18/IX/2022
Cuando uno está desarmado por la tragedia de haber perdido a su compañera, cualquier percance, cualquier mínimo suceso negativo, cualquier tropiezo, te hace pensar en que una mano negra aprieta con delectación la garganta para disfrutar de tu sufrimiento. Uno empieza a creer que el destino se ceba con él, que los hados, el mal fario, las meigas, el mal de ojo existen y uno es su objetivo prioritario. La semana pasada se me olvidaron las llaves dentro del piso y por poco puedo sacar el coche. La angustia de la situación no duró más dos horas, pero cualquier contratiempo hace que creas que el cielo va a caer sobre tu cabeza. Ayer mismo me quemé el dedo con aceite hirviendo. Llevo una bambolla como la vejiga urinaria de un mandril. Hasta la farmacéutica se ha asustado. No creo que me lo amputen, pero en el momento que ocurrió, con el dolor intenso, me cagué en el dios que no creo y en los santos, que tan ridículos me parecen, más de cien veces. Los hados, el destino, otra vez el destino.
Por suerte, la gente que me está apoyando para no caer en el marasmo, en concreto una excompañera de Lengua del año pasado, Merce, me invitó a ir al concierto de La Casa Azul. No es que sea mi grupo favorito, ni el estilo de música que escucho en casa, pero el buen rollo y el optimismo que recibimos en vena me sirvió para alejar por un momento a todos esos idus funestos, esa superstición malsana. Estos Beach Boys catalanes me reconciliaron por un momento con la vida. Esta mañana, al despertar, en la cama, junto a la amargura de la ausencia, había confeti de variados colores. Y sonaba "La revolución sexual".