sábado, 2 de agosto de 2014

"Dan Brown con paperas": Tercer episodio ("Torero en la piazza Navona")


Balbino della Vorágine se había quedado solo al frente de una misión que no era moco de pavo. Se releyó la contraportada del Código da Vinci y se convenció de que el capo de la mafia calabresa también había leído ese libro o había visto la película al menos. Subió en su Fiat, después de echarles vaho a los retrovisores y frotarlos con un pañuelo un tanto acartonado. Se dirigió hacia la piazza Navona. Allí, si no recordaba mal, se desarrollaba uno de los episodios cruciales del libro. Era media tarde, último día de julio, y la plaza se encontraba atestada de turistas. Los pakistaníes iluminaban con sus luciérnagas de silicona el cielo romano y dos acordeonistas competían por un lugar de privilegio. Las terrazas de los cafés de lujo han sustituido a las cuadrigas que en otros tiempos disputaban su honor alrededor del obelisco. Aún conserva la plaza el diseño del estadio antiguo, pero los pintores de coliseos y los músicos húngaros le dan otro aire. Solo las sandalias de los turistas alemanes y los que la recorren en una especie de patinete eléctrico con ruedas, recuerdan a los aurigas que conducían los carros de la Roma imperial.
Balbino se dirigió hacia la fuente de los Cuatro Ríos. Allí buscó otra pista con desesperación: un ala de la gaviota, la pechuga, los higadillos o alguna porción de otro animal muerto. Lo único que encontró fue a su abuelo, Giovanni Pastoracci, cantando el "Torero" de Renato Carosone con un radiocasete en el hombro. El abuelo mostraba sus dos únicos dientes a la concurrencia, bailaba al son de la música y meneaba el brazo como si estuviera atornillando un tapacubos. Balbino sabía que su abuelo iba a la plaza a sacarles los cuartos a los turistas con este número. Al abuelo le gustaba el limoncelo y la grappa amarilla y no le daban dinero para que no recayera en su vicio. Cogió Balbino al padre de su madre y lo llevó a rastras hasta el coche. Lloraba y pataleaba el viejo ante la mirada ofendida de los que habían gozado de una versión desconocida de Carosone .
En la fuente no había nada, salvo las hojas de una guía de Roma de una turista argentina que había discutido con su novio y daba explicaciones a dos policías de paisano con chaleco fluorescente. Volvió Balbino al coche con aire de derrota y, al ver llorando a Giovanni, quien se sorbía las babas a sabiendas de que no debía manchar la tapicería de leopardo del Cinquecento, Balbino se compadeció de él y lo llevó a la plaza del Panteón. Cuando lo ponía frente a las columnas de Agripa, su abuelo suspiraba y se le transformaba la sonrisa de loco en una mueca de inocencia que a Balbino le ponía los pelos de punta. Mientras contemplaba la serenidad beatífica de Giovanni, Balbino se dio cuenta de que en una de las terrazas de la plaza, el hijo de Carmelo Gallico (el jefe calabrés) cenaba unos cozze en su jugo y una tagliata de manzo muy sangrienta...CONTINUARÁ.    

jueves, 31 de julio de 2014

"Dan Brown con paperas": Segundo episodio ("El Fiat Cinquecento del comisario Balbino")


El Fiat Cinquecento del comisario Balbino no le tenía nada que envidiar al coche fantástico de Michael Knight. A pesar de haber atropellado a dos alemanes de gran peso en el último mes, su chapa apenas presentaba deterioro. Besaba sus llantas de perfil bajo antes de arrancarlo, lo lavaba todas las mañanas y cada dos días le daba un abrillantador especial con cuyo lustre causaba sensación por las calles de Roma. Los tres turistas bajaron del coche casi sin respiración, poco acostumbrados al ambientador de jazmín negro y peperoni.
Se alojaron en una pensión próxima al Vaticano, después de cenar en el restaurante Palazzeto, propiedad del hermano de Balbino. Después de unos ravioli (con mucho ajo) y de las llamadas pertinentes para avisar a sus familiares, el finlandés, el malayo y la española, aceptaron de buen grado la colaboración.con el especialista en crímenes vaticanos.
Cayó una tormenta veraniega sobre la ciudad papal, presagio, según Balbino, de que algo importante estaba ocurriendo en la ciudad. El último lugar que habían visitado, la iglesia de Santa Mª la Mayor, no había aportado gran cosa a la investigación. Los mendigos e inmigrantes a los que interrogó Balbino no le supieron decir si algún miembro de la mafia calabresa había pasado por el templo, Eso sí, le pidieron encarecidamente que mandara quitar las vallas que rodean la escalinata de la catedral para poder pasar la tarde en ella y así dejarían libres las aceras de la plaza. También lo invitaron a un trago de vino de brick que el comisario aceptó, poco escrupuloso.
Por la mañana seguía lloviendo. Tuvieron que agenciarse unos impermeables de plástico que les daban el aire de una brigada del espacio. Muchos deambulaban por la plaza de San Pedro ataviados con chubasqueros similares, pero el comisario había tenido la perspicaia de comprarlos de color amarillo y con el escudo vaticano en el pecho y en la espalda, lo que permitía reconocer a sus colaboradores a la legua.
 Balbino había concertado una cita con el secretario del papa, pero antes quería echar un vistazo a los Museos Vaticanos. Esperaba encontrar allí la tercera pista. Se pasearon en fila de a tres todos los pasillos que conducen a la Capilla Sixtina. La cara bovina que se les quedó a los cuatro les transformó el rostro y les costó reaccionar al vapuleo a que los sometieron los aguerridos visitantes de los museos. Incluso Balbino, más acostumbrado a la idiotizante tarea de alternar con el turismo de grupos, se vio afectado, balaba al querer hablar y por poco no consigue ver a tres personajes que aparecieron en la Capilla Sictina con unos gorros que parecían de waterpolo. Tenían permiso para entrar así pues se suponía que llevaban unos electrodos en la cabeza y en los dedos para captar imágenes y movimientos. Al parecer solo era una manera de filmar para la Televisión Vaticana con las últimas tecnologías la obra de Miguel Ángel, sin embargo uno de ellos no había trabajado nunca en la televisión. Cuando salían de la sala, Balbino se dio cuenta de que el del gorro amarillo tenía la misma nariz que el jefe de la mafia calabresa, Carmelo Gallico. No pudo abordarlo, una masa de japoneses, encabezados por una guía que pinchaba un girasol gigante en una antena, se lo impidió. El grupo de turistas era tan compacto que no dejaban una fisura, ni siquiera para la penetración desesperada de un carabinieri experimentado.Además, ya no llegaban puntuales a la cita con el secretario del papa.
Recogió Balbino los restos de la chica de 14 años, quien pronunciaba palabras sueltas en diferentes idiomas sin ninguna coherencia, y al neozelandés y al malayo, afectados por el llamado mal de Benidorm, Habían comprado cada uno de los accesorios que les había ofrecido un vendedor ambulante pakistaní: luciérnagas de silicona, gafas con luz, sombreros de proxeneta, punteros láser y mecheros en forma de váter.Tuvo que pedirles a dos compañeros suyos, que se estaban besando tras la celosía de la capilla, que los llevaran al hotel. Ya no servían para la misión... CONTINUARÁ.

miércoles, 30 de julio de 2014

"Dan Brown con paperas": Primer episodio ("La mafia calabresa en los foros romanos")


En el foro romano, junto al altar de Julio César, se acababa de descubrir una cabeza de gaviota recién cortada. De su cuello aún chorreaba un hilo denso de sangre que humedecía las monedas con que se honra en la actualidad la divinidad del primer emperador de Roma. Ni en la Guerra de las Galias profetizó Julio César que se le opondrían enemigos tan extravagantes veintiún siglos más tarde.
Fue una chica de 14 años la que descubrió la singular ofrenda. En la entrada del altar, un grupo de turistas malayos y otro de finlandeses se hacían selfies en escorzos imposibles sobre las piedras del templo de Vesta. Al escuchar el grito de espanto de la chica, entraron en el altar en fila de uno, como corresponde a turistas bien educados. Por unanimidad, después de una conferencia más difícil que la de Yalta, celebrada sobre las losas resbaladizas de una calzada romana, decidieron avisar a un grupo de carabinieri que se encontraba cerca de los urinarios. Les costó a los guardias atenderlos y dejar los móviles con los que hablaban a gritos de amor y de comida.
La cabeza de la gaviota sobre el altar de Julio César provocó el repeluzno de los carabinieri, de suyo muy dados a la superstición y a la conversación animada sobre la salsa apropiada para las mujeres y para el linguine. En un cónclave que duró todavía más que el de los turistas, llegaron a la conclusión de que la cabeza de la gaviota suponía una amenaza de la mafia calabresa contra el papado. Una semana antes, el papa Francisco, en sermón revolucionario, se metió con los miembros de esta organización criminal y los excomulgó, pese al fervor católico que muestran en todos sus asesinatos.
Los carabinieri decidieron que dos de los turistas (uno malayo y otro de Helsinki, junto a la chica española de 14 años) los acompañaran al Coliseo para hablar con el capo de la sección de crímenes contra el Estado del Vaticano. Los alrededores del monumento estaban atestados de turistas (no solo malayos y finlandeses). Entraron con mucha dificultad en el interior del Coliseo y con el peligro de perder su dignidad, tras sortear a fotógrafos armados con los trípodes más atrevidos, vendedores hindúes con rosas y paraguas y centuriones romanos con penachos de fantasía.
El despacho del capo de asuntos para crímenes vaticanos desarrollaba su actividad en los sótanos del Coliseo, lugar prohibido a los turistas. Allí era donde los sucesores de Julio César encerraban a los animales exóticos traídos de África para exhibirlos en la arena del anfiteatro. En concreto, Balbino della Vorágine, comisario de carabinieri, se sentaba delante de las argollas con las que en tiempos de Trajano sujetaban a las hienas antes de sacarlas al ruedo.
Al dejar la cabeza del ave sobre su mesa y contarle dónde la había encontrado la adolescente, Balbino se alteró y llegó a la misma conclusión que los carabinieri (a él no le hizo falta cónclave, por algo le llaman el Capo Vaticano). Se levantó y abrió un armario de diseño que tenía tras él. Sacó un trapo en el que estaban envueltas las patas de la misma gaviota que había perdido la cabeza en el altar de Julio César (un rápido examen de RH dio pruebas de ello). Según relató, esa misma mañana habían encontrado las patas del pájaro en las rodillas del Moisés, en el interior de San Pietro in Vincoli. Del templo habían desaparecido también las cadenas con que sujetaron a San Pedro en la prisión, expuestas hasta entonces en una urna de cristal para solaz de los amantes del exvoto. Todo apuntaba sin duda a un caso complicado, digno de aparecer en los papeles y los noticieros de medio mundo.
Al Capo Vaticano se le veía entusiasmado, y no era para menos, llevaba más de dos años dedicándose a atemorizar a turistas que habían intentado pernoctar en el interior del Coliseo. Se había puesto de moda entre viajeros neozelandeses quedarse dentro del anfiteatro después de la visita, para cenar y luego dormir en el entarimado que cubre una parte del ruedo romano. Esa fue la única misión del comisario durante más de dos años: sacar turistas neozelandeses del Coliseo después de amenazarlos y hacerles llorar en una celda preparada al efecto para los interrogatorios. Un policía de película como Balbino, de mejor porte que Montalbano y con la medalla del Quirinale cosida en su pecho, no soportaba vivir así.
Interrogó eufórico a los turistas y luego los llevó hasta San Pietro in Vincoli. Quería que conocieran cómo actúa un verdadero profesional, cómo se implica en las pesquisas y, sobre todo, le interesaba que alguno de ellos pudiera dar noticia en los periódicos, en la radio o aún mejor, en la televisión, de su pericia como investigador privado en defensa de la verdad y la justicia. Comenzaba una aventura por toda Roma que poco tendría que envidiar a las mejores historias de Dan Brown. Así pensaba el comisario, mientras recorría a todo trapo las calles de la ciudad, sin reparar en los transeúntes que clamaban por que algún coche parara en un paso de cebra... CONTINUARÁ.    

lunes, 28 de julio de 2014

En el asedio de Roma (de nuevo)



Te puede arder la cabeza después de horas y horas de colas en los aeropuertos como dolían el cuello, la espalda y la fiereza cuando el caballo se convertía en parte de las extremidades. Te pueden cortar los empeines las cintas de cuero de las sandalias tras hincharse los pies en los insufribles tránsitos de avión, como escocían los arneses de las armaduras en la piel ahumada de los asediadores de la ciudad. Llegarás aturdido por los largos periodos de insomnio que provoca la preparación del viaje y sus desvelos, como el comandante de la tropa que no confía en sus fuerzas para abatir las murallas del enemigo. Te ahogará la angustia de la muerte accidental y el peligro que entraña surcar el cielo con un cachivache de hierro y plástico con dos alas nada flexibles, como al guerrero le estrangulaba la posibilidad de ser abatido por una piedra del camino o por el invierno indómito o por la enfermedad que acecha en cada viaje o por los perros salvajes que se esconden en las raíces de los arbustos.
Serás una piel sin ánimo, un esbozo de tu retrato, una amalgama de músculos sin voluntad que solo desean caer sobre las sábanas del hotel para recomponer el físico y el espíritu, como las hordas que, llegadas a la puerta de la ciudad, se entregaban a la blandura de los campamentos y a las curas del sueño con las que preparar el ataque. Serás un hombre en reparación al llegar al destino, un soldado que se alimenta de la sangre caliente de los sacrificios para buscar los buenos augurios de la batalla que se va a librar de madrugada. Serás un seguidor de la fe que nos lleva a los rincones más insospechados del universo para someternos a las leyes de la secta del viajero: descubrir su comida, sus gentes, su pasado y las diferencias de nuestra distancia.
Todo está dispuesto para el asedio, todo, incluido el guerrero que ya descansado y alimentado con los jugos calientes del sacrificio se propone descubrir la ciudad con entusiasmo. El problema es que este lugar, la fortaleza que nos espera es el centro del mundo (todavía), es una muralla inexpugnable que alberga en sus entrañas el poder de miles de años de victorias, de miles de armas con las que aplastar nuestras sienes y nuestro pecho. La dificultad estriba en no saber cómo acceder con éxito a tanta belleza, a tanta historia escondida, a tanto placer para los sentidos.
Roma no es una conquista cualquiera, Roma es, a pesar de conocerla, de ir preparado como un mercenario de Aníbal, una plaza que requiere de los mejores caballos para ser conquistada, del valor de la mirada más profunda, de la uña precisa que sepa hacer estallar su burbuja de caos y de decadencia para llegar a las esencias de un sexo que te otorgará placer eterno.
Me dispongo al asedio, a pesar de observar en el embrutecimiento que provoca el cansancio de los preparativos, las dificultades previstas: el río de turistas, la extorsión de la modernidad, las sandalias con calcetines, los japoneses de encargo, el empalago de los empleados, una niña con una tablet y el escándalo de los "Teletubbies" rompiendo el encanto de la historia, la mirada enturbiada por el aburguesamiento y la madurez, el adormecimiento de los flashes fotográficos, unos compatriotas renegando de la tierra extranjera que acaban de pisar para añorar con estupidez sus usos y costumbres...
Todo se puede acabar bajo el paso torpe de los elefantes. Es fácil destruir la belleza con la rotundidad de un ejército llevado en los lomos de bestias tan poco sutiles. Ojalá no ocurra y se me abran con deliicadeza el mito y las ruinas, que me posean los centuriones hasta que puedan sorber los humores de mis tripas envueltas en su saliva.      

jueves, 24 de julio de 2014

Carpe diem en el parque


Se sentó en el banco con los calambres
propios de la edad (provecta iba a decir,
pero no, voy a hacerlo más sencillo).
Se sentó en el banco, íbamos diciendo,
con dificultad, muy jodido, viejo.
Iba a tirar migas a las palomas
(una escena muy tópica, es cierto)
cuando un amigo se sentó a su lado.
¡Carpe diem, Bonifacio! -le dijo.
Lo miró (de hito en hito iba a decir,
pero no, voy a ser original)
con una escopeta en las pupilas,
levantó sus manos (no sarmentosas)
alteradas por el odio y la medi-
cación (esto ya lo hizo una vez Góngora).
No pudo estrangularlo en el momento.
¡Carpe diem, Bonifacio! -otra vez.
Le escupió la dentadura a la cara
y disfrutó del momento como nunca.



lunes, 21 de julio de 2014

El botellón y el "ubi sunt" (ripios veraniegos)


Vidrios rotos en el suelo 
bostezan al mediodía
de las calles.
Bolsas sin restos de hielo
sobrevuelan la autovía
y los valles.

Cuellos de botellas muertas
se exponen al sol ardiente,
sin pudor.
Bolsas de papas abiertas
muestran su vientre caliente
con ardor.

Condones fosilizados
hierven sobre las aceras,
desmayados.
Vómitos deshidratados
se exhiben en las esteras
de adosados.

¿Qué se hizo de muchachos
que abrían su maletero
con estruendo?
¿Qué fue de aquellos borrachos
que mostraban el plumero
sonriendo?

¿Dónde están esas muchachas
que ocultas tras el tomillo,
en cuclillas,
con las bragas en las cachas
se meaban el tobillo?
¡Qué chiquillas!

¿Y qué fue de las litronas,
de los ríos de ginebra,
del chupito,
de la música del Jonas,
del baile de la culebra,
del machito?

¿Dónde paran las berreas
de adolescentes en celo,
embriagados?
¿Dónde están las verborreas
de los que beben a pelo
y abrazados?

jueves, 17 de julio de 2014

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: La Regenta" de Ernesto Filardi

Haga la prueba: acérquese a su librería más cercana y vaya a la sección de novedades. Es matemáticamente imposible que no haya una novela de vampiros adolescentes, otra de detectives suecos resolviendo un sangriento y complicadísimo crimen en la nieve, y otra de mujeres luchadoras que se ven obligadas a salir adelante en un mundo distinto al que conocen. Más aún: es muy probable que haya al menos dos novelas de mujeres luchadoras, pues una de ellas contendrá una trama de hoy en día mientras que la otra será una novela histórica ambientada en un lugar lejano y/o exótico. Esta repetición de historias durará hasta que el público esté ya cansado de amores melancólicos entre vampiros y humanas, sectas satánicas secretas y mujeres desarraigadas descubriendo a su pesar que con el tesón suficiente todo se puede solucionar. Y entonces habrá que encontrar otros temas suficientemente amplios como para poder crear muchas novelas pero suficientemente concretos como para acertar con el nicho de público al que se quiere llegar.
Esto de las modas literarias no es nada nuevo: si echamos la vista atrás podremos recordar que gracias al realismo sucio de los ochenta un escritor era casi un fracasado si no salpimentaba su prosa con vocablos tan atrevidos como pollacoño o follar. En los setenta, el principal daño colateral de la guerra fría fue la proliferación novelística de megavillanos soviéticos que querían invadir el mundo. El modernismo de finales del XIX impregnó
nuestras almas dolientes de abril 
con fragancias nocturnas de un beso, 
el sabor del placer y el exceso 
y dos cisnes turgentes de añil.
Y qué decir del siglo XVI, donde todo se llenó de novelas pastoriles, en las que el único problema de los protagonistas es estar enamorados en un campo feliz y florido donde los ríos son mansos y no huele a estiércol ni a mierda de vaca.
El caso es que en el último tercio del siglo XIX surgieron las novelas protagonizadas por mujeres infelices en su matrimonio, fueran o no fueran sus maridos el mismo demonio. Esta moda literaria dio lugar a verdaderas joyas: Madame Bovary y Ana Karenina son las más célebres, pero en Portugal apareció El primo BasilioEffi Briest en Alemania y en España La Regenta. Las más famosas son las dos primeras, claro, pero es en esta última donde se abre el zoom para hacernos ver no solo el proceso interno de la protagonista sino el nudo completo de ambiciones, deseos, hipocresías y represiones latentes en la sociedad de Vetusta, la ciudad no tan imaginaria en la que vive la susodicha.
Ana Ozores es la mujer ideal. Casada con don Víctor Quintanar, exregente de la Audiencia de Vetusta —de ahí que la llamen la Regenta—, tiene todo aquello a lo que puede aspirar una mujer de su clase. Es guapa, modélica y casta en los dos sentidos de la palabra. Los hombres la idolatran, las mujeres la admiran y a unos y a otras les molesta que sea tan perfecta porque les recuerda que ellos no lo son. La Regenta no es una mujer cualquiera, pero a media ciudad le gustaría verla convertida en una cualquiera. Sobre todo sus amigas de la alta sociedad, damas linajudas de rango y copete, pues todas ellas ya han probado en sus carnes los placeres de la lujuria adúltera y sueñan con que Ana caiga al lado oscuro como han caído todas.
Esta diferencia de enfoque entre La Regenta y otras novelas sobre el mismo tema ya aparece desde el mismo título: Ana Karenina es la novela de una mujer llamada Ana, casada con el señor Karenin, al igual que Madame Bovary —o mejor aún, La señora Bovary— es la historia de Emma Rouault, esposa de Charles Bovary. Ambos títulos, por tanto, nos remiten a mujeres que han adoptado el apellido de su esposo mientras que La Regentanos indica que el interés que despierta la protagonista se debe al cargo institucional de su marido. Ya saben: la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino también parecerlo; pero si no lo es, que se vaya preparando porque la vamos a poner a caldo. Aunque nosotros mismos no tengamos motivos ni para estar orgullosos ni para tirar la primera piedra.

Leopoldo Alas «Clarín» (DP).
Vetusta es, por tanto, la verdadera protagonista de la historia. A pesar de estar inspirada en Oviedo podría ser cualquier ciudad de provincias de aquel siglo o del nuestro, que conserva aún muchos de los vicios y defectos más de cien años después. No es una novela que pretenda hacer amigos: su autor, Leopoldo Alas «Clarín» carga las tintas contra la Iglesia y contra los ateos, contra los caciques y contra los obreros, contra los señores y contra los criados, contra las mujeres y contra los hombres. En el fondo, la historia de Ana Ozores es una excusa —deliciosa, pero excusa a fin de cuentas— para construir una tremenda crítica a todos los estamentos de una sociedad rancia cuya medicina es un aire nuevo que nadie sabe, quiere o puede proporcionar.
Es posible que, al sentarse a escribir, Clarín se planteara de qué forma podía sacar más jugo a una historia que otros ya habían contado antes de forma magistral. Así que se quedó dándole vueltas a lo de forma magistral y llegó a la conclusión de que lo mejor era que la protagonista se sintiera atraída por un Magistral. O sea, un canónigo. Un cura, vamos. Pero no un cura cualquiera, ¿eh?, sino el hombre más admirado y más odiado de toda la ciudad. Un montañés metrosexual que se aprovecha de ser el confesor de Ana para manejarla a su antojo porque, vaya por Dios, no sabe bien cómo canalizar el impulso sexual que le sale por los poros… Y para darle aún más gracia al asunto, el típico triángulo amoroso mujer-esposo-objeto de deseo se convierte en cuadrilátero mujer-esposo-objeto de deseo 1-objeto de deseo 2. Así que, aparte del Magistral, a Ana también le hace tilín y tolón don Álvaro Mesía, cacique de Vetusta y donjuán de medio pelo, de quien todas las mujeres de la ciudad podrían decir cuántos lunares tiene en cada nalga. No son malas opciones, sobre todo teniendo en cuenta que la otra posibilidad es permanecer fiel a su esposo, que casi le dobla la edad y la trata como una niña.
La novela arranca con mucha mala leche desde la primera frase:
La heroica ciudad dormía la siesta.
O lo que es lo mismo, que a los vecinos de Vetusta les gusta creerse el ombligo del mundo aunque a la hora de la verdad sean más parecidos a este ombligo. Es en ese momento de modorra cuando el Magistral sube a lo alto de la torre de la catedral para observar la ciudad con un catalejo como un pastor voyeur que se excede un tanto velando el sueño de su rebaño. Fiel a la famosa máxima de «muéstramelo y no me lo cuentes», Clarín nos explica a la perfección la personalidad de Fermín y de la ciudad —dominador y dominada— con esta escena que se corona con una frase-guinda de solo siete palabras: «Vetusta era su pasión y su presa».
Pero no anticipen juicios de valor. No piensen desde ya que Fermín es el malo malísimo del cuento. Entre los muchos aciertos de la novela hay que destacar el ojo sagaz del autor para hurgar en la psicología pero también en los hechos. Nos gustan, sí, las historias en las que nos plantean las razones por las que los personajes actúan como actúan, ¿verdad? De ese modo nos da la sensación de que el autor sabe cómo hacer para que el malvado nos parezca noble. Pues Clarín le da una hermosa vuelta de tuerca a todo eso diseccionando a cada uno de los personajes para mostrarnos su descontento con toda la sociedad. Al terminar La Regenta, el lector se queda con la sensación de que el autor no está de parte de ninguno. Tan solo un personaje se libra de la quema y no es casual que sea el que menos afín se siente con la vida en la ciudad, el que más ganas tiene de alejarse del mundanal ruido de la Vetusta/España caciquil y mohosa.
Para lograr esa descripción social tan oscura como atinada, Clarín recurre a una galería fascinante de personajes secundarios. Si esto fuera una serie de televisión —y luego hablaremos de ello— muchos de ellos podrían tener su propio spin-off. Esto sucede sobre todo con las mujeres, como la feroz doña Paula, madre de Fermín; Visitación, la mejor/peor amiga de Ana; Obdulia Fandiño, cuya religiosidad es solo superada por su escote, o con Teresina y Petra, las criadas que todo lo saben. Cada uno de los más de cien personajes aporta su grano de arena para dar forma a una novela que fue considerada un verdadero escándalo en la época. El libro está lleno de momentos en los que no podemos entender cómo hizo Clarín para no aparecer en el fondo del mar con una piedra al cuello: la denuncia social es tan dolorosa como lúcida como sincera como feroz. Quizás la escena más lograda sea la de la procesión —estén tranquilos, que no haremos spoilers—, donde Clarín convierte a todos los asistentes en una versión ridícula de los judíos que se burlan, ningunean o desprecian a Jesús. Ni siquiera al clero o a los mismos penitentes les interesa la Pasión de Cristo: «Ni un solo vetustense pensaba en Dios en tal instante», dice el narrador. Porque la sociedad biempensante de esa Vetusta que tan bien caracteriza a la Españaza de ayer, hoy y siempre ha sustituido a Dios por el morbo, el postureo, el orgullo, el qué dirán, el qué han dicho y el a ver lo que decimos, olvidando que san Pablo dejó dicho que debemos ocuparnos de nuestros propios asuntos (Tesalonicenses, 4:11).
No es en absoluto una novela de ritmo rápido sino de tempo sosegado y continuo. Pasan muchas cosas y muy gordas, pero casi siempre sotto voce, por lo bajini, como sucede con el mismo inicio desde la torre ya mencionado o con algunos episodios que indagan en el carácter psicológico de los protagonistas a través deflashbacks donde se nos narra su infancia y su juventud. No se desesperen. Respiren y concéntrense, por ejemplo, en la belleza de la prosa. Algunos pasajes pueden hacerse más cuesta arriba pero tienen una función básica en el relato. Sobre todo aquellos que tienen que ver con una barca y, ¡ay!, con un sapo. Cuando terminen la novela verán que todo tenía su porqué y también comprenderán por qué el mismo obispo de Oviedo calificó la novela como «un libro saturado de erotismo, de escarnio a las prácticas cristianas y de alusiones injuriosas a respetabilísimas personas». Al buen hombre no le faltaba razón. La Regenta está llena de todo eso y más, pero no por eso debe dejar de leerse: como dijo Oscar Wilde, «Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza. Eso es todo». Pocas novelas son tan lúcidas al plasmar ese cainismo español de satisfacción indisimulada al imaginar al virtuoso retozar por el barro.
TVE copia
Aitana Sánchez-Gijón en la adaptación de La Regenta de 1995. Imagen: TVE.
Pero más allá del contenido social, una buena novela ha de construirse sobre una trama adictiva, de las que uno no puede dejar de leer para saber qué va a suceder. Bien. La tenemos. Una mujer virtuosa de la que no sabemos si será capaz de salir a buscar fuera de casa la salsa del estofado ya es un filón. Pero que durante toda la novela oscile entre el quiero, el no puedo, el madre mía si quiero y el a ver si al final voy a descubrir que sí que puedo le da un plus añadido de interés. Más aún si el suspense no solo está en si será o no capaz sino, en caso de hacerlo, con cuál de los dos. O si incluso hasta se liaría la manta a la cabeza para matar dos pájaros de un revolcón.
¿Qué más necesitamos para una buena novela además de una buena trama? Personajes interesantes y bien construidos. Buf. De esto tenemos de sobra. Ana Ozores, al igual que sus colegas Emma Bovary y Ana Karenina, destilan fuerza literaria. Esto no significa que nos caigan bien, claro, porque en más de una ocasión nos gustaría acercarnos a Vetusta y zarandear a la Ozores para que no sea tan bobalicona y melindrosa. Pero no cabe duda de que la Regenta partiría con ventaja en un hipotético ranking de los personajes femeninos mejor construidos de la literatura española. Que a todo esto, ¿se han dado cuenta ustedes de que la mayoría de esos grandes personajes —Celestina, Laurencia, doña Inés, Fortunata, Jacinta, Yerma, Adela y la novia deBodas de sangre, por citar solo algunas— tienen en común una relación digamos peculiar con la sexualidad? Esto es frecuente en nuestra literatura, pero ya no lo es tanto en el caso de los hombres. Ya saben, la tontería esa del macho hispano seguro y confiado en lo que tiene ahí colgado. Pues nuestro amigo Clarín nos presenta a tres hombres que no saben muy bien qué hacer con su carga de testosterona. El marido, a quien no le interesa el sexo y no se entera del problema que eso puede acarrearle; el Magistral, un semental encerrado en una sotana; y por último Mesía, que tras tantas idas y corridas está a punto de necesitar la pastillita azul y ya en su cincuentenez comprende que tanto vicio no le ha proporcionado la felicidad deseada. De todos ellos es Fermín el personaje más completo y con más recovecos por donde hurgar y deleitarse. Galdós, que sabía un poco bastante de esto de crear personajes, dejó escrito que el Magistral es la figura culminante de la obra de Clarín, además de ser «el estado eclesiástico con sus grandezas y sus desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre las impurezas del barro de nuestro origen». En serio, querido lector: aunque no le importe la represión sexual de la mujer en el siglo XIX, aunque le aburra la crítica social, aunque a usted esto de la descripción de caracteres le suene a chino, lea La Regenta aunque solo sea para conocer a don Fermín de Pas y luego hablamos. Si no le parece que el Magistral es un personaje ídem entonces yo ya no sé lo que le puede interesar en este mundo.
Un último elemento para asegurarnos de que estamos ante una buena novela: que el estilo esté depurado y a la altura de la trama. Ay, amigos, el estilo de La Regenta. La obra maestra del naturalismo español. Sí, ya saben, ese movimiento literario creado en Francia que busca plasmar la realidad analizando a los personajes con la distancia y la asepsia de un científico. Que oye, fantástico por ZolaYo acuso y Germinal y todo eso muy bien, sí. Pero vamos, que pocas lecciones de describir la realidad nos tienen que dar los franceses, sabiendo que cuando nosotros estábamos con el Lazarillo de Tormes ellos todavía estaban con Gargantúa y con Pantagruel, unos gigantes alcohólicos que conquistaban ciudades inundándolas a base de meadas. Que no es por criticar a los franceses, ojo. Que ojalá hubiéramos tenido aquí su Ilustración y sus vanguardias. Pero si para una cosa en la que hemos sido buenos en literatura vienen de fuera a darnos lecciones, apaga y vámonos. Y si creen que esto es una exageración, ahí tienen la Celestina, la novela picaresca, el Arte nuevo de Lope, los artículos deLarra, los Episodios nacionales… y por supuesto el Quijote, cuyo realismo echó por tierra el mundo irreal de las novelas de caballería: un género que nació, oh là là qué casualidad, en Francia. Sí, amigos. Si buscan buen naturalismo, elijan el de un experto en la materia. Porque, por el mismo precio, en España le añadimos al naturalismo algo que no es tan frecuente por allí fuera: un sentido del humor amargo y cínico que ayuda al lector a saborear mejor la realidad más descarnada. Y de esa tradición tan cervantina y quevedesca bebe precisamente Clarín para terminar de dar lustre a esta joya literaria. Así que no lo duden y tachen ustedes por su cuenta la última casilla que falta.
Gráfico1vTrama adictiva.
Gráfico1vGrandes personajes.
Gráfico1vEstilo depurado.
Gráfico1nComenzar a leer este novelón.
Ayuda para vagos y maleantes: antes de nada, es preciso aclarar que es muy complicado adaptar La Regentaen texto y alma. Es por eso que las tres versiones existentes se quedan cortas a la hora de dar vida a tanta chicha. La primera, dirigida por Gonzalo Suárez en 1975, está protagonizada por una Emma Penella cuyo buen trabajo no siempre logra hacer olvidar al espectador que el papel no parece hecho para ella. Además, varias de las tramas de la novela fueron eliminadas para que la película no fuera excesivamente larga. Por otro lado, la versión televisiva de Méndez-Leite de 1995 cuenta con algunas interpretaciones estupendas, como las de Aitana Sánchez-GijónCarmelo Gómez o Cristina Marcos, aunque se nota demasiado que al director le caen más simpáticos unos personajes que otros —Mesía mejor que Fermín, por ejemplo— y la carga crítica a todos los estratos sociales queda así más diluida. Suárez, Gómez y Sánchez-Gijón se reunieron en 2007 para rodar Oviedo Express, en la que una compañía de actores llega a Oviedo para representar una versión de La Regenta. Se trata de una simpática comedia que precisamente por serlo carece de la crueldad del original. Así las cosas, parece necesario que para disfrutar de esta joya tendrán que echar mano al libro. O crear una petición en change.org para que la HBO se plantee hacer una versión de La Regenta ambientada hoy día en un pueblecito del sur de Estados Unidos y así conseguir que todo el mundo se entere de una vez que alguna vez también supimos ponernos oscuros, críticos y profundos y, ya de paso, que Clarín goce del prestigio que merece: el de un insolente jovenzuelo que con solo treinta y tres años consiguió escribir una verdadera obra maestra.

martes, 15 de julio de 2014

Playa de las Marinas, Denia


Playa de las Marinas, Denia, 9:45, carrera lenta. En la diadema rosa que se ajusta a mis orejas oigo la Rosa de Sanatorio de Valle-Inclán y una selección de epigramas de Marcial sobre el mito de Príapo. Sol de justicia, aunque no abrumador (al principio). Humedad, la destilo yo toda. Cuerpos de mirar agradable, dos. Cuerpos descolgados en puertas de la descomposición, más de 100, incluido el mío (los que deberíamos estar dando lecciones a los jóvenes y gobernando las haciendas, nos exhibimos sobre la arena; mientras a la cabeza de los gobiernos se pide a gente guapa y joven que debería estar aquí, en la exposición pública de sus vergüenzas físicas). Cabezas enterradas en los móviles, 90 % (con el riesgo de que unos granos de arena les estropeen el aparato y se produzca lo que se viene llamando, síndrome vacacional o depresión playera. Además, se pierden las libélulas del wind surf flotando sobre el turquesa del horizonte). Castillos de arena: 4. Castillos de arena destrozados por mi torpeza de corredor de camino rural, 2. Alemanes, 10. Alemanes cabreados porque a sus hijos les han destrozado los castillos, 2 parejas. "Top less": 2. "Top less" de saldo, 2. Corredores, 2 (otro idiota y yo). Andarines, muchos (entre ellos, uno, que previendo su próxima descomposición, se ha vaciado un frasco entero de colonia cara). Chiringuitos, dos. Algas, montones de ellas.Final de carrera. Sol extenuante y abrumador (ahora sí). Humedad (ya no me queda). Cuerpos de mirar agradable (ya no los veo). Cuerpos descolgados, en puertas de la descomposición (no los aprecio, pero deberían venirse conmigo al camino del cementerio, donde corro habitualmente y donde me siento mucho más acorde con el paisaje).

domingo, 13 de julio de 2014

Menosprecio de playa y alabanza del finlandés


¿Qué locura nos asalta a los pueblos mediterráneos para acudir en masa a la playa durante el verano? ¿Cuál es el atractivo de pasar los días de ocio en una ciudad costera?: ¿rebozarnos en arena?, ¿no poder acercarnos al mar sin pisar a alguno de los cadáveres que ya a las 9 de la mañana descansan en el suelo?, ¿asarnos bajo un sol de justicia?, ¿derretirnos en sudor con esos climas húmedos que no te dejan ni respirar?, ¿mezclarnos con la masa de guiris o de indígenas entregada al trikini y a la borrachera fácil?, ¿disfrutar de las hermosísimas vistas de los rascacielos a pie de mar?...
No sé, es todo un gran misterio. Comprendo que alemanes, ingleses y hasta finlandeses se mueran por recoger unas horas de sol de nuestros veranos cuando han estado sepultados durante el año entre nieves, nubes y frío esterilizador, pero no consigo entender por qué nosotros, que hemos almacenado suficiente radiación solar durante el año como para iluminar varios bares con entusiasmo, cantos y bailes, nos empeñamos en tostarnos todavía más, con el peligro de que se nos se seque el cerebro, se nos amojame el deseo y se nos fundan las córneas. Por qué, repito, nos empeñamos en empotrar nuestro verano entre sombrillas, cuerpos calcinados, arena y el bullicio de todo el año multiplicado por cien.
Nuestros adolescentes, por ejemplo, no imitan a los finlandeses el resto del año. No se dedican a estudiar sin descanso para superar nuestra valoración en el informe PISA. Algo muy natural, por otra parte. Los impulsos que ofrece el clima mediterráneo no son los de Escandinavia. ¿Qué puede hacer un chico finlandés cuando fuera de casa ni siquiera hay luz y el pavimento está helado? ¿Qué puede hacer un chico español sino salir a disfrutar del clima templado de los inviernos y de la suavidad de la primavera y el otoño? Es un comportamiento natural. No así el que nos lleva a imitarlos en su diáspora veraniega.
A una actriz porno (y conste que no conozco a ninguna, hablo por intuición) cuando llega a casa en su tiempo de reposo, lo último que se le ocurriría sería llamar al vecino para tener una sesión de sexo que le aliviara el día. Su entrepierna escaldada y el desgaste físico la empujará a perseguir placeres espirituales como acariciar a su perro, leer un libro o ver una película francesa de la Nouvelle Vague.  ¿Por qué entonces a nosotros, hombres y mujeres del Mediterráneo, con la piel curtida por el sol y la cabeza llena de ruidos, no se nos ocurre otra cosa en nuestro tiempo de ocio que perseguir el calor y el escándalo? ¿No sería mucho más natural buscar un sitio fresco, verde, lluvioso incluso, silencioso y tranquilo donde reposar nuestra trepidante vida mediterránea, como la actriz busca sin duda las lanas del perrito y la paz de un libro para escaparse del tráfago de los penes y los mordiscos? Es una pregunta retórica, no respondáis.
Y dicho todo esto, expuesta mi postura con analogías y lógica aplastante (faltan las citas de autoridad), mañana mismo me voy a la playa. Así somos los de estos lares, morenos, inconsecuentes, irreflexivos y un poco idiotas. Si fuera finlandés, como primer cambio sería rubio, luego me comportaría con mayor rectitud y racionalidad, aunque es posible que todo fuera un poco más aburrido.

"De Escocia y de escotos" por Andrés Trapiello

HACE unos meses se recogía aquí este artículo, publicado en El País. Los nacionalistas, se recordaba en él, han convencido a los pobres de que éstos son, antes que pobres, nacionalistas padanos, catalanes, vascos o escoceses. Si un día llegan a independizarse, los pobres padanos, catalanes, vascos o escoceses dejarán de ser padanos, catalanes, vascos o escoceses para volver a ser lo que siempre fueron: pobres a secas. "Seremos más ricos porque el petróleo del mar del Norte pasará a nuestras manos y podremos forjar una sociedad más justa y solidaria”, se lee en esta información, a propósito de Escocia, confirmando, una vez más, por si no estaba claro, que quienes se quieren independizar no quieren hacerlo en tanto que nación, aunque se sirvan de toda su panoplia sentimental como pantalla de representación, sino en tanto que ricos. Y el primer paso será separarse de sus vecinos pobres, y acto seguido de los pobres de su propia familia (nunca es a la inversa, no se conoce a pobres, a menos que sean idiotas, que de todo hay, que busquen ser más pobres por razones de mitología nacionalista), confirmando igualmente que lo propio de los ricos es la insolidaridad ("El problema no es que se quieran ir, sino que se quieran ir con algo más que lo puesto", acabo de leer en Arcadi Espada). Lo que resulta extraño es que este proceso de ricos de una nación contra los pobres de las otras, primero, y de los suyos propios después, esté bendecido por partidos políticos de izquierda que dicen defender a los pobres. A los nacionalistas puede cegarles la codicia, pero qué duda cabe que a los partidos de izquierda, "compañeros de viaje" y partidarios de la "asimetría", les ciega la fantasía, que es, como se sabe, una excreción de la ficción: sueñan con ser ricos, vivir como los ricos, pensar como ellos, comer lo que ellos comen, ser admitidos en sus clubes exclusivos, oler a lo que ellos huelen, esa pestilencia del dinero, la pestilencia del "non olet" a la que se refirió Sánchez Ferlosio recordando las palabras de Vespasiano a su hijo, remiso a servirse del dinero obtenido de los impuestos sobre las letrinas públicas. 

De lo que se deduce que la solidaridad y la libertad únicamente pueden ser simétricas e igualitarias.

sábado, 12 de julio de 2014

"La pareja perpetua" de Luis Alemany




  • Cuando Gustave Flaubert 'fue' Madame Bovary inventó el molde que recoge todas las insatisfacciones de la vida burguesa, desde su época hasta nuestros días: la distorsión entre ilusiones y realidad, el tedio, la depresión, la soledad en el tumulto... Mauro Armiño presenta una nueva traducción de la novela.



Llega un correo: Siruela publica por fin su nuevo 'Madame Bovary', escrito en español por Mauro Armiño. Y lo primero que viene a la cabeza es que el mismo traductor (Premio Nacional en su oficio de 2010 por las memorias de Casanova) también tiene en su currículo un 'A la busca del tiempo perdido', que fue llegando como por goteo, de 2000 a 2005. Claro, es casi lógico: ¿qué se puede hacer después de traducir a Proust? Traducir a Flaubert, el gran hito de la novela francesa del siglo XIX. Cualquiera intuye una línea de causas y consecuencias que lleva de la depresión de Emma a las obsesiones de Marcel.
Armiño, sin embargo, no está tan interesado en explicar a Emma Bovary a partir de sus descendientes, de Odette o de Albertine o de Gilbert, de las chicas de Proust, Armiño prefiere hablar de Miguel de Cervantes.
«Recuerdo haber leído en algún escritor francés que Flaubert sólo había escrito un libro: 'Don Quijote'», explica el traductor. «Antes de aprender a leer, se sabía de memoria un 'Quijote' infantil con estampas que su madre le leía y él coloreaba; lo confiesa él mismo. En el fondo, es el juego entre imaginación y realidad: Emma se ha calentado los cascos leyendo novelas románticas, como Don Quijote los libros de caballerías. Frédéric Moreau [el personaje de 'La educación sentimental'] es un Don Quijote inactivo, imagina pero es incapaz de dar un paso. Con diferencias inmensas: a Don Quijote el fracaso lo convierte en un personaje de referencia universal como el triunfo de la imaginación; Emma es el fracaso de una imaginación tonta, pobre, nada creadora».
¿Y Proust? ¿No escribió un ensayito sobre Flaubert? «Sí, A propósito del estilo de Flaubert. Lo que Proust descubre allí son las rarezas estilísticas, su apartamiento de la norma del lenguaje, desde el empleo nada gramatical de la conjunción y hasta su utilización de la puntuación y una sintaxis deformante», explica Armiño, que el pasado mes de diciembre vio llegar su versión de 'La educación sentimental' a las librerías (edición de Valdemar).
«Para mí, lo más interesante en esas dos novelas eran esas cuestiones estilísticas que permiten al texto respirar de una forma distinta al simple hecho de contar una historia. Y en el caso de 'La educación sentimental', aliviar las dificultades de la lectura, porque, en el personaje de Moreau, inscribe la crónica de toda una generación que ha perdido su esperanza en los ideales que la revolución de 1840 había traído. A partir de cierto momento, historia y vida personal de Moreau se mezclan, con el consiguiente reflejo de nombres y hechos históricos que ya ni siquiera el lector francés recuerda. Era obligatorio ofrecer unas referencias mínimas de ellos para que el lector sepa siempre dónde está y de qué y quién están hablando los personajes».
En realidad, Armiño le da más valor a 'La educación sentimental' que a 'Madame Bovary', pero sabe que la historia de Emma significa algo distinto, casi un monumento en nuestra manera de ver la vida, 160 años después: «Creo que de 'La educación sentimental' arranca la novela del siglo XX, por esa forma de enclavar la historia en los personajes. 'Madame Bovary' es un caso, un ejemplo que hay que leer como una burla flaubertiana de los ideales del romanticismo: Emma maneja libros, ansias, deseos e ilusiones viejos, románticos, pero 30 o más años después de que surgiera el romanticismo: todos los valores que este había proclamado, desde el obligado viaje de novios a Italia o los amores que surgen en su cabeza, ahora son tópicos manidos. Si 'La educación sentimental' es la tumba de las ilusiones políticas de una generación, 'Madame Bovary' es la sepultura de un romanticismo trasnochado, y en algunas notas he querido subrayar la sorna de Flaubert por debajo de sus descripciones realistas».
Eso, y la historia que envuelve a 'Madame Bovary'. El escándalo, el juicio, el jarrón chino de la viemoral que se rompió en mil pedazos.«Ultraje a la moral pública pública y religiosa y a las buenas costumbres», fue la acusación que cayó sobre Flaubert y sus editores cuando la 'Revue du Paris' publicó la novela por entregas entre octubre y diciembre de 1856. Antes, desde 1851, el novelista había escrito 4.500 folios que había cribado hasta dejar una versión final de 500. Maxime du Camp y Louis Bouilhet, sus editores, lo presionaron para que prescindiera de 30 páginas para evitar a la censura.
Flaubert aceptó, hizo los cortes, les tendió la mano... y los editores le cogieron el brazo y decidieron en la imprenta ja suprimir 70 escenas más. Tres de esos cortes se perdieron para siempre hasta que La Pleiade las recuperó en la última edición francesa (y, ahora, Siruela en español).
Tanta precaución para que, el 27 de diciembre, llegara la denuncia. La causa se vio durante los meses de enero y febrero y tuvo un villano sobresaliente, Ernest Pinard, el fiscal imperial, que, según Armiño, compuso un «brillante alegato». Flaubert y sus editores salieron absueltos con una amonestación oficial. Poco después, Pinard tuvo su desquite: en verano llevó al mismo tribunal a Charles Baudelaire por 'Las flores del mal' y con los mismos cargos. A Baudelaire le cayó una multa de 300 francos (después, hubo una gracia y se quedaron en 50 francos) y la orden de retirar seis poemas. No fue para tanto, en realidad. Peor le fue a la 'Revue du Paris', cerrada en 1858.
Y todo ese lío, por una novela sobre una mujer adúltera a la que nunca vimos retozar. La vida sexual de Emma Bovary se resumía en la escena del coche de caballos que daba vueltas por Yonville, vueltas y vueltas con la protagonista de la novela y su pretendiente dentro.¿Se besaron, se acariciaron, se leyeron poemas? Nunca lo sabremos.
¿No será que lo verdaderamente indecente de Madame Bovary era su aburrimiento? ¿Lo mucho que le aburría Charles? ¿Lo mucho que le aburrían sus amantes, Rodolphe y Leon? ¿Lo mucho que se aburría a sí misma?
Madame Bovary, en realidad, retrata el mismo mundo hastiado que denunciaba, cuatro años antes de su publicación, 'El 18 de Brumario de Luis Bonaparte'. O sea, el ensayo en el que Karl Marx escribió aquello de «Hegel dice que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa». No es difícil pensar en la vida de Emma, que primero lleva camino de tragedia y luego tiende a broma pesada, con todos esos mercaderes idiotas a su alrededor.
Armiño, sin embargo, cree que hay algo que separa a Flaubert de Marx y que está en el núcleo duro de su obra. «Esa angustia de los personajes de Flaubert, el hundimiento de las ilusiones y esperanzas de toda una generación, era demasiado íntima para que Marx pudiera verla; pero lo que sí vio, y fue el primero en hacerlo, fue que Balzac, un escritor monárquico y conservador, describía, mejor que cualquier economista y mejor que cualquier escritor progresista, el mecanismo de los cambios sociales y económicos de las cuatro primeras décadas del siglo XIX desde la Revolución».
A Flaubert, por cierto, no le interesaba Balzac. Tampoco Marx simpatizaba con Flaubert, ya que el francés había desdeñado la Comuna de 1848. Pero su hija Eleonor Marx-Aveling, su preferida, su gran proyecto, fue la autora de la primera traducción de la novela de Flaubert al inglés, cuando aún era adolescente. Eleonor, por cierto, fue el negativo perfecto de Emma Bovary: precoz, luchadora, independiente... Todo, para terminar igual: se suicidó por desamor.
«Traduje 'Tres cuentos' hace más de 20 años», dice Armiño. «Pero estas novelas ['Madame Bovary' y 'La educación sentimental'] me han ayudado a ver mejor su talento para la construcción narrativa, para el acabado de los cuadros que describe, su fascinación por los personajes mediocres y la estupidez, que su época había convertido en diosas, y que culminará en la inconclusa 'Bouvard y Pécuchet'».
Diosas, no dioses. No es sencillo hablar de 'Madame Bovary' y no abordar la cuestión de la mujer. Hace un año y medio, apareció un ensayo llamado 'Las buenas chicas no leen novelas', de la italiana Francesca Serra (editado por Península) que hablaba de Emma Bovary como problema. Como una musa prerrafaelita, molde de miles de chicas soñadoras y contemplativas, a su manera atractivas pero que, en realidad, son unas bobas infelices.
¿Cómo sentirnos hacia Emma Bovary? ¿Hay que simpatizar con ella porque nos reconocemos en sus insatisfacciones? ¿O hay que odiarla un poco por no luchar? Es fácil comparar a la heroína de Flaubert con su hermana rusa, Anna Karenina que, por lo menos, ponía un poco de furia y apetito en su vida. «Son figuras completamente distintas», explica Mauro Armiño, «Emma encarna a una mujer débil que moldea su cabeza a través de las novelas románticas -ya viejas- y tiene sueños de color rosa cuando la realidad de los hombres de los que se enamora es otra, puramente material por parte de éstos». Al final, Anna también se suicidaba.

Una velada goliarda


Cuando el gato se comió el sol, gozaron los goliardos de la efervescencia que ofrece la creación comunal y gustaron la dicha que mana de la conjunción espirituosa de almas en perdición.
La taberna bullía de vida cuando entramos para sofocar la sed de un julio no demasiado abrasador. La posadera se acercó hasta nosotros golpeándonos con su turgencia. El descaro que da el trato con el vulgo nos animó a mirarla como objeto de deseo a pesar de que sujetaba sus pechos con un arnés de cuatro cierres que mitigaba el babeo de los goliardos. Reynaldo, empalmado y sudoroso, se relamía con los contoneos de todas las taberneras, incluida el de la espalda engañosa de un abisinio que él confundió con otra hembra. Llenamos las jarras hasta el borde y abrevamos el ansia del encuentro en una cerveza floja que caía en el estómago con aviesas intenciones. Se animó la conversación de los goliardos: se pasaba del Antiguo Testamento a las aventuras libidinosas del Visionario, de los misterios de la creación a la fascinación del LSD, para terminar siempre en la esencia del rock progresivo. Volvía de nuevo la posadera y arrancaba a Steve Wilson de la boca del Sarraceno, enmudecía a Reynaldo y tumbaba la lista de los discos de Yes que acababa de engarzar el Impermanente. El rock progresivo se ahogaba en el manantial de la cebada. Faltaban los instrumentos para amenizar la velada.
Con nuevos jubones donde se plasmaban estampados los retratos de los goliardos, salimos al mundo para comerlo, mejor, para beberlo. Las viandas suficientes y los galillos regados, la conciencia pulida por el alcohol y la camaradería, las calzas bien apretadas para retener el ímpetu que hervía cuando la posadera nos servía el postre. Todo confluía para gozar de una velada con riego de licores más poderosos, traídos de la Escocia o directamente del grifo. Las escenas de la tarde había que rememorarlas de esta guisa porque ver a Reynaldo con la pose de un sodomita esperando su refrigerio no se digiere a palo seco.
Larga vida goliardesca, repitamos a nuestros abuelos que así cantaban a esta vida:
 Ibi sonant dulces symphonie,   Allí dulces sinfonías se oyen,
 inflantur et altius tibie;            y del caramillo, agudos sones;  
ibi puer et docta puella           allí el niño y la niña sabia
pangunt tibi carmina bella.      bellos versos nos cantan.
Hic cum plectro citharam tangit, Él, con el plectro, toca la cítara,
illa melos cum lyra pangit ;        ella, con la lira, sus bellas melodías;
portantque ministri pateras        y nos traen bandejas las posaderas
pigmentatis poculis plenas.        de bebidas especiosas llenas.
 Non me iuvat tantum convivium  No me alegra tanto el banquete
quantum post dulce colloquium,  como la dulce conversación siguiente
nec rerum tantarum ubertas        ni la abundancia de manjares
 ut dilecta familiaritas.                como las confidencias suaves.

martes, 8 de julio de 2014

Misticismo de lencería (de Los placeres y otros fluidos)


Amo los escaparates
de lencería barroca
el tacto suave del raso
y el veneno de las lobas.
Se me deshacen los ojos
con el roce de amapola
de unas bragas, de una faja,
de una liga, de una blonda,
de unas medias, de un corsé,
de un sujetador de cobra.
El fetichismo es un arte
que somete al alma toda,
un misticismo preciso
de procesión y aureola.
Santificaré las fiestas
con desnudos de señoras,
me azotaré con ligueros,
me extasiaré con la moda
y si la caza no alcanzo
y si la seda no asoma
rogaré por darme gusto
con anuncios de colonia. 

lunes, 7 de julio de 2014

Shakespeare no ha muerto


Shakespeare no ha muerto. Y no estoy empleando el tópico con que se define a los clásicos, no. Shakespeare no ha muerto, literalmente.
Disfruté de Otelo (versión de Eduardo Vasco, interpretada por la compañía "Noviembre") en el Festival de Almagro, lo sentí vivo, salvaje, terrible, sajando las miserias del alma humana con un cuchillo mellado que iba destrozando todos los nervios del cuerpo. Sentí los escupitajos de Yago y de Otelo como si sus diatribas fueran contra mí, como si yo fuera el interlocutor único de sus parlamentos. La complicidad de los dos protagonistas nos ofreció un Otelo espléndido que se aprovechó de un texto sin afectaciones arqueológicas, natural, excelente.
"Los hombres son estómagos y nosotras su alimento. Disfrutan cuando nos digieren y cuando se cansan de nosotras, nos vomitan", así define a los hombres la esposa de Yago. "Nuestra voluntad depende de con quién hablemos, de quién nos trate. No existe la virtud... Llena tu bolsa de dinero", dice Yago a Rodrigo para convencerlo de la traición. Al ver el retrato de la miserable condición humana, al comprobar con qué maestría es capaz Shakespeare de mostrarla, el público sentía que todo lo que se decía sobre el escenario se decía contra él o contra su vecino, no solo contra los personajes que aparecían en escena.
Alguien que es capaz de denunciar así la estulticia del hombre no ha muerto, conmueve más que cualquiera de las palabras inanes que oímos a lo largo del día, provoca más convulsiones que muchas de las pasiones que vivimos.
He visto muchas representaciones (inmejorables) de Lope, de Calderón, de Tirso, de Rojas Zorrilla, de Moreto. En algunas de ellas me he emocionado, he gozado del teatro como si fuera verdadera vida, pero nada comparable a los textos de Shakespeare. Con el inglés no son necesarias las referencias históricas, ni el conocimiento del mundo barroco, ni siquiera las básicas concepciones de la representación teatral. Para disfrutar de Shakespeare, para sufrir con Shakespeare, solo es necesario estar vivo y haber sido hombre o mujer, nada más y nada menos.
Existe el peligro de asistir a un Shakespeare desnaturalizado por traductores o directores iluminados y aborrecerlo para siempre (por desgracia es muy frecuente), pero cuando se tiene la suerte de ver a Shakespeare desnudo uno se ve a sí mismo desnudo y siente vergüenza de su condición.