domingo, 18 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra II

18/IX/2022

Cuando uno está desarmado por la tragedia de haber perdido a su compañera, cualquier percance, cualquier mínimo suceso negativo, cualquier tropiezo, te hace pensar en que una mano negra aprieta con delectación la garganta para disfrutar de tu sufrimiento. Uno empieza a creer que el destino se ceba con él, que los hados, el mal fario, las meigas, el mal de ojo existen y uno es su objetivo prioritario. La semana pasada se me olvidaron las llaves dentro del piso y por poco puedo sacar el coche. La angustia de la situación no duró más dos horas, pero cualquier contratiempo hace que creas que el cielo va a caer sobre tu cabeza. Ayer mismo me quemé el dedo con aceite hirviendo. Llevo una bambolla como la vejiga urinaria de un mandril. Hasta la farmacéutica se ha asustado. No creo que me lo amputen, pero en el momento que ocurrió, con el dolor intenso, me cagué en el dios que no creo y en los santos, que tan ridículos me parecen, más de cien veces. Los hados, el destino, otra vez el destino. 

Por suerte, la gente que me está apoyando para no caer en el marasmo, en concreto una excompañera de Lengua del año pasado, Merce, me invitó a ir al concierto de La Casa Azul. No es que sea mi grupo favorito, ni el estilo de música que escucho en casa, pero el buen rollo y el optimismo que recibimos en vena me sirvió para alejar por un momento a todos esos idus funestos, esa superstición malsana. Estos Beach Boys catalanes me reconciliaron por un momento con la vida. Esta mañana, al despertar, en la cama, junto a la amargura de la ausencia, había confeti de variados colores. Y sonaba "La revolución sexual".

sábado, 10 de septiembre de 2022

Diarios de la pena negra I

 10/IX/2022

Ni siquiera dos meses desde su ausencia. Sigue presente en todas partes: en casa, en los objetos, en el coche, en los armarios, en cada una de las acciones más rutinarias. Está en mis conversaciones, en las de mis amigos, en las de mis familiares, en las de mis alumnos. Su latencia es tan agobiante como su intangibilidad. Escucho el "No surprises" de Radiohead y me acongojo, lloro, reviento con total naturalidad, como si el llanto fuera sudor, como si cualquier pulsión en mi interior lo hiciera brotar de manera mecánica. 

El primer día de clase ha sido tan raro, tan extraño como el paisaje que me rodea desde que Eva murió, deshecha entre mis brazos. Alumnos del curso pasado, a los que abandoné en mayo, cuando se manifestó el cáncer terrible, me han rodeado en el pasillo para saludarme, para consolarme. Ellas, más delicadas y sensibles, me expresan con vehemencia lo mucho que me echaron de menos y lamentan mi pérdida. De nuevo arrasado por la congoja, huyo de ellos para refugiarme en un departamento y descargar el sudor de mis ojos. 

La tristeza, una tristeza inmensa, nunca sufrida antes, me acompaña allá donde voy. Cuando me encuentra solo, aprovecha y me asalta sin ninguna piedad. Me embarga una pena negra, en ocasiones insoportable. Incluso cuando estoy rodeado de amigos, mientras suelto por la boca alguna de las payasadas habituales, ella me araña las tripas, para advertir que sigue ahí, agazapada, compañera inseparable. 

Los amigos me calman, me entretienen, me arropan; la familia me da de comer y me acuna. Todos los que me quieren bien sienten esa pena negra que me bulle dentro, porque resuena como un contrabajo con las cuerdas en constante vibración. 

Hablo con divorciadas, arrasadas también por la soledad y el abandono. Y me decido a no huir de esta maldita pena negra, a no esquivarla, porque es inútil. No, no voy a intentar apartarla de mí, voy a recrearme en ella, voy a conversar con ella, como hago con Roma, mi perra, sin esperar contestación. Porque en la última clase, con un grupo difícil, algunos alumnos me han retado, han intentado ponerme a prueba, sacarme de mis casillas y yo he actuado con una paciencia inmensa, con la calma de quien ha atendido durante dos meses y medio la agonía de su compañera, de su amante, ante el asedio implacable del cáncer de páncreas. Ella, consumida, en sus últimos estertores, sin carne en las mejillas y todavía hermosa, me ha enseñado muchas cosas, entre otras, que nada me va a turbar como antes y que debo convivir con su constante latencia. Vuelve a sonar el "No surprises" de Radiohead. 

martes, 6 de septiembre de 2022

Hoy he soñado con ella

Hoy he soñado con ella.
Recogía barcos de alta mar
y los llevaba a la orilla
para evitar su naufragio.
Hoy he soñado con ella.
Extraía la sal del agua
hasta que los peces sabían dulces,
como a pan de leche.
Hoy he soñado con ella.
Abrazaba a los marineros
y los besaba en la frente
con delicadeza, suavidad de abuela.
Hoy he soñado con ella.
Esponjosa, efímera, eterna,
que se diría toda de espuma.

domingo, 4 de septiembre de 2022

Eva no irá a clase mañana

Por primera vez desde que empezó como maestra, Eva no comenzará el curso. No, no irá a clase. No se preparará la cartera con esmero, con pulcritud (era un ritual de terciopelo). No se acicalará para acoger a los chicos en su aula, no. Eva no irá a clase. No ha podido planificar con escrúpulo de relojero la programación de sus cursos. No ha tenido ocasión de definir el calendario para cuadrarlo en cada uno de los trimestres, no, porque el calendario ya no existe. Eva no volverá a clase mañana, ni nunca (qué áspero y terrorífico adverbio, "nunca"). No compartirá conmigo el coche, ni moderará mi anarquía, ni cerrará la agenda después de anotar un último detalle, ni conocerá a los nuevos alumnos, ni revolverá el pelo a los que ya estuvieron con ella. No, Eva no irá a clase mañana. Y, acogiéndome a Juan Ramón, los chicos seguirán tronando en el aula, en los pasillos, en el patio; la pizarra se mantendrá verde y el polvo de la tiza seguirá deshaciéndose, blanco; mientras, de fondo, sonará el timbre de la última clase, sin Eva, sin su firmeza, sin sus ojos verdes, sin su tez blanca, sin su entusiasmo por la enseñanza. Eva no irá a clase y yo, casi tampoco. Y quedarán los alumnos tronando.      

sábado, 27 de agosto de 2022

Sábanas

 Las últimas sábanas que plegué contigo

eran rojas 

y estaban adornadas 

con una cenefa de flores.

Mi parte quedó mal

y tú la arreglaste:

la tela tersa,

las esquinas ajustadas,

las flores redondas.

No quieras ver 

cómo me han quedado 

las primeras que he plegado solo:

la tela arrugada,

las flores marchitas y deformes,

los vértices descabalados.

Nadie sabrá si se trata 

de una sábana 

o de una mortaja. 

martes, 23 de agosto de 2022

El sol y la muerte

Un amigo de Facebook decía hoy que para él la estación más triste del año es el verano. No solo eso, el sol para mí está indisolublemente unido a la muerte. No la luna, no, el sol, ese sol impío del verano, que no permite respirar, que estrangula, que seca los campos, que agosta las azoteas, que devasta los montes y las almas pálidas. Ese sol impenitente de julio que me ha dejado solo, que me ha convertido en un paria, en un vagabundo con alucinaciones. Ese sol de Valencia que te exprime la piel hasta sacarte el jugo de los huesos, ese sol es la cara brillante y falsa de la muerte, el rostro de la aspereza, de la sequedad. Ese sol me ha robado el futuro, me ha truncado el rumbo, me ha dejado solo, sí, sol viene de soledad, de angustiosa y cruel soledad. Ese sol de cáncer, de dolor, de sufrimiento, de cama de hospital, ese sol de sanatorio tan despiadado como un huracán, como el fuego. 

A pesar de estar rodeado de amigos, de familiares que me arropan, que cuidan de mí, que me llaman, que me abrigan, no puedo evitar sentirme solo, solo, mirando al sol con los ojos abiertos, deslumbrado, abrasándome las pupilas y los proyectos. Tengo los cajones llenos de cuadernos en blanco de ella, algunos todavía envasados en plástico. Quiero llenarlos de lluvia, para que los lea, para librarla del fuego, del verano implacable, del futuro que no pudo ser.

Agradezco de corazón a mis compañeros de mi último viaje el cariño, la compañía, las cervezas, los paseos, hasta los codillos les agradezco, pero no puedo arrancarme esta pena negra que me abrasa y me carboniza. Y por qué digo todo esto por aquí: porque necesito desahogarme, necesito el alivio alucinógeno del arropamiento, de la compañía virtual. Sí, ahora no es exhibicionismo, no, os lo juro, ahora soy un cuerpo quemado que desea que lo toquen y no puede rozar a nadie.    

lunes, 22 de agosto de 2022

Berlín 7: “Señores de la guerra”


 Potsdam es una ciudad monumental muy próxima a Berlín donde se percibe, se huele y se siente el grandioso pasado versallesco de los reyes y emperadores prusianos. Tanto en Potsdam como en el castillo de Charlotemburg uno se vuelve pequeño, muy pequeño, al respirar el mismo aire de los poderosos. De esos privilegiados, que, unas veces por capricho y otras por idiocia, conducen a sus pueblos hacia guerras y padecimientos sin sentido. El lujo, la grandiosidad de estos palacios y jardines asombra, deslumbra y también acongoja, al pensar en la catadura moral de quienes los erigieron. Uno de los cuadros de Charlotemburg muestra la coronación de uno de estos reyes. El artista se centró más en el pueblo que en el altar del rey, lo que no gustó al monarca. El siguiente ya recoge únicamente el trono real. Este es un ejemplo de los intereses que mueven a los poderosos, su estúpida vanidad. Otro de estos elementos, el segundo Federico, el Grande, tiene mejor prensa. Le dio patatas al pueblo para calmar el hambre e intentó rodearse de gente culta, Voltaire, por ejemplo. Pero como el resto, muestra un entusiasmo desmedido, en los retratos, por la milicia y por la guerra. La audioguía nos cuenta cómo la dinastía de los Hohenzoller se embarcó desde el principio en el fanatismo que alimenta el poder: falsas genealogías, armaduras y cascos ostentosos , medallas, soldaditos de plomo, expansión territorial, patria… Todo ello alimentado con la sangre, las vísceras y la ignorancia del pueblo. No me extraña en absoluto que este caldo de cultivo belicista y militar de la aristocracia prusiana desembocara en la locura hitleriana, máxima expresión de esta cultura del ardor guerrero. La película de Haneke, “La cinta blanca” explica la raigambre social de esta estirpe. 

No solo de historia vive el turista. Como soy bastante gilipollas, me he estado quejando de que Berlín no nos estaba ofreciendo ese ambiente alternativo del que hablan todas las guías. Pues bien, lo teníamos al lado del hotel, en nuestro propio barrio, el Friedrichshain, con espacios punkis, amores heterogéneos, cultura popular y lugares acogedores para todo aquel que guste de la mezcolanza y él abigarramiento de tribus. La vieja fábrica del ferrocarril es una buena muestra de todo lo que digo. Un centro de vida al margen de lo establecido. 

Es agradable y tranquilizador comprobar que los jardines versallescos de Charlotemburg y de Potsdam los puede disfrutar hoy cualquier hijo de vecino sin charreteras ni polainas. Es emocionante ver una familia árabe disponiendo el mantel sobre el césped que arañaron las espuelas de Federico II, el Grande. Y es todavía más reconfortante ver cómo se mezcla en el antiguo ferrocarril la vida de chicos chicas, de chicas con chicas, de chicos con chicos, turcos con arias, sudaneses con pelirrojas…

Y cuando habíamos abandonado ya la esperanza de disfrutar de la comida alemana, descubrimos un restaurante ruso con un cartel bien grande en la puerta, “ Stop War”. Una camarera moldava nos sirve una sopa siberiana deliciosa y una selección de platos alemanes que nos reconcilian en parte con la cocina centroeuropea. 

Por cierto, el museo de Bud Spencer lo voy a dejar estar. Escuchar la audioguía y ver los retratos militares de los emperadores me ha saturado de violencias innecesarias. Me quedo con el bravo soldado Svejk. 

Me ha gustado este Berlín con barberos barbudos de aspecto turco, sus camareras vietnamitas sirviendo pasta azul,  la manicura china, los latinoamericanos en patinete, los levaba musulmanes, las bicis, la comida georgiana y sudanesa, los chiringuitos pakistaníes, los mercados de segunda mano, los grafitis de las casas soviéticas. Me sorprende llegar a zonas de ambiente y creerlas vacías porque no se oye el bullicio español de la manada. Los alemanes son gente sigilosa, de conversaciones frugales, poco apasionadas, quizás escarmentaron de los discursos feroces y de las estridencias. Berlín no tiene casco histórico, pero sí tiene encantos escondidos. Hay que buscarlos en los rincones, en los patios, en las fábricas abandonadas, en los barrios populares, en su cosmopolitismo más que en su espíritu prusiano. Y se disfruta más cuando vas bien acompañado, por dos buenos amigos y por ella, que siempre va conmigo. 

viernes, 19 de agosto de 2022

Berlín 6: “El museo de Bud Spencer”



El Kulturbrauerei es una vieja fábrica de cerveza okupada y luego convertida en centro cultural. Ahora es eso y, además, una vez fagocitada por el insaciable estómago capitalista, un agradable lugar de encuentro con restaurantes, cines y ¡cómo no! sesiones de baile. Los alemanes, al parecer, están obsesionados con los bailes de salón, pese a su incapacidad sincrónica o quizás por eso. Os hablo de este lugar tan alternativo para que veáis lo modernos que podemos llegar a ser. No todo han sido viajes en metro, visitas a las tascas españolas y museos. Por cierto, hablando de museos, visitad el Panorama. Hay una espectacular reproducción de la ciudad griega de Pérgamo (a ella le habría gustado mucho, ay). También he visitado dos mercados. Me priva observar lo que compra, vende, come y se enfunda la gente de otros países. Los mercados sí son muestrarios reales de cultura. El “Markethalle” es coqueto y sirven unos cruasán de crema que te dejan el polo perdido. De postre unas fresas (y en esto, en las fresas digo, sí que nos superan por mucho) con sabor a fresas. Vale la pena venir a Berlín a comerlas. Los puestos de comida oriental están atestados de gente. Intento explicarme cómo ha sido tan fácil pasar de las salchichas al falafel, aunque sí lo pienso bien, tampoco es tan raro dejar las wurstcurry por cualquier cosa comestible. Los restaurantes vietnamitas son los más numerosos en Berlín. Os prometo visitar uno el último día de nuestra estancia aquí y hacer una crónica detallada de sus platos. 

En cuanto a la fauna, tengo que hablar de dos especies: las avispas, especialmente numerosas y molestas; y los cuervos, un híbrido entre nuestras urracas y nuestros grajos. 

Por la mañana hemos ido a un museo del que también voy a hablar, la “Nueva Galería” o algo así. Recoge una magnífica colección de arte vanguardista. Me lo he pasado como uno no lo suele pasar en un museo. El cuadro de Grost sobre los pilares de la sociedad es más moderno que un Tesla eléctrico, mucho más. Para terminar con los museos, os recomiendo a los más atrevidos que visitéis el de Bud Spencer. Cuando salgamos del restaurante vietnamita, iremos y os contaré. 

Comemos en Berlín cachopos desnaturalizados, pollos de feria y longanizas sintéticas, es verdad, pero estamos aquí para alimentar nuestro espíritu con el alimento alternativo berlinés. Me alquilo una bici, me tatúo a Thor y me como una hamburguesa vegana y ya me voy a España con la tranquilidad de conciencia de ser un ciudadano comprometido. Debe de ser una sensación similar a la que experimentan las duquesas y señoronas cuando participan en la cuestación en pro de los negritos del África. Y todo esto bebiendo una cerveza muy floja. Y sabed que aquí es dificilísimo beberse un gintónic, aunque compensa porque en seguida encuentras una peluquería. 

Para terminar el día no se nos ha ocurrido otra cosa que meternos en una iglesia a escuchar un concierto improvisado de órgano, después de envasar entre pecho y espalda un codillo y una botella de prosecco. Hasta que me he dormido, creía que me estaba engullendo el demonio sin apenas masticarme. Y hasta aquí os puedo contar. 

Te extraño, guapa.

miércoles, 17 de agosto de 2022

Berlín 5: “Medio pato frito”



Apuntad este nombre: “Johannes Enders Quarttet”. Sí, apuntadlo porque es un grupo de jazz que hoy me ha compensado las salchichas de vinilo, el sol hiriente, el sudor constante bajando por la rabadilla del culo, los viajes en metro con mascarilla, el granito y el plomo de los museos, la impotencia castradora de no saber alemán, la penosa restauración… Sí, Johannes Enders y su banda, sobre todo su pianista, han conseguido mitigar el mal de altura de los viajes al extranjero. ¿Qué has hecho en Berlín?, sobre todo viajar en el transporte público: metro, tranvía, tren ligero, autobús y burra porque no hemos encontrado. ¿Habrás hecho algo más? Bueno, sí, he sudado más que en el Caribe, más que nada porque cuando llegamos a un bar, en la terraza no termina de hacer fresco y dentro no hay aire acondicionado. No hay opción. De veras, ¿eso es lo que has hecho en Berlín? No, no, qué dices, Berlín es una ciudad alternativa, moderna, crisol de culturas, explosiva, divertidísima, distinta (todo esto es lo que voy a decir cuando llegue). Ahora mismo solo veo carriles bici, gente abúlica y los mismos turistas que en Jávea (estoy convencido de que son literalmente los mismos).

Berlín me ha pillado mayor y con el pie cambiado. Esta ciudad es para beber cerveza a morro en el metro, para ligar con arias de pelo azul y para hablar de anarquía y vestir camisetas negras con agujeros en los pezones. También para viajar en rulote plateada o en patinete o en la barra de una negra sin papeles.

Mientras añoro mi juventud, voy a comerme medio pato frito, que es como un pollo de la feria solo que con patatas hervidas y remolacha. ¡Ah!, y no os perdáis el chucrut. Placer de dioses. Todo lo compensa Johannes Enders. 

martes, 16 de agosto de 2022

Berlín 4: “Buscar bar en Berlín “

 


Os voy a enseñar cómo tomar una cerveza en un bar de Berlín en un barrio no demasiado céntrico. Sales del hotel, marcas en Google “bares cercanos”, te aparecen varios, algunos de ellos cerraron en la Segunda Guerra Mundial. Sigo indicaciones y encuentro por fin uno abierto. Estoy solo con la camarera. No sabes si colocarte en la terraza o dentro (haz lo contrario de lo que yo haga). Elijo el interior. La camarera, aquí sí hay, aunque solo sirve en barra, es agradable, de tez oscura, una chica del Primark, como yo. Eso sí, nunca he padecido tanto calor en un bar español. El cambio climático nos desborda a todos. Me sirve una “Berliner Pilsener”. Hay que advertir que tanto en bares como en restaurantes solo ofrecen una marca de cerveza (a lo sumo dos). La Berliner es como la Budweiser, un líquido pajizo en nada parecido a las cervezas checas y belgas. Me pregunta alguien “¿y no ponen tapa?”, espera, me descojono y ahora vuelvo. Soy un paleto, lo sé; no tengo altura de miras, lo sé; soy localista, no, eso nunca lo he sido, pero estos tíos sacan lo peor de mi naturaleza. 

La música no es reguetón, pero no es mucho mejor: una mezcla de Bustamante y la ELO. Y sudo como si estuviera en el Arenal de Mallorca. No lo estoy pasando mal en Berlín, mis amigos me ayudan a superar la pimienta de las wurst y su carne correosa y el agüilla urinaria que nos bebemos. Además, hemos encontrado un bar de tapas español. Lo sé, esto no debería decirlo, soy lo peor. La cabeza de jabalí disecada en el bar también me lo recrimina. 

Berlín 3: “El Primark no es lugar para arios”

 


Es la primera vez que tengo el placer inmenso de visitar un Primark (se trataba de una emergencia, pero yo me lo he tomado como una visita al Prado). Situado nada menos que en la Alexanderplatz. Sí, leí el libro y vi la película, “Berlín Alexanderplatz”, qué chasco. La apariencia moderna de la plaza me ha hundido a las dos: una explanada fría y árida (ríete tú de la nueva Puerta del Sol), rodeada de multinacionales y franquicias. Podríamos estar en Francia o en Inglaterra o en EEUU o en Australia. Nada distingue Alexanderplatz de otros engendros capitalistas del mundo. 

En el Primark, mayoría absoluta de gente oscura: hindúes, chinos, vietnamitas, sudamericanos, turcos, españoles… Al contrario de lo que ocurre en las calles. No, el Primark no es lugar para arios, ya lo predijo Goebbels. 

Hay algo en estas ciudades megalíticas que me incomoda, me desagrada. Los arquitectos, siguiendo seguramente los dictados de los poderosos delinearon estas avenidas y levantaron estos monumentos para constatar una evidencia: el pueblo llano (el volgst) es una mierda y se debe rendir al capricho y la voluntad del poderoso. Como en París, esa tendencia a la megalomanía me estomaga, no me resulta digerible. En Berlín solo se ha conservado una plazoleta medieval con iglesia para mostrar lo que era la ciudad habitable. El resto lo ha devorado el capitalismo y la megalomanía, ostentación y soberbia. 

Lo que me pregunto es si esta obsesión megalómana no tendrá que ver con el carácter de sus habitantes. Estoy convencido de que es así. Nunca me he topado con gente tan desagradable como en Berlín o París. La verdad es que dudo si ese trato agrio tiene que ver con la altura de los monumentos o con la oscuridad de nuestra piel y con la estridencia de nuestras voces. Vengo de Sevilla, del barrio de Santa Cruz: calles estrechas, habitables, rumor de fuentes, bares con camareros competentes y trato cordial. Y, claro, el contraste es brutal. Estas imponentes urbes impiden el buen comer, el servicio profesional, la restauración de calidad. Aquí la comida no es comida y el ritual sagrado de sentarse en torno a una mesa para compartir conversación y buenos alimentos no existe. Todo son franquicias, monopolios, falta de personalidad y de humanidad. No quiero caer en el tópico, pero este país, Alemania, está subdesarrollado en cuanto a bares, restaurantes y amabilidad se refiere. Sí, toda la apariencia de ser muy alternativos, muy veganos, muy tolerantes, muy ecologistas… solo fachada y postureo. Es todo tan falso y tan plastificado como la salchicha que me han dado esta mañana en el desayuno, poliuretano con amoniaco. Una delicatessen. La puerta de Brandeburgo es de cartón piedra. Y que me perdone Schiller.

domingo, 14 de agosto de 2022

Berlín 2



He explicado tantas veces el concepto de “catarsis” en clase que lo había convertido en un tópico más. Hasta hoy, en Berlín, cuando he asistido a un concierto de música clásica en una iglesia protestante. Un grupo de cámara de la Orquesta de Berlín, realzado por una soprano, ha interpretado el Canon de Pachelbel y la Tocata y Fuga de Bach, entre otras piezas. Nunca la música me había producido una emoción tan intensa y abrumadora. He llorado más que un concursante de Masterchef y me he purificado anímicamente por un momento, me he limpiado, he aplacado gran parte del dolor que llevo arrastrando desde la detección de la enfermedad mortal de Eva. Explicaba a los alumnos que la catarsis es una especie de purificación espiritual que el espectador experimenta cuando se identifica con las emociones extremas que los actores o los músicos despliegan sobre el escenario. Nunca he sabido a ciencia cierta qué es la purificación espiritual. A partir de hoy sí lo puedo explicar con conocimiento de causa, aunque la palabra nunca consigue llegar al meollo de estas sensaciones. En cuanto los violines han empezado a soñar  y la voz de la soprano rubia ha comenzado poblar el aire caliente del recinto, todo se ha transformado, un torbellino imparable se ha apoderado de mí ánimo y las lágrimas han brotado como la lluvia de las nubes grises, como fuerza natural y necesaria. Un llanto copioso, espontáneo, automático, como el manantial que brota tras derretirse la nieve del invierno. Nunca había experimentado el llanto como un proceso necesario, como el agua que rebosa del aljibe colmado.

La noche anterior asistimos a un concierto de jazz, mucho más original que las piezas de música clásica que he escuchado hoy, sin embargo no experimenté la catarsis. Porque no es algo racional ni voluntario, es una emoción espontánea determinada por la naturaleza, por la animalidad y no por lo intelectual. La música, el teatro, cuando activan esos resortes anímicos tan frágiles, se convierten en traumatólogos, en médicos cirujanos, en sanadores profesionales. Bálsamo de los padecimientos anímicos, medicina de los melancólicos, árnica de los apesadumbrados. 

Ni siquiera el hecho de soliviantar a una espectadora vestida de negro al confundirla con una acomodadora, “Please, las toiletten?”, ha podido calmarme, ni sofocar los sollozos que me provocaban los gorgoritos de la soprano. Todo fluía, como se hinchan de aire mis pulmones, como bombea la sangre mi corazón, como la uretra me hincha la vejiga. Y tenía que ser en una iglesia donde yo comprendiera de veras el sentido de la catarsis, una fatalidad. Aunque en realidad, el altar presidido por un Cristo protestante, con cara de alelado y por un panal de vidrieras, la acercaba más al Guggenheim que a una catedral gótica. De todas formas, la arquitectura es lo de menos. Cuando la música se apodera de un espíritu dolorido, no hay otro sentido que se muestre activo que no sean el oído y la melancolía, esas puertas del delirio, de la catarsis. 

viernes, 12 de agosto de 2022

Berlín 1


Si el espíritu de Eva no estuviera impregnándolo todo, quizás podría disfrutar de las tinieblas de las calles de Berlín por la noche. En los alrededores del hotel, una luz amarilla y macilenta, decadente, alumbra con melancolía las aceras, amplias y de guijarros desiguales. Los restaurantes tienen ese aire de artificiosidad de los lugares turísticos. En este caso, se trata de una trattoría italiana cuya decoración es un tendedero de donde cuelgan prendas infantiles. Todo falso y de gusto cuestionable. Solo las cervezas, altas y espumosas, redimen el lugar. 

Por la mañana, todo se ve distinto, aunque el calor recuerda tanto al de España, que nos parece no haber viajado a ningún sitio. La calina también asuela Centroeuropa. Recorremos las grandes avenidas, la Unter der Linden Strasse, hasta llegar a la puerta de Brandeburgo. Antes hemos disfrutado de la delicadeza umbrosa de la isla de los museos. En sus jardines, Diana cazadora se disputa las piezas con un sátiro y con una ninfa. Holderlin bailaría de contento paseando entre estos setos mitológicos. Yo no puedo apartar a Eva de mi paseo. Me duele, me duele su ausencia como un cuchillo que uno no se puede sacar del estómago, una sangría constante que no detiene ningún apósito, una hemorragia de bilis que no permite disfrutar de la belleza con sosiego. 

Es curioso que en estas avenidas populosas, el silencio, el susurro, domine al bullicio de la multitud. Sí, somos distintos, diferentes. Los alemanes recogen al niño recién caído sin estridencias, con calma. Su padre no escandaliza a los que le rodean. Todo es más tenue, apagado, tranquilo, muerto. 

En el restaurante pedimos codillo y cerveza. La comida no es para recordarla, el trato de los camareros tampoco, salvo el de un griego que se esfuerza por hablarnos en español, “parakaló”. Nos habla de su experiencia en un país tan hostil como rico. La lengua, la fonética, dice mucho de nosotros. El alemán suena agresivo, cortante, duro, como una bofetada inesperada. Su escucha nos intimida, nos reduce a la vergüenza del turista de segunda. ¡Ay que ver lo que las lenguas han hecho por el clasismo! 

Y detrás de cada monumento, de cada sorbo de cerveza , de cada foto, de cada paseo, ella me ronda y me susurra al oído: “Llévame contigo”.

miércoles, 10 de agosto de 2022

Estoy vivo

 Estoy vivo y lo celebro, porque he pasado semanas, meses, abrazando al sufrimiento y a la muerte. Estoy vivo y lo celebro, lo celebro como ella querría que lo hiciera, porque el padecimiento de los hospitales es salado como el mar y hay que buscar la superficie para escupir el salitre del ahogo. Estoy vivo, muy vivo, tanto que siento pudor al recordarla. Estoy vivo, camino, hablo, como, sudo, sudo, como cualquiera que esté viviendo esta canícula eterna, y celebro el calor como nunca lo había hecho, porque si siento que me abraso es que siento, que estoy, que camino, hablo y como. Estoy vivo, lo celebro olvido lo que puedo y recuerdo lo que quiero.  

domingo, 7 de agosto de 2022

"La médica imaginaria" por Irene Vallejo


En los veranos de infancia y sed, tu madre repetía: no dejes de asombrarte cada vez que abras el grifo. Y cuando girabas la manija, te parecía que el chorro brotaba como riéndose y silbando, sorpresa, sorpresa. Ella intentaba que retuvieras ese instante de fascinación, que conservaras siempre viva la admiración por esos avances ya rutinarios. Con el paso del tiempo, cuando se borra el halo de novedad, cuando nadie recuerda que no siempre hubo carcajadas de agua en las casas, olvidas proteger el prodigio. Y así es como empiezas a perderlo.

Los logros que hoy disfrutamos son fruto de una larga cadena de esfuerzos y riesgos. Conocemos la peripecia de la griega Agnódice a través de Higino, un escritor de origen hispano, primero esclavo y luego liberto del emperador Augusto. Contó en sus Fábulas que la avanzada democracia ateniense prohibía —bajo pena de muerte— estudiar medicina a los esclavos y las mujeres. Un asunto tan vital como el nacimiento de los herederos no podía quedar en manos de personas sospechosas de inferioridad moral. Para aprender los secretos de la profesión, la atrevida Agnódice se cortó el pelo y se vistió de hombre. Cuando ya ejercía, siempre con ropa masculina, sus colegas empezaron a envidiar el éxito que conseguía entre las pacientes. Obsesionados por la infidelidad, los atenienses recelaron de ese médico joven, delicado y depilado, y lo denunciaron por seducir a las damas casadas y cansadas del encierro en el gineceo. En el juicio, sin otra salida, Agnódice levantó su túnica hasta el cuello. Fue un error: los médicos exigieron su ejecución por la osadía de disfrazarse de hombre. Como reacción, las mujeres se movilizaron: amenazaron con no tener relaciones sexuales y librarse de parir. “Si ella no puede acercarse a nuestros cuerpos enfermos, tampoco lo haréis vosotros a nuestros cuerpos sanos”. La revuelta femenina surtió efecto y la médica fue absuelta. Un año después, una nueva ley permitió a las atenienses estudiar y practicar la medicina, con una condición: solo atenderían a otras mujeres.

Nunca sabremos si Agnódice existió en realidad, pero la fuerza de las historias es tan poderosa que —incluso si son imaginarias— pueden tener consecuencias históricas. En 1869 la británica Sophia Jex-Blake logró ser la primera mujer admitida en la Facultad de Medicina de Edimburgo. Consciente del prestigio de los clásicos, su alegato se basó en el relato de Higino sobre aquella audaz ateniense.

En la España de 1841, un alumno reservado y huidizo de la Facultad de Derecho de Madrid —capa, pelo corto— fue desenmascarado: se trataba de la joven Concepción Arenal. El rector quiso expulsarla, pero ella argumentó, insistió, resistió. Finalmente le permitieron acudir como oyente, pero sin exámenes ni título. Cada mañana, un bedel la esperaba en la puerta y la conducía a una habitación cerrada. El profesor recogía allí a Concepción, la custodiaba camino al aula, la sentaba en un rincón apartado y, al concluir, la devolvía a la habitación. La escena parece anunciar la llegada de los primeros estudiantes negros a las universidades del sur de Estados Unidos, más de un siglo después, escoltados por tropas federales.

En buena parte del planeta no existen ya barreras legales que impidan el acceso a la educación. Sin embargo, persiste una que bien conocía Sancho Panza: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener; y antes se toma el pulso al haber que al saber”. Cervantes no ignoraba los apuros de las familias sin pedigrí: su licenciado Vidriera, hijo de labradores, solo puede asistir a clase en Salamanca como criado de dos ricos estudiantes —”gente antojadiza y gastadora”—. En el presente, las becas son la clave de bóveda que permite traspasar los muros; esos grifos de agua que no deberíamos cerrar con indiferencia. La palabra “beca” daba nombre a una prenda de vestir y, más tarde, a una prebenda económica para alumnos sin medios. Simbólicamente representa la esperanza de que nadie deba disfrazarse —como hicieron Agnódice o Concepción— para abrir las puertas del saber: el sueño de que la universidad sea de verdad una casa universal.