Soy un hombre desastrado, eso lo sabe mi madre y todo aquel que me conoce un poco. Desastrado mentalmente, es decir, que aquí dentro hay poco orden y concierto, o sea, que mi cabeza es un sindiós. La desgracia ha ayudado un poco, pero yo ya era así. Ayer, sin ir más lejos, fui a echar aceite al coche, porque me lo pidió la máquina, y grande (o no tanto) fue mi sorpresa al ver que el depósito no tenía tapón. El motor estaba negro, con chorreones por todos lados. Se lo llevé al mecánico y me dijo que no había salido ardiendo por puro milagro. Así soy yo, amante del riesgo y del peligro aventurero. A mí no me hace falta ir a Camboya ni a ningún país africano, ni siquiera a Jerusalén. Mi cabeza me compone las aventuras más arriesgadas sin contratarlas de antemano. Ninguna agencia de viajes, por muy moderna que sea, te puede ofrecer actividades tan excitantes como la de conducir un coche que asperja aceite o montar de noche una bici sin luces con algunas copas de más o poner la cabeza bajo una barra de párking cuando está cayendo o agotar la batería del móvil cuando te va el alojamiento en ello o equivocarte en el día de subir a un tren en Valladolid o dar clase a adolescentes o alternar con gente de cuestionable salud mental... Sí, soy un hombre desastrado, no lo comentéis por ahí, no está de moda ser sincero.