchos arcaísmos y alusiones del vocabulario, pero me hacía falta tener el diccionario a mano, y había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según avanzaba, y según la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa gradualmente acrecentada. El libro se me imponía como se le impone a uno a veces una historia que está escribiendo, con una presión imaginativa muy sostenida, y poco a poco excluyente. En trenes, en aviones, en habitaciones de hotel, en salas de espera, en andenes de metro, en bancos soleados de parques, Montaigne estaba conmigo, su soliloquio conversador vagabundo no se interrumpía. Salía para una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo, sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me volvían más importunos porque me estropeaban la concentración de la lectura. Una obra que creía conocer bien me revelaba hallazgos insospechados, momentos de silencioso fervor, iluminaciones sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en que vivo. Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos ocurre a sus lectores perseverantes. Los Ensayos nos van haciendo, se convierten en nuestro talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un lector que se convierte en el libro que lee. Llegué al final del último ensayo, el capítulo XIII del tercer volumen, ‘De la experiencia’, que es una culminación y una larga despedida al filo de la muerte. Estaba en mitad de un viaje y me quedó una sensación de vacío, casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de nuevo la lectura del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces encontré una biografía recién aparecida, Montaigne, la splendeur de la liberté, de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de imaginarlo como un sabio benigno y apacible, aislado en su torre, retirado de las pasiones y de los conflictos del mundo, un maestro de una especie de autoayuda de lujo: Bardyn le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional, la amplitud y el coraje de su activismo político. En cada lectura sucesiva, lo que yo voy viendo cada vez más es ese lado de vulnerabilidad, de rechazo asqueado del fanatismo religioso y político y de la crueldad inhumana que los alimenta y a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén dispuestos a sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo los ejércitos católicos que los protestantes en las guerras de religión. Bardyn ofrece muchos datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas: que Montaigne no era en realidad hijo de su padre, por ejemplo, y que la conciencia de esa ilegitimidad acentuó un sentimiento de estar al margen o en una posición insegura que alimentaría su actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio en el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego sorprendente, en el que Montaigne asegura que su madre tuvo con él un embarazo de 11 meses. Bardyn especula: ¿estaba de viaje el padre en las fechas que se correspondían con el plazo biológico? Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de misterio, el biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que algunas mujeres de familias nobles se han enredado con servidores y caballerizos. ¿No es una manera de insinuar la infidelidad de su madre? ¿No hubo siempre entre los dos una frialdad hostil, algo muy raro en una persona tan naturalmente afectuosa como Montaigne? Pero él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una prueba segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los límites de lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en suspenso el juicio cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué derecho puede afirmar nadie que actúa en obediencia de la voluntad divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia se erigen los hombres en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún tirano, dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo adulen. Todavía estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo con satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas semanas o meses, y también que quizás, después de toda una vida leyendo, he empezado a establecer una relación distinta con algunos libros y algunos autores: la que nos une a ellos cuando hemos llegado a conocerlos muy bien, a detenernos en cada frase y en cada palabra y al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de una obra, porque identificamos cada uno de los hilos y las resonancias interiores sobre las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es una lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la música, sino a la del intérprete, el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y ensayado despacio, y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva interpretación. No ha compuesto la música, pero la ha hecho suya. Se ha convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una de las últimas sonatas de piano o de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, un cuarteto de Béla Bartók, un solo de Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca. Ahora sé que Don Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises, los Ensayos de Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.


domingo, 31 de enero de 2016

"Vida sin cultura" por Rafael Argullol


Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado, al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me comentaba que el problema — o, más bien, el síntoma— no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura— añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los colores a los curanderos espirituales de antaño. 

De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales. 

El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos— no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos llamado, durante siglos, “cultura”. 

Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías, extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo cultural. 

Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas? 

Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico, ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve. 

De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras, marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser sustituida, en la enseñanza escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos significa la “lógica del emprendedor”, aquella sustitución es perfectamente representativa del modo de pensar dominante en la actualidad. 

El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la cultura —o de una determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación— es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad. 

Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.


sábado, 23 de enero de 2016

Referentes de la literatura universal: el reguetón


Solo ciertas corrientes literarias (elegidas por las musas) han sabido conjugar lo popular con lo genial para marcar con su sello el porvenir. La épica griega de Homero dotó de alma a la narrativa de todos los tiempos. Los trovadores provenzales del siglo XII extendieron por Europa el arte poética de la delicadeza e inventaron el amor. Dante y Petrarca recogen sus frutos y convierten a las mujeres en seres idealizados, inalcanzables, que siembran el Renacimiento con amantes de heridas luminosas. El teatro de Lope y de Shakespeare saca de las cavernas el espectáculo popular por excelencia y recupera a los clásicos griegos y latinos para armarlos de eternidad. El Quijote, recuperado por los narradores ingleses del XVIII, es la madre de toda la novela moderna. Los románticos, los poetas malditos del XIX y los vanguardistas rompen con la tradición para someternos a un caos sorprendente en la modernidad del siglo XX...
¿Y a qué corriente literaria del siglo XXI podemos augurarle un éxito similar? Sin duda alguna al reguetón, símbolo inequívoco del posmodernismo. Esta delicada poesía que bebe de las fuentes populares y engarza con el realismo sucio del siglo XX será el referente de la literatura mundial de aquí a unos años. Así como estos versos de Homero nunca morirán:
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos caminos
que anduvo errante mucho después de asolar la sagrada Troya...

Tampoco los de Petrarca:
Aquí termine mi amoroso canto:
seca la fuente está de mi alegría,
mi lira yace convertida en llanto.

Ocurrirá lo mismo con el reguetón. Sus frases llenan ya los locales de ambiente y los saraos de cualquier rincón de Europa y América, son tan populares como lo eran las tragedias de Shakespeare, los cantos de Homero y los personajes de Cervantes. Estos que aquí escojo por su calidad -recordadlo- serán los que aparezcan en los anales de literatura y se grabarán en mármol en los monumentos de todo el orbe:
Hoy voy a beber
y sé que voy a enloquecer
y te llamaré después
para hacerte mía, mujer.
Y es que no sé por qué
cuando tomo pienso en usted.
Te quiero comer,
te quiero comer ah, ah, ah.
Te lo voy a meeee.

martes, 19 de enero de 2016

Teatro en el aula: "Romeo y Julieta" de William Shakespeare


-¿Qué me dices, le tiras ya los trastos a esta tía o qué?
- Calla, coño, que te va a oír. ¡Joder!, está buena, pero yo creo que es una estrecha.
-Te está toreando, mariconazo. Se está haciendo la dura, pues no la conozco yo a esa...
-¡Qué dices, ni de coña!, esa no ha visto un pito en su puta vida. Se acojona cuando le toca a mi lado en clase y se pone roja cuando le hablo.
-¿Te vas ya? Aún no es de día. Ha sido el ruiseñor y no la alondra el que ha traspasado tu oído medroso. Canta por la noche en aquel granado. Créeme, amor mío; ha sido el ruiseñor.
-Ha sido la alondra, que anuncia la mañana, y no el ruiseñor. Mira, amor, esas rayas hostiles que apartan las nubes allá, hacia el oriente. Se apagaron las luces de la noche y el alegre día despunta en las cimas brumosas. He de irme y vivir, o quedarme y morir.
-Te digo yo que no. Que te toma el pelo, que esa ha estado con la mitad de 1º.
-A mí no me engaña una tía. ¿Tú la has visto con alguno?
-Verla no, pero me lo han contado. ¿No ves la cara de pájara que tiene, no ves que te miente con los ojos?
-No me jodas, a ver si ahora me vas a empezar a hablar como los de la obra.
-Esa luz no es luz del día, lo sé bien; es algún meteoro que el sol ha creado para ser esta noche tu antorcha y alumbrarte el camino de Mantua. Quédate un poco, aún no tienes que irte.
-¿Que te crees, que no vale esa labia con las tías? Tú apréndete dos o tres frases y verás.
-Sí, ya, y ahora me vas a decir que te gustan estas moñeces. Venga tío...
-¡Os queréis callar!, no os vais a enterar de nada.
-Estaba comentando el diálogo, profe.
-Que me apresen, que me den muerte; lo consentiré si así lo deseas. Diré que aquella luz gris no es el alba, sino el pálido reflejo del rostro de Cintia , y que no es el canto de la alondra lo que llega hasta la bóveda del cielo. En lugar de irme, quedarme quisiera. ¡Que venga la muerte! Lo quiere Julieta. ¿Hablamos, mi alma? Aún no amanece.
-¡Si está amaneciendo! ¡Huye, corre, vete! Es la alondra la que tanto desentona con su canto tan chillón y disonante.
-Psss, psss, Julia, desde que estás a mi lado en clase, no respiro, no oigo, no veo, solo tus labios servirían de antídoto a este veneno que me inyectas día a día.
-¡Vete a cagar!

sábado, 9 de enero de 2016

"Cómo aprender a leer (literatura) en cinco lecciones" por Daniel Arjona


Tres estudiantes cotillas discuten una relación amorosa. 'A' no ve nada excepcional: Catherine y Heatchcliff le parecen un par de mocosos que se pasan el día riñendo. 'B' discrepa: pero es que no es una relación de verdad, sino una especie de "unidad mística de dos egos". ¡Paparruchas!, exclama 'C', Heatchcliff, lejos de ser un místico, es más bien una bestia. Responde B que puede ser pero que fueron "la gente de las cumbres" las que le convirtieron en un monstruo al no dejarle casarse con Catherine y que "al menos no es un mequetrefe como Edgar Linton". Y 'A' apostilla: "Linton no tendrá sangre en las venas pero trata a Catherine mejor que Heatchcliff"...
¿Qué ocurre en en esa conversación imaginada por el teórico literario inglés Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943)? Bueno, si el que la escucha no ha oído hablar de 'Cumbres borrascosas' nunca imaginará que los tres estudiantes están hablando de una novela. Ocurre que no se dice nada del lenguaje de la obra, de su estilo, de su técnica. Ocurre que cada vez es más difícil distinguir lo que dicen los críticos literarios sobre las novelas de nuestros comentarios habituales acerca de la vida real. Ocurre que ya sólo nos centramos en lo que dice un libro y no en cómo lo dice.
Ocurre que nos hemos olvidado de "leer".
Para aprender de nuevo, el maestro inglés ha escrito 'Cómo leer literatura' (Península, 2016), un modesto manual -en apariencia- que pretende, sin embargo, una tarea ambiciosa: que volvamos a prestar atención a lo que leemos. Y lo hace a través de cinco gozosos capítulos que sirven otras tantas lecciones: comienzos, personajes, narrativa, interpretación y valor de la obra. 

1. Comienzos
"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa". ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía con la que arranca 'Orgullo y prejuicio'? Una ironía, la de Jane Austen, que descansa en la diferencia entre lo que se dice -todo el mundo sabe que un hombre rico necesita una esposa- y lo que se pretende decir de verdad -que tal es la conjetura que hacen las solteronas a la caza de un marido. "En un giro inesperado", explica Eagleton, "el deseo que la frase atribuye a los solteros adinerados en realidad corresponde a las solteronas necesitadas".
“Un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa“. ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía que abre 'Orgullo y prejuicio'?
El de Austen es un ejemplo de perfecto comienzo y pocas cosas hay tan marcadas, de pocas depende tanto el buen resultado de una novela o un poema, que de un buen comienzo. Como también: "Cuándo nos reuniremos de nuevo / ¿Bajo lluvia, relámpagos o truenos?"; "Llamadme Ismael", "No hay nada que hacer"; "No todo el mundo sabe cómo maté al viejo Philip Mathershundiéndole la mandíbula con mi pala"; "En el principio fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios"; "Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él".
Eagleton razona que la apertura literaria es lo más parecido a "un acto divino de creación" con muchas posibles estrategias -extraños usos sintácticos, paradojas reveladoras, irónicas sinuosidades- y un rasgo común: su elevada sensibilidad al lenguaje.

2. El personaje
La segunda lección literaria de Terry Eagleton se resume así: "no trates a los personajes como si fueran personas reales". Aunque sea inevitable, para disfrutar de verdad del sabor de una obra hay que recordar a cada página que sus personajes no existen. No existe el rey Lear, ni Hamlet, Hedda Galber, el mentado Heatchcliff, la pequeña Nell, Tristram Shandy, Jane Eyre, Clarissa... No existe una Emma Bovary, tampoco un Stephen Dedalus.
Cuando un director teatral que trabajaba en una de las obras de Harold Pinterle pidió indicaciones de lo que hacían los personajes en el pasado antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: "¿Y a usted qué coño le importa?" Así, explica Eagleton, al ser plenamente conscientes de que los personajes se desvanecerán en el aire al cerrar el libro, podremos olvidarnos la realidad yobservar el artificio con el que el lenguaje crea un individuo, como un gólem de barro.
Cuando un director le preguntó a Pinter qué hacían los personajes antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: “¿Y a usted qué coño le importa?“
Una advertencia más sobre la empatía y la experiencia (y aquí sale el marxista que el profesor Eagleton lleva dentro). Empatizar con los personajes, como dijo Brecht, puede mermar nuestra capacidad crítica, "como quieren los poderosos". Sentir lo que siente otra persona no nos mejora moralmente por decreto y la literatura no es más que "una forma indirecta de experiencia". Los actos de imaginación no son valiosos por sí mismos: "Saber lo que se siente al ser una mofeta no tiene ningún valor pero un relato corto fascinante con una mofeta sí".

3. Narrativa
Un narrador omnisciente quizá parezca un sabelotodo pero no intenta engañarnos. ¿Sobre qué? Podemos aceptar su autoridad sin riesgos ya que sólo nos reclama un acto de imaginación. Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de Gulliver' lo arrojó al fuego mientras exclamaba "¡No me creo nada", erraba el tiro. "El obispo descartó la ficción porque consideró que era ficción".
Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de Gulliver' los arrojó al fuego mientras exclamaba “¡No me creo nada“, erraba el tiro
Una narración no puede ser verdadera ni falsa, dictamina Eagleton porque tal es la liga exclusiva de la realidad. Hay que entender al narrador omnisciente como una suerte de voz incorpórea, como una "mente de la obra" que no tiene por qué expresar los verdaderos pensamientos del autor. En 'El ardor y las estrellas' su autor, Sean O'Casey se burla crudamente de un tal Covey, unmarxista recalcitrante al que no se le cae la lucha obrera de la boca. Pero, ay, ¡O'Casey era marxista!
Hay narradores omniscientes, narradores híbridos que mezclan la voz principal con la de los personajes (el Henderson de Saul Bellow), narradores que saben algunas cosas, narradores que no saben nada o fingen no saber, narradores que no son de fiar... ¿O no está chiflada la institutiz que inventa Henry Jamesen 'Otra vuelta de tuerca'? También hay narradores muertos. Y tramas no más vivas. Porque las tramas son importantes, recuerda Eagleton pero también pueden llegar a agotar una obra. Cuando te pregunte "de qué va una obra", si se lo cuentas, resumirás la acción pero no el discurso único que la fijó en tu cerebro. Es mejor que se la lea.

4. Interpretación
Las novelas tienen contextos pero estos no las confinan. Un manual para montar una lámpara de mesa vale para lo que vale pero, aunque el telón de fondo de 'El paraíso perdido' de Milton sea la guerra civil inglesa, su interpelación es intemporal, universal. O, con una idea más próxima a la profesión de quien escribe: "No hay nada más viejo que el periódico de ayer y Homero siempre es joven”. Así, afirma Eagleton, toda obra literaria quedahuérfana al nacer, no le debe nada ni a Dios ni al Diablo gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el lenguaje.
Así, afirma Eagleton, toda obra literaria queda huérfana al nacer gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el lenguaje
Por ello, no todas las obras literarias admiten una fácil interpretación. El 'Ulises' de Joyce concluye con una sola frase sin puntuación a lo largo de 50 páginas repletas de obscenidades. El último Henry James observa un estilo tan enrevesado como en ocasiones indescifrable. No es, evidentemente, Dan Brown y lecturas así, admite nuestro profesor, suponen un reto "para la cultura del consumo instantáneo". Pero si el lector esforzado logra acceder a la telaraña sintáctica de James se convertirá en lo más parecido a un cocreador de la obra. ¿Y quién puede resistir tentación semejante?

5. Valor
¡Toquen a rebato! ¡Suelten las amarras! ¡Paren las rotativas! Llegamos al fin a la piedra de toque de toda actividad literaria: su valor. ¿Qué es lo que hace a una obra buena, mala o regular? ¿Lo hay siquiera? El autor de 'Cómo leer literatura' enumera las numerosas respuestas que se han propuesto con el fin de resolver tan insidiosa cuestión: la verosimilitud, la profundidad, la inventiva verbal, la imaginación, la originalidad... Samuel Johnson recelaba de esta última no sólo por parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía habernuevas verdades morales.
Samuel Johnson recelaba de la originalidad no sólo por parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía haber nuevas verdades morales
Y si no lográramos ponernos de acuerdo en lo bueno, sugiere Eagleton, tal vez sí en lo malo. ¿O tampoco? Vean el caso de William McGonagall, rapsoda escocés del XIX "considerado unánimemente uno de los escritores más atroces que hayan blandido una pluma sobre un papel, inolvidablemente horrible". Pero, concluye el maestro en las líneas finales de este ensayo suculento, cabe una última e inquietante cuestión: en una hipotética comunidad de hablantes futuros en la que se hubiera trastocado irremediablemente la lengua inglesa... "¿podemos descartar completamente la posibilidad de que algún día McGonagall llegue a ser considerado uno de los más grandes poetas de la historia"?

viernes, 8 de enero de 2016

Mark Twain y el Coliseo



La aguda mirada de Mark Twain se detiene en el Coliseo de Roma y nos ofrece esta irónica reflexión:

"¡Cómo han cambiado los tiempos desde la Antigüedad hasta ahora! Hace diecisiete o dieciocho siglos los ignorantes romanos tenían tendencia a poner a los cristianos en la arena del Coliseo y echarles bestias salvajes para divertirse. Y para enseñar una lección. Era para enseñar a la gente a aborrecer y temer la nueva doctrina que predicaban los seguidores de Jesucristo. Las bestias desmembraban a sus víctimas y las convertían en cadáveres destrozados en un abrir y cerrar de ojos. Pero cuando los cristianos llegaron al poder, cuando la Santa Madre Iglesia se convirtió en dueña y señora de los bárbaros, les demostró lo errados que estaban utilizando medios completamente distintos. Los llevó a la agradable Inquisición y les mostró al Redentor, que era tan generoso y misericordioso hacia todos los hombres, e hicieron todo lo posible para convencer a los bárbaros de que debían amarlo y honrarlo, primero dislocándoles los pulgares con un destornillador, luego marcándoles la carne con pinzas al rojo vivo, que son las más agradables cuando hace frío; luego arrancándoles la piel a tiras y finalmente asándolos en público. Siempre convencían a los bárbaros. La verdadera religión, adecuadamente administrada, como la buena Madre Iglesia solía administrarla, es muy, muy relajante. Y también maravillosamente persuasiva. Existe una enorme diferencia entre lanzar a la gente a que sea pasto de fieras salvajes y tratar de despertar sus sentimientos más nobles en una Inquisición. El primero es un sistema de bárbaros degradados, el otro el de una gente civilizada e ilustrada. Es una auténtica lástima que la Inquisición haya desaparecido."

Extractos de "¡Llegaron!" de Fernando Vallejo


La lectura de ¡Llegaron!, la novela del escritor colombiano Fernando Vallejo, ha sido tonificante. Dejo aquí algunos extractos, clara muestra de que este hombre se calla muy poco y lo dice con prosa limpia y sardónica.

Parida mundana:

"Me pregunto tratando de entender el mundo, ¿y las ansias de poder qué? Otro espejismo, pero de la vigilia. El poder no deja vivir. Ni el dinero. Ni la fama. Ni el sexo. El hombre feliz ha de ser un eunuco pobre, humilde y desconocido."

Parida política:

"Los partidos políticos, sepan ustedes de boca del que nació en uno, son unas mafias descaradas, unas camarillas avorazadas, unos aprovechadores privados que se las dan de servidores públicos y a los que se les hace agua la boca invocando a la patria. No hay tal. No la quieren. La quiero yo que quiero que se acabe para que no sufra (...) Cada día más brutos, más ladrones, más ignorantes. Esto por cuanto se refiere a los hombres políticos. ¿Y la mujer política? La mujer es un bicho depravado, bípedo también, que quiere ser presidenta de la República. Y multípara. ¡A ponerles velo islámico a estas alzadas! Y a taponarlas..."

Parida metafísica:

"¿Y la materia, me preguntarán? No hay materia. Lo que llamamos tal es espejismo mental. Y el Big Bang o Popol Vuh, cosmogonía fantasiosa de guatemaltecos. En cambio las ondas electrónicas sí son reales. Yo las agarro muy fácil: con la mano, cerrándola como cuando agarro un chorro de agua. ¿Y Dios? Que me lo muestren que ardo en ansias teresianas de verle la cara a ese Viejo. El vacío es mucho; la nada, nada; y Dios, mucho menos que nada. Dios no llega a Nada. No es Nada. Hay que quitarle la mayúscula a ese engendro de clérigos estafadores y ponérsela a la Nada. Nuestra Señora de la Nada. Sobre los sólidos cimientos de la Unión Hipostática entre el Vacío y la Nada podremos construir entonces la moral única y verdadera que tanta falta le hace al mundo."

martes, 5 de enero de 2016

"Provincianos y cosmopolitas" por Rafael Argullol

En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de Maistre escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la vida de un oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días encerrado en su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en referencias y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero cosmopolita, un ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está recluido entre cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de Maistre cuando escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del mapamundi en viajes organizados, y en los que se plantea una situación inversa a la del argumento literario de aquél: recorren vastos espacios pero su imaginación —o su falta de imaginación— los atrapa en un territorio pobrísimo, tanto en referencias como en pensamientos. Consumen grandes cantidades de kilómetros aunque, como viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes. Son, por así decirlo, la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún caso, al contrario del oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son cosmopolitas ni aspiran a serlo. El provinciano global es una figura representativa de una época, la nuestra, que empuja al cosmopolita hacia una suerte de clandestinidad. El cosmopolita, personaje en extinción, o quizá provisionalmente retirado a las catacumbas del espíritu, es alguien que desea habitar la complejidad del mundo. Es un amante de la diferencia, ansioso siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para volver a casa, si es que vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha adquirido. El cosmopolita quiere saber, mientras que el provinciano global quiere acumular. La globalización, en parte, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones. El cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia, busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica encarna a la perfección ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente el conocimiento de uno mismo. El cosmopolita quiere saber. El provinciano global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana las diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa dirección, sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del cosmopolita pueda oponerse. Por su espectacularidad y por su carácter reciente el turismo de masas es, sin duda, uno de esos signos. Cada vez se elevan más voces proclamando el carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus inicios se consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la continuación lógica de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la educación. Sin embargo, cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades europeas o, con otra perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del planeta, puede percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en sus comienzos. Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos, como idénticos son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los cinco continentes. La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte por el que se mueve con comodidad el provinciano global. Con respecto a la información —otra de nuestras deidades, si no la principal— Heráclito, hace 2.500 años, ya dejó dicho que no proporcionaba la comprensión. No parece probable que variara de posición, deslumbrado por nuestras tecnologías. La misma paradoja que afecta al turismo masivo, enfermo de velocidad y cuantificación, afecta a esa humanidad más informada que nunca pero proclive a la amnesia. Como lo demuestran hechos recientes, tal las guerras de Siria o de Ucrania, es imposible que la llamada opinión pública sepa tan poco de aquello que debería saber tanto en la era de la información total. El provinciano global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que detentan el poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma situación. Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la política mundial aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global. La desfiguración de la cultura cosmopolita puede ser clave a la hora de entender buena parte del desconcierto actual. Lo que hemos denominado globalización, vinculada a las grandes migraciones y a las nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno fructífero, al poner en relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar nuevas posibilidades frente a la desigualdad; no obstante, paralelamente, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones al destrozar buena parte del sutil tejido de la diferencia. La uniformidad socava los alicientes que alberga toda visión cosmopolita. Una de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la rápida, universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de un idioma avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres décadas, nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un congreso en Lisboa sobre Camões —poeta nacional portugués— había que intervenir en inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde luego, se hubiese podido imaginar que se llegaría a la situación de que un entero país —Corea del Sur— pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva lengua propia, mediante el ingenioso método de llevar a las embarazadas a clases en aquel idioma, de modo que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima en el cada vez más reducido universo lingüístico. Obviamente no tengo nada contra lo que los cursis llaman “lengua de Shakespeare” sino contra el reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba que, mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no sean el suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua drásticamente empobrecida. Este sería un buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a hablar un solo idioma, lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción de los mundos que habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve continuamente de aquí para allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está permanentemente informado con aludes de noticias y mensajes que sepultan su capacidad de comprensión. Es posible que un individuo de tal naturaleza se considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha confundido con el mundo.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Goytisolo y la enseñanza de la literatura


Al leer las reflexiones de Juan Goytisolo en su novela Coto vedado sobre lo que le provocaban a él las clases de literatura en el colegio religioso donde estudiaba, uno siente tristeza por la nefasta impresión que deja el sistema educativo en la enseñanza de esta materia. Los alumnos huyen de cualquier cosa que suene a literatura española y la causa es evidente: los métodos y manuales que utilizaron y seguimos utilizando en colegios e institutos. Y no es un mal actual, ni mucho menos. Goytisolo lo sufrió a mediados de los 40 y antes y después muchos otros. Solo el espíritu autodidacta ha impulsado a muchos lectores y escritores a acercarse hasta los autores españoles sin miedo a que les cayera un ladrillo de una tonelada sobre la cabeza. Si creyera en los conjuras, aseguraría que hay un contubernio intemporal para hacer aborrecer nuestras letras y alejar a los muchachos de los libros -sobre todo de los escritos en castellano- y yo soy miembro de él -. Y aquí la cita de Juan Goytisolo:
"La instrucción dispensada en el colegio no solamente me hizo aborrecer nuestra literatura -convertida en un muestrario de glosas pedantes y exégesis hueras- sino que me persuadió también de que no había cosa en ella cuyo conocimiento mereciera la pena. Mientras consumía obras de Proust, Gide, Malraux, Dos Passos o Faulkner, ignoraba olímpicamente nuestro Renacimiento y Siglo de Oro".