domingo, 4 de enero de 2015

"El mejor de los caminos que llevan a Roma" por Ernesto Filardi


Roma ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
22 de abril de 1765
Mi muy estimada Elizabeth,
Por fin hemos llegado a Milán. El trayecto desde París ha sido agotador, 
pero no tanto como el tiempo que estuve allí alojado. Lo que es una lástima, 
porque París sería un lugar encantador si no estuviera tan lleno de franceses. 
Aun así no soy el único que se siente destrozado: el carruaje ha quedado 
totalmente desvencijado tras cruzar los Alpes. ¡Qué locura, Elizabeth! 
¡Nos desmontaron las ruedas, las transportaron en mulas y a nosotros 
en palanquines! Espero que esto no sea una metáfora de la brutalidad 
de estas gentes: ya sé que en estas tierras se forjó el Senado romano 
y el Renacimiento, pero que ni una simple rueda sirva aquí para algo 
es una imagen que tardará en olvidárseme. Ahora tengo el firme 
propósito de descansar dos o tres semanas antes de proseguir el viaje. 
Así tendré ocasión de acercarme a los lagos y de conseguir algo más 
de dinero en alguno de los bancos en los que desde Londres me aseguraron 
que tendría crédito.

Milán ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
No voy a negarte que todos estos meses han sido una aventura extraordinaria, 
pero aún no termino de comprender el encanto que tiene para tantos caballeros 
ingleses este llamado Grand Tour. Me sería infinitamente más grato estar 
todo este tiempo a tu lado preparando nuestro enlace en lugar de estar 
rodeado de salvajes. No sé, Elizabeth: los profesores en Oxford siempre 
nos insistían en lo necesario que es para un joven aristócrata como 
yo conocer de primera mano el continente europeo y en especial 
Italia, cuna de la civilización. En el principio fue Grecia, claro; pero 
hay que estar muy chiflado para acercarse a ver unas ruinas que 
llevan siglos en manos de los turcos. Por si fuera poco, mi padre 
estaba tan ilusionado con mi viaje como cuando él mismo lo hizo 
en su juventud y no tengo otro remedio que seguir el camino. Al 
menos tengo la suerte de que para ello me dota con fondos 
casi ilimitados para visitar estas tierras cálidas pero de 
momento hostiles. Digo «de momento» porque en cuanto tenga 
ocasión pretendo acercarme al Teatro Regio Ducal de Milán 
para asistir a alguna de esas extraordinarias óperas de las 
que se habla con tanto entusiasmo. Imagino que me aburriré 
tanto como en cualquiera de los escasos momentos en que 
no rememoro tu dulce sonrisa. Pero ya te haré saber mi opinión 
cuando tenga más tiempo.
Recibe todo mi afecto,
Charles.
6 de julio de 1765
Querido James,
Sé que prometí escribirte antes, pero tú que conoces Italia mejor 
que yo sabes que aquí el ritmo de vida es muy distinto. La vida 
social no es tan ajetreada como en Londres, y sin embargo parece 
que no da tiempo para nada. Pero no escribo para disculparme 
sino para que sepas que sigo vivo. ¡Si supieras qué verano tan 
extraordinario ha sido este! Cuando dejábamos Milán y la serenidad 
de sus lagos pensaba que sería difícil encontrar un lugar más 
apropiado para mi carácter. ¡Qué engañado estaba! Nada más llegar 
a Cremona pasamos por la plaza y me quedé allí petrificado 
casi una hora. Yo por aquel entonces no había conseguido 
aprender una palabra del idioma, pero eso no fue impedimento 
para admirar a toda aquella gente congregada en el mercado, 
delante de esas hermosísimas construcciones renacentistas. ¡Cómo 
huelen los mercados en Italia, James! ¡Y qué distinta la comida por 
aquí, qué sabor tan intenso tiene! Es cierto que nosotros tenemos 
mejores carnes, pero jamás he visto tal variedad de frutas y verduras 
tan sabrosas. En Parma, unos días después, visité el teatro Farnese. 
¿Qué decir de él, aparte de que ojalá nuestro Shakespeare hubiera 
podido gozar de un teatro tan bello? ¿Y ese tamaño? No me extraña 
que apenas haya sido utilizado tres o cuatro veces desde que se 
construyó hace casi ciento cincuenta años. He ahí una gran diferencia 
entre Inglaterra e Italia: nosotros tenemos una concepción más práctica 
de la vida, entendemos lo material como una herramienta al servicio 
de la humanidad y por tanto abominamos de la ostentación —ese 
absurdo capricho tan de moda entre los franceses— mientras 
que creamos unas practiquísimas redes de comunicación. Aquí, 
en cambio, ¡qué hermosamente saben aprovechar la ostentación 
en las ciudades y qué infames y monstruosas son sus carreteras! 
¿Y sabes qué? Me parece que ese modo de entender la vida es 
más adecuado para la felicidad. ¿Es que acaso la belleza no es un 
fin tan deseable como el progreso de la sociedad? Algo similar 
pensé recorriendo las calles rojas de Bolonia, pero donde he caído rendido 
ha sido en Florencia.

Florencia ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Fue un amor a primera vista. Aún antes de entrar a la ciudad, 
desde lo alto de la colina el Arno nos saludaba satisfecho y 
embriagador. ¿Y qué te podré decir de la majestuosa cúpula 
de la que el propio Miguel Ángel ya dijo que era la más bella 
del mundo? Llevo aquí varias semanas e intuyo que 
aún me quedaré algunas más: comienzo a defenderme notablemente 
con el toscano y gracias a eso he conocido a gente muy interesante 
dispuesta a enseñarme algunos de los mejores rincones de esta 
extraordinaria ciudad. Podría llenar cientos de hojas con mis 
experiencias aquí, pero ahora he de dejarte porque me esperan 
para una fiesta en casa del señor Mann, el célebre ministro británico 
que está aún más enamorado de esta ciudad que yo mismo.
Un fuerte abrazo,
Charles
9 de octubre de 1765
Querido padre,
Le escribo esta vez no solo para solicitarle más dinero, sino para 
agradecerle de corazón su insistencia en enviarme a estas tierras. 
Como sabe, me encuentro en Roma y no creo que pueda existir 
sobre la faz de la tierra otro lugar en donde mejor puedan entenderse 
las lecciones que la historia está dispuesta a enseñar al que sabe 
escuchar atentamente. Esta es tierra de virtud y moral verdadera, 
padre, y estoy satisfecho de haberla conocido de primera mano. 
Entiendo ahora que esta ciudad ha transformado mi carácter: usted 
sabe bien que quizás debido a mi juventud jamás me he considerado 
muy devoto, pero la sola contemplación de los ritos religiosos me ha 
hecho considerar que no somos más que hijos de nuestro Señor y 
que su presencia a nuestro lado es la mejor de las bendiciones posibles. 
Sin embargo, y a pesar de la indiscutible grandeza de la iglesia de 
San Pedro, me siento más afín al delicado asombro que se respira en 
templos más pequeños. Es tanta la variedad de iglesias la de esta 
ciudad que cada día procuro acercarme a una distinta y aun así sé 
que jamás conseguiré conocerlas todas. Pero hay un lugar especial 
en mi corazón para Santa María della Vittoria, cuya célebre imagen 
de santa Teresa me recuerda a esta conversión que estoy sintiendo.

Roma ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Pero hay algo más de lo que debo hablarle, y es que he comprendido 
que no hay mayor mal que la vanidad del mundo. No cabe duda de que 
Inglaterra tiene el prestigio suficiente como para convertirse en un 
grandísimo imperio, pero me basta pasear por el foro o por el 
Coliseo para entender que de aquellos grandes emperadores hoy 
no queda más que un vago recuerdo y un puñado de piedras 
bellísimas pero corroídas por el paso del tiempo. Deberíamos todos 
aprender la lección, padre, y desear que cuando no seamos nada 
ojalá estemos tan cerca del cielo como al mirar hacia él desde el interior del Panteón.
Le envío todo mi afecto y le reitero mi agradecimiento, extensible 
a mi adorada madre. No quiero que se preocupen por este cambio 
tan repentino en mí, sino que se alegren de saber que regresaré 
siendo una persona completamente nueva y transformada gracias 
a este Grand Tour. Si puede, no olvide hablar con el banco para 
que den la orden de ampliar mi crédito en Roma: son muchas las 
obras pías que pueden hacerse aquí y quisiera, en la medida de lo 
posible, ser recordado como un notable benefactor de esta ciudad 
que tanto ha hecho por mi humilde persona.
Atentamente,
Su hijo Charles
12 de enero de 1766
Carissimo James,
Come stai? Scusa si al escribirte se me cuela alguna parola, pero el 
alma y el vino della bella Italia son tan parte de mí como el aire que 
respiro ogni mattina. Estoy de vuelta en Roma y no sé cuánto tiempo 
me quedaré aquí. Si fuera posible, tutta la vita! Ah, Roma, chè bella 
puttana! ¿Sabes? Me gusta aún más esta ciudad tras haber recorrido 
estos meses Nápoles y Sicilia. No tengo nada que objetar de ellas, 
claro, pero Roma es como una experta amante a la que se le toma 
más cariño cuanto más vuelves a ella. ¡Qué delizia de ciudad! Todos 
los caminos llevan a Roma, sí, pero este Grand Tour es sin duda el 
mejor de todos ellos. A ti te puedo decir todo esto, James, porque 
nos conocemos lo suficiente como para no escandalizarnos el uno al 
otro con nuestros vicios, a los que deberíamos llamar virtudes de los 
sentidos. Afortunadamente este invierno está siendo más fresco de lo 
habitual y es fácil convencer alle ragazze para riscaldarsi un tanto. 
¡Qué carnes tan prietas tienen las italianas, y cuánto les gusta hacer y 
dejarse hacer! ¡Y cómo gritan quando sono in letto! También hay por 
aquí algunas compatriotas nuestras que se han animado a hacer 
este viaje, pero no me interesan lo más mínimo. Nunca se sabe si 
van a ser lo suficientemente discretas, aunque ellas mismas son 
las primeras en disfrutar de los encantos degli italiani. Esto es lo 
que siempre me dice Stefano, mi cicerone particular desde hace 
meses: que las inglesas son puritane hasta que llega un italiano 
susurrando y les quita la sílaba ri. Fue él quien me convenció 
para visitar las ruinas recién descubiertas de Pompeya, donde 
me determiné del todo a disfrutar de la vida.

Pompeya ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Te seré sincero: ya había tenido mis primeros escarceos en Milán, pero 
en Pompeya comprendí que en cualquier momento podemos ser 
polvo y cenizas. No sabemos lo que seremos mañana, así que no 
hay más verdad que el cuerpo y sus placeres. ¡Ay, James! ¡Ojalá 
pudieras conocer a Stefano! Apuesto a que te parecería un joven lo 
suficientemente interesante como para que los tres juntos pudiéramos 
retomar aquellos divertimentos privados que tú y yo compartíamos 
entre clase y clase. Sicilia sería un lugar encantador para ello: apenas 
llegan los británicos tan al sur por miedo a los piratas, pero es una isla 
en la que uno puede encontrar lo que quiera: los mejores templos de la 
Magna Grecia, buena comida, naturaleza…  ¡No me digas que no te atrae 
la idea de subir a la cima de un volcán!
Te dejo ya, porque hay un baile de disfraces en un palacete privado y aún 
tengo que asearme para ir debidamente preparado, porque ya sabes que 
aquí cuando termina el baile empieza «la fiesta». Mi padre sigue creyendo 
que soy uno de esos beati aburridos que tanto le gustan y no parece tener 
problema en seguir manteniéndome. Y si en algún momento descubre mi 
verdadera vida… Pazienza! No hago más que imitar sus faltas de juventud, 
así que ¿quién sabe? Quizás también logre imitar sus virtudes cuando tenga 
su edad.
Tuyo siempre,
Charlie
27 de abril de 1766
Elizabeth,
Llevo ya más de un año en Italia y aún no dejo de sorprenderme. He recorrido 
casi todo el país: tras Roma he pasado por Rimini, Mantua, Padua… Ciudades 
bellísimas todas ellas que merecen ser descritas con más detalle. Pero ahora 
estoy en Venecia, una ciudad que parece haber sido construida para que la 
belleza se adueñe violentamente de cada una de las almas que la pueblan. 
Se habla mucho del carnaval veneciano, pero nada de lo que se diga jamás 
podrá hacerle justicia. Y esto no sucede solo con el carnaval: San Marcos, 
los canales, Murano, Santa Maria dei Miracoli…  Es imposible visitar esta 
ciudad sin quedarse sin habla.

Venecia ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
He tenido el privilegio de entablar cierta amistad con el pintor más 
célebre de la ciudad: Giovanni Antonio Canal, al que aquí llaman 
Canaletto. Se dedica a pintar cuadros de Venecia para que los 
viajeros del Grand Tour tengan un buen recuerdo de la ciudad al 
regresar a casa. Yo he adquirido cierta soltura con el dialecto 
veneciano, pero puedo conversar con él en inglés porque vivió varios 
años en Londres. Hace unos días estábamos en el patio de uno de los 
cientos de palazzi que hay por aquí. Le pregunté si echaba de menos 
Inglaterra. Sin dejar de pintar, me sonrió y dijo claramente: «Ni por 
todo el oro del mundo volvería a ese país tan grandilocuente». Fue 
extraño, ¿sabes? Mi padre me envió aquí para adquirir habilidades 
sociales y diplomáticas, aprender idiomas y desarrollar una personalidad 
culta para poder ejercer mi carrera una vez de vuelta en Londres. Pero he 
descubierto que yo tampoco quiero volver.
De eso quería hablarte, Elizabeth. Hay un rincón al que acudo siempre 
que tengo ocasión: el teatro San Benedetto. Como sabes, durante 
este año me he convertido en un verdadero aficionado a la ópera. Durante 
el carnaval se estrenó una muy divertida de Paisiello, un compositor del que 
posiblemente no hayas oído hablar pero que aquí es muy admirado. Se 
titulaba Le nozze disturbate. Las bodas interrumpidas. No creo que se me 
olvide ese título porque yo, Elizabeth, voy a interrumpir la nuestra. Quizás 
debiera decirte que lo hago con todo el dolor de mi corazón, pero no 
quisiera continuar con esa hipocresía tan afectada que tanto nos caracteriza 
más allá del Canal de la Mancha. No soporto la idea de volver allí y no puedo 
pedirte que hagas tú el viaje hasta aquí. Es más, no estoy seguro de que quiera 
pedírtelo.
De camino a Venecia entramos en Verona. Una ciudad notable y famosa en 
el mundo porque entre sus calles transcurre la obra de amor más grande 
jamás escrita. Hace un año pensaba que cuando llegara a esa ciudad no 
dejaría de sollozar con tu recuerdo. Pero una vez allí, lo único que me venía 
a la cabeza era que mi viaje estaba llegando a su fin y no podía imaginarme 
la vida en el húmedo y próspero Londres sin el rojo de estos ladrillos, sin 
este olor a pescado, sin este vino que acaricia al tragar. Parecerá una locura, 
pero sin locuras solo somos un puñado de huesos de esos que se describen 
en los manuales de anatomía.

Verona ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).

Rompo contigo, Elizabeth, igual que rompo con mi vida anterior. Quien ha 
conocido este bel paese sabe que es difícil no enamorarse de estas tierras. 
Llevo aquí más de un año y siento que no os amo tanto como a ellas. Espero 
que puedas comprenderlo, igual que te deseo la felicidad que yo no podría 
darte lejos de este sol que me abraza y esta gloria en los ojos cada día.
Tu amigo,
Carlo

martes, 30 de diciembre de 2014

"El maestro de la revolución minúscula (Gianni Rodari)" por María Ramiro Martín


Ya no se tiene respeto a los fantasmas.
Se ha perdido la fe.
Gianni Rodari nunca quiso entrar en el ejército. Odiaba las guerras igual que cualquiera en su sano juicio las odiaría. Consiguió esquivar la II Guerra Mundial con ligereza y mala salud, pero el periodista de oficio y escritor por devoción no pudo librarse de las filas con la República de Saló, aquel capricho de Mussolini. No era la primera vez que le tocaba «cuadrarse» y seguir un camino marcado. De niño, su madre le hizo ingresar en un seminario católico en el norte de Italia. El Vaticano firmaría su excomunión en plena guerra fría por «diabólico e insensato».
Pero mucho antes de eso, aquel joven debilucho y desganado, sin estrategia vital y sin plan alguno, marchó a las montañas de Reggio Emilia a trabajar en alguna casona de la región. Allí cayó en una familia de alemanes judíos —no crean que lo hizo a conciencia— que creyeron encontrar en Italia un lugar a salvo de las persecuciones raciales, y junto a ellos acumuló las lecturas de Marx Ernst, Viktor Skolovski y Saussuremientras enseñaba italiano al hijo menor recitándole de memoria Pinocchio de Collodi. Una etapa de tránsito que sin querer le orientó a dedicarse a la enseñanza en otras escuelas de la zona para seguir ganándose la vida.
Un poco, no mucho antes de aquello, a Rodari el estallido de la guerra le pilló en Milán, donde se había matriculado en la Facultad de Lenguas. Y casi al tiempo, podemos decir, se vinculó al Partido Comunista, un coqueteo que le introdujo en las publicaciones subterráneas con pequeños artículos que firmaba como «Francesco Aricocchi».
Así que con Rodari como maestro, la escuela era un escuadrón en pie. Él había crecido en el fascismo y aquellos chavales vivían todavía la lengua del dictado y de la redacción. Su preocupación fue enseñarles a observar desde fuera de la ventana el espectáculo de la vida y que aprendieran a salirse del camino marcado por tener el suyo propio. Enseñarles a usar la palabra «libertad» cuando la palabra libertà se decía pequeña, muy bajito.
— Il grano è azzurro
—La neve è verde
—L’erba è bianca
—Il lupo è dolce
—Lo zucchero è feroce
—Il cielo è maturo.
(Gianni Rodari, Il libro degli errori)
Igual que la enseñanza se convirtió en su medio de supervivencia, el periodismo fue para él una vía de escape, y a decir verdad, ninguno de los dos era realmente su vida. Tras L’Ordine Nuovo vinieron el periódico del PCI,L’Unitá de Milán, Il Pionere, Avanguardia y Paese Sera, para el que trabajaría toda su vida. En ese vaivén, en 1947 asumió la dirección de Il Giornale dei Genitori, una publicación mensual infantil. Las aristas de su carrera comenzaban a converger.
Gianni Rodari había escrito desde siempre, mientras vivía en el traje de varias personas —en aquellas montañas, en la escuela, en el periódico—. Por suerte, aunque siempre habló de Italia en rojo, para el personaje multicolor la política era solo palabrería. De una forma casi inconsciente comenzó a jugar con la escritura y, con la misma honestidad con la que se enfrentaba a los niños cada mañana en los bancos del colegio, mirándoles cara a cara, a su misma altura, cogió las letras y las hizo frases, historias y textos escritos para ellos rescatando el juego con la imaginación que la maltrecha Italia de la posguerra se empeñaba en mantener soterrado.
For us, there’s only the trying. The rest is not our business. (T. S Eliot. How to use words)
Gianni Rodari pensaba en las palabras como Paul Klee en los colores, de dos en dos. El paralelismo en su vida era lo mismo en sus teorías. Le gustaba desnudar una trama hasta reducirla a su versión abstracta, que para él siempre eran dos conceptos, y vestirla con una nueva interpretación.Sin plan alguno y sin armas, emprendió su propia guerra para hacer del juego de la literatura infantil una nueva pedagogía que cambiara por completo el oxidado sistema escolar. No tendría estrategia, pero desde luego no estaba solo. En su bando estaban el futurismo de Palazzeschi, el nonsense de Lewis Carroll y Edward Lear, lo grotesco de Rabelais y el realismo mágico de Bontempelli.
Su mundo era, según Italo Calvino, «una provincia del imaginario que lindaba con el continente surrealista: aquel lugar agradable pero no edulcorado que fuera algún día descubierto porJacques Prévert». La literatura infantil había sido utilizada durante el régimen como medio de divulgación para sus jóvenes destinatarios. Parte de la producción había sido controlada y censurada. La dimensión fantástica fue una «zona franca» durante los decenios de Mussolini, y aunque era algo anecdótico y seguía estando reprimida y débil, Rodari llegó como una aparición innovadora, permaneciendo hasta los años sesenta como un caso aislado.
Sin ponernos demasiado trágicos, Rodari fue seguramente el oasis en aquellos años de Apocalipsis de la creatividad para los aún pequeños cerebros, no solo cuando empezó a escribir otras cosas aparte de sus artículos, sino cuando comenzó a sentirse como el maestro que portaba y materializaba la esperanza, la certeza de un cambio positivo de la realidad. A esa felicidad él la llamaba la «revolución silenciosa». Para los niños, comenzaba con la manifestación espontánea de las palabras en sus primeros años de vida. Suponemos que es por ser una batalla imaginaria por lo que no ocupa lugar en los libros de historia ni en los de la literatura universal italiana, pero lo cierto es que su «fantástico lúdico» debería estar a la altura del «fantástico terrorífico», el concepto del que ha bebido la tradición cuentística moderna hasta la actualidad, por su carácter fantástico- provocador. Su propia teoría literaria y su carácter cómico (incluso satírico) no gozaron de buena fama en una Italia entonces paradójicamente monolingüe.
La táctica y el ataque a través del cuento
Que Rodari descolorara los bancos del colegio y saliera a dar clase al campo no significaba la herejía, aunque de casta le viene al galgo, y hay algunos de sus textos que son una clara metáfora del levantamiento revolucionario que produjo la introducción de la imaginación en la estructura rígida de la escuela tradicional. Eso es al menos lo que concluyen la mayoría de los críticos, aunque por suerte —ya lo decíamos antes— no fue la tónica general. Hay quien ha querido leerle incluso en clave marxista y, de conseguirlo, se habrá quedado solo con una cuarta parte del escritor infantil, quizá el que se susurra en «La mia mucca», «Il giardino commendatore» o «Il gioco dei quattro cantoni».
Mejor que eso, lean a Bajtín: «La tradición antigua durante los días de Pascua permitía la risa y las bromas hasta en la iglesia», porque hablar de táctica en esta guerra es hablar de forma y deformarlo todo, es analizar la batalla para ganarla al siguiente asalto. En Rusia y también en China Rodari se empapó de estructuralismo, y aunque no le valiera para trazar un plan seguro, fue la letra pequeña del libro de instrucciones que se traía entre manos. Llevándolo por sus propios derroteros, de ahí surgió el «fantástico verbal», el arma que le faltaba para producir el extrañamiento y la risa en el niño, acaso el extrañamiento y la risa en el adulto.
La técnica de ataque se convirtió en ser, en esencia, un fabricante de juegos, y así lo aplicaba tanto en sus clases, como en sus cuentos para niños. El fantástico verbal consistía en contraponer dos palabras escogidas al azar y dar rienda suelta a la imaginación al asociarlas. Era la estrella de sus misiles en sus múltiples variaciones. La más prolífica, el «binomio fantástico».
Rodari: […] Facciamo la terza storia? Scegliamo le parole.
Ragazza: Tavolo e mangiare.
Rodari: … Questo non è un binomio particolare… È una cosa molto banale!
Ragazzo: … C’era un tavolo che mangiava le pastasciutte.
Rodari: Beh! mi sembra giusto…
Pero también otros juegos morfológicos de creación de palabras nuevas a partir de otras, y con ello creación de significados y realidades, como en Il libro degli errori (1964).
De repente la pizarra se llenaba de palabras con significados reinventados que al llegar a casa habían vuelto a su anterior estado: un frigorífico convertido en la casa del señor mantequilla. La escuela como un lugar de exploración de la imaginación, de campo de batalla. La poética que nace de los elementos cotidianos para luchar con un pasado saturado de las mismas metáforas.
Se pueden componer poemas enteros, tal vez sin sentido pero no sin encanto, con un periódico y unas tijeras. Puede que no sea el modo más útil de leer el periódico, ni hay que introducirlo en las escuelas solo para hacerlo pedazos. El papel es una cosa seria, la libertad de prensa también. Pero el juego no lesiona el respeto por el papel impreso, aun cuando puede servir para desalentar su culto. Al fin y al cabo, inventar historias también es una cosa seria. (Gianni Rodari, Grammatica della fantasia)
Otras batallas pretendía ganarlas a base de adivinanzas y ataques de preguntas con respuestas incoherentes. Ganar no ganaría, pero cualquiera podía haberse vuelto loco. En el fondo, tenía mucho que ver con el juego del escondite, algo que no dejamos de practicar de adultos. Revivir, como prueba, el temor de ser abandonado, de perderse, o estar perdido.
Porque también hay una reminiscencia romántica en la fábula de Rodari, quizá por la influencia de la tradición popular —de Andersen, del «imperfecto en el fantástico» de Todorov— que desemboca en la valoración de los pequeños objetos cotidianos y en los sucesos inesperados, como ocurre en Favole al teléfono. Estamos en el gran momento del neorrealismo en la literatura de posguerra, y aunque Rodari introduce descriptivamente temas de injusticia social y solidaridad, lo hace siempre desde la perspectiva fantástico-humorística, como tirando del hilo de la tradición del viejo Pinocchio y que también rescataría Calvino. EnFavole al teléfono un padre que por motivos de trabajo pasa largas temporadas de viaje, promete a su hija que la llamará cada noche para contarle un cuento, a veces breve por el alto coste del teléfono. Las historias de cada día se convierten en un juego metaliterario del que además disfrutarán los trabajadores de la centralita, pues todos los días a la hora del cuento dejan de atender otros teléfonos para atender a las maravillosas historias del señor Bianchi, donde lo sobrenatural se inserta en el propio universo de cada una.
El tratado de paz
La guerra vital de Gianni Rodari fue un ejercicio de circularidad en varios planos de lectura.
Mientras su proceso de creación se basaba en contar de viva voz a un grupo de escolares un cuento, su última creación, para ver si funcionaba o no; estudiar los mecanismos de la fábula, reescribirlo; volver a leer el texto escrito para observar su reacción, ejercitaba esa duda constante sobre el proceso de escritura, y su origen oral, pero sobre todo, entregaba las armas al niño lector, al niño creador, que juzga, imagina y decide.
Como Aristóteles y otros pensadores, como muchas corrientes artísticas y movimientos filosóficos, Rodari también escribió en un momento determinado su teoría, una «poética» para adultos. Aunque ya en sus años en la escuela se intercambiaba cartas con los padres de los niños, tuvo la necesidad de escribir su Gramática de la fantasía quizá para explicar las fábulas y los fantasmas, el palacio de helado y las calles sin tiempo, aquello con lo que los niños batallaban cada día y que nadie podía luchar por ellos. Sin querer, a partir de la literatura infantil, Rodari escribió el armisticio más importante de las nuevas generaciones que aquella Italia inmadura le devolvería en forma de rechazo. Fue, por otra parte, su libro más aburrido.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Otra vez 29 de diciembre

Me he despertado antes de tiempo, como siempre en esta fecha, desde hace tres años. El recuerdo de mi padre me desvela antes de que amanezca. Su mirada desasosegante -la última antes de sumirse en el sueño de la agonía- me despierta en la penumbra de la habitación y me estremece. No se le oye, no veo su rostro, solo esa mirada de vidrio empañado que ilumina la madrugada como los ojos de un lobo en la espesura de un bosque. Miro a mi alrededor, no sé si estoy dormido o despierto, se quiebra la realidad y entonces escucho sus últimas palabras: "Es el fin de la existencia", extraídas de unos jipíos flamencos de Manolo Caracol.
Nadie me reconforta desde hace tres años de un vacío que remuevo todos los días con la palma de la mano. Escurro el brazo en una fosa enorme y tanteo sin suerte, no palpo nada, nada sólido me llena los dedos. Desde hace tres años. Lo veo allí sentado, oteando el fin, ajeno a lo que se mueve a su alrededor, con el desconcierto del que ya no se siente miembro de la vida, sin fuerza ya para levantarse, solo con energía para reclamar tranquilidad, alejamiento: "¡Dejadme en paz, mecagüendiós!", la expresión es dura, recoge con espanto la renuncia a la compasión, el rechazo a los remilgos de los que rodean a los moribundos. No quiere verse acicalado ni compadecido. Su victoria es su carácter, no le queda otra cosa.
Lo añoro, no me acostumbro a ir a la casa de mis padres, a la tienda donde trabajaba, a los campos por los que paseaba y no encontrarlo, no verlo, aunque fuera encorvado en una silla esperando la muerte con los ojos perdidos en la espesura del bosque. Nunca le hablé con dulzura porque no nos enseñó a hacerlo, porque su pasado se lo impedía. Solo cuando reposaba en la cama, recién fallecido, me atreví a tumbarme junto a él, le rocé la cara con el dorso de mi mano  e intenté susurrar las palabras que no pude decirle en vida. Tampoco lo conseguí. Solo salió de mi boca un gemido anacrónico de niño desvalido: "¡Mi papa, mi papa!" y me acurruqué junto a la muerte compasiva, que acababa de silenciar a los estertores de la morfina.  

miércoles, 24 de diciembre de 2014

"Todas las antígonas" de Félix de Azúa


Si hace un par de años Helena Cortés nos conmovió con su Edipo, este año nos sobrecoge con Antígona, otro producto rotundamente admirable de la editorial La Oficina.
La flexibilidad de la heroína griega para adaptarse a múltiples interpretaciones (George Steiner recogió decenas) la convierte en nuestra contemporánea. He aquí una muchacha que desafía al poder político con el fin de dar sepultura a su hermano. El tirano de la ciudad, Creonte, había prohibido enterrar a los traidores. Así la destrucción se cierne sobre ambos, el político y la insurrecta, en una de las más ambiguas y fúnebres tragedias.
En su edición, Helena Cortés ha reunido tres antígonas. La de Hölderlin, cuya traducción del texto de Sófocles figura en la cara izquierda de la paginación, con su versión al castellano en la derecha. La de Bertolt Brecht que viene en un CD adjunto. Y la de Straub/Huillet que filmaron la representación. Cada una de ellas es una variación original.
La tragedia de Sófocles (la ausente), según la clásica lectura de Hegel, opone a las fuerzas de la ley ciudadana, clara y universal, con su enemigo antagónico, la oscura ley de la sangre y del clan. Creonte representa el paso de la horda mítica a la polis gobernada por la razón y, frente a él, Antigona asume el pasado que va a ser destruido y desafía al poder público: la ley de la sangre la obliga a enterrar a su hermano, el traidor, para que su alma no vague eternamente. Recuerdo lo muy presente que teníamos esta tragedia en el País Vasco cuando, a comienzos de los ochenta, ETA asesinaba a cientos de personas sin que nadie rechistara, ni Antígona, ni Creonte. Ni siquiera había tragedia. Ciudad muerta.
La versión de Hölderlin es más oscura y se asoma al abismo. Su poesía tiene la fuerza de quien ha conocido el mal y ha vivido la contradicción trágica de la ley y la sangre durante la Revolución Francesa. Por eso no toma un partido tan claro como el de su amigo Hegel, sino mucho más complejo y en ocasiones tormentoso. El trabajo de Cortés es inmenso.
Tengo para mí que Bertolt Brecht patinó en su versión, sea por inadvertencia, sea por sectarismo. Al convertir a Antígona en una insubordinada que se enfrenta al nazi Creonte, no sospechó que la figura del tirano podía ser la premonición de Robespierre o de Lenin. Si Creonte es también destruido por los dioses ello obedece a que quiere imponer la virtud revolucionaria a las masas por la fuerza y el terror. Sólo Antígona (una Charlotte Corday) se le opone aunque sea por motivos arcaicos. Los dioses castigan la hybris de Creonte: Robespierre acaba en la guillotina.
Finalmente, la filmación de Straub/Huillet es un clásico de la nouvelle vague. Una verdadera joya. De una sobriedad que también traería sobre ellos el castigo divino, la película tiene la rectitud revolucionaria de Robespierre y la animada superficie de una columna dórica.
Necesitaría el doble de espacio para dar cuenta de este monumento. Baste como resumen lo siguiente: yo diría que es el mejor libro editado en España en 2014, por su audacia, por su coraje, por su elegancia.

martes, 16 de diciembre de 2014

"Solo venial" de Manuel Vicent

El origen de toda la riqueza y corrupción que ostenta la Iglesia se debe paradójicamente al pecado venial. Su creación hizo necesaria la existencia del purgatorio, que ha resultado ser un negocio mucho más sólido que todas las empresas juntas del Ibex 35 o del Dow Jones. El pecado venial es solo un juego malabar elaborado por un genio de la economía. Los que mueren en gracia de Dios sin estar perfectamente purificados no pueden entrar en el Reino de los Cielos, pero tampoco una falta leve merece una condena al fuego eterno. Cielo e infierno son un final de trayecto irreversible. Había que crear en mitad del camino un depósito de ánimas benditas en tránsito, una especie de isla de Ellis cuya salida hacia la Ciudad de Dios, el Manhattan Celestial, se realizara mediante un impuesto de peaje satisfecho con misas, novenas e indulgencias pagadas con dinero al contado o a través de herencias y donaciones de bienes muebles e inmuebles a la Iglesia. El alma en pena es normalmente la de un familiar muy querido que obliga al creyente a acudir al rescate para sacarlo de ese cocedero. Desde el inicio de la cristiandad hubo reyes pecadores y condes facinerosos que levantaron templos, crearon monasterios y abadías, ofrecieron regalías a los clérigos para hacerse perdonar sus fechorías y asegurarse las plegarias por su alma después de la muerte; hubo confesores especialistas en torcer la última voluntad de agonizantes hacendados y en macerar viudas ricas hasta extraerles el testamento del cortijo. Esta rapiña no hubiera sido posible sin la existencia del purgatorio, el invento que más dinero negro ha generado en la historia de Occidente, sin inversión alguna. Se trata de un encaje de bolillos. Al pecado venial y al castigo de un fuego al baño María regulado mediante óbolos debe la Iglesia toda su corrupción y riqueza descomunal.

sábado, 13 de diciembre de 2014

"Lorca y Dalí, amores-genios" por Mónica Laneri


El poeta y dramaturgo Federico García Lorca  y el pintor Salvador Dalí mantuvieron esa relación por años (1923-1936), si bien tuvieron sus periodos de distanciamiento. La atracción entre ambos jamás llegó a consumarse físicamente, según lo narrado por Dalí, pues se consideraba heterosexual.  “Un amor erótico y trágico, por el hecho de no poderlo compartir”, aseguraba el pintor en 1986, en una carta al director publicada en EL PAÍS, de España, y dirigida al irlandés Ian Gibson, autor del libro “Lorca-Dalí. El amor que no pudo ser. La apasionante y trágica amistad de dos colosos de la España del siglo XX”. Dalí lo acusaba de subestimar sus relaciones con el poeta, “como si se hubiera tratado de una azucarada novela rosa”. Y, no obstante: “Tú eres una borrasca cristiana y necesitas de mi paganismo (...) yo iré a buscarte para hacerte una cura de mar. Será invierno y encenderemos lumbre. Las pobres bestias estarán ateridas. Tú te acordarás que eres inventor de cosas maravillosas y viviremos juntos con una máquina de retratar (…)”, con ese fuego escribía Salvador Dalí en el verano de 1928 a su amigo Federico García Lorca. El epistolario entre ambos genios puede leerse en su conjunto en “Querido Salvador, Querido Lorquito” (Elba), un trabajo realizado por el periodista Víctor Fernández.  
En total sobrevivieron cuarenta cartas de las escritas por Dalí a Lorca, de las cartas enviadas por el poeta, solo se salvaron siete. La explicación dada por Fernández es que Ana María, hermana de Dalí, vendió mucho material de archivo de su hermano, tras la Guerra Civil, y otros documentos habrían sido destruidos, por celos, por Gala, esposa del pintor. Trasciende también que Lorca era un tema no grato en la residencia de los Dalí cuando estaba Gala. “Entre los papeles del pintor hay cartas de Lorca recortadas con tijeras; a esa documentación tenía acceso poquísima gente, entre ellas la mujer del pintor”, afirmó Fernández en una entrevista realizada por El País de España.
 “Federiquito, en el libro tuyo (…) te he visto a ti, la bestiecita que eres, bestiecita erótica, con tu sexo y tus pequeños ojos de tu cuerpo (…) tu dedo gordo en estrecha correspondencia con tu p…”. (...) “Tu poesía se mueve dentro de la ilustración de los lugares comunes más estereotipados y más conformistas”. Esto escribió Dalí a Lorca en 1928, tras la aparición de su “Romancero Gitano”. Si bien la crítica parecería lapidaria, también dicen que fue este punto de vista el que llevó a Lorca a hurgar en nuevos rumbos literarios. “Tú eres un genio y lo que se lleva ahora es la poesía surrealista. Así que no pierdas tu talento con pintoresquismos”, habría agregado Dalí. Así es, probablemente, como surge “Poeta en Nueva York”, que alude en el título al sitio hasta donde Lorca había viajado para curar el corazón maltrecho por el desamor de un conocido escultor. 
UN AMOR DE PELÍCULA
Lorca y Dalí tuvieron una historia que se presta a muchas conjeturas, y que fue, es, y, probablemente, seguirá siendo, tema de libros, artículos y películas. A más del rescate de, al menos parte, de la correspondencia que intercambiaban, quedan fotos y testimonios dando cuenta de una, como mínimo, amistad entrañable, con periodos de distanciamiento. Toda esa carga informativa, y el cúmulo de evidencias, no hacen más que sindicar una mezcla de sentimientos, tal vez, hasta tortuosos entre ellos, y absolutamente pasionales. Muy jóvenes se conocieron en el pensionado universitario. Era una Residencia de Estudiantes de Madrid, y corría el año 1923. Tenían 24 y 18 años. La amistad surgió rápidamente, y también la atracción del uno por el otro. Si bien, Federico García Lorca no temía llevar la relación más allá de la simple amistad, desde un principio Salvador Dalí se declaró heterosexual, situación que más de uno analiza como un caso de represión de su homosexualidad latente, debido, especialmente, a la severidad con la que fue criado por su padre, el notario de Figueras.
El periodo más intenso lo vivieron cuando Dalí realizó el servicio militar. En esa etapa tuvo tres meses de permiso, que los pasó al lado de García Lorca. Se movieron entre las ciudades de Figueras, Cadaqués y Barcelona. Para entonces llevaban más de un año sin verse. De todos modos, los compensaron en esos meses de íntima amistad, en los que también trabajaron en la decoración de una obra de teatro. En mayo de 1926, Lorca habría intentado tener relaciones físicas con Dalí, pero el artista lo rechazó por considerarse heterosexual, según comentarios del propio pintor. Este tema es tratado en “Lorca-Dalí. El amor que no pudo ser. La apasionante y trágica amistad de dos colosos de la España del siglo XX” del irlandés Ian Gibson, obra cuestionada en vida por Dalí, debido al enfoque de la historia que no, no obstante, fue negada por el pintor.
UN TERCER GENIO EN DISCORDIA
En el libro de Ian Gibson aparece Luis Buñuel, como el tercero en discordia. También los había conocido en la residencia de estudiantes, pero no habría sentido simpatía por Lorca, a quien trataba de apartar de Dalí. Se especula que en las conversaciones entre Buñuel y Dalí, se referían a Lorca, como el perro andaluz. Sería por esto que Lorca siempre se sintió aludido con el título de la película que filmaron Buñuel y Dalí juntos en 1927 en París; una obra considerada cumbre del surrealismo cinematográfico. Cuenta también la leyenda que por un perro dibujado en una carta a García Lorca de octubre-noviembre de 1927 se cree que el “perro andaluz” de la película hace referencia al poeta andaluz.
…Canto tu corazón astronómico y tierno,
de baraja francesa y sin ninguna herida.
Canto el ansia de estatua que persigues sin tregua
el miedo a la emoción que te aguarda en la calle.
Canto la sirenita de la mar que te canta
montada en bicicleta de corales y conchas.
Pero ante todo canto un común pensamiento
que nos une en las horas oscuras y doradas.
No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima… 
Fragmento de Oda a Salvador Dalí de F.G.Lorca (1926)
VIDA, PASIÓN Y MUERTE
Cuando se reencontraron en Barcelona, en el año 1934, ni el tiempo ni la distancia habían borrado esa relación. “Somos dos espíritus gemelos. Aquí está la prueba: siete años sin vernos y hemos coincidido en todo como si hubiéramos estado hablando diariamente...”
La muerte tan temprana de Lorca, ante un pelotón de fusilamiento (1936), durante la Guerra Civil española, y en lo que fue conocida como la masacre de Granada, pesó profundamente en Dalí, quien de algún modo sintió que no fue lo bastante tajante en su propuesta de que Lorca viajara a Italia con él. A Lorca lo condenó su tendencia republicana y su reconocida homosexualidad.
Los expertos dan cuenta de que en varios de los cuadros de 1938 aparece el rostro "invisible" de García Lorca: Afgano invisible, Aparición de rostro y frutero, y El enigma sin fin, donde el fantasma del poeta está configurado por el cuerpo de un afgano, un mastín y un galgo, respectivamente. Lo que vuelve a recordar la referencia a "un perro andaluz”. "Adios te quiero mucho, algún día volveremos a vernos, ¡qué bien lo pasaremos!". Dalí a Lorca en una carta.
Al morir su esposa Gala, en 1982, el pintor regresó con su mente a los años felices de su juventud: los que compartió con Lorca en la Residencia de Estudiantes. Llegó a pesar 34 kilos, pues se negaba a comer. Los biógrafos relatan que, según testimonio de una de las enfermeras que atendió a Dalí en ese trayecto final, lo único que ella logró comprender de todo lo que decía el pintor en ese tiempo fue: “Mi amigo Lorca”. Para mí, al menos, no existe un mejor corolario para esta historia de amores-genios.

"Relatos iniciales" por Antonio Muñoz Molina ("Babelia")




IGUAL QUE UN FETO parece atravesar aceleradamente en nueve meses toda la duración de la vida sobre la tierra, desde los primeros organismos unicelulares hasta el Homo sapiens, hacia los siete u ocho años un niño está completando el tránsito desde las culturas orales, el pensamiento mágico y los mitos, hasta la máxima sofisticación del razonamiento abstracto y la lectura. Hace menos de cinco mil años que empezaron a escribirse historias inventadas. Pero antes de la escritura se extiende un continente, un planeta ignorado de narraciones orales que se urdieron y se contaron a lo largo de al menos cuarenta mil años, quizás desde el tiempo de las primeras representaciones artísticas. Un niño de tres o cuatro años vive en ese mundo, que es el de los cuentos y el de los mitos, el de las primeras tentativas de explicación natural de los fenómenos visibles, y también el de los juegos, en los que aprende precozmente los mecanismos sutiles de la ficción. El juego, como la literatura, se basa en lo que Coleridge llamó “suspensión voluntaria de la incredulidad”, que es justo lo contrario de la creencia. El creyente está convencido de la existencia de seres sobrenaturales y de hechos absurdos. El niño que juega, como el lector de una novela o el espectador de una película, en vez de creer, deja en suspenso la incredulidad, de modo que disfruta cabalgando sobre un palo de escoba, aunque sabe que no es un caballo, o se conmueve hasta las lágrimas por la muerte de don Quijote o la de King Kong, teniendo plena conciencia de que los dos nunca existieron, si bien don Quijote era un hombre verosímil y King Kong una criatura fantástica.


Groucho Marx exclamó célebremente, delante del mapa desplegado de una batalla, que aquel mapa podía entenderlo un niño de cuatro años, y a continuación rogó que le trajeran a un niño de cuatro años. Los mecanismos psicológicos en los que se basa el juego de la ficción forman parte tan integralmente de nuestro patrimonio cognitivo que un niño de cuatro o cinco años los domina por completo, igual que domina con perfecta fluidez las complicaciones gramaticales de uno o dos idiomas. Nacemos tan programados para segregar y requerir historias como para buscar el amparo de nuestros padres y el trato con nuestros coetáneos. Mucho antes que el dominio del lenguaje se ha desarrollado esa herramienta fundamental de la literatura que es el deseo y la capacidad de ponerse en el lugar de otro, de adivinar sus pensamientos y predecir sus reacciones. El adulto desvía la mirada hacia un lado y el bebé capta ese movimiento y vuelve los ojos en la misma dirección. Antes de contar historias en voz alta o de escucharlas ya nos las estamos contando a nosotros mismos, estableciendo en silencio hipótesis narrativas sobre lo que nos rodea. De noche, en la cama, en la oscuridad y el silencio, apenas sabiendo hablar y mucho antes de saber leer, el niño y la niña fantasiosos se cuentan cosas a sí mismos, mantienen conversaciones en voz baja con un muñeco o con un padre o un hermano ausentes o imaginarios, o con un dedo pulgar, como el pobre niño asustado y trastornado de El resplandor.


Los cuentos son una deriva natural de ese instinto. La palabra impresa y la lectura son una innovación tecnológica, teniendo en cuenta lo reciente de su aparición, comparada con la amplitud de la experiencia narrativa humana, y más aún teniendo en cuenta lo limitada que ha sido la transmisión escrita hasta hace poco más de un siglo. El niño es un primitivo animista que distingue ojos en los árboles y caras en las rocas y que se rinde al hechizo de una voz, un presocrático que imagina explicaciones insensatas, aunque no milagrosas, para los fenómenos naturales, lo mismo la aparición nocturna de la luna que el soplido del viento o el brillo del relámpago. Su sentido todavía literal del idioma le puebla el mundo de posibilidades asombrosas y hasta aterradoras cuando escucha las metáforas implícitas en las expresiones de los adultos. Que las paredes oyen, que se ve el cielo abierto, que están cayendo chuzos de punta, que en algún sitio hay un gato encerrado, que el alma se cae a los pies, que huele a chamusquina, que a alguien se lo ha tragado la tierra, que se puede caminar con pies de plomo. Cuando yo era niño me perdía en especulaciones sobre cómo sería posible eso que se contaba de algunas personas, que habían tirado la casa por la ventana. Esa resonancia originaria de las palabras comunes es el fundamento de la poesía.


Hace más de treinta mil años, en la cueva de Chauvet trabajaban extraordinarios pintores, idénticos en su talento a Miguel Ángel o a Van Gogh: es inevitable suponer que habría también narradores magistrales. Abruma la magnitud de todo lo que se habrá perdido sin rastro, lo que no dura en las cuevas, lo que no tiene existencia tangible, la narración oral, la música. Pero igual que cada vida humana empieza en el origen unicelular y acuático de la vida, la capacidad de fabulación se inaugura en cada conciencia infantil, asistida y modelada por el lenguaje, que sirve por igual para nombrar lo existente y lo inexistente, lo visible y lo invisible, lo que sucedió ayer y lo que todavía no ha sucedido, para decir la verdad y para mentir, incluso para fingir que es verdad lo que el narrador y el oyente saben que es mentira.


Yo nací a tiempo de conocer el fin de una cultura oral. Recuerdo ciegos mendigos cantando por la calle coplas de crímenes y de milagros. Recuerdo a las niñas que acompasaban el juego del corro con romances que se habían transmitido desde hacía siglos. Algunos los he reconocido en antologías de canciones sefardíes. Los más recientes habían tenido su origen en la muerte de la reina María de las Mercedes y el luto de Alfonso XII y en el rechazo popular a las guerras de Marruecos. Las madres cantaban villancicos medievales y cuplés aprendidos en la radio, cada uno de los cuales contenía una historia que subyugaba al niño silencioso y atento, que iba por la casa siguiendo la canción, detrás de las tareas sucesivas de las mujeres. Cada tarde las novelas de la radio alimentaban la misma fascinación por los relatos en voz alta. A la caída de la noche los niños mayores contaban a los otros historias antiguas de miedo o argumentos de películas, y así el cine se agregaba a la tradición oral. El mundo narrativo de las mujeres y el de los hombres también estaba segregado: los hombres cantaban mucho menos y la mayor parte de las historias que contaban tenían que ver con la guerra, la guerra misteriosa y lejana que no había sucedido en el cine.


Pero no hay motivo para la nostalgia amarillenta, ni para la pesadumbre apocalíptica sobre la tecnología. El mundo de los relatos en voz alta no se ha extinguido ni puede extinguirse. Todos estamos siempre escuchando y contando historias. Y cada vez que un adulto, un padre o una madre, un abuelo, empieza a contarle un cuento por primera vez a un niño los dos habitan intemporalmente en los orígenes de la literatura.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Decálogo del tertuliano


Decálogo del perfecto tertuliano, también adoptado en los últimos tiempos por cualquiera que se precie de periodista moderno:

1. Serás ubicuo y petulante, a partes iguales.
2. Tomarás por idiota al oyente o lector.
3. Hablarás con desvergüenza de cualquier tema sin saber de ninguno.
4. Abjurarás del nacionalismo escudándote en el rancio nacionalismo español.
5. Cazarás y capturarás a Pablo Iglesias.
6. No modificarás ni un ápice tu postura, aunque te la refuten con sólidos argumentos.
7. Juzgarás sin piedad y sin argumentos a todo el que te contradiga.
8. Te cebarás en las noticias más escabrosas y sangrientas sin que te importe el daño que pueden infligir tus palabras.
9. Saltarás por encima de todos los códigos deontológicos.
10. Usarás las expresiones "poner en valor" y " en base a".

...Todos estos mandamientos se reducen a uno: SERÁS LA VOZ DE TU AMO.

martes, 9 de diciembre de 2014

Vivir


Hablar de lo que no se quiere hablar,
salir con quien no se desea ver.
Vivir donde nunca habría habitado.
Visitar los lugares más odiosos.
Conversar de inanidades que dejan 
un sabor a veneno que corrompe.
Asistir a reuniones cuando 
se necesita soledad.
Cubrir de vulgaridad el cuerpo,
la palabra y el alma.
Trabajar para vivir o trabajar para bien morir.
Narcotizarse para aguantar.
Así es la realidad.
Esta es la materia con que matamos
los días
hasta envolvernos en una crisálida
de hastío y sumisión.
La supervivencia, las convenciones,
los compromisos, las obligaciones,
con toda esta argamasa nos construimos. 
Nos impregnamos
de una viscosa capa que apesta si la olemos.
Conversar con quien no deseamos,
ocupar nuestro tiempo con actos que 
nunca
realizaríamos si tuviéramos voluntad,
si no nos obligara ese poder invisible que nosotros mismos ayudamos a fortalecer.
Completar la agenda (expresión infame, "completar la agenda") con citas indeseables hasta vernos a nosotros mismos con la misma aversión que a quienes habríamos evitado.
Y darnos cuenta de nuestra muerte,
de que la sustancia adiposa nos ha convertido en odres de viento,
cuando ya es inútil arrancarse la piel,
porque no recubre nada, ni siquiera músculos, no digo ya arterias. 
Y comprobar que solo nos quedan el arte, la música, las palabras y a veces el pasado (el amor se evapora en el hueco de la inconsistencia).
Y añorar, al oír una melodía o al escribir un verso o al contemplar unas ruinas, lo que era la vida. Y sentir el vello erizarse y reducirse el aliento y hasta humedecerse los ojos con lágrimas patéticas de melancolía.
Y sentir como una enfermedad la idealización del recuerdo,
y temblar ante una hoja manchada con la experiencia de otro
que sí ha vivido 
o que lo finge muy bien en sus palabras,
y estremecerse con el aleteo de una voz que no es de nuestro mundo
mudo,
y desconcertarse ante el pálpito de unas piedras
más vivas que nuestro corazón.