sábado, 29 de agosto de 2020

Odisea de la vuelta al cole: Canto II. "De las decisiones de los pretendientes"

Las decisiones que se tomaron en la reunión de los pretendientes para atenuar los riesgos de la peste y tranquilizar así a la población no abordaron ninguno de los problemas esenciales, aunque sí se sosegó un tanto a los medios de comunicación. Ese era el objetivo fundamental. Sobre la rebaja de las ratios y la contratación de más profesores, personal de limpieza y sanitario, se tendió un tupido velo, porque ninguno de los pretendientes quería dedicar más dinero a algo que proporcionaba tan pocos votos como la inversión en la enseñanza. 

El hecho de que se interrumpiera la educación reglada no habría supuesto mayor problema para el Estado. Formar al pueblo ha sido siempre algo secundario y peligroso. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a mantener cerradas por más tiempo las aulas. Muchos padres y madres ya no aguantaban a sus niños en casa. Habían convivido estrechamente seis meses con ellos y pocos están preparados para aguantar a un adolescente, tampoco a un infante, tan cerca durante tanto tiempo. La decisión de retrasar la vuelta sí que habría provocado una rebelión contra los pretendientes. Sí, había algunos padres que no estaban dispuestos a escolarizar a sus niños sin todas las garantías sanitarias, pero eran los menos. Se presentaba por tanto un peliagudo dilema: había que abrir las escuelas sin retardo, atender las normas sanitarias básicas que conllevaba la peste e invertir lo menos posible en personal. La solución, aceptada por unanimidad, fue comprar muchos hidrogeles y muchas mascarillas (más baratos que los profesores). Ese era el plan. Se corría el riesgo de que todo saltara por los aires si se disparaban las estadísticas de contagios. Ningún problema. Los pretendientes de las taifas culparían al gobierno central y el central a los gobernadores de las taifas. 

Telémaco conoció por Atenea, la de los glaucos ojos, las decisiones de los pretendientes y partió hacia tierras lejanas, abandonó su lugar y su trabajo de profesor, esperanzado de que en algún territorio extranjero se cuidara un poco más la formación de los jóvenes.        

jueves, 27 de agosto de 2020

El superrealismo según Bousoño y una carrera

Correr por el bosque mientras se escucha el análisis del superrealismo de Carlos Bousoño debería ser una actividad obligatoria en los cursos de literatura. "En tu cintura no hay nada más que mi tacto quieto. Se me sale el corazón por la boca mientras la tormenta se hace morada", son versos de Aleixandre que sirven a Bousoño para explicar cómo funciona el superrealismo, ¡cuidado, una raíz con joroba! El sendero es plácido; la temperatura, una caricia; y el ritmo no me asfixia, no se me sale el corazón por la boca, ni mucho menos. En las alturas, la bóveda de pinos y chopos me defiende del sol como una manta del frío. Las conexiones entre la expresión A y la emoción E pierden su lógica y solo queda apelar a la habilidad del lector para establecer la misma relación que ha contemplado el poeta. Todo surge de una mala lectura, de una conexión estrafalaria entre la expresión A y la emoción E, que viene definida por la serie de correspondencias entre las emociones A, B, C, D y E. Un regato corre a mi lado, con el mismo sosiego, con la misma parsimonia que mi trote cochinero. Caen las hojas de los árboles caducifolios. Todavía no se me sale el corazón por la boca y no estoy de acuerdo en que "el tacto quieto" sea solamente "caricia". La caricia es dinámica, se mueve, hay algo más en esa expresión, una pausa, un deseo de parar el tiempo que no está en la caricia. Lo dice él mismo, Bousoño, "he intentado alejar la subjetividad, ir al análisis casi algebraico y solo he tenido en cuenta las interpretaciones que coincidían con las del propio autor, Aleixandre". Si es así, es posible que tampoco esté de acuerdo con Aleixandre. No importa. Cuando aparece la segunda frase, "Se me sale el corazón por la boca", la expresión originaria, "En tu cintura no hay nada más que mi tacto quieto", adquiere un nuevo valor desconocido, asociado a la violencia, a la asfixia de la segunda expresión. Sí, es cierto, pero al ser una frase hecha también se le asocia el sentido de arrebato pasional que no parece tener en cuenta Bousoño y que para mí es indudable. 

La filología ha engullido a la educación física. Ya nada importa la carrera, solo el simbolismo de la última expresión: "mientras la tormenta se hace morada". La tormenta es la pasión amorosa y el morado es el tono del que se ahoga, de quien no puede respirar porque le falta el aliento. Mi ritmo es lento, el resuello va a un ritmo nada agobiante y la respiración se adapta sin sobresaltos a las zancadas. Yo no me voy a poner morado (o eso creo). El erotismo exaltado de los versos de Aleixandre ha quedado velado por el empeño de la ciencia.         

Y ahora, una vez concluida la carrera, a disfrutar del placer del superrealismo. No intentéis comprender el poema, sentidlo (así nos lo recomienda Lorca):



EL AMOR NO ES RELIEVE

Hoy te quiero declarar mi amor.

Un río de sangre, un mar de sangre es este beso estrellado sobre tus labios. Tus dos pechos son muy pequeños para resumir una historia. Encántame. Cuéntame el relato de ese lunar sin paisaje. Talado bosque por el que yo me padecería, llanura clara.

Tu compañía es un abecedario. Me acabaré sin oírte. Las nubes no salen de tu cabeza, pero hay peces que no respiran. No lloran tus pelos caídos porque yo los recojo sobre tu nuca, Te estremeces de tristeza porque las alegrías van en volandas. Un niño sobre mi brazo cabalga secretamente. En tu cintura no hay nada más que mi tacto quieto. Se te saldrá el corazón por la boca mientras la tormenta se hace morada. Este paisaje está muerto. Una piedra caída indica que la desnudez se va haciendo. Reclínate clandestinamente. En tu frente hay dibujos ya muy gastados. Las pulseras de oro ciñen el agua y tus brazos son limpios, limpios de referencia. No me ciñas el cuello, que creeré que se va a hacer de noche. Los truenos están bajo tierra. El plomo no puede verse. Hay una asfixia que me sale a la boca. Tus dientes blancos están en el centro de la tierra. Pájaros amarillos bordean tus pestañas. No llores. Si yo te amo. Tu pecho no es de albahaca; pero esa flor, caliente. Me ahogo. El mundo se está derrumbando cuesta abajo. Cuando yo me muera.

Crecerán los magnolios. Mujer, tus axilas son frías. Las rosas serán tan grandes que ahogarán todos los ruidos. Bajo los brazos se puede escuchar el latido del corazón de gamuza. ¡Qué beso! Sobre la espalda una catarata de agua helada te recordará tu destino. Hijo mío.—La voz casi muda—. Pero tu voz muy suave, pero la tos muy ronca escupirá las flores oscuras. Las luces se hincarán en tierra, arraigándose a mediodía. Te amo, te amo, no te amo. Tierra y fuego en tus labios saben a muerte perdida. Una lluvia de pétalos me aplasta la columna vertebral. Me arrastraré como una serpiente. Un pozo de lengua seca cavado en el vacío alza su furia y golpea mi frente. Me descrismo y derribo, abro los ojos contra el cielo mojado. El mundo llueve sus cañas huecas. Yo te he amado, yo. ¿Dónde estás, que mi soledad no es morada? Seccióname con perfección y mis mitades vivíparas se arrastrarán por la tierra cárdena.

viernes, 21 de agosto de 2020

Odisea de vuelta al cole. Canto I: "De cómo los pretendientes se reunieron para preparar el regreso"

Canta, oh musa, la peripecia de vuelta al cole en plena pandemia. 

La de los ojos glaucos, la diosa Atenea, protegía con mano firme al viejo Telémaco. Ya muerto su padre, el poliédrico Ulises; y muy anciana su madre, la paciente Penélope, Telémaco, el de la pluma afilada, se enfrentaba de nuevo, como en su juventud, a los desmayados pretendientes. En esta ocasión, no ansiaban el matrimonio con Penélope, sino administrar el sistema educativo del que se habían hecho cargo hacía ya muchos lustros. Telémaco, ahora profesor de secundaria, esperaba con ansia las directrices de los pretendientes para preparar su vuelta a las aulas en plena pandemia. Ellos, como hicieran cuando esquilmaron las cráteras de Ulises, bebían y comían hasta hartarse a costa del erario, sin hacer nada por ganarse el sustento que se les proporcionaba. Engordaban y los párpados apenas les permitían abrir los ojos. Los pretendientes, encargados por la ciudadanía para trazar un plan de vuelta al cole, habían sesteado durante todo el verano y, espoleados por los medios de comunicación, por los padres y por el pueblo en general, decidieron, por fin, reunirse. 

Negros cuervos sobrevolaban el atrio donde se organizó el encuentro. Los augures predijeron que nada bueno se avecinaba a la vista del vuelo nervioso de sus oscuras alas. Llegaron de cada una de las taifas de la península en lujosas naves, arrastrando sus enormes posaderas, lastrados por la gula y la pereza. Todos, incluido Telémaco, el de la pluma afilada, esperaban las decisiones de los pretendientes. Un viejo augur leía las vísceras de un conejo. El liviano maloliente reveló lo que todos ya sabían: era muy tarde, solo quedaba una semana para instalar a los alumnos en sus pupitres y, cualquier medida que tomaran sería puesta en marcha con precipitación y sin presupuesto. La de los glaucos ojos, Atenea, pidió a su padre, el omnipotente Zeus, que la ayudara, porque se avecinaban tiempos que ni siquiera ella, la de los pies alados, se veía capaz de controlar. CONTINUARÁ.    

jueves, 20 de agosto de 2020

"Agustín García Calvo enseña latín" por Juan Bonilla


Agustín García Calvo. Propiamente su formación no es filosófica. Nació en Zamora en 1926 y su formación intelectual se ciñó particularmente a las lenguas clásicas. Fue profesor de esta disciplina en la Universidad de Sevilla y después en la de Madrid, de donde fue expulsado por su adhesión a las revueltas estudiantiles de 1965 contra el régimen dictatorial de Franco. Ejemplo de pensador exiliado en París y en Lille, se incorporó a su cátedra en 1976, gozando de fama de excéntrico en el panorama intelectual español. García Calvo se empeña en la desarticulación del lenguaje para sacar a flote las negaciones y las lagunas que existen en el discurso verbal y en la vida cotidiana, como muestra en su obra Sermón de ser o no ser (1972), así como en Lalia. Ensayos de estudio lingüístico de la sociedad (1975), donde denuncia las contradicciones y las ilusiones sociales, llevado por una hipercrítica y una mentalidad revolucionaria que pretende conjugar el anarquismo y el nihilismo con el arte de desarticular los lenguajes y desaprender lo aprendido, es decir, todas las pseudoverdades. A través del lenguaje puede comprenderse la realidad social ya que los modos sociales y los modos lingüísticos están estrechamente emparentados; pero sus interpretaciones difieren de las usuales de la lingüística social. Además, en la lógica se producen frecuentemente rupturas, por donde se introducen las imaginaciones y los mitos, en especial los religiosos; García Calvo es un militante antirreligioso. Desde el pensamiento libertario individualista, considera que el Estado es un instrumento de opresión del hombre. Es tenido por algunos como el maestro de los anarquistas nihilistas, así como por los defensores del pensamiento negativo. Algunas de sus obras son: Cartas de negocios de José Requejo, Del ritmo del lenguaje, De los números, Virgilio, Qué es el Estado, Del lenguaje. 

De esta manera comparece AGC en una Historia de la filosofía española que no hace falta mencionar, salvo para decir que fue texto de estudio para bachilleres en la década de los ochenta. A pesar de que no hay casi renglón que contenga al menos una inexactitud, puede excusarse a sus redactores por la necesidad de resumir y acotar una obra que ya en el momento de escribir esas líneas se presentaba con los suficientes rasgos como para no dejarse sintetizar más que mediante falsificaciones y malentendidos. Pues ¿cómo iba a sujetarse la sustancia que ya se había derramado por los panfletos de intervención (Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, Comunicado urgente sobre el despilfarro, De las formas de la revuelta estudiantil, Apotegmas acerca del marxismo), por primeras incursiones en disciplinas que quedarían desarrolladas más tarde (De los números, Del ritmo del lenguaje) y por asertos que pretendían describir con crudeza al enemigo (¿Qué es el Estado?) y estudios lingüísticos de la sociedad (Lalia), además de incurrir en poesía con el Sermón de ser o no ser, Canciones y soliloquios y Del tren?

Alzar a la cruz del anarquismo nihilista o del nihilismo anarquista toda esa producción da pruebas de la dificultad de conformarse con una etiqueta para el «pensamiento negativo» de AGC. Aunque sirve para conectar a AGC con Friedrich Nietzsche, autor que, por mucho que él mismo rechazara cualquier vinculación, dejó profunda huella en sus razonamientos (o eso, o al ser ambos grandes helenistas, al ser ambos discípulos de Heráclito, anduvieron los mismos caminos para en algún momento separarse y tirar uno hacia la idea del Superhombre y el otro hacia la idea de Pueblo: cabe, en cualquier caso, decir que si Nietzsche, por la ley imperial del tiempo, no pudo conocer el camino recorrido por AGC, este en cambio no pudo no conocer el de Nietzsche, por mucho que le ofuscara que le vincularan a él). Hay un texto de Nietzsche que, como la mayoría de los suyos correspondientes a su época juvenil, está lleno de sagacidad y poesía: se trata de La filosofía en la época trágica de los griegos. Es ahí donde hace Nietzsche una lectura de Heráclito que retomará AGC: en medio de la mística noche, en cuya oscuridad había envuelto Anaximandro el problema del devenir, aparece Heráclito de Éfeso y lo ilumina con un relámpago de luz —el relámpago que somos— para exclamar: 

Contemplo el devenir, el flujo eterno del ritmo de las cosas. ¿Y qué hay? Regularidades, seguridades indefectibles, siempre las mismas vías de derecho, tras de todas las transgresiones de este tribunal de las Erinias: el mundo en su totalidad, escenario de la justicia distributiva, y las fuerzas naturales demoníacas, en todas partes a su servicio. Lo que contemplo no es el castigo de las criaturas sino la justificación del devenir. ¿Cuándo se ha manifestado el crimen, la caída, en formas indestructibles, en leyes sagradas? Donde la injusticia reina, allí está la arbitrariedad, el desorden, el desenfreno, la contradicción, pero donde imperan la ley y Dike, hija de Zeus, como en este mundo, ¿cómo hemos de ver la esfera de la culpa, la expiación, del castigo y la prisión?

De esta intuición obtiene Heráclito dos negaciones armónicas que solo se esclarecen por la comparación de los principios de su predecesor. Primero, niega la existencia de dos mundos completamente distinguidos, idea que había lanzado Anaximandro: Heráclito ya no distingue entre mundo físico y mundo metafísico, entre un reino de determinaciones distintas y un reino de indeterminación e indefinición. Dado este paso no podía detenerse ante las subsecuentes negaciones: niega rotundamente el ser. En el mundo que contempla —protegido por leyes eternas no escritas, en constante flujo rítmico— no hay nada que persevere en el ser, nada está exento de destrucción y por lo tanto no verá más que devenir.

¡No os dejéis engañar! Es vuestra miopía, y no la esencia de las cosas, la que os hace creer que hay tierra firme en esa mar del devenir y del perecer. Ponéis nombres a las cosas como si estas fueran a subsistir, pero no os podréis bañar dos veces en el mismo río. 

Todo contiene, al mismo tiempo, en sí su contrario, dijo, y Aristóteles lo llevaría ante el tribunal de la razón como culpable del más atroz de los delitos, el delito contra el principio de contradicción. Un principio del que estamos hechos. El devenir único y sinfín, la radical inconsistencia de todo lo real, como enseñaban Heráclito, Nietzsche y AGC, puede ser una idea terrible y perturbadora y se emparenta en sus efectos con la sensación que se experimenta durante un temblor de tierra: la desconfianza en la firmeza del suelo. Es necesaria una fuerza prodigiosa para transformar esa sensación en su contraria —la sensación de seguridad, el entusiasmo sublime y beatífico—. A ello se dedicó admirablemente Nietzsche, y también en cierta medida AGC, aunque sin rebajarse al cántico, prefiriendo el ejercicio de la crítica negadora de la verdad de la realidad. Lo que se designaba como «irracionalismo» era en realidad una búsqueda infatigable de una razón común —así tradujo él el logos de Heráclito—.

En cuanto a la referencia a la excentricidad de la figura de AGC, me temo que siempre fue una excusa perfecta para aquellos que, por pereza o impotencia, no quisieran arrostrar sus intervenciones por lo que estas propusieran o atacaran, siendo más útil para los efectos de desactivar esos contenidos el recurso a conformarse con la caricatura del personaje (una flamenca con bigotes, según apuntó en una columna Manuel Vicent). Las capas de camisas que gustaba vestir dieron más que hablar que sus intervenciones. La condición de personaje de AGC pronto se ganó el merecimiento de pasar a formar parte del paisaje intelectual español, donde quedaba, en efecto, como una especie de mancha curiosa que cantaba su canción solo a quienes iban con él y al que se le presta la misma atención que a un árbol más o menos exótico que interrumpe con sus frondosidades coloreadas la monotonía del bosque y desde su presencia extraña clama antes que nada la evidencia de que está fuera de sitio. Tanto es así, que saltó a la ficción de la mano del novelista Alfredo Bryce Echenique, cuya facilidad para imaginar escenas cómicas no puede ser puesta en discusión, por poca gracia, comprensiblemente, que le hiciera al propio AGC ser transformado en figura de ficción por un novelista, considerando como consideraba la novela como un instrumento más de la Realidad para imponer las ideas de Estado y Capital contra el Pueblo. 

Es práctica habitual, que condena a nuestros pensadores más conocidos, que se desplace la atención del público curioso hacia lo adjetivo —sus anécdotas biográficas o sus aficiones— que sirve a los cultos, entre quienes por fuerza estaba el potencial de sus lectores, para menospreciar con cierto olimpismo —y dando por buena la fuerza del anecdotismo, esa peste— a aquellos que tienen la suerte o la desgracia de burlar las barreras del gueto en que viven los profesionales del pensamiento para ser reconocidos por un público que se conformará con ese conocimiento superficial y difícilmente se rebajará a tratar de conocerlos (aunque es cierto que las cifras de las ventas de los filósofos que se convierten en personajes públicos aumentan considerablemente, lo que no significa que se les lea más, solo que se venden más). Así no es difícil que en columnas de opinión y tertulias Antonio Escohotado fuera el filósofo de las drogas —o más recientemente, el defensor del capitalismo, como si en ese solo enunciado pudiera contenerse los tres volúmenes de su estudio del comunismo y su defensa de la economía de mercado como motor del progreso— como Gustavo Bueno fuera el filósofo de la telebasura —porque cometió el desliz de acudir a programas en los que defendía un símbolo de la telebasura como Gran Hermano—. Asimismo, AGC padeció durante toda su vida el sambenito de ácrata, y ya con eso mucha gente lo daba por leído y por sabido, o sea, podía ponerse en su lugar y saber —o dar por sabido— lo que tenía que decir acerca de cualquier tema, potenciado por los motes que le iban poniendo en los medios para abaratarlo: «el inefable GC», «el filósofo hippie» o «el Sócrates de la Movida». 

Muchas veces dijo AGC que hablar es hacer, que no podían estar más equivocados los viejos marxistas que cuando pensaban que primero la teoría y luego la praxis, pues se hacía ver que lo primero por sí no sería un hacer sino hasta que aconteciera lo segundo (cuando, en cualquier caso, el movimiento idóneo es siempre al contrario, la teoría no puede preceder nunca a la práctica; la teoría, cualquier teoría, no puede ser sino resultado de la práctica, aunque luego necesite prolongarse en prácticas que la confirmen). Pero no solo habló AGC, aunque hablar ya fuera un hacer. Y, si tuviera espacio, ofrecería aquí unas cuantas pruebas de que también hizo mucho, por lo menos lo suficiente como para que las autoridades competentes dictaminaran su incompetencia, y no cabe honor más grande para alguien que no hace otra cosa que atacar la competencia de una autoridad que el hecho de que esta lo condene por incompetente. 

Me limitaré, pues, a una, la menos conocida y la más temprana. AGC ofició como catedrático de Latín desde 1951 a 1958, doblándose para hacer de profesor en la Universidad de Salamanca, donde se doctoró con una tesis dirigida por Antonio Tovar. Insatisfecho con los métodos de enseñanza que tenía que utilizar, y que lo incapacitaban para enseñar, no se le ocurrió mejor manera de suplirlos que crear unos nuevos, y fue así como mandó imprimir en las imprentas del Heraldo de Zamora un librito titulado Viriat-i Vit-a., una «Cartilla de segundas letras para el primero y segundo curso de Latín» en 1956, al que siguieron Catón, «Lecturas para el segundo y tercer curso de Latín» en 1957, y Legión de palabras en 1958 (siendo este un vocabulario básico que constaba de dos mil palabras divididas por nociones en sesenta lecciones).

Como se ve, la primera guerra que libró AGC fue contra la metodología oficial, diseñada para colonizar temporalmente las memorias de los alumnos a quienes no se les pretendía enseñar nada que les valiese para otra cosa que para evacuar una serie de conocimientos estériles en un examen, después de lo cual correrían alegremente hacia el olvido. AGC partía de la certeza de que al alumno había que meterlo desde el primer día en el juego de la lengua, sin que para esa intervención hiciera falta enseñarle primero cómo funcionaba esa lengua, pues los hablantes de cualquier lengua no necesitan saber cómo funciona para hablarla. Así pues, aspiraba a que la gramática y la fijación de morfología y sintaxis emanaran de la traducción de textos vuelta juego, pues también se propiciaba el ejercicio de la traducción inversa mediante el que se trataba de poner un texto cualquiera español en texto latino. Para ello, y dado que tampoco era plan empezar a hacer la casa por el tejado, AGC inventó una serie de textos basados en Apiano para que se iniciara un camino que idealmente podría alcanzar la meta de los versos de Virgilio. En el prólogo de la obra, AGC decía que el niño no debe ser expuesto a falsificaciones de las estructuras propias del latín ni a separación alguna del mundo romano mediante la violencia de un primer ejemplo como «Deus creavit caelum et terram». Sostiene además con inusitada firmeza que no hay que adaptarse a ninguna mentalidad infantil: 

¿Para qué educamos entonces a los niños, para niños o para hombres? ¿Por qué tendremos que empezar por enseñarles a decir puer y puella, magister y ludus?: ¿no ha de interesarles más cómo se dice «arado», «perseverancia» y «república»? ¿Por qué presentarles frasecillas insignificantes, cuya largura y simplicidad no fatigue ni hiera sus tiernas mentes? No: que las hiera, que las estire, hasta hacerlas capaces de comprender un poco mejor lo abstracto, lo largo y lo complejo. Tal vez así ayudemos a evitar el encontrarnos luego con hombres mayores que se marean cuando tienen que leer una frase con más de tres oraciones revueltas. 

Conviene recordar que en el Primer Congreso Español de Estudios Clásicos, celebrado en 1956, AGC presentó una comunicación titulada: «Resultado de un ciclo de experiencias sobre enseñanza del latín en el Instituto de Zamora» y un «Plan de una nueva Gramática latina» que concluye con esta afirmación, donde claramente suena ya el AGC filósofo que aguarda más adelante en la línea del tiempo: «No debe el gramático dejar de plantear constantemente los fundamentos y consecuencias filosóficas de su doctrina. Pues no es al cabo la Lengua (e. e. la razón misma) más que la filosofía del pueblo, la más segura y pura de las filosofías». 

No parece, a juzgar por la dedicatoria que le puso a Legión de palabras, que el método tuviera mucho éxito. La dedicatoria dice: «Dedico este vocabulario a los centenares de alumnos a quienes a lo largo de siete años no he conseguido enseñar una palabra de latín».

martes, 11 de agosto de 2020

Veranos viajeros: el chigre de Delfina


Delfina es una mujer mayor que regenta el chigre más antiguo de Cangas de Onís. Estos despachos de sidra reconvertidos en tabernas tienen un parentesco directo con los tabancos de Jerez, antros oscuros, de respirar hondo, sin lujos metálicos, que se prestan al trago corto y a la charla tendida. En la bodega de Delfina no hay pantallas de televisión, ni máquinas tragaperras, ni siquiera una tablet. Solo un escanciador rústico de sidra, un mortero de bronce y una mesa camilla con dos sillas, una para ella y otra para el cliente que le apetezca escucharla. El mostrador es de madera tambaleante y el botellero, que flanquea la barra, va del suelo al techo. El mayor atractivo del chigre no es su aspecto decadente, sino la charla de Delfina. Solo estuve durante unas copas allí, sin embargo, su dueña me descubrió en un breve relato el esnobismo del turismo moderno. Delfina está muy contenta de que los Lagos de Enol y Ercina hayan dado tanta popularidad a la zona y de que vaya tanta gente de vacaciones a hacerse un selfi en el final de etapa más conocido de la Vuelta a España. Pero sonríe con sorna cuando habla de la peregrinación masiva a ese paraje. Delfina no juzga ni se postula ante el cambio de los tiempos, solo cuenta historias esclarecedoras. 

En los años cincuenta, una señorita de la alta sociedad de Cangas tuvo el capricho de casarse por amor con un guaje del pueblo. Ambos decidieron que su relación era tan exclusiva que, para el viaje de novios, debían elegir un sitio especial, no Biarritz, ni el Sardinero, como era costumbre entre las élites del momento. Se fueron de luna de miel a los lagos de Enol y de Ercina. Su decisión motivó la mofa y la befa del pueblo. Todos creían que ese matrimonio no iría a ningún lado porque a nadie se le ocurría entonces elegir parajes tan vulgares teniendo posibles. Aunque el paisaje no cambie con el tiempo, la perspectiva desde el que lo contemplamos la dibujan las modas. Esto no lo dijo Delfina (que en realidad se llama Esther), pero la sentencia se podía extraer de su gesto risueño.    

"Breve historia de la vanidad" por Javier Bilbao


No deja de haber cierta ironía en que del libro Masturbación del poeta Ibn-ash-Shah at-Tahiri solo nos haya llegado hasta hoy el título. Tal vez únicamente su autor llegó a conocer el contenido de la obra antes de que resultara destruida por un incendio, inundación o cualquiera que fuese el desastre que se llevó para siempre unas páginas que imaginamos muy inspiradas y sentidas. Ese libro que nadie pudo leer dedicado al vicio solitario se convirtió así de forma inesperada en un acto de vanidad y onanismo intelectual, el mejor homenaje que pueda concebirse al tema abordado. Y decimos inesperada, pero sospechamos que de haberlo previsto lo habría escrito igualmente. ¿Cuántos discos duros y cajones de escritorios tendrán su novela, cuento, carta o artículo inédito de alguien que encontró en la escritura una forma de alivio y después no necesitó o no se atrevió a compartirla? ¿No son los diarios personales al fin y al cabo una forma de tocarse el ego en la intimidad? ¿Habrá ojeado el propio César Vidal los veinte libros que publicó solo durante 2005 para ver de qué tratan o estamos ante el insólito caso del escritor que ni siquiera es leído por él mismo? Suman legión los autores que destruyeron parte de su obra o, a la manera de Kafka, solicitaron a alguien de confianza que lo hiciera tras su muerte (solo nos queda constancia de aquellos que no cumplieron su promesa, qué se habrá perdido…). ¿Pero lo hicieron por autodesprecio o por considerar a la humanidad indigna de su obra? Esa pretensión de destruir la propia creación para escapar así de la posteridad a la que están convencidos que les condenaría tiene algo en común con la paradójica firma que empleaba el dictador Obiang Nguema: «Mi Humilde Persona». Así con mayúsculas, que él no merecía menos.

Decía el Eclesiastés que todo es vanidad y en aquella película en la que Al Pacino se gustaba especialmente como encarnación del diablo, este concluía su última escena diciendo que la vanidad era su pecado favorito. Quizá por ser el más frecuente. Ahora bien, ¿el vanidoso se deleita con su propia mismidad o, por el contrario, lo suyo es consecuencia de cierta insatisfacción personal con lo que realmente es? Decía Nietzsche que «la vanidad es el temor de parecer original; denota por lo tanto una falta de orgullo, pero no necesariamente una falta de originalidad». Una distinción entre orgullo y vanidad que también encontramos en Jane Austen, para quien el primero sería la opinión que tenemos de nosotros mismos mientras que la segunda consistiría en la opinión que nos gustaría que los demás tuvieran de nosotros. La vanidad sería la escalera entre lo que somos y lo establecido socialmente como ideal, entre ser un preso drogadicto de permiso y vestir Emidio Tucci. La escritora Candida McWilliam por su parte daba esta definición:

La vanidad tiene sus raíces en la inseguridad y su corona en los sueños de ambición… ser vanidoso es mirar las faltas con nerviosa vigilancia que excluye al resto de la gente. La vanidad obsesiva puede matar la intimidad; dile a tu amante entre sollozos que tienes un aspecto horrible y él puede creerte… La vanidad no es un vicio sino una aflicción. Una persona normal sin vanidad puede tener un buen aspecto, pero una mujer hermosa afectada por la vanidad estar atormentada. 

Esta aflicción ha sido considerada siempre en la mitología y la literatura una temible fuerza de autodestrucción, un impulso a volar más alto que irremediablemente nos lleva a estrellarnos. La guerra de Troya tuvo en ella su origen, cuando Hera, Atenea y Afrodita se disputaron la manzana de oro con la inscripción «a la más bella», mientras que Casiopea al jactarse de ser más atractiva que las Nereidas casi provoca la destrucción de su reino y la muerte de su hija, siendo finalmente condenada a permanecer en un trono en los cielos para toda la eternidad (la mitad del tiempo boca abajo), tal como la constelación con su nombre nos muestra cada noche. Pero de todos los mitos griegos, el caso más paradigmático de la maldición del envanecimiento es sin duda el de Narciso, que al observar su reflejo en la superficie de un arroyo quedó tan cautivado que se lanzó al agua y murió ahogado. Una historia que inspiraría a Oscar Wilde su personaje de Dorian Grey, cuyo característico envanecimiento no le resultaba ni mucho menos ajeno, dada su costumbre de taparse la boca al hablar para que nadie se fijara en sus estropeados dientes. Un hijo de su tiempo al fin y al cabo, pues en la época victoriana era frecuente comer sándwiches en el dormitorio antes de la cena con el fin de masticar menos durante esta, evitando así vergonzosos accidentes con las dentaduras postizas y manteniendo la ilusión ante los demás de que uno era frugal en su apetito. Claro que a cualquiera de ellos les habría parecido demencial la posterior moda de ciertos raperos de ponerse incrustaciones de diamantes en los dientes. ¿Pero acaso ha existido alguna época o lugar en los que no se haya invertido una desmedida cantidad de recursos, tiempo y sacrificio personal en torno a la imagen que proyectamos, en aquello que decía Austen de intentar condicionar la opinión que los demás tengan de nosotros? No podemos evitarlo, sencillamente.

El físico Richard Feynman escribió un libro titulado ¿Qué te importa lo que piensen los demás?, demostrando así que le importaba tantísimo como para dedicar cientos de páginas a intentar convencernos a los demás de que no. No podemos sustraernos a las opiniones ajenas y menos en torno a un tema tan trascendental como resulta ser uno mismo, y lo curioso es que no importa qué lugar se ocupe en la jerarquía social, ni cuánto poder se ostente, que esa dependencia no disminuye. De hecho aumenta, multiplicando la necesidad de gastos suntuarios que demuestren esa posición, así como la obsesión por auténticas nimiedades. Hace tiempo los medios se hacían eco de que la cantante Taylor Swift exige a las mujeres de su entorno vestir peor que ella, que no le dirijan la palabra si ella no lo hace antes e incluso que al caminar juntas no se le acerquen demasiado. Y viendo la ingente cantidad de fotos que cuelgan en las redes sociales otros personajes como Dan Bilzerian o el boxeador Floyd Mayweather, exhibiendo constantemente su riqueza y haciendo ver a los demás lo bien que se lo pasan, al final uno acaba preguntándose por qué simplemente no disfrutan en lugar de dedicar tanto empeño a aparentarlo. En fin, es un magro consuelo que tenemos los pobres. Qué decir por otra parte de quienes en lugar de —o mejor dicho, además de— riqueza tienen poder político dictatorial; si no fuera por el coste humano que suelen traer consigo, resultarían hasta entrañables por la vulnerabilidad que muestran ante lo que sus desdichados súbditos piensen de ellos. Como la infantil pretensión que tenía Mobutu de ser denominado «El poderoso guerrero que gracias a su resistencia e inflexible voluntad de ganar va de conquista en conquista, dejando una estela de fuego» o la exigencia de que haya un retrato en cada hogar norcoreano de Kim Il-sung y Kim Jong-il, con la obligación añadida de que se limpie el polvo de ellos diariamente.

Sin embargo, la vanagloria, por grotesca que sea en quienes ostenten la riqueza y el poder, también está presente en quienes con más vigor renuncian a todo ello. Cómo no va a ser la vanidad el pecado favorito del diablo si nadie se libra. Con su agudeza psicológica habitual Nietzsche supo ver la vanidad del asceta, del mártir y del altruista. Nuestras acciones más nobles y sacrificadas están estrechamente relacionadas con la imagen que queremos que los demás tengan de nosotros: «Si solo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran muerto de hambre». ¿Qué otra cosa entonces podía haber en el teólogo Orígenes sino el feo monstruo de la vanidad cuando decidió ser más puro que cualquier otro hombre emasculándose siguiendo el Evangelio de San Mateo? Seguro que Ibn-ash-Shah at-Tahiri le hubiera dado mejor consejo sobre qué hacer con ese apéndice…

domingo, 9 de agosto de 2020

Cuarta aparición de la Virgen

 Como cada 18 años, se me volvió a aparecer la Virgen en 2012. Estaba yo en San Clemente, más precisamente en los urinarios de la Posada, cuando, al tirar de la cadena, sobre la cisterna, la vi de nuevo. Esta vez no me asustó la luz que la acompaña, ni los efectos especiales, de hecho, casi la ignoré; aunque me acojonó lo que me dijo, a pesar de llevar unas cañas de más. Se aproximó a mi oído, mientras me lavaba las manos y me susurró la siguiente profecía: "Dentro de ocho años, antes de que te me vuelva a aparecer, ocurrirá un suceso extraordinario en todo el mundo que os hará volver a la religión, pecadores del demonio. Llegará una gran epidemia, todos taparéis vuestras bocas y narices y creeréis próximo el fin del mundo. En tu pueblo, la romería que celebráis todos los años en mi honor la querrán suspender los súbditos del mal; pero no debéis ceder. Es necesario que baje como siempre de mi ermita, pese a quien pese. A ver si vamos a ir interrumpiendo los ritos y os olvidáis de mí de por vida. Es posible que os contaminéis todos, es posible que aquello sea una hecatombe, pero eso precisamente es lo que os pido, un sacrificio en mi honor. Si hay que morir, nada mejor que hacerlo por vuestra Virgen. Recuérdalo, apúntalo en esa libreta que llevas, que luego se te olvida todo: dentro de ocho años, en 2020, convenceremos a la gente para celebrar la romería; y si hay que ir a la iglesia se va, qué más os da durar uno o diez años más; todo sea por vuestra patrona". Y aquí estamos, amigos, en 2020, y yo no sé cómo empezar con esto, me falta vocación de profeta.

jueves, 6 de agosto de 2020

"El mapa y el territorio" de Michel Houellebecq


Es mi primer acercamiento a este autor francés, tan aclamado y tan denostado por la crítica literaria, y, como diría un personaje de Amanece que no es poco, me lo apunto muy satisfactorio. El mapa y el territorio comienza como una anodina historia del pijerío artístico parisino, pero pronto se revuelve en una sátira fina y precisa de nuestro ridículo mundo moderno. El autor nos conduce, a través del ascenso meteórico del artista Jed Martin, en el ambiente de las galerías de arte, de su esnobismo y del modelo de vida occidental de la alta burguesía francesa. Jed, hijo de un arquitecto podrido de dinero y frustrado por no haber seguido su impulso artístico juvenil, es el prototipo de triunfador. La fina ironía de Houellebecq nos va anunciando que su visita al mundo de Jed es más que una trama novelesca, es una disección sardónica de la sociedad capitalista del primer mundo. Todo se desborda cuando se Houellebecq se introduce a sí mismo como personaje. Y no, el escritor no se idealiza, todo lo contrario, se caricaturiza, a él y a su entorno; y en el paroxismo de la historia nos somete a un maltrato que te hace sonreír por muy escabrosa que sea su peripecia. La habilidad de Houellebecq es la del narrador que no parece querer otra cosa que contarnos una historia, sin embargo, el lector va ahondando en las profundidades de unos personajes no ridiculizados, pero sí caricaturizados como representantes de unos hábitos sociales y morales un tanto nihilistas. El colmo se lo llevan el personaje del propio autor y la vida familiar del comisario Jasselin. Sus profecías acerca de en qué va a convertirse el mundo rural de la campiña francesa (muy creíble) son el último ingrediente con que el francés consigue plasmar un patético panorama de las sociedades modernas entre la parodia y la reflexión.   

miércoles, 5 de agosto de 2020

Veranos viajeros: la Senda de Camille


Corría el año 2011 cuando me embarqué en una singladura por los Pirineos que no voy a olvidar en todos los días de mi vida. Tres compañeros de profesión me propusieron realizar la Senda de Camille, una ruta circular de seis etapas que recorre el Pirineo aragonés y el francés. Ellos eran jóvenes y atléticos, yo no era ni joven ni atlético. Ellos, expertos en orientación en la montaña; yo, en bares y tugurios. Sus nombres empezaban por A: Álex, Arturo y Alberto; el mío no. Pese a todo, mi intrepidez y mi inconsciencia me llevaron a aceptar el reto. 
La segunda jornada fue memorable. Recorríamos lo más escarpado del Pirineo francés cuando nos abordó un montañero provisto de un descomunal GPS. Mis compañeros, duchos en el arte del mapa y la brújula, nos habían conducido hasta ese momento por el sendero correcto, pero confiados en la tecnología, decidimos hacer caso al montañero y cambiamos nuestro rumbo. En mala hora. Anduvimos perdidos por las alturas francesas más de cuatro horas. Lloviznaba con parsimonia, era julio, pero parecía octubre. Las piernas se nos entumecieron y, por suerte, la serenidad de nuestros caracteres no provocó males mayores. En un momento dado, llegamos hasta un ibón (un lago pirenaico). La bruma apenas nos permitía distinguirlo. Al fondo, los cuatro vimos un gran carnero con su cornamenta humillada por la sed. No era un espejismo. Yo recordé en ese momento la película "Amarcord" de Fellini. El abuelo del protagonista sale de casa entre una niebla muy densa, apenas ve el suelo, cuando se topa con una inmensa vaca. Fellini no nos aclara si es un sueño o una premonición, pero el abuelo muere al día siguiente. Yo les conté la escena a mis compañeros y nos quedamos escrutando, aterrados, la testuz del carnero como anuncio de nuestra próxima desaparición. Pero no, ellos eran jóvenes, atléticos y estaban muy puestos en el arte de la orientación. Nos recondujimos al camino correcto y llegamos, después de once horas de travesía bajo la lluvia y un almuerzo precipitado junto a unos cerdos, al refugio previsto. Por muchos años que pasen, la imagen del carnero abrevando en el Leteo como augurio de la muerte me acompañará siempre.   

domingo, 2 de agosto de 2020

"La función de la crítica" por Mario Vargas Llosa



Descubrí a Edmund Wilson el año 1966, cuando pasé de París a vivir en Londres. Las clases en Queen Mary College, primero, y luego en King’s College, no me tomaban mucho tiempo y podía pasar varias tardes por semana leyendo en el bellísimo Reading Room de la British Library, entonces todavía dentro del Museo Británico. Había dos críticos que era indispensable leer todos los domingos: Cyril Connolly, el autor de Enemies of Promise y The Unquiet Grave, cuya columna versaba a veces sobre literatura, pero más a menudo sobre pintura y política, y las críticas teatrales de Kenneth Tynan, una maravilla de gracia, ocurrencias, insolencias y cultura en general. El caso de Tynan es muy apropiado para advertir la gazmoñería de la Gran Bretaña de entonces (en esos mismos años desapareció). Tynan era inmensamente popular hasta que se supo que era masoquista, y que, de acuerdo con una muchacha sádica, habían tomado un cuartito en el centro de Londres, donde una o dos veces por semana ella lo flagelaba (y aportaba también el árnica, me figuro). Que lo hicieran no importaba tanto; que se supiera, era otra cosa. Tynan desapareció de los periódicos después del éxito de Oh! Calcutta! (él decía que era una traducción inglesa del francés: Oh! Quel cul tu as!) y dejó de hablarse de él. Partió a los Estados Unidos, donde murió, olvidado de todos. Pero sus inolvidables críticas teatrales están todavía ahí, en espera de un editor audaz que las publique.

Edmund Wilson sigue siendo famoso y, espero, leído, porque fue el más grande crítico literario de antes y después de la Segunda Guerra Mundial, y no sólo en los Estados Unidos. Acabo de releer por tercera vez su To the Finland Station y he vuelto a quedar maravillado con la elegancia de su prosa y su enorme cultura e inteligencia en este libro que relata la idea socialista y las locuras y gestas que engendró, desde que Michelet en una cita a pie de página descubre a Vico y se pone a aprender italiano, hasta la llegada de Lenin a la estación de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revolución rusa.

Hay dos tipos de crítica. Una universitaria, que está más cerca de la filología, y trata, entre otras cosas, del indispensable establecimiento de las obras originales tal como fueron escritas, y la crítica de diarios y revistas, sobre la producción editorial reciente, que pone orden y echa luces sobre ese bosque confuso y múltiple que es la oferta editorial, en la que los lectores andamos siempre un poco extraviados. Ambas están de capa caída en nuestro tiempo, y no por falta de críticos, sino de lectores, que ven mucha televisión y leen pocos libros, y andan por eso muy confusos, en esta época en que el entretenimiento está matando las ideas, y por lo tanto los libros, y descuellan tanto las películas, las series y las redes sociales, donde prevalecen las imágenes.

Edmund Wilson, que nació en 1895 y murió en 1972, estudió en Princeton, donde fue compañero y amigo de Scott Fitzgerald, pero se negó siempre a ser profesor universitario y hacer ese tipo de crítica erudita que sólo leen los colegas y a veces ni siquiera ellos. Lo suyo era el gran público, al que llegaba en sus extraordinarias crónicas semanales, primero en The New Republic, luego en The New Yorker y finalmente en The New York Review of Books. Después solía reunirlas en libros que nunca perdían actualidad. Y no se crea que escribía sólo sobre los modernos. Yo recuerdo como uno de sus mejores ensayos el largo estudio que dedicó a Dickens. Su prodigiosa capacidad para aprender idiomas, vivos y muertos, era tal que, se decía, cuando The New Yorker le encargó escribir sobre los manuscritos del Mar Muerto, pidió unas semanas de permiso para aprender antes el hebreo clásico. Y yo recuerdo haber leído en las páginas del desaparecido Evergreen su polémica con Nabokov sobre la traducción que éste había hecho de Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin, que versaba sobre todo acerca de las entelequias y secretos de la lengua rusa.

¿Quién descubrió a la llamada “generación perdida” de grandes novelistas norteamericanos entre los que figuraban Dos Passos, Hemingway, el soberbio Faulkner y Scott Fitzgerald? Fue Edmund Wilson, que en sus artículos y ensayos fue promoviendo y descifrando los grandes hallazgos y las nuevas técnicas y maneras de narrar del genio literario norteamericano, sin dejar de mencionar que habían sido aquellos los que aprovecharon mejor que nadie las lecciones del Ulysses de Joyce.

Los grandes críticos han acompañado siempre a las grandes revoluciones literarias, y, por ejemplo, en América Latina, el llamado boom de la novela no hubiera existido sin críticos como los uruguayos Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, el peruano José Miguel Oviedo y varios más. No es extraño, por eso, que en Francia Sainte-Beuve y en Rusia Visarión Belinski acompañaran el período más creativo y ambicioso de sus revoluciones literarias y les dieran un orden y unas jerarquías. La función de la crítica no es sólo descubrir el talento individual de ciertos poetas, novelistas y dramaturgos; es, también, detectar las relaciones entre aquellas fabulaciones literarias y la realidad social y política que expresan transformándola, lo que hay en ellas de revelación y descubrimiento, y, por supuesto, de queja y de protesta.

Yo estoy convencido de que la buena literatura es siempre subversiva, como lo estaban los inquisidores y censores que prohibieron durante los tres siglos coloniales que se publicaran novelas en las colonias hispanoamericanas, con el pretexto de que esos libros disparatados —pensaban en las novelas de caballerías— podían hacer creer a los indios que esa era la vida, la realidad, y, por lo mismo, desconcertar y amolar la evangelización. Por supuesto que hubo mucho contrabando de novelas y debía ser formidable, en esos tiempos, leer esas novelas prohibidas. Pero si el contrabando permitió la lectura de novelas, la prohibición se aplicó estrictamente en lo relativo a su edición. Durante los tres siglos coloniales no se publicaron novelas en América Latina. La primera, El periquillo sarniento, salió en México sólo en 1816, durante la guerra de independencia.

Aquellos inquisidores y censores que creían que las novelas eran subversivas estaban en lo cierto, aunque no en prohibirlas. Ellas expresan siempre un descontento, la ilusión de una realidad diferente, por las buenas o las malas razones. El marqués de Sade, por ejemplo, detestaba el mundo tal como era en su tiempo porque no permitía a los pervertidos como él saciar sus gustos, y sus largos discursos, tan aburridos, lo que piden es una libertad irrestricta para la lujuria y la violencia contra el prójimo. Lo que las buenas novelas no aceptan, es la realidad tal cual es. Y en ese sentido son los permanentes motores del cambio social. Una sociedad de buenos lectores es, por eso, más difícil de manipular y engañar por los poderes de este mundo. Eso no está claro en las democracias, porque la libertad parece disminuir o anular el poder subversivo de las novelas; pero, cuando la libertad desaparece, las novelas se convierten en un arma de combate, una fuerza clandestina que va en contra del statu quo, socavándolo, de manera discreta y múltiple, pese a los sistemas de censura, muy estrictos, que tratan de impedirlo. La poesía y el teatro no siempre son vehículos de aquel secreto descontento que encuentra siempre una vía de escape en la novela, es decir, son más plegables a la adaptación al medio, al conformismo y la resignación. Todo eso deben señalarlo y explicarlo los buenos críticos, como hizo a lo largo de toda su vida Edmund Wilson

sábado, 1 de agosto de 2020

"El tiempo era otra cosa" por Juan Arnau Navarro


Debajo de un bombín puede estar la frente de un revolucionario. Henri Bergson (París, 1859-1941) fue un señor educado, de rasgos finos y delicados que, entre el hongo y la dinamita, se decantó por lo primero. Es curioso que la palabra revolucionario tenga tanto prestigio en nuestros días, cuando implica dar vueltas y más vueltas en un círculo en el que la única posible transformación es la posición, el estar arriba o abajo. Pero Bergson lo fue precisamente por su rechazo a cifrarlo todo en la posición. Entre otras excentricidades, Bergson creía que la memoria no se guarda en el cerebro. Le parecía que reducir el tiempo al espacio, como hacen los relojes, era traicionarlo. Los relojes solo miden a otros relojes, solo pueden comprender el tiempo mediante el espacio, ya sea el que recorre la Tierra alrededor del Sol o las transiciones del átomo de cesio. El tiempo real era el tiempo interior, ese que había evocado su primo Proust, que él llamaba duración. Y si el camino de ida se nos hace más largo que el de vuelta, aunque en nuestro cronómetro marquen lo mismo, la ida ha durado más. La experiencia cualitativa del sujeto prima sobre la experiencia cuantitativa de la máquina.
Algunas de las hipótesis de Bergson parecen sacadas de la literatura fantástica, pero sabemos por experiencia que la literatura es la que marca el ritmo de la historia. Sostenía que para estudiar la vida no sirve descomponerla y analizar sus partes (eso supone estudiar la muerte), sino que era necesario profundizar en la vivencia. La naturaleza híbrida de este filósofo, buen conocedor de las matemáticas y la biología, hijo de inglesa y polaco, del pragmatismo británico y la ensoñación eslava, le proporcionó una poderosa intuición y un enorme talento para la escritura. Recibió el Nobel de Literatura en una época en que el premio también se otorgaba a los filósofos, entendiendo que el buen filósofo es, ante todo, un narrador que también sabe contar historias.
Bergson anticipó el auge del zen, una tradición que desconocía. Los maestros zen evitan largos parlamentos y demostraciones sobre la verdad. Prefieren dar a sus discípulos ocasiones para instruirse por sí mismos. Lo mismo hacía Bergson. Algunos pasajes parecen sacados de un manual de meditación: “Cierro los ojos, me tapo los oídos y suprimo, una tras otra, las sensaciones que me llegan del exterior. Ya lo he logrado. Sin embargo, subsisto y no puedo dejar de subsistir. Sigo aquí. Puedo rechazar mis recuerdos y hasta olvidar mi pasado, pero conservo la conciencia de mi presente”. Y advierte que en el instante mismo en que una conciencia se extingue, otra se alumbra para asistir a la desaparición de la primera, pues la primera sólo puede desaparecer para otra y frente a otra. Recuerda a las Presencias reales, de George Steiner, recientemente desaparecido. Un libro también extemporáneo. No es posible imaginar una nada sin advertir que hay alguien que la imagina, que hay algo que subsiste.
Bergson formula así una crítica sagaz del vacío, que suscribirían Berkeley y el budismo. Un ser que no tuviera memoria ni expectativas no podría concebir el vacío. Lo que es y lo que se percibe es la presencia de algo, o su ausencia cuando esperábamos encontrarlo donde no está. La ausencia siempre se percibe indirectamente, es la creación de un ser que espera y recuerda. De modo que lo que expresan las palabras nada o vacío no es tanto una cosa como un afecto, una emoción, una nostalgia. “Puedo suponer que he dejado de existir; pero en el mismo instante en que hago esa suposición, me concibo a mí mismo y me imagino sobreviviendo a mi anonadamiento”.
Bergson conocía las experiencias de William James con el óxido nitroso y otras técnicas para ralentizar la actividad mental o suspender la función crítica de la inteligencia. Cualquiera que haya probado el hachís o el ácido lisérgico sabe que estos estados, sistematizados por el yoga y las tradiciones chamánicas, permiten atisbar (conmoverse y percibir) el genio místico de la realidad: “Nada impide al filósofo llevar hasta el final la idea que el misticismo le sugiere: un universo que no sería más que el aspecto visible y tangible del amor y la necesidad de amar”. Y se aleja de la biología para entrar en un terreno más resbaladizo: “Una energía creadora que fuera amor y que quisiera extraer de sí misma seres dignos de ser amados podría así sembrar mundos”. Con ellos es posible mantener una relación magnética, pues el impulso vital y la materia son complementarios. La corriente vital que atraviesa la materia recorre incontables caminos y puede quedarse estancada en los pozos de la depresión. Finalmente, da con seres destinados a amar y ser amados, capaces de reconocer esa misma energía creadora como amor.
Mantiene su fe en la ciencia, pero sugiere llevar la filosofía a un nivel más alto, hacer de ella la reformadora de las ciencias. La lógica y las matemáticas consideran el tiempo como una privación de la eternidad. Frente a ellas, tan necesarias como superficiales, propone captar el yo íntimo, la duración y cualidad pura, el origen en el ahora. Desenmascara así el dogma que encierra la conciencia en el “cuerpo mínimo” y descuida el “cuerpo inmenso”. No es lírica, es posible, quien lo probó, lo sabe.
Los últimos años son difíciles. El espectáculo de París ocupado por los nazis es desolador, las vejaciones contra los judíos, frecuentes. Bergson se solidariza con los perseguidos. El premio Nobel, en bata y pantuflas, abandona la cama para salir a la calle del brazo de un pariente e inscribirse como judío. Las estufas apenas calientan y el gélido invierno le provoca una congestión pulmonar que acaba con su vida. Se apaga una llama mortecina que busca lugar donde prender.

viernes, 31 de julio de 2020

La muerte en bermudas

Apoyado en la sombra de un roble, escuchando cercano el trajín de las garrapatas; en la letanía mustia de una cama de hospital, salmodiado por el "ti-ti" del escáner; en el banco de los acusados, esperando la sentencia; en la tensión de un motel, suspirando por que un asesino a sueldo no se vengue de tu crimen; en la humedad del panteón, mientras regalas flores a tus muertos recientes; debajo del puente de una gran ciudad, abrigado con cartones y hojas de periódico; en el servicio de un restaurante de carretera, detenido por el estreñimiento... No hay lugar ni circunstancia en la que LA MUERTE EN BERMUDAS no te aísle del miedo, de la agonía, de la desesperación, de la miseria, del nihilismo, incluso del estreñimiento.
Cómprala en el enlace de la editorial o en la librería:  https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/   

miércoles, 29 de julio de 2020

Veranos viajeros: "Asturias, paraíso natural"


Que Asturias es un paraíso natural no es un eslogan, es una verdad incuestionable. Ahora bien, ¿cuántos turistas actuales estamos dotados para disfrutar de un paraíso natural? Los podría contar con los dedos de la mano de un montañero. Recordad que la legión que inunda Asturias este verano está compuesta de gente del siglo XXI, no del XIX. Somos criaturas que pasan la mayor parte del tiempo entre móviles, ordenadores, tabletas y televisores, incluidos quienes vivimos en pueblos. La naturaleza para nosotros es como esa abuela extraña a la que visitamos en el asilo por cumplir y huimos de ella cuanto antes. Es muy difícil que un androide de 2020  pueda disfrutar del silencio de una noche de verano o del verde sedoso de los montes o del bucolismo de un prado en mitad del orvallo. 
Más aún, tened en cuenta que el paraíso natural no viene solo con postales de fondo de pantalla. Cuando uno pasea o hace senderismo o runea o calafatea por las sendas astures lo van a abordar caballos, vacas, culebras, perros sueltos, toros y hasta cuatroporcuatros en labores ganaderas. Además, el estiércol huele, las ortigas escuecen, las picaduras de los tábanos duelen y el orvallo empapa. El placer estético de contemplar un paisaje y el silencio nos aburren a los cinco minutos, vamos a ser sinceros. Somos gente de bullicio, folclore y un poco hiperactivos (aunque no estemos diagnosticados). 
Sí es cierto que la temperatura por estos lares septentrionales es un bálsamo para los que nos cocemos en los páramos, aunque no olvidéis que somos turistas y queremos hacernos selfis en la playa (el mar está helado), en los montes (las nieblas son muy puñeteras) y en las praderas (algunos perros, toros y nubes no respetan nuestra vanidad). 
Nos podemos refugiar en los bares, es cierto, y Asturias no solo es un paraíso natural, sino también etílico y gastronómico. Pero en este apartado también surgen varios contratiempos de verano. No olvidéis que somos turistas, bueno, no podremos obviarlo porque nos lo van a recordar en la factura del primer restaurante que visitemos. Somos turistas y nos merecemos lo peor. No penséis encontrar chollos escondidos detrás de un monte, ni restauradores despistados que hayan anclado sus precios en mitad del siglo XX, no. Vamos a comer bien, muy bien, pero a precios de turista, como es de ley. Y aquí hay otra objeción. Hace unos años había mucha más distancia entre la gastronomía de mi pueblo y la asturiana que en la actualidad. La restauración ha prosperado tanto en toda España que es difícil apreciar excesivas diferencias en lo que antes eran reductos del buen yantar. Chicote nos ha arruinado la sorpresa del cachopo. 
La globalización y el progreso son armas cargadas de ironía, no te dejan ni fardar de viaje.

martes, 28 de julio de 2020

"Juan Marsé: subida al Monte Carmelo" por Rafael Narbona


1

Juan Marsé nunca olvidó sus orígenes humildes. Su experiencia como simple operario en un taller de relojería y como modesto empleado del Instituto Pasteur, donde barría el laboratorio y limpiaba probetas, siempre gravitó alrededor sus novelas, disolviendo esa arrogancia que sí es frecuente en autores que no han conocido las penurias materiales. Tierna y algo canalla, su pluma siempre desconfió de los revolucionarios de pacotilla y de los mitos del marxismo, que atribuían a la clase obrera el papel de motor de la historia. Para Marsé, los universitarios españoles que jugaban a la revolución corriendo delante de la policía franquista solo eran “señoritos de mierda”. Y los trabajadores, salvo algunos casos de especial clarividencia, como el propio Marsé, se limitaban a sobrevivir, asumiendo con fatalismo su condición de perdedores en el turbio río del devenir. Si algún aprendiz de Lenin les hubiera anunciado que eran la “espuma del porvenir”, habrían respondido con una mueca de escepticismo y quizás algún comentario irónico. La pobreza no es el taller de un mundo nuevo, sino un amargo lecho donde se muere la esperanza. Cuando se cierran todas las puertas, el pobre acaba muchas veces en el callejón de la picaresca, cuyos espejos deformantes lo alejan cada vez más de sí mismo. Al cabo de un tiempo, solo es un espectro, una sombra que sobrevive a base de timos, hurtos, golpes de ingenio y sablazos. Últimas tardes con Teresa nos acerca a la Cataluña de finales de los cincuenta, cuando la miseria de Monte Carmelo, un barrio marginal, convivía con el esplendor de una burguesía que disfrutaba de lujosas villas a orillas del mar. Los hijos de esa burguesía, abrumados por la mala conciencia, conspiraban contra el régimen, pero su praxis revolucionaria solo era una pantomima. Décadas después, los obreros proseguirían con sus duras jornadas de trabajo y sus magros salarios, mientras ellos ocupaban los sillones de los consejos de dirección y las altas esferas de la política. 

La reciente muerte de Juan Marsé me ha impulsado a releer Últimas tardes con Teresa. El encuentro con la novela me ha corroborado la maestría narrativa de Marsé y su indiscutible condición de clásico de nuestras letras, pero –además– me ha ayudado a revivir mis años como estudiante universitario y algún pasaje de mi vida no tan lejano. En los ochenta, el fervor revolucionario aún no se había apagado. Aunque había desaparecido la dictadura, el desencanto no tardó en surgir, lamentando que la Transición hubiera malogrado la oportunidad de un cambio histórico radical. Cuando yo estudié filosofía en la Complutense de Madrid, la jerigonza marxista, fundida con el posestructuralismo, todavía resonaba en las aulas. Algunos alumnos se habían inmunizado, pues se habían subido a lomos de la Movida, que reivindicaba la frivolidad, la indolencia y el hedonismo, pero otros aún rendían culto al ídolo de la revolución socialista, salpicando sus conversaciones de citas de Gramsci, Althusser y Hồ Chí Minh. Casi todos pertenecían a familias acomodadas, pero intentaban disimular su procedencia con pañuelos palestinos, chapitas con la imagen del Che y panegíricos del cóctel Molotov. Mientras los escuchaba, siempre pensaba en unas líneas de Últimas tardes con Teresa: “Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda”. 

Los “señoritos de mierda” no son un fenómeno puntual, sino una constante histórica. En 2008, volvieron a ocupar la primera línea de la política. El hundimiento de Lehman Brothers rescató del desván a Marx, Gramsci y Foucault. De nuevo se habló de “microfísica del poder”, “hegemonía cultural” y “ruptura epistemológica”. Una nueva clase de políticos alentó a “asaltar los cielos”. Nadie es inmune al viento infame de los absolutos. En esa orgía de estupidez, yo llevé una velilla, escribiendo un puñado de artículos que hoy me avergüenzan. El mito de la revolución es una poderosa marea que te arrastra a las playas más inmundas. La virtud jacobina se disfraza de fraternidad, escondiendo su furia homicida, lo cual le permite captar a muchos majaderos. En 2015, yo ya había recobrado la sensatez, pero una oportunidad de trabajo me llevó a la casa de una empresaria catalana. Esos artículos que yo tanto deploraba habían despertado su interés y me ofrecía colaborar en varias revistas de divulgación. Viajé a Barcelona y nos encontramos en la estación de Sants. La empresaria acudió con su marido. Ninguno de los dos pudo ocultar su desilusión cuando me vieron aparecer con un polo de Lacoste, inequívoco símbolo de putrefacción burguesa. Nos saludamos y me llevaron a su casa: un palacete modernista con vistas al mar y con un jardín que habría embriagado al Valle-Inclán más decadente. El palacete contaba con una capilla y mis anfitriones, cuyo lema –según me confesaron– era “Ni Dios ni amo”, no habían desperdiciado la ocasión de manifestar su furor anticlerical. Los santos habían desaparecido de las hornacinas y sus vástagos, que rondaban los doce años, habían dibujado en su lugar a héroes del pop, el cómic y el cine, quizás los dioses de nuestro tiempo. La cena fue un desastre. En una mesa para veinte comensales y bajo un altísimo techo decorado con pinturas modernistas, mis anfitriones atacaron al capitalismo con artillería pesada, citando a Sartre, Régis Debray y Carlos Marighella. Yo asentí para evitar un situación incómoda, pero pensé de nuevo en los “señoritos de mierda” de Marsé y comprendí que nunca desaparecerían. Al igual que Pijoaparte, el quinqui arribista de Últimas tardes con Teresa, son una constante de la historia, una de esas fuerzas perennes que dividen el mundo en opresores y oprimidos, fantoches y pobres de diablos, privilegiados y tristes gilipollas. Estaba claro que yo pertenecía al segundo grupo. Pijoaparte, un chorizo sin escrúpulos, siempre me inspiró mucha más simpatía que Teresa, una pija malcriada. Esa noche, ese sentimiento se exacerbó y ahí sigue. Siempre agradeceré a Marsé que desenmascarara a esa izquierda divina, hipócrita y hueca, más preocupada de ofrecer su mejor perfil ante la historia que de aliviar el sufrimiento de los más infortunados.

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Últimas tardes con Teresa es una auténtica subida al Monte Carmelo, pero en la cima no se encuentra Dios, sino el Grial de la Revolución. Los pijos con disfraz de redentores de la clase obrera expían el pecado original de la burguesía: la explotación del trabajador, sin la cual –por otra parte– no disfrutarían de sus privilegios. Manolo Reyes, Pijoaparte, es un pequeño ratero con una percha sumamente seductora y dotes de embaucador. Aunque vive en Barcelona, nació en Ronda. Es un chico del Sur, un charnego. Su tez morena le hace parecer un gitano. De niño, una familia francesa se encaprichó con él y le ofreció pagarle los estudios, pero una mañana desaparecieron sin molestarse en decir adiós. Enamorado de su hija, una cría de su edad, la experiencia le dejaría una profunda herida psíquica. Hijo de una madre soltera que trabajaba como criada, Pijoaparte emigra a Barcelona en busca de oportunidades. Su hermano vive en Monte Carmelo y espera que lo acoja, garantizándole el sustento. Piensa que Cataluña es una tierra de promisión donde es posible prosperar. No descarta la posibilidad de seducir a una niña bien –en su memoria, perdura su truncado idilio con la niña francesa– y realizar una boda ventajosa, accediendo a ese mundo dorado que solo ha conocido cuando acompañaba a su madre al cortijo donde limpiaba y fregaba suelos. Su hermano no lo recibirá con los brazos abiertos, pero le dejará trabajar en su negocio. Un taller que se dedica al desguace y venta de motos robadas. Su fantasía de cortejar a una niña rica desembocará en un sainete. Flirteará con una joven creyendo que es la hija de un próspero hombre de negocios, pero cuando al fin logra acostarse con ella, descubre que solo es la criada. Tímida y sumisa, la chica se llama Maruja y trabaja en casa del matrimonio Serrat. Se lleva muy bien con su hija Teresa, un atractiva rubia que ha estado a punto de ser expulsada de la universidad por su participación en las protestas estudiantiles contra el régimen. Es la oportunidad que tanto había esperado Pijoaparte.

Juan Marsé irritó a todo el mundo con su novela. Destruyó la imagen mítica de la clase trabajadora forjada por una izquierda que jamás había pisado un barrio obrero. Ridiculizó las algaradas universitarias, mostrando su demagogia y ligereza. Escarneció al régimen, aireando su violencia y su clasismo. La España de Franco era una interminable secuencia en blanco y negro que intentaba rebobinar el curso de la historia, frenando los cambios sociales. Mojigata e hipócrita, cultivaba la doble moral, tolerando los vicios de la burguesía y asfixiando a los trabajadores con las estrictas exigencias de la moral católica. Cataluña no salía mejor parada en la novela de Marsé. Arrogantes y clasistas, los catalanes despreciaban a los charnegos o murcianos. A sus ojos, la “remota y misteriosa Murcia” era una región bárbara y atrasada, que solo producía parias, rufianes y muertos de hambre. Juan Marsé obtuvo la gloria literaria, pero también se atrajo muchos enemigos. Lejos de desanimarse, mantuvo hasta el final su independencia, sin preocuparse por la crispación que provocaban sus opiniones. Se mostró despiadado con la “carroña nacionalista”. No se dejó seducir por la melodía de ninguna ideología política y se rio del cosmopolitismo catalán, un simple ardid para ocultar su rendición incondicional ante los caprichos del turismo. Siempre presumió de haber dejado el colegio a los trece años, señalando que sus verdaderos maestros fueron el cine y la literatura. Lamentó la tibieza de los críticos literarios y la ferocidad caníbal de escritores y artistas, siempre en guerra por apropiarse del trozo más grande del mezquino pastel de la fama. Marsé pertenece a la fecunda estirpe de los energúmenos ibéricos. Su furia está a la altura de la mala leche de Baroja, Cela, Umbral y Sánchez Ferlosio. Eso sí, todo indica que poseía un corazón más limpio y generoso. 

En Últimas tardes con Teresa, la prosa de Marsé fulge con todo su esplendor al describir la vida en Monte Carmelo, un barrio cuya rutina evocaba la atmósfera de las películas neorrealistas, con sus niños sucios, sus viejos derrotados por la vida, y sus hombres y mujeres endurecidos por una existencia precaria e indigna. En Monte Carmelo, no está el Grial, sino la “sonrisa de Baal, el dios pagano que Jezabel adoraba y que fue expulsado de la verdadera montaña de Palestina”. En este caso, Baal es un capitalismo que produce a la vez riqueza y exclusión, prosperidad y marginación. En el estilo de Marsé, se aprecia la influencia de Faulkner y Nabokov: frases largas plagadas de hallazgos verbales, metáforas insólitas, honda introspección. Su prosa, lejos de la sencillez de un Delibes, apuesta por ese registro que bordea la deconstrucción del artificio literario. No se conforma con reproducir lo real. Quiere ir más allá, mostrando que nuestra imagen de las cosas siempre está deformada por la perspectiva del espectador. Cualquier crónica de la historia es una reelaboración subjetiva. La objetividad solo es un dogma. Marsé no alardea de decir la verdad, sino de escribir con las entrañas, reproduciendo su estrépito. El escritor no es un testigo ni un apóstol, sino una conciencia que recoge fragmentos, silencios, emociones, combinándolos con mayor o menor pericia. Eso garantiza la continuidad de la literatura, pues si existiera una sola imagen, una verdad incontrovertible, la creación artística sería redundante y banal. 

La muerte de Juan Marsé nos arrebata a un clásico discreto, un escritor que jamás renunció a su libertad, pero que no cayó en las redes de la vanidad, atribuyéndose una importancia excesiva. ¿Cómo le gustaría ser recordado? Tal vez como ese joven bajito que aparece en Últimas tardes con Teresa, pellizcando el trasero a las jovencitas. Se trata, sin duda, de una imagen muy incorrecta, pero no creo que a Marsé le hubiera quitado el sueño.

domingo, 26 de julio de 2020

Santoral apócrifo: hoy, san Joaquín y santa Ana


*Animado por el creciente fervor que me noto aquí adentro, me he decidido a reescribir las vidas y hechos de los santos más significativos de nuestra Santa Iglesia Católica. El recopilador de estas hagiografías no puede asegurar que todo esto ocurriera de veras, pero cada uno de los sucesos están recogidos o bien de los evangelios o bien de fuentes fidedignas con certificado de santidad. 

Era Joaquín un hombre poderoso que vivía en Judea, con mucho parné y sin ninguna necesidad. Bueno, sí, algo faltaba. Se había casado con Ana hacía varios años y no había manera de que se quedara preñada. Probaron todos los métodos de fertilidad de la época: el sumerio (la mujer debía colocarse en posición fetal después del acto y se amarraba las piernas con un dogal untado en sangre de toro), el romano (golpear las nalgas de la mujer con una verga seca de carnero, mientras se realiza el acto), el griego (penetrar a la mujer por orificios que no fueran los propios de la coyunda) y el galo (recoger parte de la semilla del hombre en una vejiga de gato joven y verterla sobre el vientre de la interesada). Cansados ya de estas componendas, lo dejaron por imposible, pero aún les aguardaba un gran disgusto a causa de su esterilidad: los popes judíos no aceptaron las ofrendas de Joaquín por considerar que su falta de descendencia era un castigo divino y, por tanto, se le prohibió sacrificar animales en el templo. 
Desesperados y viejos, acudieron a un sexólogo de la época, un curandero muy afamado que les recomendó una solución de emergencia: Joaquín debía apartarse al desierto durante cuarenta días para rezar; mientras tanto, Ana debía yacer con un muchacho joven, pariente de Redón, el curandero, que serviría de sustituto de Joaquín. A pesar de la avanzada edad de Ana, casi anciana, se obró el milagro. Quedó preñada y parió una niña que, con el paso de los años, se convertiría en la Virgen. Joaquín ganó así su cédula para entrar en el salón de los santos y beatos ordenados por la Iglesia con todo merecimiento.