jueves, 30 de abril de 2015

"El número 15 de Usher Island" por Ernesto Baltar

Antes de ir, Dublín es Joyce como Praga es Kafka. Ciudades literarias o absorbidas por la literatura, ciudades que no existen quizá más que en los sueños neblinosos de un libro recordado vagamente. Joyce se ha adueñado de un escenario de literatura excesiva, excedente, rebosante: Beckett resulta más bien francés; YeatsShaw yWilde, ingleses; Jonathan Swift, satírico universal, y de Bram Stoker sólo quedan los colmillos sangrientos de su famoso personaje. Los dos escritores autóctonos más puramente dublineses, Sean O’Casey y James Clarence Mangan, no tienen en cambio la misma proyección internacional. Por último está el caso singular de Flann O’Brian, que nació en Strabane, condado de Tyrone, pero murió en la capital irlandesa después de beberse media nación a tragos largos, casi sin respirar.
Se imagina uno Dublín —literaria, cinematográficamente— como un laberinto de tabernas, con la espuma de la Guinness desbordándose por las jarras, por las barbillas de los borrachos, por el empedrado de las calles, por las puertas de los pubs, por las casas de ladrillo ocre, por las riberas del Liffey. Hombres alegres entonando baladas antiguas con los ojos iluminados por la poesía y resolviendo sus discusiones a puñetazos, como en las historias más o menos sentimentales de John Ford. Quizá sea este norteamericano hijo de inmigrantes irlandeses quien mejor haya sabido transmitir las supuestas paradojas del pueblo irlandés: su simpatía recia, su sequedad cariñosa, su nobleza violenta, su serenidad alocada, su moderada fogosidad… Esa hospitalidad sin dobleces, el deambular etílico entre la iglesia y la taberna, la camaradería exaltada de los borrachos, la sensualidad arisca de las pelirrojas pecosas, esa cáscara de dureza con fondo sentimental. En este sentido El hombre tranquilo, más que una película, sería la epopeya simbólica de una nación. Y su complemento perfecto es otra obra maestra del cine, Los muertos de John Huston, basada en el relato homónimo de Joyce. Desde luego llega uno al aeropuerto dublinés con esa parafernalia referencial —de imágenes, tópicos, recuerdos y valores— en la cabeza.
Cuenta Vargas Llosa que la primera vez que estuvo en Dublín se sintió traicionado porque ese lugar “alegre y simpático” en el que le paraban por la calle para conversar y le invitaban a tomar cerveza no se correspondía con la ciudad densa, sórdida y gris que aparecía reflejada en los libros de Joyce. Sirviéndose de una prosa exacta y fría, a caballo entre el rencor y la nostalgia, Joyce había ido describiendo con precisión matemática “las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso”.Según propia confesión, en los relatos de Dublineses se propuso “traicionar el alma de esa hemiplejia o parálisis a la que muchos consideran una ciudad”, objetivándola en un mundo ficticio, artístico, si cabe más verdadero que el real.El Dublín de los cuentos se delinea como un mundo soberano, sin ataduras, gracias a la frialdad de la prosa que va dibujando, con precisión matemática, las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso. Una fauna humana multicolor y diversa […] Un mundo sórdido, ahíto de mezquindades, estrecheces y represiones […] Una sociedad en ebullición, hirviente de dramas, sueños y problemas, que ha sido metamorfoseada en un precioso mural de formas, colores, sabores y músicas refinadísimas, en una gran sinfonía verbal” (Vargas Llosa, El Dublín de Joyce). De este modo, Joyce fue uno de los pocos autores de su tiempo que supo “dotar a la clase media —la clase sin heroísmo por excelencia— de un aura heroica y de una personalidad artística sobresaliente”, dignificando la vida mediocre a base de epifanías literarias. Es curioso que una ciudad, e incluso todo un pueblo (el irlandés), hayan quedado fijados universalmente por alguien que decía odiarlos tanto.
La mayoría de los relatos de Dublineses fueron escritos en 1905 y durante nueve años el manuscrito anduvo de editor en editor sin que nadie se animara a publicarlo. Me gusta mucho Un triste caso, que cuenta la historia del señor Duffy. Este hombre vivía en una casa vieja y sombría desde cuya ventana podía ver la destilería abandonada y el río poco profundo en el que se fundó la ciudad. Su cara, “que era el libro abierto de su vida”, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. Cuando abría la tapa del escritorio emanaba un olor a lápices nuevos o a goma de borrar o a manzana madura. Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios, no tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. “Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían”. De vez en cuando oía un tranvía siseando por la desolada calzada. Se entera por una noticia del periódico de la muerte de una mujer que lo amó (parece ser que ella, que estaba casada, se dio a la bebida ante su desdén y acabó siendo atropellada por un tren al cruzar las vías en la estación de Sydney) y se arrepiente de haberla rechazado. Al final del relato vuelve sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. “No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo”.
En Un encuentro se reproduce una aventura real que experimentaron Joyce y su hermano Stanislaus en junio de 1895 (James tenía a la sazón trece años). En vez de acudir como todos los días al Belvedere College, esa siniestra cárcel de jesuitas autoritarios, hicieron pellas y emprendieron rumbo a la Pigeon House, una estación eléctrica situada en la bahía. Antes de llegar a su destino, se cansaron de caminar y se sentaron en un banco junto al río Dodder a tomar galletas y limonada de frambuesa. Se les acercó entonces un hombre andrajoso con dientes amarillos y mellados, que se sentó junto a ellos y les empezó a hablar de novelas de aventuras y del pelo sedoso y las manos suaves de los niños pequeños. Al rato el hombre se levantó, se alejó unos metros e hizo algo que sorprendió a Stanislaus (Mahony en el relato), que exclama: “He’s a queer old josser!”. En la traducción al español de esta expresión —“¡Qué viejo más estrambótico!”, según la versión de Guillermo Cabrera Infante— se pierde el probable doble sentido o juego de palabras, puesto que josser (“tío”, “individuo”, que remite a fool, “tonto”, pero asimismo a “Dios” en la lengua franca comercial del Lejano Oriente) recuerda a tosser, literalmente “mamón”, “gilipollas”, pero también “pajero”, masturbator. No parece casual esa cercanía de significantes, ni mucho menos. [Obsesionado por los juegos de palabras, los símbolos y las fórmulas cifradas, Joyce emprendería finalmente el experimento absurdo del Finnegan’s Wake, del que sólo se salva la idea: un hombre tirado, moribundo, en las orillas del Liffey, con la historia de Irlanda y del mundo dándole vueltas en la cabeza]. Todo apunta a que el viejo pederasta se masturba. Cuando vuelve al lado de los chicos sólo les habla de los castigos, azotes y palizas que merecen los niños traviesos. Ellos se marchan asustados.
El último relato de Dublineses es Los muertos, escrito hacia 1906, seguramente uno de los mejores cuentos de la historia de la literatura. La perfección impresa. Antes de ir, mi idea de la ciudad estaba totalmente determinada por el ambiente de esa historia. De hecho, me hubiese gustado haber ido a Dublín en invierno y que estuviese nevando, y ver la nieve caer cruzando el puente de O´Connell, junto a la estatua, en un coche de caballos, y acudir con los chanclos a la casa de las señoritas Morkan, en el número 15 de Usher Island, y beber ponche caliente y trinchar el ganso y escuchar al cadáver de tía Julia entonando los gorgoritos de Ataviada para la boday leer un estúpido discurso (la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning) y volver de noche al hotel y asomarme a la ventana para sentir la emoción de la nieve que cae, que cae sin parar, que cae sobre toda Irlanda, que cae sobre las sombrías y sediciosas aguas del Shannon, que cae en el solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado, que cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos.
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Dubhlinn toma su nombre de un “remanso negro” con régimen de marea situado en el estuario del río Poddle. Esto, que podría ser perfectamente un verso de T. S. Eliot, es la primera frase de la guía que saqué en la biblioteca municipal. Pura literatura.
El bed&breakfast que reservamos por internet estaba muy bien situado, junto al puente de O’Connell, pero al llegar allí reparamos en lo cutre del lugar. El váter estaba encajado entre dos paredes estrechísimas y el lavabo era tan pequeño que podía confundirse con un bebedero para hámsters. Quizá lo que pasa es que ya no tenemos edad para dormir en este tipo de sitios, dije yo tratando de convencerme (de convencernos) mientras arrugaba con escrúpulo la nariz. Los dieciocho quedaron lejos. El espíritu mochilero estuvo bien en su día, fue divertido mientras duró, pero ahora ya conocemos el significado de la palabra lumbalgia. Lo único bueno de un antro así es que estás deseando salir corriendo a la calle y descubrir la ciudad. Pateártela de principio a fin y volver derrengado al colchón con los párpados caídos por el agotamiento. Además, al segundo día ya te has olvidado de las directrices de la OMS sobre higiene y hasta los desayunos comunales de café rancio y tostada rota con las universitarias erasmistas tienen su encanto: los bostezos desatados, las preciosas ojeras de tanta juerga saludable, la fragancia del champú en las melenas recién duchadas… Casi apetece quedarse a jugar un campeonato de mus, charlar en el sofá o ver la televisión… y fingir que no vas a clase. Lo fundamental es no mirar cómo friegan las tazas, platos y cubiertos. Te podría dar un mal.
La primera cosa que me llamó la atención al salir a la calle fue la presencia de gaviotas. Me llamó la atención, obviamente, porque no me lo esperaba: la sorpresa se mide siempre por el grado de ignorancia previa. Las ciudades con gaviotas, si no tienen acceso directo y visible al mar desde el centro, me suelen descolocar en un primer momento. Se produce un desajuste de la realidad, un resorte que nos saca fuera de nosotros mismos y hace que nos veamos desde lo alto como si fuésemos aliens o místicos bilocados. Es algo parecido al “extrañamiento” o “desfamiliarización” que postulaban los formalistas rusos. Por decir algo.
Dublín es ahora una ciudad deprimida, callada, triste, en decadencia. Sus habitantes tienen la mirada turbia, abatida y rencorosa, como los mendigos de pasado ilustre. Antes estaban flotando en lo más alto de la burbuja financiera, brincando como niños felices en un castillo hinchable, pero la fiesta terminó y se precipitaron al vacío con gran estrépito y violencia. Hace diez años todo era júbilo, entusiasmo, dinero. Las multinacionales emplazaban aquí sus sedes europeas para beneficiarse de sus óptimas condiciones fiscales. Sobraba la pasta por todos lados y los nuevos ricos hacían alarde de su prosperidad, gastando lo que no tenían. Ahora, en cambio, los pisos han caído a menos de la mitad de su precio, no hay casi servicios públicos y el Estado, al borde de la suspensión de pagos, tuvo que ser rescatado por la UE. De repente se cayeron del guindo y se quedaron con cara de tontos, como cuando el árbitro te roba el partido. Medidas inmediatas: recortes de 15.000 millones de euros en el gasto público y eliminación de 25.000 puestos de funcionarios (y bajada del sueldo de los restantes), así como subida generalizada de los impuestos.
L., que vive a quince minutos del centro, nos pasea en coche por la región: nos lleva al puerto de Howth (junto a la famosa Torre Martello del Ulises, donde Joyce pasó seis noches en 1904 y que ahora es un museo en su honor), al castillo de Malahide, a Bray, a Glendalough, a Dun Laoghaire… Mientras recorremos el paseo marítimo de Bray, con su hilera de chalets, el monte con faro al fondo y la noria a un lado, pienso en nuestro cicerone literario, James Augustine Aloysius Joyce, que vivió aquí de pequeño, en la época más próspera de su padre como recaudador de impuestos, antes de su quiebra total. Fue en esta playa donde este misógino ginéfilo se enamoró por primera vez. La culpable era Eileen Vance, hija de una familia protestante, que después aparecería de manera aleatoria en varios de sus libros.
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Imagino a Joyce con su parche en el ojo izquierdo, mirando de reojo a la posteridad con aires de glaucoma, componiendo la mueca del genio incomprendido. Dice Javier Marías en Vidas escritas que Joyce es de esos artistas que de tanto prodigar el gesto de la genialidad acaban por persuadir a sus contemporáneos y a las siguientes generaciones de que en efecto son genios sin remisión. Joyce era, según propia confesión, un hombre huraño, triste, celoso, solitario, insatisfecho y orgulloso.
Lector compulsivo, bebedor y putero, le escribía cartas obscenas a su mujer, Nora Barnacle, en las que le exigía todo tipo de detalles sexuales íntimos. No andaba muy desacertado H. G. Wells cuando apuntaba a la cloacal obsession de Joyce en una desdeñosa carta que le envió sobre el Ulises. Las opiniones sobre esta novela experimental de otros ilustres escritores de la época tampoco fueron demasiado elogiosas: “En Irlanda se tiene la costumbre de intentar curar a un gato de sus malos hábitos frotándole la nariz con su propio pis. Y el señor Joyce ha probado a hacer lo mismo con el género humano” (Georg Bernard Shaw); “Ulisses fue una catástrofe memorable: inmensa en su atrevimiento, extraordinaria en su desastre […] Parece escrito por un nauseabundo estudiante que se rasca los granos” (Virginia Woolf).
Joyce escribía como leía: con lupa. Como Proust o Ramón, Joyce miraba el mundo a través de un cristal de aumento, atendiendo a lo microscópico de la vida. Por eso, según Ortega, los tres consiguieron superar el realismo extremándolo. El estilo de Joyce, como el de Proust, le obligaba a añadir más y más cosas, compulsivamente, emborronando hasta el infinito las sucesivas pruebas de imprenta. Su manía descriptiva le llevaba al extremo de enviar cartas a sus amigos desde Trieste o Zúrich para preguntarles qué árboles eran exactamente los que había en tal esquina concreta de su ciudad natal.
Ni los celtas, ni los vikingos, ni el Libro de Kells, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patricio, ni el trébol de cuatro hojas… Dublín es un chico gordo y pedante subiendo las escaleras de la Torre Martello.

martes, 28 de abril de 2015

El Gambitero 2015

Una nueva edición de "El Gambitero" 2015, la sexta de este periódico escolar con el que participamos en el concurso nacional, "El País de los Estudiantes". A pesar de los problemas con el programa de maquetación y de las, a veces, difíciles reuniones de coordinación, hemos podido completar un trabajo interesante con la entrevista a Juan Carlos Monedero como centro de la portada. Junto a los alumnos que han participado este año, hay que tener en cuenta a los que hace tres hicieron la entrevista con la que abrimos el periódico: Lourdes, Paula (que nos puso en contacto con un Monedero entonces desconocido), Natalia, Jenni, Laura, Arantxa, Leticia, Edu, Míriam... No os perdáis los reportajes, merecen la pena.

Periódico El Gambitero 2015 PDF

domingo, 26 de abril de 2015

Dublineses V


Al final ha aparecido la lluvia y el viento del Ártico para anunciarnos que debemos marchar. Dejamos Dublín con la barriga más hinchada, la garganta enrojecida y la sensación de que me dejo algo (no, no, eso siempre me pasa), de que nos dejamos a alguien encerrado y dando tumbos en los urinarios de un pub de Temple Bar. Seguro que mientras despega el avión, los muertos siguen oyendo caer la lluvia sobre las lápidas de musgo de Glasnevin, donde "Popeye" se engulló en honor a los héroes de la patria una tarta de arándanos. Seguro que mientras despega el avión, los gardas irlandeses siguen cotejando las nalgas de "Cobete" en el fichero de la policía para dar con el culo que se asomó por la ventana del hotel más amable en el que uno pueda reposar. Seguro que a Shaw, a Wilde, a Joyce y hasta a Swift, esta escena les hubiera inspirado para confeccionar un tratado satírico sobre los astros celestes y los culos españoles tomando el fresco a las dos de la mañana bajo la luna de Dublín.
Somos más amables que cuando partimos de Madrid. El contacto con los dublineses nos ha transformado el talante, el problema es que en cuanto nos topemos con el primer funcionario de aduanas o con un espejo es posible que la transformación se deshaga como por ensalmo.

sábado, 25 de abril de 2015

"La sepultura de la gloria" por Antonio Muñoz Molina ("Babelia")

LA GRANDILOCUENCIA ES lo contrario de la literatura. En la literatura siempre hay un antídoto contra las grandes palabras gaseosas, contra las abstracciones sonoras que suelen publicar como titulares los periódicos cuando muere un escritor muy conocido, viejo o muy viejo, canonizado y embalsamado por grandes honores de los que se le hizo entrega en medio de un fragor de discursos. Veo titulares sobre difuntos recientes: “América Latina llora a Eduardo Galeano”; “Muere Günter Grass, la conciencia de Alemania”. Otro más, que acabo de descubrir: “Todos somos Gabo”.
Foto: Julián RojasGünter Grass, en marzo pasado en su casa de Lübeck.
Se ve que las palabras son gratis. Llantos continentales, conciencias capaces de abarcar países enteros, unanimidades de entusiasmo. La literatura es precisión a una escala casi molecular: el brillo o el golpe seco de una palabra justa, la chispa como de pedernal golpeado, la reacción química cuando se combinan dos palabras bien elegidas, imantadas entre sí. La literatura es lo que no puede ser dicho de otra manera y lo que necesita ser leído despacio y en voz alta, al menos dos veces, en soledad o en pareja, en un grupo reducido, no mayor del que requiere un cantaor flamenco o una formación de cámara. La grandilocuencia es amplificación desmedida para anchuras de estadios, para estrellas geriátricas del rock o sumos pontífices o caudillos salvadores. La literatura es como esa música que empieza a perder algo en cuanto se la amplifica, porque en el fondo aspira a la atmósfera recogida que estuvo en su origen, el pequeño grupo humano congregado en torno a un narrador.
Una gran parte de la literatura hace directamente escarnio de la grandilocuencia y la pompa. A través de la burla de las palabras oficiales y las rutinas muertas del lenguaje la literatura restaura la claridad del idioma, su furia y su burla. Todo el Quijote es un catálogo de parodias verbales que desbaratan desde dentro la sustancia pútrida de los lenguajes oficiales, la rimbombancia de los artificios retóricos que solo sirven para entontecer la conciencia y propagar la mentira. El Maese Pedro rufián con un ojo tapado le da al muchacho que le ayuda a manejar su retablo un consejo definitivo: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. En Ulises casi cada personaje sufre un caso particular de palabrería enajenada. Un furibundo patriota irlandés truena consignas amenazadoras en una taberna y ruge grandes vendavales de mayúsculas y anatemas, como un dios Eolo irascible y borracho. Quien menos habla en la novela es quien más mira y más escucha, el señor Leopold Bloom, el que ha aprendido a desconfiar de las palabras rotundas y goza con discreción de las cosas concretas, los sabores y olores, la modesta gloria de lo cotidiano. La primera frase que lo muestra ante nosotros es una declaración de terrenalidad cervantina, como el tacto de un puñado de bellotas en la mano de Don Quijote o las gallinas y las morcillas reventonas que desatan la gula de Sancho Panza en las bodas de Camacho: “El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves”, dice la traducción de José María Valverde: “Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con miga de corteza, las huevas de bacalao fritas”.
Frente a las abstracciones de la ideología y de la propaganda, que pueden ser a la vez banales y terribles, la literatura se fija en lo concreto del mundo: nunca en la humanidad, con o sin hache mayúscula, sino en algunos seres humanos, y desde luego no en la conciencia de ninguna nación, y casi nunca en la de seres de antemano excepcionales, sino precisamente en lo contrario, en los pensamientos, los gestos, los deseos, las conversaciones de personas vulgares, a veces extravagantes, y hasta poco recomendables. A los estudiantes de literatura se les quiere adoctrinar en lo que significan o simbolizan los personajes de las novelas. Pero un personaje de verdad no simboliza nada, no es una pantalla de papel que envuelve una de esas preciadas significaciones abstractas que aman tanto los expertos. “Un poema no debe significar, sino ser”, dice Archibald McLeish. Un personaje es alguien, y reducirlo a categoría, a estereotipo, a símbolo, es casi tan indecente como reducir a una persona real a comparsa de una de esas grandes categorías colectivas que alimentan los integristas religiosos o políticos. En cualquier pasaje memorable de la literatura lo que nos impresiona es la sensación de inmediatez, la rotundidad de lo preciso, aunque sea fantástico: la flor que trae del futuro lejano el viajero en el Tiempo de Wells, el olor del riñón abierto tostándose en la sartén del señor Leopold Bloom.
Cuanta más gloria acumula un escritor, más inconcreto y lejano se vuelve, menos importa la realidad de las palabras comunes de las que está hecha la literatura. A un escritor se le borra en el olvido o en la indiferencia, pero se le borra en vida con mayor eficacia en la celebridad excesiva. Cada nuevo premio solemne es una paletada de tierra más en la fosa de su irrelevancia. El escritor da discursos manejando generalidades prestigiosas de estadista y cuando le hacen una entrevista las preguntas tratan del estado del mundo, de la memoria o de la conciencia nacional, si acaso del porvenir dudoso de la literatura en la época de las nuevas tecnologías, o de la soledad del hombre. Las grandes preguntas generales tienen para el reportero la doble ventaja de que suenan profundas y de que eximen de la lectura de los libros del escritor entrevistado: libros acogidos con gran revuelo público y desde hace tiempo no leídos por nadie. El escritor provoca una reverencia confusa que no obliga a nada. Le dan un nuevo premio y tiene que pronunciar un nuevo discurso espeso de vaguedades meritorias. Acaba de publicarse un volumen de ensayos y discursos de Saul Bellow, y lo que provocan en conjunto, aparte de tedio, es una gran tristeza. Hasta un novelista tan vivaz, tan sensual, tan irónico como Bellow se vuelve plomizo cuando ocupa uno de esos atriles de las grandes ocasiones oficiales, incluida la del Premio Nobel.

viernes, 24 de abril de 2015

Discurso de Juan Goytisolo (entrega del Premio Cervantes 2014)

A la llana y sin rodeos En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor. A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, “ser noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas. “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración. Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacionalcatólico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición! Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias. En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad? Hace ya algún tiempo, dediqué unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que “reine la verdad y desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo. Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa “exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre. Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad. Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla. El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social. Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del que habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia.

domingo, 19 de abril de 2015

"El libro" por Manuel Vicent


En el tronco de un haya una pareja de enamorados ha grabado un corazón traspasado por una flecha. Inés y Luis son sus nombres inscritos en la corteza plateada a punta de navaja. Fue hace muchos años. El árbol era todavía joven cuando la pareja de enamorados pasó por aquí. El tronco, ya muerto, al crecer ha ensanchado y corroído los trazos. Un experto en botánica podría descubrir el tiempo exacto que ha pasado, aunque en este caso no es necesario, puesto que debajo del corazón herido hay una fecha. 23 de abril de 1968. Al pie de este árbol discurre un río apacible cuyas aguas, como la vida, puede que se hayan llevado al mar o a la tumba la memoria de estos amantes. Pero lo escrito, escrito está. Etimológicamente el vocablo libro se deriva del latín liber, que significa la capa fibrosa que hay debajo de la corteza de ciertos árboles. Plinio el Viejo cuenta que los romanos escribían sobre estas cortezas antes de que se descubriera el papiro. Libro y libre tienen en latín la misma raíz. Lectura y libertad son pasiones que siempre acaban por encontrarse. El Día del Libro fue instituido en recuerdo del aniversario de la muerte de Cervantes cuando los vientos saludables anunciaban que la República estaba al llegar. Tampoco 1968 fue un mal año. Tal vez aquella pareja de enamorados, Inés y Luis, hijos del Mayo francés, habían estrenado los primeros vaqueros y habían puesto el dedo en el arcén para viajar en autostop a París con un libro de poemas de Dylan Thomas en la mochila. O tal vez nada. Puede que no fueran conscientes del significado del 23 de abril, pero al grabar sobre el tronco del haya un corazón, una fecha y sus nombres habían regresado sin saberlo al origen del libro, que radica en la corteza de los árboles, donde los antiguos griegos y romanos escribieron los primeros pensamientos y las primeras palabras de amor.

sábado, 18 de abril de 2015

Dublineses IV


Las atracciones de Dublín no las busquéis en las visitas al castillo, ni en el Trinity College, ni en el ayuntamiento, sino en los urinarios de los pubs. En esos lugares se localiza el gran atractivo turístico de la ciudad. Y no es moco de pavo. Ni Roma, ni París, ni siquiera Londres ofrecen paisajes tan atrayentes como las empinadas escaleras de los retretes de esta ciudad. No hay otros sitios en Dublín que el viajero visite tanto. Después de disfrutar de uno de los mayores placeres de los que puede gozar un hombre (y cito a un cura casto), aprende uno a lavarse y secarse las manos con rapidez y pericia. Todo se dispone con eficacia para volver a la barra, atraído por las sirenas que se apostan en todos los pubs de la ciudad, desafiando a los tapones de los oídos con que suelen protegerse los navegantes. Nos recreamos con el refrescante sabor de 1000 cervezas distintas que apenas se suben a la cabeza, con la esperanza de que en las pantallas de televisión dejen de emitir el Máster de Augusta de 1991.
La música celta puede entusiasmar tanto como empalagar, según el intérprete. El violín y el acordeón invitan a ahogarse en pintas por placer, la cantinela del cantautor nacionalista invita a ahogarse en pintas por desesperación. Todo es algarabía y urinarios. Conozco las porcelanas del retrete del O´Neals con más detalle que las de mi casa y solo llevamos aquí cuatro días.
Mientras, los chicos se entretienen: "Cobete" enseña el culo por una ventana. "Popeye" reta a un combate de boxeo al campeón de Cuenca de los pesos ligeros (la ignorancia es muy atrevida). Suerte tiene de que el guarda del Trinity College impide la pelea (el campeón venció en la final a su propio hermano). Al llegar al hotel, el "Ganadero" traiciona a sus amigos con fotos poco decentes. Es el ritmo de los 17 años. Y yo sigo en los urinarios charlando con alemanes, con dublineses, con españoles y con un señor de Finlandia que se balancea y amenaza con su chorro disperso, mientras desalojamos las pintas en el paredón de cerámica blanca. En las pantallas de televisión, un irlandés vuelve a ganar el Máster de Augusta. Lo bueno de Dublín es que a los borrachos nunca se les ve desamparados.

jueves, 16 de abril de 2015

"Sobre miedo, periodismo y libertad" por Arturo Pérez Reverte

Hace medio siglo recibí la más importante lección de periodismo de mi vida. Tenía 16 años, había decidido ser reportero, y cada tarde, al salir del colegio, empecé a frecuentar la redacción en Cartagena del diario La Verdad. Estaba al frente de esta Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de entonces, escéptico, vivo, humano. Empezó a encargarme cosas menudas, para foguearme, y un día que andaba escaso de personal me encargó que entrevistase al alcalde de la ciudad sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizás era demasiado para mí, y que tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, se echó atrás en el respaldo de la silla, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: “¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso en eso a menudo. Y últimamente, en España, más todavía. Ninguna de la media docena de certezas, de lecciones fundamentales que he ido adquiriendo con el tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de redacción dirigió a un inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Todo el periodismo, su fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas magníficas palabras. En esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada por un humilde redactor de provincias.
Miedo, es la palabra. No hay otra. O al menos, no la conozco. Miedo del alcalde correspondiente, o su equivalente, ante el bloc y el bolígrafo, o lo que los sustituya hoy, manejados por una mano profesional, eficaz y honrada en los términos en que el periodismo puede considerarse como tal. He escrito alguna vez, recordando siempre a Pepe Monerri, que el único freno que conocen el político, el financiero o el notable, cuando llegan a situaciones extremas de poder, es el miedo. En un mundo como este, donde las ingenuidades y las simplezas de mecherito en alto y buen rollo a menudo son barajadas por los canallas, como instrumento, y creídas por los tontos útiles que ofician de ganado lanar y carne de cañón, ese es el único freno real. El miedo. Miedo del poderoso a perder la influencia, el privilegio. Miedo a perder la impunidad. A verse enfrentado públicamente a sus contradicciones, a sus manejos, a sus ambiciones, a sus incumplimientos, a sus mentiras, a sus delitos. Sin ese miedo, todo poder se vuelve tiranía. Y el único medio que el mundo actual posee para mantener a los poderosos a raya, para conservarlos en los márgenes de ese saludable miedo, es una prensa libre, lúcida, culta, eficaz, independiente. Sin ese contrapoder, la libertad, la democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca en esta democracia, como en los últimos años, se ha visto un maltrato semejante en España del periodismo por parte del poder. Aquel objetivo elemental, que era obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en el que vivía, proporcionándole datos objetivos con los que conocer este, y análisis complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha desaparecido. Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en los regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones. Lo peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules, rojas o pardas, fácilmente identificables. La sombra es más peligrosa, pues viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de imperativo técnico, de sonrisa democrática. Pero el hecho es el mismo: el poder y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día no están dispuestos a pagar el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro. Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera, además, que agradecerles la concesión. Y la sumisión de los periodistas, y de los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse, sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo, impunidad, garantías y confort.
Aterra la docilidad con la que últimamente, salvo concretas y muy arriesgadas excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión del poder. Creo que nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un periodismo tan agredido por el poder político y financiero. Y nunca se ha visto tanta mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por buscar, por investigar, excepto cuando se trata de servir intereses particulares. Entonces, para procurar munición al padrino que a cada cual corresponde o se ha buscado para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay medios, hasta que se topa con la línea roja correspondiente a cada cual: la banca, la telefonía, la publicidad, el nacionalismo correspondiente, la Iglesia, tal o cual sigla de partido, lo socialmente correcto llevado hasta extremos de estupidez. Y en pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector sobre esto o aquello. Se trata, por lo general, de imponerle una supuesta verdad. Y ese parece ser el triste objetivo del periodismo español de hoy: no ayudar al ciudadano a pensar con libertad. Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España es un lugar con una larga enfermedad histórica que se manifiesta, sobre todo, en un devastador desprecio por la educación y la cultura, y una siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión. Por el adversario. Siempre creí, porque así me lo enseñaron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca son libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier manipulador malvado. A cualquier periodismo deshonestamente mercenario.
Y así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se transforma, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el sentido común. Apenas existe en los medios españoles un debate solvente político, social o cultural merecedores de ese nombre, sino choques de posturas. Diálogos de sordos, a menudo en términos simples, clichés incluidos, de derecha e izquierda. La presencia de nuevas formaciones políticas que buscan espacios distintos no varía la situación. Se sigue buscando situarlas en uno u otro de los tradicionales, como si de ese modo todo fuese más claro. Más definido. Más fácil de entender.
Destaca, significativa y terrible, la necesidad de encasillar. En España parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Aquí, reconocer un mérito al adversario es tan impensable como aceptar una crítica hacia lo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectarismos heredados, asumidos sin análisis. Toda discrepancia te sitúa como enemigo, sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. Y quizá sea de la falta de cultura. De ciudadanos simples surgen políticos simples, como los que muestran esos telediarios en los que, al oír expresarse a algunos políticos casi analfabetos (y casi analfabetas, seamos socialmente correctos), te preguntas: ¿Por quién nos toman? ¿Cómo se atreven a hablar en público? ¿De dónde sacan esa cateta seguridad, esa contumaz desvergüenza?... Sin embargo, la falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pues bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las redacciones. Los veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición, y hasta mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio informativo, los llevaban el quipo de dirección, columnistas y editorialistas, mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios, eran perfectamente intercambiables de un medio a otro. Un periodista podía pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario 16 o a El País con toda naturalidad. Incluso redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha, tuvieron vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible. Las redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual dirección, que le garantice, qué remedio, el beneplácito de la autoridad competente. Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los sucesos, los accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a menudo, según el parentesco político más cercano. Según sea la militancia de los responsables reales o supuestos. Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas hay periodismo político real en España, sino declaraciones de políticos y cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo periodístico que no incluye declaraciones de políticos a favor o en contra, marginando el interés del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina sobre él, aunque esa opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla maneje mecanismos expresivos o culturales de una simpleza aterradora. Lo que cuenta es que el político esté ahí. Que adobe y remate el asunto. Hasta el silencio de un presidente o un ministro se considera noticia de titulares de prensa. Por modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia a todas las otras. Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las páginas abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo incidente concejil en asunto de supuesto interés público. Los mecanismos internos más aburridos de cualquier formación política importante se examinan hasta el agotamiento. En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o televisión dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no tienen equivalente en el mundo democrático
Todo eso agota al lector, al oyente, al telespectador. Lo aburre y lo expulsa del debate, haciendo que vuelva la espalda a la política, haciéndolo atrincherarse allí donde las palabras reflexión y lucidez desaparecen por completo. Tampoco ayudan a ello las voces que en ocasiones el periodismo pone sobre la mesa, como algunos tertulianos y opinadores profesionales alineados con tal o cual postura, o que han ido readaptándola cínicamente en los últimos 40 años, de modo que antes de que abran la boca ya sabes, según el individuo y el momento, lo que van a decir. Del mismo modo que reconoces tal o cual emisora de radio, en el acto, por el tono de sus intervinientes, aunque ignores el nombre de estos. Igual que con alguien en la calle, a los pocos minutos de conversación, sabes exactamente que periódico lee o que emisora de radio escucha.
Para cualquier lector atento de varios medios, es evidente que el periodismo en España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de ese sesgo peligroso que tanto desacredita las instituciones en los últimos tiempos y del que son responsables no solo los políticos, ni los periodistas, sino también algunos jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política, el periodismo y la llamada opinión pública. Y tampoco la crisis económica contribuye a las deseadas libertad e independencia. La inversión publicitaria pasó de 2.100 millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la tentación de cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como contrapoder se vuelve un ejercicio peligroso. Por sus propios problemas, algunos medios deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero. Y surge otro serio enemigo del periodismo honrado: la autocensura. Cuando el redactor jefe, en vez de animarte, te frena. Nos gusta ver en las películas cómo periodistas intrépidos consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores; pero eso, aunque por fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente. No se practica con igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de prensa de gabinetes que a patear el asfalto. Y así, los partidos, las grandes empresas de la banca, las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan la dependencia de los medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la autocensura en las redacciones.

Supongo que habrá soluciones para eso. Posibilidades de cambio y esperanzas. Pero no es asunto mío buscarlas. No soy sociólogo, ni político. Apenas soy ya periodista. Solo soy un tipo que escribe novelas, que fue reportero en otro tiempo. Y hoy, puesto que aquí me han emplazado a ello, traigo mi visión personal del asunto, parcial, subjetiva, que pueden ustedes olvidar, con todo derecho, en los próximos cinco minutos. La transición del papel a lo digital, los productos de pago en la red, la eventualidad de que nuevos filántropos, capital riesgo y empresarios particulares unan sus esfuerzos para hacer posible un periodismo solvente y de calidad, son posibilidades ilusionantes que sin duda serán abordadas por quienes aún creen que solo un periodismo que pide cuentas al poder, en cualquier forma de soporte inventada o por inventar, tiene futuro. Esa es, y será siempre, la verdadera épica del periodismo y de quienes lo practican: pelear por la verdad, la independencia y la libertad de información pagando el precio del riesgo, en batallas que pueden perderse, pero que también se pueden ganar. Haciendo posible todavía, siempre, que un alcalde, un político, un financiero, un obispo, un poderoso, cuando un periodista se presente ante ellos con un bloc, un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el futuro, sigan sintiendo el miedo a la verdad y al periodismo que la defiende. El respeto al único mecanismo social probado, la única garantía: la prensa independiente que mantiene a raya a los malvados y garantiza el futuro de los hombres libres.

miércoles, 15 de abril de 2015

Dublineses III


Durante el Bloomsday, los dublineses se visten de época para homenajear al escritor que renegó de los irlandeses y huyó de ellos para no sufrir los aromas de la patria. Sería impensable que aquí toda una ciudad se volcara en agasajos por una obra literaria. No puedo imaginar a todos los madrileños con gorguera celebrando el 23 de abril para celebrar la pluma de Cervantes. A los actos con que se conmemora de manera parecida la figura de Valle-Inclán asisten cuatro indocumentados. Aquí nos reunimos para cosas más serias: pasear a hombros a ídolos de madera o lanzarnos en masa a las fuentes de nuestras plazas para celebrar que un niñato ha colado una pelota en una red.
El sol en Dublín es cerveza rubia, y hemos tenido la potra de disfrutarla durante tres días seguidos, los únicos en todo el invierno según nos comenta una camarera croata contagiada por la cháchara dublinesa.
El gran parque de la ciudad, San Stephen Green no es Hyde Park. Los troncos de sus árboles sí se pueden abrazar, pero está plagado de irlandeses: tomando el sol con el torso desnudo, dando el pecho a un bebé, comiendo, jugando al fútbol, hablando y hablando. Las gaviotas sobrevuelan el parque y se dejan caer al estanque. Los escritores muertos jalonan los pasillos entre los setos. Visitamos de nuevo los pubs para calmar la sed de un día de picnic. Nos reciben, aquí también, los escritores muertos. Por suerte no se permite la entrada a las gaviotas. Solo la música celta, las pintas, los escritores muertos y los vivos celebrando no estar impresos en las paredes.      

lunes, 13 de abril de 2015

Dublineses II


El viajero necesita de unos días para aclimatarse al nuevo destino, para asentarse con confianza en los taburetes de los bares, para afianzar su paso sobre el asfalto. Los dublineses hacen este tránsito más breve. Al segundo día, el viajero es capaz de sentirse tan a gusto como en el salón comedor de su casa: el sofá es el pub; y la pinta, el mando de la televisión.
Las visitas turísticas en Dublín son una mera excusa para contactar con los conserjes del ayuntamiento y los empleados del Trinity College. Su buena disposición ayuda a no dar demasiada importancia al sentido de la visita. A falta de grandes descubrimientos arqueológicos, podemos indagar en la transparencia sincera de su piel, capaz de apaciguar al más airado de los visitantes. Su sonrisa suena tan cristalina como el chorro de alivio sobre la porcelana de los urinarios. Ni el City Hall, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patrick cortan el aliento, pero no hace falta. Las profesiones en los que uno solo suele encontrar hiel y cuero gastado: camareros, recepcionistas de hotel, policías..., aquí se identifican con las buenas maneras. No les hace falta ningún museo de cadáveres para atraer al viajero. Dublín es tan sabroso como el pan con aceite, tan aromático como un salmón ahumado, tan mullido como la espuma de una pinta. En el barrio de Temple Bar, incluso más allá, las taberneras saben a labios de cebada, a piel de café y a banderas sin colores. No se debería comer en los pubs, en estos templos del alcohol, como no se debe jugar al mus en la casa del Señor. Entretanto, el músico de la guitarra acústica se desgañita entre gritos de españoles que han invadido las tabernas sin que cunda la alarma (no somos ingleses).
Las calles de Dublín han sido tomadas por los escritores muertos y por las gaviotas. Cuando uno espera en la habitación del hotel a que suene el despertador, oye los gañidos de estos pajarracos. Se ríen por su victoria. Al salir a la avenida, una de ellas, soberbia, se muestra sobre el monumento de O´Connell, héroe de la independencia irlandesa. La cabeza del "libertador" es su retrete. Se caga en la patria como James Joyce, en un hermanamiento de escritores muertos y aves estridentes que no acaba aquí. Decía el autor del Ulises que Irlanda era una vieja cerda que devora sin piedad a su lechigada, sin duda, Joyce ha enviado a las gaviotas para que se venguen del crimen, de las hambrunas que quedan reflejadas en unas esculturas de bronce en la margen del río. "Famine", reza el conjunto escultórico. Escalofriante el padre famélico que carga en sus hombros al hijo muerto, como el pastor a la cría de la oveja recién nacida. El pasado terrible queda congelado en el paseo, justo donde el día anterior se lanzaban a las aguas dos borrachos desafiando al aire afilado de la tarde.
Y mientras las gaviotas profanan la memoria de los héroes, los escritores muertos aparecen por todos lados: en los pubs, en las calles, en los parques, en las franquicias italianas, en los retretes... Becket, Bernard Shaw, Wilde, Joyce, Swift, Emmet y las gaviotas enseñan sus picos curvos en cualquier esquina, en cualquier urinario. Tan hirientes son las cagadas del ave sobre el busto del héroe de la independencia como las voces de los poetas muertos. Todos ellos también defecaron sobre las cabezas de bronce de sus próceres y de su patria. Dublín los ha convertido en una franquicia más de la literatura y pasea sus rostros dormidos hasta en los locales de tatuajes.

domingo, 12 de abril de 2015

Dublineses I



Que los aeropuertos se han convertido en algo muy parecido a los corredores de un matadero de reses es algo innegable. Aún más si uno se embarca en un viaje con 41 muchachos de 16 años. El tenso pánico que envuelve el ambiente desde las últimas catástrofes y las colas dirigidas con cintas de tela aumentan la angustia y la desesperación. Los viajeros aceptan sumisos el destino al que los abocan los túneles de metacrilato y los techos altos.
Todo cambia al llegar a Dublín. Se despeja la incógnita de vivir para contarlo y, para compensarnos, contemplamos una ciudad de andar por casa, sin soberbia. Apenas se la oye destacar en sus construcciones: no abruman las descomunales iglesias, ni los mastodónticos edificios, ni los arcos apabullantes. Nos planteamos la primera pregunta trascendental en un viaje, "¿qué vamos a ver aquí?", y una respuesta concluyente, "gente, pelirrojos con sonrisa confortable y con ganas de pegar la hebra". Todos los oficios susceptibles de engendrar tipos con mal gesto, se transforman en Dublín en traficantes de amabilidad: recepcionistas de hotel, policías, camareros, funcionarios... Nos pasan la "papela" y a las pocas horas viajamos en el cuelgue que a ellos les lleva al buen rollo. El mismo que se aprecia al entrar por primera vez en uno de los pubs de Temple Bar: música celta en directo, ambiente propicio para el jolgorio, pintas, niños bailando y mucho trapicheo de turistas embaucados por la droga de los dublineses. La risa roja de una tabernera vikinga farfulla comentarios jocosos mientras nos sirve las bebidas, sin otra preocupación que la sed de esa noche.
Al salir, en las márgenes del río, dos muchachos ebrios se despojan de las camisas y apurando una botella de whyskie se lanzan al agua desafiando el afilado viento de la tarde.
Para cenar, una sorpresa de charanga y pandereta. Solo a unos patriotas de pro como a nosotros se nos ocurre visitar un restaurante español en pleno Dublín con este menú: "Chiken chilindrón, estofado de rape con chorizo, salmón con jamón, tortilla española al horno con paprika y flan de arroz con leche". Infame comida e inmejorable trato. Los banderines y las bufandas del Málaga, los anuncios de Torremolinos, el Betis, el toro y la flamenca nos trasladan a los años 60 de un país no del todo real. En la puerta de los urinarios la página de un periódico de Dublín informa de un atentado de separatistas vascos contra el restaurante "La Paloma". Lo intentaron quemar, pero no lo consiguieron. Casi lo lamentamos.
Este es un primer día en Dublín. Esperemos que "la vieja cerda" (como llamaba Joyce a su Irlanda) nos ofrezca más sorpresas rojas y no nos devore como a su lechigada.    

domingo, 5 de abril de 2015

Pasea Helena, todavía


Pasea Helena,
todavía,
entre los guerreros.
Se deja raptar
con chupitos de deseo
y se yergue desafiante
su insolente belleza
entre los troyanos.
Pisa los ojos de las víctimas
con los cuchillos afilados
de sus coturnos
y avanza con tranco
de gacela
entre Paris y Paris
que la abordan
con un valor sin esperanza.
Se muestra Helena,
todavía.
bajo las llamas de las luces sincopadas,
entre el denso vapor de la estridencia.
La guerra y el reggaeton
destrozan siempre la armonía.
Pasea Helena,
todavía,
sin reparar
en los groseros destrozos
de la ebriedad,
sin apiadarse
de los enamorados
sin habla.
Pasea,
como siempre,
a pesar del cieno de las baldosas,
flotando sin rozar el suelo.
Y yo, desterrado
hace muchas lunas
de la batalla,
bebo con añoranza
la punta afilada de sus coturnos
que vacía los ojos de los muertos.