Ilustración: Ulises
Ambrose Bierce definió bien la Historia en su diccionario del diablo: "Relato casi siempre falso de hechos casi siempre banales protagonizados por curas casi siempre miserables y militares casi siempre idiotas". Podía haber añadido: y redactado por escritores casi siempre ingenuos o demasiado bien pagados. A menudo he citado esta frase brillante y malvada, pero creo que a partir de ya voy a cambiarla por esta otra que he encontrado en La invención del pasado (Editorial Debate) de Miguel-Anxo Murado: "¿Para qué sirve la historia? La respuesta puede parecer una ironía: sirve para cambiar el pasado". A demostrar qué poco de ironía hay en su definición de la utilidad de la historia dedica el narrador gallego las deslumbrantes 200 páginas de un libro que, si yo tuviera la mala costumbre de subrayar libros, hubiera martirizado con subrayados y signos de admiración en los márgenes.
El pasado no es la explicación del presente, sino su justificación, de ahí que sea tan fácil -tirios y troyanos lo hacen a menudo- acusar a los otros de "tergiversar la historia" o de "falsificar el pasado". Porque se parte de la no sé si muy plausible convicción de que la historia puede ser algo objetivo, de donde hayan tenido éxitos frases como la de Santayana -quien ignora su historia está condenado a repetirla- o aquella que se lee en El Quijote y que tanto gustaba al Pierre Menard de Borges: "La verdad, cuya madre es la historia...".
Sin embargo, con prosa cristalina y argumentación irrebatible, instruyendo y deleitando, Murado viene a demostrar cómo se ha utilizado la historia para, en efecto, inventar -más que inventariar- el pasado y producir en nosotros una conciencia histórica inevitablemente deformada con respecto a aquello que podríamos llamar "la verdad de los hechos". Va el autor ofreciendo radiantes apuntes de cómo se forma el conocimiento histórico, de dónde surge, cómo se desarrolla, y mediante esos apuntes se revisan de manera radical hechos históricos populares cuyas versiones oficiales -repetidas por tierra, mar y aire, por escrito y por pintado y por filmado- no pueden resultar más distorsionadas e imaginarias. Es interesante señalar que para Murado -para los propósitos del libro de Murado- la diferencia entre historia popular (es decir la que cree saber la mayor parte de la gente) y la historia académica (es decir, la escrita por especialistas para especialistas) es irrelevante, precisamente porque lo que hoy es historia popular nació en su día como historia académica: lo que en su libro interesa es desvelar el proceso mediante el cual se opera el milagro de que una acabe convirtiéndose en la otra. Muy gráficamente lo dice así el autor al comienzo de su libro: "Nos interesa describir el fenómeno, no juzgarlo. Lo que haremos será abrir la historia como si fuese la tapa de un motor para ver cómo funciona." Y ese funcionamiento está tan lleno de falsificaciones -a veces firmadas por prestigiosos santones de la historia-, reliquias inventadas y necesarias para apoderarse del pasado, errores que a base de repetirse alegremente quedaron como cromos camuflados de documentos, imágenes -realizadas por hábiles pintores que muchos historiadores tomaron por reporteros- que acabaron grabándose a fuego en la conciencia colectiva a la que no le iba a importar demasiado que estuvieran llenas de inverosimilitud.
Los ejemplos con los que carga el libro de Murado son muchos y la mayoría de ellos capitales de nuestra historia: desde Numancia a la camisa de Isabel la Católica (personaje tan poco relevante, por cierto, que hasta el siglo XVIII no mereció su primera biografía), desde la rendición de Breda a los jueces de Castilla, desde el imperio de Carlos V al Barrio Gótico, desde la Tizona del Cid, en fin, a los fusilamientos de mayo que pintó -aunque nunca presenció- Goya. "Ningún informe histórico puede recuperar la totalidad de ningún acontecimiento pasado, porque su contenido es prácticamente infinito. Ningún informe puede recuperar el pasado tal como fue, porque el pasado no era un informe", escribió Lowenthal, y Butterfield decía que "la memoria del mundo no es un cristal luminoso que brilla, sino un montón de fragmentos rotos, unos pocos destellos de luz que se abren paso a través de la oscuridad".
¿Por qué le damos tanta importancia a la historia?, se pregunta Murado. Y se contesta que seguramente porque nadie se la piensa demasiado, es decir, nos convencemos de que es importante porque es importante y la manera en la que se nos presenta tiende a reforzar ese valor inexplicado: como una verdad revelada, puesto que, de hecho, no puede basarse en una experiencia personal ni es comprobable en la práctica. Así pues, la historia es literatura y ya dijo Aristóteles que "el historiador y el poeta no difieren entre sí".
Miguel-Anxo Murado, escritor capaz de escribir un magnífico libro sobre su experiencia en Palestina -Fin de siglo en Palestina o un conjunto de narraciones tan magistrales como las de su libro Fiebre (los dos en Lengua de Trapo)- ha escrito un espléndido libro para ayudarnos a descreer en la Historia. Uno de sus principales daminificados -uno de los inventores de la idea de una vieja España- es Menéndez Pidal, que no tuvo empacho alguno en envejecer señalar (en la edición crítica que realizó) el Poema del Mío Cid, que él consideraba un documento histórico -ni siquiera apreciaba mucho su potencia poética- que venía a dotar a Castilla de una épica. No le importaba mucho que el propio Poema dijese quién y cuándo lo escribió: necesitaba adelantar su fecha de composición y agarrarse al cuentito de la tradición oral. Luego se sacó de la manga el Romancero para poner orden en nuestra lírica. Dedicó dos tomos a La España del Cid en el año 27, y más tarde inventó también que Carlos V tuvo alguna vez idea de imperio. Murado va poniendo en evidencia al gran sabio, con mucha ternura, eso sí, pero sin dejar de recordar a lo que tendría que enfrentarse todo aquel que osara poner en entredicho "las verdades" de Pidal (el británico Colin Smith desveló que Pidal "corrigió" el castellano del manuscrito del Poema para que pareciese más antiguo, y desde que lo hizo -con demostración de rayos X- la universidad española lo arrojó al vacío por la osadía).
La invención del pasado es un radiante elogio del escepticismo, esa auténtica conquista social. Tucídides, el primer historiador que se tomó en serio el pasado, fue también el primero en darse cuenta que su reconstrucción era imposible. Y como dice Murado "el escepticismo es también un conocimiento, y puesto que la historia es algo natural e instintivo, una carga que estamos obligados a llevar, queramos o no, es importante saber quitarle importancia para que no nos aplaste."