El insulto es uno de los géneros más exigentes de la literatura y requiere enormes dosis de tacto y refinamiento intelectual. Lo escribí hace unos meses, añadiendo que insultarse está hoy mal visto en España, del mismo modo que está mal visto ganar el Premio Nobel o ameritar un crédito ICO. Si no hay talento para escribir grandes novelas ni guiones luminosos de cine español, tampoco iba a haberlo para insultarse con sabrosa malignidad, y la invectiva pública, tan fastuosamente cultivada por el español desde tiempos de Marcial, decae como cualquier género literario víctima de la revolución tecnológica y la crisis educativa, que es como decir de la falta de lecturas del personal. Twitter nos facilitó los mimbres para levantar un poco el rendido pabellón del denuesto, pero los resultados son más bien descorazonadores. Hay pocos trolls verdaderamente creativos. Y como la gente ya no sabe injuriarse con buen gusto, las asociaciones de prensa, en vez de impartir cursos de formación en maledicencia ilustrada, han resuelto condenar el insulto como una práctica bárbara, ignorando su importancia motriz en la fundación y desarrollo de la institución. El periodismo se inventa para meterse con los demás; de qué todo este rollo, si no.
Para calibrar la desoladora distancia que nos separa entre lo que fuimos y lo que somos, basta leer un libro rigurosamente descatalogado que conseguí por la benemérita mediación de Iberlibros. Se trata de La linterna de Diógenes, de Alberto Guillén. Ustedes no habrán oído hablar de él por esta misma moda de denostar al denostador que vengo denunciando. Pero es el clásico de historia literaria española mejor escrito del siglo XX y el muestrario de vanidad letraherida más fascinante y divertido que he leído en mi vida. No he podido dejar página sin subrayar. Es un libro que justifica no una tesis, sino una cátedra de literatura hispánica. Es un perdurable monumento a la fatuidad irredimible de los hombres de letras, un Machu Picchu de la sátira venenosa, un reguero monstruoso de ídolos caídos, una cumbre de la vis cómica a la altura de Aristófanes yQuevedo escrita por un emigrante peruano de 23 años en la escena literaria madrileña dominada por los ismos y las generaciones del 14 y del 98. El buen juicio de Alberto Olmos comparte aquí el descubrimiento definiéndolo con tanta plasticidad como tino: “un rayajo de coca para los lectores de la toxina literaria”.
Alberto Guillén, que solo por esta obra ya discute a Mario Vargas Llosa la primogenitura literaria de la ciudad de Arequipa (donde había nacido en 1897), se plantó en Madrid en 1920 ahíto de arrogancia juvenil, dispuesto a situarse como uno más entre los grandes literatos españoles y a ceñir el laurel del éxito sonoro en la antigua metrópoli. La ambición fantasiosa es habitual en veinteañeros altivos; lo que no suele suceder a esa edad es que además la acompañe una erudición clásica, un estilo maduro, un vocabulario fecundo, un control pleno del tono y el humor, un dominio ciertamente insultante del retrato psicológico, un talento en suma tan cuajado como el que derrocha el autor de La linterna de Diógenes.
Guillén estaba dotado de un talento singular y de una vívida conciencia de la singularidad de su talento, dejémoslo en egolatría justificada. Ocurre que la egolatría es la primera instancia de la decepción. Cuando esta llega, algunos se deprimen y otros se vengan. “Su faz apuñaladora era faz de hombre sanguinario, que ha asistido al sacrificio de los imbéciles en el ara de los sacrificios. (…) Estaba borracho de orgullo y tuvimos cuidado con él como con los borrachos de vino. (…) Pronto me di cuenta de que tenía talento, y talento peligroso”, rememora Gómez de la Serna, que aceptó al peruano en la sagrada cripta del Café Pombo. Guillén frecuentó tertulias y aduló a los mandarines del momento; en Madrid logró publicar tres poemarios pero traía ideas demasiado miríficas sobre la generosidad de la Madre Patria y no encontró otra cosa que el eterno mundillo infatuado de ayer y de hoy, admirable solo en las obras y ruin en los caracteres, despreciativo de cuanto ignora, cerrado a corrientes foráneas que amenacen su prestigio arduamente erigido sobre obediencias debidas y colegas descabalgados. Pero antes de salir de aquí sacudiendo el polvo de las sandalias, decidió que aquella corte de ingratos pavos reales se acordaría de él. Y vaya si se acordaron. “Guillén pasó por España como el simún por el desierto”, exclamaría el venezolano Rufino Blanco-Fombona recordando el fenomenal escándalo que siguió a la publicación de La linterna de Diógenes.
Sin más obra que los versos de sus cuatro poemarios ni más honores que un premio en un certamen arequipeño, el poeta de egotismos nietzscheanos devino furioso libelista y declaró la guerra a todo el estamento literario español, desde los autores más conspicuos a los oportunistas más evidentes, entrevistándolos a todos ellos, humillando por igual —merced al sistemático uso del off the record— a las figuras sagrados de principios de siglo y a nombres hoy justamente olvidados: Ricardo León, Gregorio Martínez Sierra, Azorín, Emilio Carrere, Baroja, los hermanos Quintero, Jacinto Grau, Concha Espina, Benavente, Julio Camba, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Pérez de Ayala, Maeztu, Juan Ramón Jiménez, Palacio Valdés, Ramón y Cajal, Cansinos-Assens, Villaespesa, Marquina, Noel… Todos entraron al trapo de un falso carné que rezaba: Corresponsal de la Prensa Peruana en Europa. El escritor vive de vanidad y de vanidad muere, y todos desataron imprudentemente sus lenguas viperinas ante aquel joven periodista que prometía transportar el eco de sus santos nombres allende el Atlántico. Por el libro desfilan 34 españoles y cuatro hispanoamericanos afincados en Madrid de diferentes generaciones y movimientos literarios, epígonos de un romanticismo apolillado y renovadores ultraístas, filósofos conservadores y versificadores del modernismo, periodistas de celebrada ironía y dramaturgos millonarios, poetas insobornables y novelistas folletinescos, bohemios hambrentones y esnobs amanerados. Todos se destrozan entre ellos ante los oídos aparentemente distraídos de Guillén amparándose en la cláusula de confidencialidad, en la creencia de que aquel jovencito que fingía una logradísima ingenuidad respetaría el secreto de lo inconveniente y restringiría sus notas públicas al panegírico de curso común en la prensa cultural, hoy como ayer.
Pero Guillén, tras la entrevista del día, llegaba a su miserable pensión y transcribía el retrato menos favorable de los posibles, sin traicionar por ello la verdad de lo oído ni cansarse en apostillas personales más allá de sañudas descripciones físicas, que persiguen siempre un parangón zoológico en el aspecto de sus entrevistados. Si Diógenes vagaba de día por Atenas con su candil buscando un hombre honesto, uno que viviera para sí mismo, Guillén se postula cínico en Madrid a la busca de la honestidad extinguida de la fauna literaria, paseando más que una linterna un espejito de mano en el que reflejar —con aumentos deformantes, justo es decirlo— la miseria moral imperante entre los tenidos por los más venerables de toda colmena humana: sus artistas, intelectuales, académicos y poetas. Lo que fascina de Guillén es la seguridad desarmante que tiene en sí mismo, la temeridad victoriosa con la que desafía a gigantes y logra abatirlos con la fuerza refleja —como en judo— de su propia vanidad.
Así, Baroja comparece como un vejete misantrópico que no se lava, que “huele a ratón” y que acostumbra “eructar ante la gente sus ajos y sus tonterías”. De Benavente señala Pérez de Ayala “esa malevolencia morbosa y aguda que caracteriza a las mujeres”. Fombona deshace a los mentecatos “bajo sus adjetivos con un muñeco de serrín”, y carga contra los escritores de Argentina que, “no pudiendo ser la cabeza de Suramérica, ha preferido ser la sotacola de Europa”. A Camba se le reconoce su gracejo inimitable —“puede no firmar sus crónicas”, concede el autor—, aunque en tertulia el gallego no tiene piedad de la beatería de Maeztu o la fatuidad de Grau, quien en el paroxismo de la petulancia sentencia ante Guillén: “Esquilo, Shakespeare y yo”.Carmen de Burgos, alias Colombine, destripa a Cansinos-Assens: “Nació fracasado, vive fracasado, es un fracasado. Todos lo sabemos y lo peor es que él también lo sabe. Tiene los tres sexos, pero es sucio y desharrapado. Mejor no hablemos de él porque llegaríamos a sentir mal olor”. A su vez, Cansinos desagua los celos que le tenía a Ramón reduciendo el talento del inventor de la greguería a “tomar el pulso a las ranas”. Ramón responderá al judío Cansinos sin compasión: “¡Pobre Cansinos, desgalichado, viejo, con cara de caballo a cuestas, torcido, con sus miradas estearinosas, antiguo como el Talmud!”.
A Valle-Inclán atribuye Concha Espina un alma pequeña, una barba sucia y una terrible intolerancia hacia el talento de los demás. El valenciano Federico García Sanchiz declara: “Sí, yo me baño. Soy una excepción de la regla. Los españoles no se bañan ni tienen mujer. Por eso andan con la piel tirante y padecen del hígado. Son biliosos. ¿Sabe? Ni Baroja ha resuelto el problema sexual (…) ¿Belda? Es mi amigo; explota el apetito de los onanistas y de los viejos masoquistas, pero tiene mucho talento…”. Azorín “posa en gélido”, dándoselas de asceta incorruptible, al igual que Juan Ramón, que levanta acta de defunción sumaria de la literatura española a excepción de él mismo, poeta de incombustible llama interior que “necesitaría trescientos años para dar todo lo que lleva aquí”. Durante la entrevista al autor de Platero, el joven Guillén logró ligarse a la criada y salió de la casa murmurando: “Ya ven lo que se saca de visitar grandes poetas: liarse con las criaditas rubias de ojos tristes”. Ramiro de Maeztu cultiva la pose del pensador de Rodin, aunque luego se queja de las puyas de Pérez de Ayala, a quien llama “roedorcillo”, y el poeta Eduardo Marquina posa de hombre ocupado, de agenda apretada debido a su éxito, pero entre idas y venidas del despacho al dormitorio siempre encuentra tiempo para despellejar a sus contemporáneos: “Gasset es otro que quiere ser profundo a fuerza de ser oscuro, y a veces suele salirle la frase como al borriquillo de la fábula, por casualidad. (…) Arniches es una cosa que necesitó Pérez de Ayala para tirársela a Benavente a la cabeza”. Martínez Sierra se las echa de bolchevique y enemigo de la Corona, pero le explica a nuestro reportero que no lleva su republicanismo al teatro porque, citando a Lope, “el vulgo es necio, y pues lo paga, es justo / hablarle en necio para darle gusto”. Y el tremendo bolchevique se apresura a pedir a Guillén un borrador de la crónica para darle el visto bueno. De Ortega resalta el autor su fealdad y su pose de cumbre “a la que yo nunca he de subir”. Eugenio Noel, que acusa a Azorín de hacer acuarelas, escritos sin hondura, exclama sin ruborizarse en mitad del café: “Si Cervantes pestañeara, estaría a mi lado…”. Y en este plan todo el libro, con una gracia vitriólica que te saca la carcajada y una modernidad en el estilo que asegura su sorprendente vigencia. Terminamos la obra admirando la audacia y la inteligencia de este desconocido por los manuales de literatura que está muy necesitado de reivindicación urgente, de reconocimiento a su hazaña sin precedentes en la historia de nuestras letras, con Umbral, Cela yUllán como contadísimos seguidores. Es que hay que tener muchos huevos y una atalaya fortificada o un billete solo de ida al extranjero —caso de este Diógenes peruano— para matricularse en esa escuela tan ingrata como jugosa del ataque literario.
Pero el espejo de Guillén no solo refleja la mezquindad de los escritores sino del carácter español en general, pues el peruano acusa una clara emergencia de ese rencor indigenista sobre el que se fundaría el populismo antiespañol suramericano durante todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI. En el caso de Guillén, razón no le faltaba al señalar las deficiencias de aquella España que suma a su atraso histórico la vergüenza de su propia identidad: “Faltan baños y sobran mendigos; faltan industrias y sobran hombres robustos que se tienden con la panza al sol, faltan escuelas y sobran folletines pornográficos. Ya ni siquiera hay mantones ni peinetas, y hasta las muchachas de la vida de la calle Mesonero o de Jardines y las papillotes de Maxim’s o de Rosales tratan de imitar la R de las cocotas galas y se oxigenan los cabellos cortados por la nuca (…) Yo amaba una España de cartulina postal, donde los mantones de las manolas detonan sus colores violentos sobre las sierras bravas, donde los ojos de las gitanas arden, abriendo la promesa de una sonrisa cálida, y donde las bailaoras repican las castañuelas (…) Y España empieza a despreciar sus chulos y sus toreros, sus mantillas y sus peinetas. Es decir, lo único típico, lo único español. Quiere imitar a Francia, y solo le toma los defectos; quiere modernizarse, y pierde toda su alma apasionada y mística, ardiente y aventurera”. Fombona, a quien suponemos habrá leído su paisano Nicolás Maduro, llegó a decirle a Guillén que su libro sería una “batalla de Ayacucho espiritual”, pues “es preciso decirle a España que hemos dejado de ser colonias definitivamente”.
La linterna de Diógenes fue ampliamente reseñada y más abundantemente comentada en los cafés y teatros del todo Madrid durante aquel año de 1921, y supongo que ya en lo sucesivo. De golpe, todos los escritores de España dejaron de mirarse a la cara. Las heridas en el orgullo del artista cicatrizan mal, si es que lo hacen, y la venganza del poeta pobre pero talentoso fue dulcísima y completa. “Es un libro triste para los españoles”, escribió Unamuno. “El paisaje literario que describe no puede ser más desolador, y aterra la idea de estar uno en él avecindado con sentimientos de rivalidad y odio tan feroces”, publicó en su columna Luis Araquistáin. “La mayoría de los ingenios interrogados por Guillén no ha podido resistir la pícara comezón de desollar al prójimo. El cuadro es regocijante y triste a la vez”, sentenció el mismo Manuel Azaña. Desde el otro lado del charco, el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbideaplaudía la gesta: “La risa que excita (¿salubre?, ¿malsana?) parece esponjar, refrescar las partes del alma magulladas por la hipócrita camaradería literaria y el resobado panurguismo. Y, pensándolo bien, no deja de tener su gallardía el decirles esas cosas enormes a los españoles en sus barbas”. Todo un triunfo.
Recorre el libro una doble obsesión por la higiene y por el sexo, o sería mejor decir por la suciedad y la represión que marcaban la vida del español primisecular. Alberto Guillén se sacude los complejos confesando en carta a su padre que gasta en putas el importe que saca empeñando los libros dedicados que le van regalando los entrevistados. Pero hay libros que no vende, y que lee con aprecio sincero. Es el caso de los dos Ramones, de Fombona, de Carmen de Burgos y, sobre todo, de Gabriel Miró. A Gómez de la Serna se le reconoce el estatus de genio, le nombró corresponsal honorífico de Pombo en América, prologó la obra y saludó su aparición puntualizando que el autor abusó de muchas confianzas pero que su obra tiene la virtud de “aclararnos quiénes son los amigos y quiénes los enemigos”, acreditando así buen encaje y autoestima blindada, pues no queda su nombre del todo a salvo de puyas. La simpatía con Pérez de Ayala nace de su declarada frustración por haber nacido español y la coherente virulencia con que ataca a todo juntaletras del país, pero a pesar de adivinar las consecuencias animó a Guillén a publicar su libro, que “enseñará a amordazar esos pequeños odios, esos pequeños rencores que se tienen unos a otros, y a no tener siempre sino una opinión”. Carmen de Burgos elogió en prensa la “indiscreción útil” de la obra y se ganó así una visita posterior de su autor y una amistosa crónica de esa entrevista adicional que se incluiría en ediciones posteriores. De Fombona admira la hombría, pero señala el coste despiadado que entraña una renuncia total a la hipocresía.
Pero la verdadera, única gota de honestidad pura en el desierto de la chismografía nacional la encarna el bueno de Gabriel Miró, el único escritor sin máscara ni pose que se abre como es ante la mirada clínica de Guillén, confesándole sus dudas, sus sudores para escribir una buena frase, su vocación abnegada de escritor, su admiración por el mérito ajeno. Y al haber encontrado al fin un hombre, nuestro autor endereza por primera vez el rictus burlón de sus labios y se pone serio: “Miró no es un hombre social. Está lejos de toda esa gesticulante farsa literaria. No usa antifaz, ni cotiza su voz en el mercado de elogios. No sabría llevar el esmoquin o la chistera, o escribir un capítulo de libro o un retazo de comedia tras un banquete trivial. Está bien lejos de toda esa comadrería literaria, entre la cual he paseado mi alma como un espejo curvo e irónico; esa comadrería que me ha encharcado un poco, pero de la cual he salido riendo como un niño. Un niño un poco malo, es verdad; un niño cazador de mariposas; un niño ingenuo, muy ingenuo, pero que sabe distinguir el gato de la liebre, y sabe, además, escribir, sobre el humo, una alegre tabla de valores”.
No es el lugar para debatir sobre la viabilidad de la convivencia humana si todos practicáramos la sinceridad absoluta. Tampoco hace falta decir que creemos en la separación entre ética y estética, y que no hay que enjuiciar la calidad literaria de los autores citados por el impudor de sus vicios y su resuelta apostasía de cualquier signo de caridad y de modestia. Ya Lope de Vega escribió, cegado por la envidia: “Ninguno es tan necio que alabe el Quijote”. Lo que he querido demostrar en este ponzoñoso artículo es que la iconoclastia por la iconoclastia no tiene mérito, que es preciso aprender de nuestros clásicos a insultarnos con estilo y que hoy a cualquier cosa le llamamos rajada.