Hace medio siglo recibí la más importante lección de periodismo de mi vida.
Tenía 16 años, había decidido ser reportero, y cada tarde, al salir del
colegio, empecé a frecuentar la redacción en Cartagena del diario La
Verdad. Estaba al frente de esta Pepe Monerri, un clásico de las
redacciones locales en los diarios de entonces, escéptico, vivo, humano. Empezó
a encargarme cosas menudas, para foguearme, y un día que andaba escaso de
personal me encargó que entrevistase al alcalde de la ciudad sobre un asunto de
restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad,
respondí que entrevistar a un político quizás era demasiado para mí, y que
tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, se echó atrás
en el respaldo de la silla, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que
antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca:
“¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano,
quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso en eso a menudo. Y últimamente, en España, más todavía. Ninguna de
la media docena de certezas, de lecciones fundamentales que he ido adquiriendo
con el tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de redacción dirigió a
un inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y un
bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Todo el
periodismo, su fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas
magníficas palabras. En esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada
por un humilde redactor de provincias.
Miedo, es la palabra. No hay otra. O al menos, no la conozco. Miedo del
alcalde correspondiente, o su equivalente, ante el bloc y el bolígrafo, o lo
que los sustituya hoy, manejados por una mano profesional, eficaz y honrada en
los términos en que el periodismo puede considerarse como tal. He escrito
alguna vez, recordando siempre a Pepe Monerri, que el único freno que conocen
el político, el financiero o el notable, cuando llegan a situaciones extremas
de poder, es el miedo. En un mundo como este, donde las ingenuidades y las
simplezas de mecherito en alto y buen rollo a menudo son barajadas por los
canallas, como instrumento, y creídas por los tontos útiles que ofician de
ganado lanar y carne de cañón, ese es el único freno real. El miedo. Miedo del
poderoso a perder la influencia, el privilegio. Miedo a perder la impunidad. A
verse enfrentado públicamente a sus contradicciones, a sus manejos, a sus
ambiciones, a sus incumplimientos, a sus mentiras, a sus delitos. Sin ese
miedo, todo poder se vuelve tiranía. Y el único medio que el mundo actual posee
para mantener a los poderosos a raya, para conservarlos en los márgenes de ese
saludable miedo, es una prensa libre, lúcida, culta, eficaz, independiente. Sin
ese contrapoder, la libertad, la democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca en esta democracia, como en los últimos años, se ha visto un maltrato
semejante en España del periodismo por parte del poder. Aquel objetivo
elemental, que era obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en el que
vivía, proporcionándole datos objetivos con los que conocer este, y análisis
complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha desaparecido.
Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en los
regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones. Lo
peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules,
rojas o pardas, fácilmente identificables. La sombra es más peligrosa, pues
viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de
imperativo técnico, de sonrisa democrática. Pero el hecho es el mismo: el poder
y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día no están dispuestos a pagar
el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro.
Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias
públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los
periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera,
además, que agradecerles la concesión. Y la sumisión de los periodistas, y de
los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse,
sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente
a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo,
impunidad, garantías y confort.
Aterra la docilidad con la que últimamente, salvo concretas y muy
arriesgadas excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión del
poder. Creo que nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un
periodismo tan agredido por el poder político y financiero. Y nunca se ha visto
tanta mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por
buscar, por investigar, excepto cuando se trata de servir intereses
particulares. Entonces, para procurar munición al padrino que a cada cual
corresponde o se ha buscado para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay
medios, hasta que se topa con la línea roja correspondiente a cada cual: la
banca, la telefonía, la publicidad, el nacionalismo correspondiente, la
Iglesia, tal o cual sigla de partido, lo socialmente correcto llevado hasta
extremos de estupidez. Y en pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector
sobre esto o aquello. Se trata, por lo general, de imponerle una supuesta
verdad. Y ese parece ser el triste objetivo del periodismo español de hoy: no
ayudar al ciudadano a pensar con libertad. Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España es un lugar con una larga enfermedad histórica que se manifiesta,
sobre todo, en un devastador desprecio por la educación y la cultura, y una
siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión.
Por el adversario. Siempre creí, porque así me lo enseñaron de niño, que los
únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la
cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y
lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca son libres, pues su ignorancia y
su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador
astuto, a cualquier manipulador malvado. A cualquier periodismo deshonestamente
mercenario.
Y así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se transforma, no en
debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el
rigor, sino el sentido común. Apenas existe en los medios españoles un debate
solvente político, social o cultural merecedores de ese nombre, sino choques de
posturas. Diálogos de sordos, a menudo en términos simples, clichés incluidos,
de derecha e izquierda. La presencia de nuevas formaciones políticas que buscan
espacios distintos no varía la situación. Se sigue buscando situarlas en uno u
otro de los tradicionales, como si de ese modo todo fuese más claro. Más
definido. Más fácil de entender.
Destaca, significativa y terrible, la necesidad de encasillar. En España
parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie
cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Aquí, reconocer un
mérito al adversario es tan impensable como aceptar una crítica hacia lo
propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectarismos
heredados, asumidos sin análisis. Toda discrepancia te sitúa como enemigo,
sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política. Me pregunto muchas
veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o
convencido, sino exterminado. Y quizá sea de la falta de cultura. De ciudadanos
simples surgen políticos simples, como los que muestran esos telediarios en los
que, al oír expresarse a algunos políticos casi analfabetos (y casi
analfabetas, seamos socialmente correctos), te preguntas: ¿Por quién nos toman?
¿Cómo se atreven a hablar en público? ¿De dónde sacan esa cateta seguridad, esa
contumaz desvergüenza?... Sin embargo, la falta de cultura no basta para
explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se
respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios
pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición
con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pues bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las redacciones.
Los veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición, y hasta
mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio
informativo, los llevaban el quipo de dirección, columnistas y editorialistas,
mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios,
eran perfectamente intercambiables de un medio a otro. Un periodista podía
pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario
16 o a El País con toda naturalidad. Incluso
redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha, tuvieron
vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible. Las
redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se
exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que
informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su
folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual
dirección, que le garantice, qué remedio, el beneplácito de la autoridad
competente. Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los
sucesos, los accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a
menudo, según el parentesco político más cercano. Según sea la militancia de
los responsables reales o supuestos. Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas hay periodismo político real en España, sino declaraciones de
políticos y cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo periodístico
que no incluye declaraciones de políticos a favor o en contra, marginando el
interés del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina sobre él,
aunque esa opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla maneje
mecanismos expresivos o culturales de una simpleza aterradora. Lo que cuenta es
que el político esté ahí. Que adobe y remate el asunto. Hasta el silencio de un
presidente o un ministro se considera noticia de titulares de prensa. Por
modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia a todas las
otras. Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las páginas
abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo incidente
concejil en asunto de supuesto interés público. Los mecanismos internos más
aburridos de cualquier formación política importante se examinan hasta el
agotamiento. En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o televisión
dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no tienen
equivalente en el mundo democrático
Todo eso agota al lector, al oyente, al telespectador. Lo aburre y lo
expulsa del debate, haciendo que vuelva la espalda a la política, haciéndolo
atrincherarse allí donde las palabras reflexión y lucidez desaparecen por
completo. Tampoco ayudan a ello las voces que en ocasiones el periodismo pone
sobre la mesa, como algunos tertulianos y opinadores profesionales alineados
con tal o cual postura, o que han ido readaptándola cínicamente en los últimos
40 años, de modo que antes de que abran la boca ya sabes, según el individuo y
el momento, lo que van a decir. Del mismo modo que reconoces tal o cual emisora
de radio, en el acto, por el tono de sus intervinientes, aunque ignores el
nombre de estos. Igual que con alguien en la calle, a los pocos minutos de
conversación, sabes exactamente que periódico lee o que emisora de radio
escucha.
Para cualquier lector atento de varios medios, es evidente que el
periodismo en España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de ese sesgo
peligroso que tanto desacredita las instituciones en los últimos tiempos y del
que son responsables no solo los políticos, ni los periodistas, sino también
algunos jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política, el periodismo
y la llamada opinión pública. Y tampoco la crisis económica contribuye a las
deseadas libertad e independencia. La inversión publicitaria pasó de 2.100
millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la tentación de
cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como contrapoder se
vuelve un ejercicio peligroso. Por sus propios problemas, algunos medios
deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero. Y surge otro serio enemigo
del periodismo honrado: la autocensura. Cuando el redactor jefe, en vez de
animarte, te frena. Nos gusta ver en las películas cómo periodistas intrépidos
consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores; pero eso, aunque por
fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente. No se practica con
igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de prensa de gabinetes
que a patear el asfalto. Y así, los partidos, las grandes empresas de la banca,
las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan la dependencia de los
medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la autocensura en las
redacciones.
Supongo
que habrá soluciones para eso. Posibilidades de cambio y esperanzas. Pero no es
asunto mío buscarlas. No soy sociólogo, ni político. Apenas soy ya periodista.
Solo soy un tipo que escribe novelas, que fue reportero en otro tiempo. Y hoy,
puesto que aquí me han emplazado a ello, traigo mi visión personal del asunto,
parcial, subjetiva, que pueden ustedes olvidar, con todo derecho, en los
próximos cinco minutos. La transición del papel a lo digital, los productos de
pago en la red, la eventualidad de que nuevos filántropos, capital riesgo y
empresarios particulares unan sus esfuerzos para hacer posible un periodismo
solvente y de calidad, son posibilidades ilusionantes que sin duda serán
abordadas por quienes aún creen que solo un periodismo que pide cuentas al
poder, en cualquier forma de soporte inventada o por inventar, tiene futuro.
Esa es, y será siempre, la verdadera épica del periodismo y de quienes lo
practican: pelear por la verdad, la independencia y la libertad de información
pagando el precio del riesgo, en batallas que pueden perderse, pero que también
se pueden ganar. Haciendo posible todavía, siempre, que un alcalde, un
político, un financiero, un obispo, un poderoso, cuando un periodista se
presente ante ellos con un bloc, un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el
futuro, sigan sintiendo el miedo a la verdad y al periodismo que la defiende.
El respeto al único mecanismo social probado, la única garantía: la prensa
independiente que mantiene a raya a los malvados y garantiza el futuro de los
hombres libres.