domingo, 1 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" VIII: "El curso de los caracoles".

Fue el curso de los caracoles. Se concentraba tanta humedad en el pasillo de bachillerato que había que andar con pies de eunuco si no se quería resbalar o hacer crujir la concha espiral de los moluscos bajo la suela de los zapatos.
Todo comenzó cuando ella cogió la mano de él por debajo del pupitre. Él se ruborizó. Tenía las palmas húmedas y los dedos derretidos. Era la primera vez que se sentaban juntos y ella no desaprovechó la ocasión.
Les dijeron que ese año sí tendrían que estudiar, que era una etapa nueva en la que se esperaba de ellos una madurez que no habían mostrado en años anteriores. Comenzaron el curso con la intención de moldear las muñecas con fibra de vidrio y sangrarse los ojos para no tener que dormir. En eso consistía la madurez: en un martirio de páginas indigestas y en perseguir la obsesión de taquígrafas diligentes. Sí, estaban por fin en bachillerato y la madurez les abría el sagrado ritual de la sumisión y la monotonía.
No esperaba él que en la primera semana de clase ella se sentara a su lado y destrozara todas sus honestas intenciones de acabar con la adolescencia. Ella le cogió la mano y jugaba con sus dedos con una sonrisa en la boca que le acuchilló los apuntes. Sonaba de lejos Garcilaso y se derrumbaban las revoluciones francesas, se anegaron los sofistas en su propio jugo y se eclipsaron las estadísticas bajo un cielo de labios deseados y manos boquiabiertas.
Y lo mejor fue el contagio. Aquel gesto de ella agarrando la mano de él con la suavidad del que acaricia el agua del mar para arrancar la sal, se contagió por todo bachillerato, sin que nadie pudiera poner freno. Ni siquiera la rigidez de los exámenes de la primera evaluación. En los huecos que los armarios huidos habían dejado en los pasillos de bachillerato, se escuchaba un hervor de ostras sorbidas con inexperiencia y un aroma a deseo que destrozaba la severidad de la Física y la mecánica de la Historia. La madurez se había derrumbado bajo un temblor de manos de mar.
Y el contagio llegó a los mayores, a los que alardeaban de madurez y distribuían la severidad. Los chicos se dieron cuenta, adoptaron a una de sus profesoras, la Perdiz, como uno de los suyos, animales de mar que habían sustituido los cuadernos por valvas de fuego. Mostraba la Perdiz, a primera hora, el cuello magullado por las encarnaduras pasionales de un profesor de Inglés y los alumnos aplaudían su rebeldía. En el fragor de la insumisión propuso cambiar las calificaciones numéricas de la evaluación por indicadores de humedad. El profesor de Lengua le hacía ojitos al conserje. Fue en Carnaval: el profesor, "Ricitos de Oro" y el conserje, "Brave Heart". Su amor no pudo aguantar la perdición de los aseos. El propio inspector flirteaba con la Jefa de Estudios y con otras profesoras, aunque su estatura de taburete, su cabeza de buitre y, sobre todo, sus palabras de piedra (que escupían las asediadas como peladillas no comestibles) solo provocaron la risa. No era un animal de mar, sino de desierto rocoso.
En los análisis sintácticos apareció un nuevo complemento: "Juan y Luisa van al parque a divertirse"; "a divertirse" es un complemento circunstancial de amor.
Fue el curso de los caracoles y nadie pudo enjugar la cantidad de humedad que se filtraba por las paredes, nadie pudo evitar que se olvidaran los puntos cardinales.  

sábado, 30 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" VII: "Retrato familiar".

Ella es alta, con la mirada huidiza y las espaldas cargadas. ¿Cargadas de qué?, no sé, ¿de frustración, de soledad, de rencor, de camiones evaporados, de perros desvalidos, de gallinas sin trigo...? No sé. Era una crueldad mantenerla en clase expuesta a la crueldad de los colmillos adolescentes. Todo el mundo lo veía y nadie hacía nada. Había mañanas en las que ella se plantaba frente a la pizarra y los muchachos bailaban a su alrededor como las hienas suelen rodear la pieza moribunda antes de hincarle el diente en la yugular.
Ella tenía las espaldas cargadas y un vago aroma a armarios cerrados que la apartaba del resto de profesores. Los ojos le bailaban cuando te dirigía la palabra, atemorizada por entablar conversación con alguien que la escuchara, le bailaban de terror, intentaban escaparse de las órbitas para no ser testigos de su incapacidad para las relaciones sociales.
Nadie sabía cómo era su casa. Yo la imaginaba enorme, con retratos de familiares colgados en las paredes, resudando los colores del óleo hasta quedar relegados al sepia de lo ya muerto. La imaginaba arrimada a los fogones de una cocina económica, afanada con torpeza en la elaboración de un bizcocho que luego regalaría para ofender a quien no le caía en gracia. Se oía el eco de los cacharros en toda la casa, empujado por la oquedad y los techos altos. Calmaba el ladrido del perro, asustado por la caída de una telaraña, y salía a echarle de comer a las gallinas con las que congeniaba mucho mejor que con los chicos de 12 años. El pueblo en el que vive es tan pequeño que sus habitantes temen salir a la calle por si descubren a alguien de fuera y pregunta algo, lo que sea, supondría un sofoco.
Era de un laconismo antiguo que asustaba. Solía dejar certeros análisis de pocas palabras cuando describía a algunos de los compañeros y reaccionaba con violencia cuando se veía acorralada. El problema era que ella siempre se sentía acorralada. Los muchachos son crueles avispas que revolotean y zumban sobre la carne perdida y la muerden hasta dejar todo su veneno en las arterias. Se hinchaba la ponzoña y era peligroso para todos mantener esa infección. Ni siquiera poníamos barro en el dolor para calmarlo.
Ella es alta, como los panteones funerarios, y un día, cuando se fue, rasgó los murales de despedida que habían elaborado sus alumnos. No lo hizo por desagradecimiento, ni por odio, lo hizo por esa infección de veneno que nadie le había curado. Se marchó en silencio, sin teléfonos, sin fiestas de despedida, como el novio que tuvo cuando era joven. Lo contó en una de las pocas confidencias que dedicaba: "Él conducía camiones, transportes internacionales, paraba poco en el pueblo. Le dije, el camión o yo, y eligió el camión. Y aquí me he quedado, con mis gallinas y mi perro". Ella es alta y con las espaldas muy cargadas de desolación.    

viernes, 29 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" VI: "¿Qué es un arcipreste?"

"¿Qué es un arcipreste?" No, no estoy copiando el poema de Buñuel sobre Un perro andaluz. "¿Qué es un pícaro?" No me voy a referir a las noticias con las que todos los días nos bombardean los diarios hasta dejarnos secos. "¿Qué es un fraile?" Tampoco estoy elaborando un tratado de teología ni he visto a Dios en una esquina. "¿Qué es un devoto?" De nuevo lo confirmo: nada tiene que ver esta crónica con el mundo indómito de la clerecía (bueno, un poco sí). "¿Qué es un calderero?" Ahora sí, entramos en la dificultad de las artes y oficios. A ver cómo explico yo esto. "¿Y un aguador, qué es un aguador?" Toma ya, a ver cómo se traga que alguien se gane la vida vendiendo agua. "¿Qué es un hidalgo?" Si lo llego a saber no vengo, si lo de aguador es difícil de digerir, no va a ser menos complicado hacer comprender cómo se vive del aire, papando moscas (tampoco esto se va a entender). "Esta si que no la sabes, ¿qué es un pregonero?" Explicarlo en voz baja no es nada sencillo. Recurriré a la mímica. "¿Y un resumen, qué es un resumen?" Ahora si que no, ya no me engañan más.
Antes de oír la última cuestión, había llegado a preguntarme en qué idioma había puesto el control de lectura sobre el Lazarillo, pero ahora me doy cuenta de que no se trataba de problemas metalingüísticos, sino, sencillamente, de ganas de pegar la hebra (no, esto tampoco se va a entender), de entablar conversación, de desarrollar la habilidad de la sinhueso, que tan bien dominaban, por otra parte, pícaros, caldereros, hidalgos, aguadores, pregoneros y, sobre todo, frailes y arciprestes.
Nada, que el examen estaba pidiendo a gritos que no fuera por escrito o que fuera representado por cómicos de la legua o que no fuera.
   

jueves, 28 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" V: "Relatos de crímenes"

Enrique cuenta las tribulaciones de una marroquí con 5 hijos a la que atropella un coche cuando va a cruzar la calle para recuperar el pañuelo que le cubría la cabeza. Paula cuenta la historia de un muchacho del siglo XVI, celoso y atormentado por un amor que lo traiciona y que ocasiona su desgracia. Damián, con su rudo estilo, se hace eco de las noticias de un asesino real que han soltado de la cárcel. Ángel mata a unos y otros en su redacción con todo tipo de armas, reales y cibernéticas... Las historias de muertes, desangramientos, disparos y cuchilladas se suceden en cada una de las voces inocentes que pasan por el centro del aula para demostrar lo que inventaron el día anterior por la tarde. Nadie les dijo que debían ser historias de aquelarres, de asesinos en serie o de ladrones sin escrúpulos. Nadie había puesto como condición que los relatos debían incluir por lo menos un apuñalamiento o una degollación, sin embargo, ellos consideran siempre necesario que se incluya a la muerte en sus historias. Que haya un loco, un terrorista o un ofendido que siembre de sangre la historia parece necesario, casi imprescindible para que resulte interesante. Nada atrae más atención para ellos que el crimen desaforado, la violencia sin sentido, el misterio de la desaparición. Todos siguen el mismo guion, como si no hubieran oído otra cosa a su alrededor o no hubieran leído sino novelas del género más negro. Me niego a pensar que sus relatos son un producto de la sociedad violenta en la que vivimos. Creo más bien que su ansia de vida, su espíritu indomable está tan lejos de la muerte, que la contemplan como algo misterioso y fantástico que les atrae de manera irresistible como motivo literario. Como el viejo que recuerda mejor su infancia que dónde ha puesto las llaves, porque la imaginación es caprichosa y añora lo que se ha perdido o lo que queda muy lejos.  

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" IV: "Celos de buey con arado"

Las tizas se partían en lo alto de las espadañas. Tras la huelga de pizarras, nadie quería escribir con faltas de ortografía. Esperaban los muchachos en la oscuridad del pasillo y empujaban sus mochilas con el ardor de quien desangra las toxinas con atropello de ametralladora. Todo esto ocurría en los corredores del instituto y nadie era capaz de atrapar la algarabía ni de ponerle freno a los aullidos de la carne hirviente. Después de pisar las baldosas azules, en los cambios de clase, pocos pueden decir que no han vivido la aventura de la ruta Quetzal en una almendra.
Nadie recuerda su adolescencia, todos olvidamos la locura del hombre sin terminar que una vez fuimos. Todos relegamos en un rincón perdido de la memoria los años de la timidez y la tonsura. Si pudiéramos recoger los fluidos perdidos en las esquinas de las aulas, llenaríamos odres enteros de semen sin manos, colmaríamos de entusiasmo y de crueldad los densos pastos de la madurez rumiante. Las mochilas retornarían y con ellas las zancadas de garza que no domina todavía el relieve extraño fuera del nido. De nuevo la angustia nos desgarraría la garganta y no sabríamos cómo contestar a una voz amada. El paso nos volvería a temblar y reaccionaríamos con violencia ante la ofensa de una nube de espuma lanzada contra nuestra vulnerabilidad de libélula. Necesitaríamos los cuerpos de otros seres indefensos como nosotros para apoyar el paso indeciso en el hombro temblón de una amistad sin candado y no amaríamos la soledad salvo en caso de oscura y maloliente necesidad.
Y a pesar de todo, la añoramos, lloramos por la desgracia perdida de no saber por dónde vadear un arroyo, de no saber firmar igual más de dos veces. Añoramos la locura y la crueldad y lo espontáneo y la inexperiencia y el agua del río todavía sin explorar. Los envidiamos en el fondo, por eso a veces, si no nos controlamos, los odiamos, por el olvido y por celos de buey con arado.  

martes, 26 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" III: "La alienación y un pantalón roto"



Después de tantos años dando clase, sucedió lo que tenía que suceder.
Ya no cuidaba con el suficiente esmero su presentación en público. Al comienzo de su carrera, se aseguraba todas las mañanas de no llevar ninguna mancha en la camisa y de que la cremallera de la bragueta  estuviera bien cerrada. Después, poco a poco, la indolencia fue abandonando el cuidado de su vestuario.
Tenía que suceder algún día, era inevitable.
Las sesudas y trabajosas planificaciones de los primeros años habían quedado atrás, el tiempo había dejado que se adocenara al albur de la improvisación y en la rutinaria lección tantas veces impartida. A veces le remordía la conciencia por no ser tan escrupuloso como antes, por no prepararse con el esmero que lo hacía al empezar, por no cuidar los detalles de su puesta en práctica y no contemplar ejemplos y actividades que resultaran atractivos. Se revolvía contra sí mismo, pero era incapaz de reaccionar. La comodidad lo podía todo.
Las nuevas tecnologías le ofrecían un gran campo nuevo donde experimentar, casi tan vasto como el que abrieron los educadores de la Institución Libre de de Enseñanza. Pero la pereza lo ganaba pronto para su causa. Había que trabajarse demasiado los temas para que tuvieran algún resultado aceptable. Lo sabía muy bien, él mismo lo había experimentado cuando comenzaba. Recordaba cuando intentó implantar alguno de los métodos innovadores y aún guardaba en la retina las caras de sorpresa de los muchachos. Todavía utilizaba alguno de esos recursos, pero lo hacía de forma tan mecánica que los resultados ya no eran los mismos.
Tenía que suceder lo inevitable, era necesario, estaba cantado. Al recoger la tiza del suelo, oyó cómo la culera de su pantalón se rasgaba. El mismo pantalón que llevaba el día que comenzó a dar clase. El sonido de la tela raída, abriéndose como el vientre de un pescado, arañó su alienación y la sacó al aire. Nunca se había sentido tan vacío y no porque no llevara calzoncillos, sino porque eran también los mismos que cuando empezó a dar clase.

lunes, 25 de noviembre de 2013

El Decamerón para Literatura Universal

Aquí os dejo el PDF para poder leer los cuentos del Decamerón. Al comienzo de cada narración, hay una síntesis de la historia, esto os puede ser muy útil para elegir la que más os atraiga. Una vez elegida, debéis leerla, actualizarla y memorizarla para contarla oralmente. Suerte y al toro. Pinchad sobre el enlace: Decamerón de Giovanni Boccaccio

Crónicas desde la "indocencia" II: "Los iluminados"


 "Hacia dónde vamos con esta juventud tan corrupta y falta de sentido" (Séneca, siglo I d.C.)

Hacía días que no se entablaba una discusión digna de ser transcrita en la sala de profesores. Las conversaciones inanes, sin trascendencia se habían sucedido en las últimas jornadas. Alguno mencionaba el frío que hacía para tratarse de principios de enero, otro hablaba del partido del domingo, otra de los vestidos que se había comprado por Internet..., pero todos sabían que en cualquier momento podía saltar la chispa de la inteligencia y fabricar un diálogo memorable era cuestión de tiempo. Las criaturas que deambulaban por aquella sala eran susceptibles de desarrollar algo así en cualquier ocasión: él, joven y recién llegado al centro, leía un examen de bachillerato; ella, veterana y sabia, escuchaba y asentía ante las verdades de plomo del novicio: .
-Seguro que nosotros no éramos así.
-Por supuesto que no.
-No he leído tanta tontería en todos los días de mi vida.
-Y acabas de empezar, espera que lleves un tiempo más en esto y verás de qué son capaces.
-Pero es que no doy crédito. Yo a su edad -la diferencia entre él y sus alumnos era de 10 años- no escribía así. No se entiende nada y no tienen referencias culturales. ¡Hijos de la LOGSE!
-Ya, ya, qué me vas a decir a mí. No saben nada, ni quién era Franco, ni qué es una valencia, ni qué es una raíz cuadrada, ni quién escribió el Ulises...
-Yo no hago más que mandarles ejercicios y soltarles el rollo para que no me escuche nadie y sigan con esa cara de alelados. Solo esperan que termine la hora para ir corriendo a coger el móvil. Me desesperan. Voy a acabar por ponerles películas, al fin y al cabo les va a dar lo mismo.
-A mí ya me da igual que me escuchen o no. Yo les doy la clase y el que quiera que me siga y el que no que llame al maestro armero.
-Con lo que a mí me gustaban las Matemáticas, por Dios. Con 14 años me volvía loco por hacer los deberes en casa y adivinar la respuesta correcta. No tenía otra cosa en la cabeza.
-Sí, esta gente es de otra raza. Nosotras respetábamos a las monjas más que a la Virgen.Y es que se hacían respetar. Si ahora pudiéramos estamparles la cara en la pizarra cada vez que hacen algo mal, otro gallo nos cantaría.
-A mí nunca me han pegado, pero una torta a tiempo nunca viene mal.
-Si no hubiera sido así, nunca me habría sacado la carrera.
-¡El que me faltaba!, ¡menuda perla!, este no sabe ni escribir. ¡"Agravar", me lo ha puesto con "v"!
-Bueno, eso es lo de menos. En mi tiempo no nos enseñaban las tildes y desde luego no pienso aprender ortografía a estas alturas.
-Sí, pero éramos mucho más nobles, cultos y respetuosos.
-Eso sí.
-¡No sé dónde vamos a llegar!

domingo, 24 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" I: "El domador".


Primer error: confundió el bloque de ladrillos cara vista con una carpa de circo. Segundo error: se creyó domador y se pertrechó de todo lo necesario (látigo, casaca roja con botones dorados, pantalones bombachos, chistera tremenda, botas altas de charol y bigote de fantasía). Entró en la clase de 1º de ESO vestido de esta guisa y cometió un tercer error: quiso transformar el estómago carnívoro de los que allí habitaban  en "panza, redecilla, libro y cuajar" (se empeñó en cambiarles la dieta de carne de gacela por canónigos salvajes y pasto sin sangre. Craso error).
Cuando esgrimió el látigo por primera vez, salpicó de estrellas chispeantes el aire herido, callaron durante un momento, pero observaron su aspecto ridículo, apedrearon su chistera y, por supuesto, no consiguió domesticarlos ni cambiar su naturaleza carroñera. Con el paso de los días, perdió el látigo, lo engulleron ellos poco a poco y lo vomitaban en forma de grafías malheridas. También notó cómo su casaca iba perdiendo color, apenas impresionó su atuendo a la concurrencia y, deprimida, se fue desvayendo hasta convertirse en un jersey de lana gris. Los botones dorados cayeron por el suelo y los recogieron ellos para sustituir al compás y dibujar círculos perfectos sobre cuadernos cuadriculados. Las botas se llenaron de polvo y comenzó la desidia diaria de no frotarlas con betún. Del bigote poco diré: el ansia de respeto que escondía lo transformaron ellos en chifla y pitorreo. Pronto habría que afeitarse para no ocupar, sin derecho, la plaza del payaso.
Penúltimo error: les hizo hablar para entenderlos. "Mi padre tiene una oveja a la que le salieron pelotas", "yo, yo, yo", "tengo una cosechadora roja, el otro día se estropeó", "mi padre ha embestido en un banco" "yo quiero ser astrónomo, pero no de telescopio, de los que viajan a las estrellas para ver cómo son", "yo, yo, yo", "¿cuántos años tienes?, 77", "no, 23", "yo quiero ser gigoló y mecánico", "yo, yo, yo" "ha dicho que languidecer significa comenzar a morir, pues como mi abuelo, él está lan-gui-de-cien-do".
Cuando solo le quedaban la chistera, el jersey gris (los pantalones bombachos tuvo que donarlos a la caridad del instituto) y unos calzoncillos con manchas de leopardo que le sentaban muy bien, comenzó a notar que ya no necesitaba darles hierba para que perdieran los colmillos, que el secreto estaba en convertirse él mismo en carnívoro y participar de sus pitanzas, y pudo escribir en la pizarra sin que sonaran silbidos a su espalda y pudo hablar despacio sin que lo interumpieran un bostezo o un temblor furioso de labios.
       Último y definitivo error: creyó haber encontrado la fórmula para que lo escucharan.

sábado, 23 de noviembre de 2013

"Escritores enredados"


Desde que me paseo por blogs y perfiles de Facebook de escritores y artistas, suelo experimentar una sensación de rechazo hacia ellos que me provoca una reacción contradictoria: aborrezco sus obras para los restos.
No voy a dar nombres, pero a muchos de estos autores los he leído antes de conocerlos en las redes sociales y he tenido alguno de sus libros en alta estima. Conozco el peligro de confundir al autor con su creación. Se pueden citar muchos ejemplos de malas personas que han desarrollado carreras literarias de mérito indudable (cualquiera conoce a más de uno). Y a pesar de saber que hay que discriminar al personaje de su engendro, no puedo evitar confundirlos cuando me sumerjo en esas páginas inanes en las que vierten sus opiniones cotidianas y muestran sus egos hidropésicos e inaguantables. Es superior a mí: los oigo opinar sobre la realidad diaria, comentar asuntos privados y solo percibo su vanidad y su soberbia golpeando una y otra vez sobre el pobre lector rendido a sus pies.
Leí, antes de conocer a su autor por las redes sociales, una novela y un libro de poesía de uno de estos escritores. La novela en concreto me pareció muy interesante. Pues bien, entusiasmado con él, busqué su nombre en Facebook y comencé a seguir con cierta asiduidad sus comentarios porque es inevitable interesarte por la personalidad de un artista que admiras. Al cabo de unos meses, no solo no volvió a despertarme la curiosidad nada de lo que decía en su perfil, sino que aborrecí su obra sin aparente razón alguna. Ya no he vuelto a leer nada de él ni tengo intención de hacerlo. Mal hecho, pero inevitable.
 Lo mismo me ha pasado con un puñado de autores más a los que si no admiraba, sí que me parecían dignos de ser leídos. Desde luego hay excepciones, pero son demasiado escasas.
Una vez sacadas las pertinentes conclusiones (tampoco era muy difícil llegar a ellas), he tomado la determinación de no volver a visitar ningún perfil de escritores que haya leído o que me hayan interesado y últimamente huyo hasta de los desconocidos.
Pero me surge una duda y un problema si no metafísico, sí de índole circense, yo también escribo y también tengo páginas abiertas en Internet. Estoy seguro de que incurro en las mismas idioteces que ellos, pero me salva algo muy importante, no tengo lectores. Si alguna vez los tuviera (es bastante improbable), no hay que ser muy inteligente para saber lo que uno debe hacer: antes de que la complacencia lo hinche a uno hasta reventar y llene sus alrededores de humores pestilentes de engreimiento, es necesario que desaparezca del orbe cibernético. Que solo lo conozcan a uno por su obra y que lo aguanten los que lo han alimentado (si son capaces).    

sábado, 16 de noviembre de 2013

"Poesía, lenguaje, poetas y no poetas" de Natalia Carbajosa

Hoy quiero hablar de poetas que me parecen más poetas todavía cuando reflexionan
sobre la poesía y la vida en sus contadas incursiones en la prosa; de novelistas cuyos
párrafos más felices suenan a poesía; y de poetas-novelistas que hacen de su prosa,
a mi entender, parte de su mejor obra poética. No puedo garantizar que no 
salgamos de este embrollo con las ideas más confusas que ahora mismo, en el inicio. 
Pero eso sí, el que avisa no es traidor.
Lo que singulariza a estos autores, según mi criterio de lectora, es su capacidad para
 hacer del lenguaje, en primer lugar, lenguaje, y no otra cosa; para hacernos caer en
 la cuenta de que las palabras tienen peso, volumen, sonido. Y solo cuando esa 
delicada operación se ha realizado con éxito, esto es, cuando en lugar de invitarnos 
a pasar fugazmente por las palabras como si fueran transparentes, nos obligan a 
detenernos un rato largo sobre ellas, solo entonces detona el pensamiento que 
contienen con un vigor inesperado que se nos antoja nuevo y antiguo a la vez. 
Sostenemos entonces las palabras en el cuenco de las manos como quien 
acabara de descubrir un tesoro y lo mantiene así, tembloroso y precario, 
en medio de la nada.
De entre el primer grupo (poetas que también escriben poesía cuando escriben 
prosa, aun sin pretenderlo), existen ejemplos célebres y solemnemente tipificados, 
como el «la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo» del Juan 
de Mairena de Machado. Pero hay en ese texto mucha más miga que apunta ya no 
solo a la poesía, sino a la propia expresión del pensamiento no evidente de la que 
es objeto la poesía: «Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si 
dijéramos en una copa más honda de nuestro espíritu».
Y ya que hablamos de recipientes, pues las imágenes de los mundos abstractos 
(o sutiles, siguiendo con Machado) necesitan concretarse en objetos cotidianos 
reconocibles, recordemos a Sophia de Mello, poeta portuguesa del siglo XX, 
amiga del mundo clásico y de las revoluciones sociales, que acompaña sus 
poemas con disquisiciones del tipo:
Miro al ánfora: cuando la llene de agua me dará de beber. Pero 
ahora ya me da de beber. Paz y alegría, deslumbramiento de estar en el 
mundo, reunión.
Sophia de Mello Breyner (1919-2004)
Sophia de Mello no escribe largos tratados de teoría literaria, sino breves 
introducciones en prosa a sus libros de poemas (véase su obra completa, 
publicada por Galaxia/Gutemberg) que son ejemplos de concentración de 
pensamiento y estallido de imágenes. Igual que en un poema.
Algo parecido sucede en el caso del precoz poeta austríaco de finales del 
siglo XIX Hugo von Hofmannstahl, del que tan admirablemente 
habla en sus memorias (El mundo de ayer) su compatriota Stefan 
Zweig. Al igual que autores tan diversos como RimbaudRilkePessoa 
Thoreau, Hofmannstahl habla de la expresión poética desde la negación 
e incluso la renuncia (Carta de Lord Chandos, 1902), esto es, como aquello 
que no es posible materializar. Su discurso enlaza por una parte con esa 
«copa más honda de nuestro espíritu» de Machado, y por otra con la 
atención a los objetos de de Mello; objetos que contienen, más allá de su 
utilidad, aquello que no se puede expresar:
No me es fácil explicaros en qué consisten esos buenos instantes; las 
palabras me abandonan nuevamente. Porque es algo completamente 
indefinido e incluso indecible lo que se me declara en tales momentos, 
colmando cualquier suceso de mi círculo cotidiano con un desbordante 
raudal de vida superior, como una copa. No puedo esperar que me entendáis 
sin ejemplos, y debo pediros indulgencia por su banalidad. Una regadera, 
un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un pobre cementerio, 
un lisiado, una pequeña casa de campesinos, todos ellos pueden convertirse 
en cuenco de revelación.
¡Vaya con los poetas-poetas! parecen tener fijación con los cuencos, las copas, 
las ánforas. Esos «buenos instantes» de Hofmannstahl, como las epifanías 
de Joyce o comoquiera que llamemos a los momentos de extrema y fervorosa 
lucidez que toda persona, poeta o no, experimenta alguna vez en su vida, necesitan 
de un continente, un receptáculo que los almacene. De ahí al uso lúdico de los 
objetos comunes por parte de las vanguardias pictóricas y poéticas de principios 
del siglo XX, hay un mínimo paso.
Crucemos a continuación el puente hacia los poetas-novelistas que, escriban 
en el formato en que escriban, siempre hacen poesía. Es el caso de un gigante 
del lenguaje del siglo XX como Álvaro Cunqueiro. Solo por obras como 
Herba aquí ou acolá, podría pasar a la historia de la literatura como un 
gran juglar. Pero donde su poesía se decanta, en ocasiones, del lado de la 
melancolía, la prosa refulge con el único ánimo de elevarse sobre cualquier 
pensamiento a ras de suelo, antes que nada en la propia declaración de intenciones 
del autor:
Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que 
llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero 
ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos 
días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los 
profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas 
veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, 
la razón de continuar.
Álvaro Cunqueiro (1911-1981)
Y es que, detrás del creador de textos inolvidables como Merlín y familia, 
Crónicas del Sochantre Las mocedades de Ulises, hay un funámbulo 
del lenguaje tan refinado como su ilustre paisano, Valle-Inclán. Mencionados 
estos dos nombres, es mi ocasión para proponer aquí una infundada tesis a la que he 
llegado por el único método investigador, de dudosa fiabilidad científica, de la lectura: 
a saber, que los gallegos son, entre los castellanohablantes, igual que los irlandeses 
entre los angloparlantes, los de mayor talento para sacar brillo al puro lenguaje que 
reluce detrás de las palabras. Debe de ser que el toque celta convierte a sus criaturas 
en poetas, a pesar de cómo maltratan a su bardo los rudos habitantes de la aldea 
de Astérix.
Clarice Lispector (CC)
Clarice Lispector (CC)
De la mano de Cunqueiro y Valle-Inclán nos asomamos a los novelistas-novelistas, esto es, los que no son poetas. He escogido a dos autoras en cuya disparidad encuentro una complementariedad perfecta. Natalia Ginzburg, judeo-italiana, cronista de la vida familiar durante la Segunda Guerra Mundial, es una autora eminentemente narrativa, y escribe con desacostumbrada claridad, como si nos contara cosas de abuelas en torno a la mesa camilla de la cocina.Clarice Lispector, brasileña de origen ucraniano y también judía, sofisticada, adscrita a los compases finales del modernismo brasileño, tiene una escritura oscura, que apenas cuenta nada, pero que hipnotiza a quien a ella se entrega. A pesar de lo cual, ambas suenan extrañamente inocentes, escribiendo —así, como quien no quiere la cosa— en una prosa que, sin ninguna pretensión poética, a mis oídos lo es, y más que mucha poesía:
No tenían en absoluto la pinta de dos que están a punto de casarse, dijo él. No tenían ningún aire jactancioso o triunfal. Parecían dos que hubieran tropezado por casualidad uno contra otra en un barco que se estaba hundiendo. Para ellos no había música de charanga, dijo él. Y eso era lo más bonito, porque cuando el destino se anunciaba con sonora música de charanga siempre había que ponerse un poco en guardia. La música de charanga por lo general no anunciaba más que cosas pequeñas 
y sin fuste, era una manera que tenía el destino que burlarse 
de la gente. Pero las cosas serias de la vida pillaban de sorpresa, 
brotaban de repente como el agua.
(Natalia Ginzburg, Nuestros ayeres, 1952).
Estoy engañándome, tengo que regresar. No veo locura en el deseo de 
morder estrellas, pero todavía existe la tierra. Porque la primera verdad 
está en la tierra y en el cuerpo. Si el brillo de las estrellas duele en mí, 
si es posible esta comunicación distante, es porque alguna cosa semejante 
a una estrella se estremece dentro de mí. Estoy de vuelta al cuerpo. Volver 
a mi cuerpo. Cuando me sorprendo en el fondo del espejo me asusto.
(Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje, 1944).
Y emprendemos el viaje de vuelta hacia los poetas-prosistas, esto es, los que 
indistintamente cultivan uno u otro género. La única autora viva de esta selección, 
Ana Blandiana, es una singular cronista fantástica de la dictadura de Ceaucescu 
en su Rumanía natal, un poco a la manera de Kundera en Checoslovaquia. Blandiana 
es una excelente poeta y, sin embargo, son sus relatos los que a mí, particularmente, 
me hacen volver una y otra vez sobre una frase, una imagen, una palabra, para 
desentrañar aquel elemento foráneo que —¡zas!— se ha colado en la lógica de un 
discurso que en el fondo no es tal:
Se preguntaba incluso, arrullándose a sí mismo, qué sueño iba a tener y, solo 
después, se hundía en él. Pero antes de esto, como cada noche, después de 
desabrocharse el último botón y de dejar caer toda la ropa, hizo su habitual 
gimnasia: sentado estratégicamente en aquella zona de la habitación más 
libre de muebles, estiraba al máximo, abría y cerraba sus alas anquilosadas 
por el desuso. Varias veces repitió concienzudamente este movimiento. 
Y, solo después, se durmió.
(Proyectos de pasado, 1982).
Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).
Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).
La prosa/poesía de Ana Blandiana 
es una especie de actualización de los 
bestiarios medievales: las criaturas 
fantásticas se pasean por sus páginas 
con la naturalidad propia de los 
cuentos de hadas o las pesadillas. Es 
quizá esta manera indirecta de decir 
la única apropiada para aquello 
que, como apuntaba Hofmannstahl, no 
se puede expresar.
El último de mis elegidos, 
compañero de generación de Ginzburg 
y el más destacado entre ellos, Cesare 
Pavese, constituye otro ejemplo de 
poeta-novelista. Más allá del tantas veces 
repetido verso «vendrá la muerte y tendrá 
tus ojos», de sus desalentadoras memorias 
El oficio de vivir y sus novelas y libros 
de relatos, Pavese escribió un texto 
extraño, imposible de adscribir a ningún 
género, cercano en su actualización del mundo 
clásico a los de Cunqueiro, llamado Diálogos con Leucó. Quien lo haya leído, convendrá conmigo en que 
es una verdadera cumbre de la poesía no escrita para ser poesía. Con él cerramos el círculo de la expresión 
del pensamiento poético que reclama en su ayuda la presencia de los objetos cotidianos. En palabras
 de Mnemósine a Hesíodo:
¿No te has preguntado por qué un instante, similar a tantos del pasado, deba de golpe hacerte feliz,
 feliz como un dios? Tú mirabas el olivo, el olivo en la senda que recorriste todos los días durante
 años, y llega un día en que el hastío te deja, y tú acaricias el viejo tronco con la vista, 
como si fuese un amigo recobrado y te dijera la palabra justa que tu corazón esperaba. Otras 
veces es la ojeada de un transeúnte cualquiera. Otras la lluvia que insiste hace días. O el grito 
estrepitoso de un pájaro. O una nube que jurarías haber visto ya. Por un instante el tiempo se 
para, y esa cosa trivial la sientes en el corazón cual si el antes y el después ya no existieran.
Cesare Pavese (1908-1950)
La conclusión de este diálogo es la exhortación de Mnemósine a Hesíodo: «Intenta decir a los 
mortales estas cosas que sabes». Todos los escritores aquí citados recogen el guante lanzado por 
la diosa, que va más allá de la voluntad de escribir. Se trata de escribir sobre lo que no se 
puede expresar, lo que no se anuncia con charanga, lo que imprime sus huellas —que siempre 
vienen del cielo— en el cuerpo y convierte a las palabras en cuencos, cuencos que reflejan el brillo 
de ese líquido extraño que han llegado a contener. «Buscar el secreto profundo de la vida es el grande, 
nobilísimo ocio», sería otra manera de decirlo, en palabras del juglar de Mondoñedo. Cualquiera que 
sea el procedimiento, las palabras a su servicio se convierten, lo quieran sus autores o no, en poesía.
Y para no acabar con la amargura del recuerdo de Pavese, poeta-suicida de alargada sombra, concluiré 
con el gesto verbal, siempre ascendente, de Cunqueiro, llevando en su compañía a otro ilustre 
corredor de relevos de la poesía: «El Gibelino y yo vamos, al borde de la tiniebla, creyendo que 
toda hora es alba». Que así sea.

jueves, 31 de octubre de 2013

"La fritura y la pereza" (del poemario "Los placeres y otros fluidos")


Me rebozo de pereza.
Cierro los ojos y oigo de fondo
al locutor de radio,
pero no lo escucho.
Doy una vuelta más
para empaparme
con la harina de la dejadez
y se aleja la voz del transistor.
Entreabro los ojos,
unas hebras de luz
entran por la ventana.
Una vuelta más
para sentir la molicie espesa
de la modorra
y freírme en el placer 
del abandono.
¡No duermas!
Este espacio intermedio
entre la luz y la muerte
es una delicia
para los paladares mediocres
que gustan de los sencillos sabores
de la cocina tradicional 
y de la cama de media mañana.

miércoles, 30 de octubre de 2013

"Registro en el aeropuerto" (del poemario "Los placeres y otros fluidos")


Se abrió el vestido 
para que viéramos su piel de maleta.
Se pellizcó los cierres 
y también los pezones.
Se desplegó, sospechosa, su carne de cuero
y mostró sus huesos de lencería
y sus nervios de seda.
Bajó la mano hasta la falda
y desabrochó las gomas de la funda,
aparecieron dos muslos de plástico
amoratados por los golpes del aeropuerto.
Me enamoré de los candados de sus bragas
y fingí un registro minucioso
en la cocaína de su sexo.
La interrogué con vehemencia 
hasta que quedó desnuda,
con las valvas abiertas de par en par.
La detuve por una corazonada 
y la llevé a las celdas del aeropuerto
para que me arrancara el disfraz de policía corrupto.

viernes, 25 de octubre de 2013

"Metaliteratura de las lombrices"


En los barros literarios encuentro el placer de las lombrices. Como cieno y veo poco, me muevo con dificultad impedido por el lodo pegajoso que me envuelve y, sin embargo, gozo de esta nueva condición. Ya no hay estímulos que afecten a mis sentidos. Lo único que importa es tragar limo hasta hartarme, no escuchar, aislado del mundo en el fondo de los charcos, y de vez en vez salir a la superficie para notar la suavidad del agua y enfangarme de nuevo en los lodos del suelo. Si no soy una lombriz, ¿por qué disfruto de este placer de los invertebrados?, ¿por qué me parezco cada vez más a una piedra?, ¿por qué me recreo en la soledad de las profundidades? Nada me es más grato que el silencio y la oscuridad, nada me reconforta tanto como el hueco que consigo hacerme con el esfuerzo pausado de mi cuerpo empujando poco a poco, anillo a anillo a cada porción de barro que se interpone en mi camino. Y queda un rastro vano a mi paso, pegajoso y estrecho por el que podrá arrastrarse con menor dificultad otro cuerpo cilíndrico y torpe como el mío. Somos muchos los que intentamos atravesar el barro, muchos los que horadamos la carne de la tierra sin conseguir otra cosa que unas pequeñas burbujas que revientan en aire a nuestro paso. Y eso es suficiente: esas pompas de podredumbre que se desvanecen en cuanto nacen, esos efímeros globos de aire corrompido que apenas resisten el soplido del ave que nos devora atravesándonos el cuerpo con la punta del pico.

domingo, 20 de octubre de 2013

"Los mitos" por Carlos García Gual




Es difícil dar una definición del Mito, como término unívoco y digno de letra mayúscula. Me parece que situar el “pensamiento mítico” como una forma simbólica singular y oponer el Mito a la Razón como incompatibles simplifica demasiado el enfoque. “No hay ninguna definición del mito. No hay ninguna forma platónica del mito que se ajuste a todos los casos reales”, escribió G. S. Kirk, helenista experto en el tema. Evitemos enredarnos en la retórica y la metafísica. Es más claro enfocar “lo mítico” como una vasta región de lo imaginario y tratar de “los mitos” como resonantes relatos que configuran lo que llamamos la mitología. Partamos de un trazo claro: los mitos no son dominio de ningún individuo, sino una herencia colectiva, narrativa y tradicional, que se transmite desde lejos (a veces unida a la religión, en los ritos o en la literatura).

Toda cultura alberga una tradición mítica. Según Georges Dumézil: “Un país sin leyendas se moriría de frío. Un pueblo sin mitos está muerto”. Desde siempre, “los mitos viven en el país de la memoria” (Marcel Detienne). Es decir, pertenecen a la memoria comunitaria y, como señaló el antropólogo Malinowski, ofrecen a la sociedad que los alberga, venera y difunde “una carta de fundación” utilitaria. Son, en sus orígenes, las fundamentales “historias de la tribu”; ofrecen a sus creyentes una interpretación del sentido del mundo.

Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente, esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de “narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance “del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo, ya el mythos era una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la comprensión cabal del mundo y la condición humana.

Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros). Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia, populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja: el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas, resulta luego un fabuloso mitólogo.

Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su, más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las “historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo, ¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática. Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al “absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.

El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque, desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual; sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura, luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista, fascinante.

He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigree más moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios (como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil. (Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).

Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.

Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”. En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas “ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.