Peter Bogdanovich afirmaba que Henry Fonda poseía un talento dramático inigualable: “Cuando dice algo lo crees… Esta es una cualidad de las verdaderas estrellas y nadie la tiene más que Fonda”. Cuando John Ford escogió a Henry Fonda para interpretar el papel de Tom Joad en Las uvas de la ira, estableció un vínculo indisoluble entre el actor y el personaje literario. Es difícil pensar en Tom Joad sin evocar el rostro de Henry Fonda, despidiéndose de su madre. Ambos saben que no volverán a estar juntos, que se trata de un adiós definitivo. En mitad de la noche, sus rostros palidecen en la penumbra, como llamas que luchan contra la oscuridad. Aunque el neorrealismo aún no ha irrumpido en escena, la secuencia reúne todos los rasgos del estilo cinematográfico que surgirá en la Italia de la posguerra de 1945: puesta en escena minimalista, fotografía de estilo documental, primeros planos hondamente introspectivos. Tom Joad recita su famoso parlamento: “Estaré en todas partes…, dondequiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. […] Estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré”. Tom Joad no es un personaje literario más, sino un símbolo, casi un mito. Encarna la dignidad de la clase trabajadora, luchando contra cualquier forma de opresión o explotación.
La extraordinaria fotografía de Gregg Toland capta su drama interior, que implica la renuncia a las ambiciones individuales para asumir metas colectivas, como la justicia, la igualdad y la solidaridad. Toland se inspiró en la obra de Dorothea Lange, famosa por sus desgarradoras y precisas fotografías de la Gran Depresión, para imprimir en las imágenes un aspecto arenoso, sucio y realista. En su célebre entrevista con Peter Bogdanovich, Ford destacó el ingenio y la creatividad de Toland: “Trabajó estupendamente en la fotografía, cuando no había nada, pero nada, que fotografiar, ni un sola cosa bonita. […] Parte quedará en negro, le advertí, pero vamos a correr un riesgo y hacer algo que resulte distinto”.
La versión cinematográfica de John Ford elude el trágico final que había concebido John Steinbeck para su novela. Después de trabajar febrilmente unos pocos días en la recolección del algodón, unas lluvias implacables anegan el campamento donde se ha establecido la familia Joad. La tromba de agua les obliga a refugiarse en un cobertizo. Abandonada por su marido en mitad de su embarazo, Rose of Sharon acaba de dar a luz. El recién nacido había muerto en su vientre y su estado era tan lamentable que ni siquiera han podido determinar su sexo. Rose no repara en la importancia de la leche que lleva en su seno hasta que se topan en el cobertizo con un niño famélico y su padre moribundo. Ma Joad mira a Rose of Sharon, invocando su instinto maternal. La mujer es como un río que fluye sin descanso. Tiene el don de la vida en sus entrañas y en su espíritu. No puede mirar hacia otro lado ante la desdicha ajena. Ma Joad y Rose of Sharon se entienden sin necesidad de hablar. La joven se acerca al moribundo y se descubre el pecho, sujetando su cabeza con las manos. La leche que no sirvió para alimentar a su hijo salvará la vida de un hombre desahuciado.
John Steinbeck atribuye a la condición femenina un sentido más profundo de la solidaridad y una determinación más firme. Los ojos de color avellana de Ma Joad parecían “haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana”. Aunque ha sufrido una injusta postergación durante siglos, la mujer siempre ha ejercido un liderazgo silencioso, proporcionando la fuerza y la ternura necesarias para afrontar los tiempos de crisis. “Una mujer puede cambiar mejor que un hombre –afirma Ma Joad–. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza”. El hombre vive a sacudidas. No tiene visión de futuro. En cambio, la mujer mira hacia adelante. Sabe que el mañana siempre es una promesa abierta. La sequía, las tormentas de polvo y los tractores expulsaron a la familia Joad de su granja en Oklahoma, pero siempre hay un porvenir por el que luchar. Ma Joad no fantasea con el paraíso, sino con una comunidad donde nadie se parapete en el bienestar de su familia para labrar la desgracia de los demás. Sus escasos estudios le impiden hablar abiertamente de fraternidad o conciencia de clase, pero su mente ha interiorizado que la clase trabajadora sólo podrá mejorar su vida mediante la solidaridad y el compromiso. No conocía las huelgas, pero ahora sabe que protegen a los más débiles, combatiendo los abusos de los ricos y poderosos.
“Antes la familia era lo primero –reconoce Ma Joad–. Ya no es así. Es cualquiera. Cuanto peor estemos, más tenemos que hacer”. Su duro viaje hacia California, que no era la tierra de “leche y miel” que habían soñado, le ha enseñado a ampliar su concepto de la familia. La familia no se restringe a los más próximos, a los que comparten nuestra sangre. La familia está compuesta por la totalidad de la especie humana. Un ser humano en solitario no puede hacer nada. Sin embargo, cuando se funde con otros su fuerza se multiplica y adquiere una misteriosa trascendencia, una especie de inmortalidad impersonal, muy diferente –y quizás más valiosa– de la que prometen los predicadores. Los hombres mueren, pero las ideas perduran. Mientras se despide de su madre, Tom Joad evoca las palabras de Jim Casy, el antiguo predicador que les acompañó desde Oklahoma. Casy dejó de creer en Dios cuando las familias perdieron todo y emigraron forzosamente. No era un predicador ejemplar. Bebía alcohol y perseguía a las mujeres, casi siempre con éxito. Sus debilidades no pesaron tanto en su crisis de fe como la impotencia y el desamparo de las familias expulsadas de sus hogares por los bancos. Después de su viaje a California, repleto de penalidades e injusticias, adquiere una nueva fe. Ya no cree en Dios, sino en el hombre. Su transformación interior le convertirá en un agitador político, en un “rojo”, por utilizar la expresión de los policías y las patrullas de vecinos que acosan a los emigrantes, quemando sus campamentos y, en ocasiones, golpeándolos hasta la muerte. Joad recoge su legado y se compromete a transmitirlo: “Decía [Casy] que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya, que él sólo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera”. No hay esperanza para los humillados y ofendidos, si no caminan juntos, como un solo hombre: “Trabajar juntos por nuestra propia causa…, trabajar por nuestra propia tierra”. O dicho de otro modo: transitar del “yo” al “nosotros”, superando el estéril egoísmo.
La excelente película de John Ford, premiada con dos Oscar (mejor director y mejor actriz de reparto), tampoco recoge el momento en que tío John deposita en un arroyo el cadáver del recién nacido, cuyo ataúd es un simple cajón de fruta. El tío John, un hombre débil y atormentado, decide no enterrar el cuerpo para que todos vean la miseria de los emigrantes. “Ve río abajo y díselo [comenta con amargura]. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Esa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos si eras niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizás entonces se den cuenta”. Estrenada en 1940, las salas de cine estadounidenses no estaban preparadas para digerir tanta dureza, pero eso no significa que la película no recoja su espíritu de denuncia. John Ford se identificaba con la familia Joad, pues era hijo de emigrantes y había crecido en un modesto barrio de Portland. En esas fechas, aún no había girado hacia las posiciones conservadoras que abrazaría al final de su carrera. Desde luego, no simpatizaba con las ideas marxistas de John Steinbeck, pero sí con las políticas sociales de Franklin Delano Roosevelt. Quizás por eso imprimió a su versión de Las uvas de la ira un acento épico, que se reflejó en el discurso final de Ma Joad, interpretada a su pesar por Jane Darwell: “Estamos vivos y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros, ni aplastarnos. Saldremos siempre adelante porque somos el pueblo”. John Ford consideraba que el estilo interpretativo de Jane Darwell era demasiado afectado y sentimental para el personaje, pero la Academia le quitó la razón, premiando su actuación. Ciertamente, Darwell hizo una gran interpretación, combinando la fortaleza de carácter con la dulzura maternal. Se conmueve con el hambre de los niños, pero sabe contener sus emociones para no desmoralizar a su familia. Cuando cruzan el desierto de Arizona con la abuela en un estado agónico, conserva la calma, logrando convencer a los agentes de aduanas de que sólo se trata de una indisposición. Sabe que la abuela morirá pronto, pero no comparte con nadie esa certeza. Sólo al llegar a California, comunica que la abuela ha muerto esa noche, mientras viajaban por el desierto. El rostro de Jane Darwell muestra convincentemente la combinación de dolor y entereza del personaje, capaz de endurecerse para sobrevivir, pero nunca de deshumanizarse. La rabia no debe desembocar en el nihilismo, con su carga de odio y desesperación. Ma Joad conocía a la familia de “Pretty Boy” Floyd, el famoso gánster. No era un mal chico, pero pasó una temporada en la cárcel y, al salir, ya no era él, sino un animal furioso, que sólo pensaba en hacer el mayor daño posible. Tom ha pasado cuatro años en prisión por matar a un hombre en un baile. Un borracho intentó clavarle una navaja y él se defendió con una pala, golpeándole en la cabeza. Ma Joad no quiere que su hijo siga el camino de Floyd, enloquecido por los malos tratos y las humillaciones.
Entre 1932 y 1939, la sequía devastó las tierras y llanuras comprendidas entre el Golfo de México y Canadá. El suelo, desprovisto de humedad, levantó terribles ventiscas negras cuando el viento comenzó a soplar con fuerza. Los remolinos de polvo y arena escondieron el sol. Se llamó al fenómeno Dust Bowl y provocó que tres millones de personas perdieran sus granjas. Medio millón se desplazó al Oeste. Los bancos desahuciaron a miles de familias y comenzaron a emplear tractores, privando a los braceros de su medio de sustento. La familia Joad sufrirá ese trágico destino. Oriunda de Oklahoma, comprará un Hudson “Super-Six” de segunda mano para recorrer la famosa Ruta 66, que originalmente partía de Illinois, Chicago, y finalizaba en Los Ángeles, un trayecto de casi cuatro mil kilómetros. Durante el camino, soportarán toda clase de agravios. Los policías no cesará de hostigarlos, impidiéndoles acampar, y trabajadores y comerciantes cada vez se mostrarán más agresivos. No les consideran sus compatriotas, sino intrusos, casi tan indeseables como los negros del Sur. “Nos odian porque nos tienen miedo –comenta un emigrante–. Saben que un hombre hambriento va a conseguir comida aunque la tenga que robar”. Se generaliza el término despectivo de okie para referirse a las familias que huyen de la pobreza. John Steinbeck afirma que el responsable último de tantas desgracias es el sistema capitalista, un “monstruo” que enfrenta y divide a los hombres con sus injusticias. Desde su punto de vista, se trata de un gigante con los pies de barro, que podría ser fácilmente derribado: “En las almas de las personas las uvas de la ira se están hinchando y cogiendo peso, cogiendo peso para la vendimia. […] Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos juntos y de ellos emanará el terror de la muerte”. Steinbeck destaca los gestos de solidaridad que surgen entre los emigrantes. Cuando muere el abuelo al principio del viaje, una pareja de desconocidos les cede su tienda, un colchón y una manta para cuidarle durante su agonía. No es simple caridad, sino un gesto de afecto que brota de compartir el mismo estado de vulnerabilidad.
Steinbeck cree en el hombre. El “monstruo” ha sido creado por el hombre y puede ser destruido por el hombre. Para hacerlo, sólo necesita una idea y la determinación de morir por ella. Steinbeck escribe en 1939, cuando la Unión Soviética aún despierta ensoñaciones utópicas. No sospecha entonces que el comunismo se revelaría años más tarde como un nuevo “monstruo” dispuesto a triturar seres humanos. Las uvas de la ira disfruta de hace mucho tiempo de la consideración de obra clásica, pero su estilo directo y sencillo ha impulsado que muchos lectores situaran sus méritos por debajo de novelas más innovadoras, como El sonido y la furia, de William Faulkner, o el Ulises, de James Joyce. Las comparaciones son absurdas en este terreno, pero no está de más apuntar que la prosa de Steinbeck, transparente y lírica, nos ha dejado poderosas metáforas, como la imagen de la tortuga que camina obstinadamente hacia el sureste. Tom Joad se encuentra con ella en un camino y la recoge para regalársela a sus hermanos pequeños. Decide dejarla en libertad cuando descubre que su familia ha abandonado su granja. No sospecha que su éxodo hacia California en el Hudson “Super-Six” será tan lenta, tenaz y penosa como la del inofensivo reptil. John Ford prescindió de esa metáfora, pero el plano subjetivo del Hudson “Super-Six” avanzando por un paupérrimo campamento de emigrantes, evoca el espanto de transitar por un camino sin salida y la voluntad de llegar más allá. En una época caracterizada por las grandes migraciones y el renacer de la xenofobia, debería ser obligatorio leer Las uvas de la ira, pues nos enseña que no hay seres humanos ilegales, sino grandes calamidades que ponen a prueba la fibra moral de una sociedad.