Estatua de Flaubert en Ruan, su pueblo natal. Fotografía: Frédéric Bisson (CC).
El traductor Mauro Armiño prepara una edición de Madame Bovary que
incluye tres fragmentos inéditos en castellano, avanzados en el número de
marzo de la revista Turia. Pocas exclusivas tan grandes como esa puede
dar el periodismo cultural. Cada fragmento de Gustave Flaubert
(Ruan, 1821-Croisset, 1880) es una pieza única de artesanía que se
cobró caras cuotas de salud de su orfebre, horas de insomnio, levas
forzosas de exhaustas neuronas, recortes indudables en su
esperanza de vida.Flaubert fue el sumo sacerdote de la prosa francesa.
Decidió bajarse del mundo, anudarse su eterno batín, encerrarse en
el gabinete de su casa ajardinada de Croisset, junto al cauce del Sena,
y entregarse a la reinvención de la sintaxis narrativa como si fuese el
primer relojero sobre la tierra. De su quijotesco sacrificio nace todo el
caudal de la novela contemporánea. Vais a pensar que me doy a la boutade
pero soy riguroso si afirmo que Flaubert, de hecho, inventó el cine.
Ningún autor había sabido desaparecer tan mágicamente como él y
animar a la vez a sus criaturas con semejante autonomía, de tal modo
que la descripción psicológica se funde naturalmente con la acción, y
la acotación moralista o didáctica del narrador, esa invasiva voz en off
(tan galdosiana), se vuelve innecesaria: los personajes a partir de Flaubert
se definirán estrictamente por sus obras, como en la vida real. Él solo
tomó el arte literario y lo llevó a marchas forzadas por territorios
inexplorados, hasta tiempos futuros, con la misma productiva violencia
con que Newton empujó la física, Edison la técnica o Miguel Ángel la
pintura. Cuando Flaubert muere, la literatura universal ha completado
gracias a su carrera un relevo entero en la pista de la historia artística.
La gesta tuvo un precio, claro: la propia vida. Flaubert es el atleta de
Maratón de la prosa moderna.Flaubert eligió una existencia vicaria,
subordinada a la vitalidad de sus criaturas. Era apasionado por delegación,
como cualquier gran novelista. Recordad aquella exclamación entre
triunfal y aterrorizada con que Flaubert anticipa para la novela el método
Stanislavski: «¡Madame Bovary soy yo!». La noche en que escribió el
envenenamiento de la pobre Emma hubo que salir a buscar un médico
porque se había desmayado, se le encontró tendido en la alfombra bajo
el escritorio. «Toda su existencia, todos sus placeres, casi todas sus
aventuras fueron mentales. (…) Tal vez nunca experimentó ninguna de
esas grandes emociones que consumen a un hombre y sin embargo su
corazón parecía rebosar pasión», escribe su querido discípulo, Guy
de Maupassant, en una serie de artículos agrupados por la editorial
Periférica bajo el título Todo lo que quería decir sobre Gustav Flaubert.
Al principiante Guy, Flaubert le rompía sin misericordia los esforzados
relatos que escribía durante la semana y que le llevaba los domingos. El
maestro sentía por Maupassant un cariño especial, y al mismo tiempo lo
acogotaba con una poética tan exigente que el joven acabó contagiado
de feroz misantropía y extenuante autoanálisis. De hecho, la publicación
de Bola de sebo tuvo que coincidir con la muerte de Flaubert: en vida,
el solitario de Croisset quizá le habría encontrado demasiados fallos a
la obra maestra del naturalismo francés. Pero un año antes de morir, el
viejo gigante normando escribió una carta al discípulo aventajado: «Ven
a pasar dos días y una noche a casa, pues no quiero estar solo mientras
llevo a cabo un penoso trabajo». Se trataba de quemar todas sus
cartas personales, seleccionando las pocas que debían salvarse del
fuego, en el presentimiento de una muerte cercana y en cumplimiento
de su alto designio artístico: al verdadero escritor solo debe sobrevivirle
la obra, solo sus creaciones más acabadas deben constituir estricta materia
para el juicio de la posteridad.La posteridad que, por ejemplo, representaba
Marcel Proust: «Un hombre que por el uso completamente nuevo y
personal que hizo del pretérito indefinido, del participio presente, de
determinados pronombres y ciertas preposiciones, ha renovado nuestra visión
de las cosas casi tanto como Kant». El autor de En busca del tiempo perdido
rendía este exactísimo tributo a su titánico antecesor en un artículo titulado
«A propósito del estilo de Flaubert», Nouvelle Revue Française, enero de 1920.
Y eso que a Proust le parecía que Flaubert era un mal metaforista, y la metáfora
lo era todo para Proust. «Si un libro contiene una enseñanza, debe ser a pesar
de su autor, por la fuerza misma de los hechos que cuenta». Fue una de las
lecciones visionarias que Maupassant aprendió de labios de Flaubert. El
discípulo anota: «Algunos grandes escritores no han sido artistas. Está
desapareciendo el sentido artístico de la literatura. Antes el público se
apasionaba por una frase, por un verso, por un epíteto ingenioso o atrevido.
Veinte líneas, una página, un retrato, un episodio, le bastaban…». Pero
Maupassant prefigura ya la queja de Marsé contra Umbral y puntualiza
que no se trata de hacer prosa de sonajero: «Cuando Flaubert declaraba que
lo único que existe es el estilo, no quería decir con ello: “Lo único que existe
es la sonoridad o la armonía de las palabras”». Generalmente se entiende
por estilo, continúa el discípulo, una manera personal de presentar el
propio pensamiento, un toque intransferible de autor, pues el estilo es el
hombre, siguiendo el aforismo de Buffon. Pero Gustav Flaubert rompió con
esa idea y proclamó que el estilo equivale a la desaparición del autor y a la
emergencia del puro lenguaje: la adecuación líquida, perfecta, de la palabra a
la cosa en función de la circunstancia momentánea del relato, del discurrir
propio de la mente de cada personaje, de las exigencias cambiantes del tono
y del ritmo: «La originalidad del autor debe desaparecer en la originalidad
del libro», resume Maupassant. No es que queramos decir algo y busquemos
la forma que mejor exprese esa idea; el escritor-artista funciona estrictamente
al revés: sabe que, en la obra de arte, el fondo impone fatalmente la expresión
única y justa, y el talento consiste en reconocerla.
Obsesionado por la firme creencia de que no existe más que un modo de
expresar una cosa, una palabra para nombrarla, un adjetivo para calificarla
y un verbo para animarla, se entregaba a un trabajo sobrehumano para
descubrir, en cada frase, esa palabra, ese epíteto, y ese verbo. Creía de
ese modo en una armonía misteriosa de las expresiones, y cuando un
término justo no le parecía eufónico, buscaba otro con incansable
paciencia, convencido de que no había dado con el verdadero, con el único.
(…) De manera que para él escribir para él era algo espantoso, lleno de
tormentos, de peligros, de fatigas. Se sentaba a su mesa con miedo y deseo
ante aquella tarea amada y tortuosa. Se quedaba allí durante horas, inmóvil,
entregado a su terrible trabajo como un coloso paciente y minucioso
que construyera una pirámide con canicas. (…) En ocasiones, arrojando
a una gran bandeja oriental de estaño llena de plumas de oca meticulosamente
afiladas la pluma que tenía en la mano, cogía la hoja de papel, la levantaba
a la altura de sus ojos y, apoyándose sobre un codo, declamaba con voz
penetrante y alta. Escuchaba el ritmo de su prosa, se detenía como para captar
una sonoridad huidiza, combinaba los tonos, separa las asonancias, disponía
las comas científicamente, como las paradas de un largo camino.
Una noche reunió a sus amigos —Turgueniev, Daudet, Zola, Gouncort…— y les
leyó el cuento «Un corazón sencillo». Alguien le apuntó que cierta analogía parecía
impropia de la extracción social de un personaje. Flaubert escuchó, caviló y vio que
la objeción era justa. Entonces se pasó toda la noche en vela para corregir diez
palabras, intentando fijar una analogía alternativa. Emborronó veinte hojas de papel.
Y al alba, rendido, decidió dejar el cuento como estaba, pues no se había visto
capaz de encontrar una fórmula suficientemente armoniosa a sus oídos. Pero
dejemos que se explique el propio Flaubert. «En la prosa, hace falta un sentimiento
profundo del ritmo, ritmo huidizo, sin reglas, sin certezas, se necesitan
cualidades innatas, y también fuerza de razonamiento, un sentido artístico
infinitamente más sutil, más agudo, para cambiar, en cualquier instante,
el movimiento, el color, el sonido del estilo, según las cosas que se quieran
decir. Cuando se sabe manejar esa cosa fluida que es la prosa francesa, cuando
se conoce el valor exacto de las palabras, y cuando se sabe modificar ese valor
según el lugar que se le dé, cuando se sabe atraer todo el interés de una páginas
hacia una línea, resaltar una idea entre otras cien, únicamente por la elección
y la posición de los términos que la expresan; cuando se sabe golpear con
una palabra, con una sola palabra, colocada de cierta manera, como se golpearía
con un arma; cuando se sabe conmover un alma, colmarla bruscamente
de alegría o de miedo, de entusiasmo, de pena o de rabia, solo con colocar
un adjetivo ante los ojos del lector, se es verdaderamente un artista, el mayor
de los artistas, un auténtico prosista».Bueno, amigos, parece claro que ya
nadie escribe así. Dudo que exista algún escritor vivo que se haga
acreedor a esta observación de Alejandro Dumas hijo, gran amigo de
Flaubert y Maupassant: «Qué asombrosos obrero, este Flaubert, es capaz de
talar un bosque entero para hacer cada cajón de sus muebles». Ya no quedan
muchos escritores-artistas de semejante autoexigencia, quizá porque tampoco
hay lectores tan exquisitos como para demandarla. Estaría bien que alguien
volviera a intentarlo. A la literatura lo que le falta son mártires. Pero quizá
vivimos un fin de historia literaria. Deberemos conformarnos con el antiguo
santoral, cuyos inéditos aún causan exclusivas.