martes, 8 de abril de 2014

"Flaubert o la agonía del estilista" de Jorge Bustos


Estatua de Flaubert en Ruan, su pueblo natal. Fotografía: Frédéric Bisson (CC).
El traductor Mauro Armiño prepara una edición de Madame Bovary que 
incluye tres fragmentos inéditos en castellano, avanzados en el número de 
marzo de la revista Turia. Pocas exclusivas tan grandes como esa puede 
dar el periodismo cultural. Cada fragmento de Gustave Flaubert 
(Ruan, 1821-Croisset, 1880) es una pieza única de artesanía que se 
cobró caras cuotas de salud de su orfebre, horas de insomnio, levas 
forzosas de exhaustas neuronas, recortes indudables en su 
esperanza de vida.Flaubert fue el sumo sacerdote de la prosa francesa. 
Decidió bajarse del mundo, anudarse su eterno batín, encerrarse en 
el gabinete de su casa ajardinada de Croisset, junto al cauce del Sena, 
y entregarse a la reinvención de la sintaxis narrativa como si fuese el 
primer relojero sobre la tierra. De su quijotesco sacrificio nace todo el 
caudal de la novela contemporánea. Vais a pensar que me doy a la boutade 
pero soy riguroso si afirmo que Flaubert, de hecho, inventó el cine. 
Ningún autor había sabido desaparecer tan mágicamente como él y 
animar a la vez a sus criaturas con semejante autonomía, de tal modo 
que la descripción psicológica se funde naturalmente con la acción, y 
la acotación moralista o didáctica del narrador, esa invasiva voz en off 
(tan galdosiana), se vuelve innecesaria: los personajes a partir de Flaubert 
se definirán estrictamente por sus obras, como en la vida real. Él solo 
tomó el arte literario y lo llevó a marchas forzadas por territorios 
inexplorados, hasta tiempos futuros, con la misma productiva violencia 
con que Newton empujó la física, Edison la técnica o Miguel Ángel la 
pintura. Cuando Flaubert muere, la literatura universal ha completado 
gracias a su carrera un relevo entero en la pista de la historia artística. 
La gesta tuvo un precio, claro: la propia vida. Flaubert es el atleta de 
Maratón de la prosa moderna.Flaubert eligió una existencia vicaria, 
subordinada a la vitalidad de sus criaturas. Era apasionado por delegación, 
como cualquier gran novelista. Recordad aquella exclamación entre 
triunfal y aterrorizada con que Flaubert anticipa para la novela el método 
Stanislavski«¡Madame Bovary soy yo!». La noche en que escribió el 
envenenamiento de la pobre Emma hubo que salir a buscar un médico 
porque se había desmayado, se le encontró tendido en la alfombra bajo 
el escritorio. «Toda su existencia, todos sus placeres, casi todas sus 
aventuras fueron mentales. (…) Tal vez nunca experimentó ninguna de 
esas grandes emociones que consumen a un hombre y sin embargo su 
corazón parecía rebosar pasión», escribe su querido discípulo, Guy 
de Maupassant, en una serie de artículos agrupados por la editorial 
Periférica bajo el título Todo lo que quería decir sobre Gustav Flaubert
Al principiante Guy, Flaubert le rompía sin misericordia los esforzados 
relatos que escribía durante la semana y que le llevaba los domingos. El 
maestro sentía por Maupassant un cariño especial, y al mismo tiempo lo 
acogotaba con una poética tan exigente que el joven acabó contagiado 
de feroz misantropía y extenuante autoanálisis. De hecho, la publicación 
de Bola de sebo tuvo que coincidir con la muerte de Flaubert: en vida, 
el solitario de Croisset quizá le habría encontrado demasiados fallos a 
la obra maestra del naturalismo francés. Pero un año antes de morir, el 
viejo gigante normando escribió una carta al discípulo aventajado: «Ven 
a pasar dos días y una noche a casa, pues no quiero estar solo mientras 
llevo a cabo un penoso trabajo». Se trataba de quemar todas sus 
cartas personales, seleccionando las pocas que debían salvarse del 
fuego, en el presentimiento de una muerte cercana y en cumplimiento 
de su alto designio artístico: al verdadero escritor solo debe sobrevivirle 
la obra, solo sus creaciones más acabadas deben constituir estricta materia 
para el juicio de la posteridad.La posteridad que, por ejemplo, representaba 
Marcel Proust: «Un hombre que por el uso completamente nuevo y 
personal que hizo del pretérito indefinido, del participio presente, de 
determinados pronombres y ciertas preposiciones, ha renovado nuestra visión 
de las cosas casi tanto como Kant». El autor de En busca del tiempo perdido 
rendía este exactísimo tributo a su titánico antecesor en un artículo titulado 
«A propósito del estilo de Flaubert», Nouvelle Revue Française, enero de 1920. 
Y eso que a Proust le parecía que Flaubert era un mal metaforista, y la metáfora 
lo era todo para Proust. «Si un libro contiene una enseñanza, debe ser a pesar 
de su autor, por la fuerza misma de los hechos que cuenta». Fue una de las 
lecciones visionarias que Maupassant aprendió de labios de Flaubert. El 
discípulo anota: «Algunos grandes escritores no han sido artistas. Está 
desapareciendo el sentido artístico de la literatura. Antes el público se 
apasionaba por una frase, por un verso, por un epíteto ingenioso o atrevido. 
Veinte líneas, una página, un retrato, un episodio, le bastaban…». Pero 
Maupassant prefigura ya la queja de Marsé contra Umbral y puntualiza 
que no se trata de hacer prosa de sonajero: «Cuando Flaubert declaraba que 
lo único que existe es el estilo, no quería decir con ello: “Lo único que existe
es la sonoridad o la armonía de las palabras”». Generalmente se entiende 
por estilo, continúa el discípulo, una manera personal de presentar el 
propio pensamiento, un toque intransferible de autor, pues el estilo es el 
hombre, siguiendo el aforismo de Buffon. Pero Gustav Flaubert rompió con 
esa idea y proclamó que el estilo equivale a la desaparición del autor y a la 
emergencia del puro lenguaje: la adecuación líquida, perfecta, de la palabra a 
la cosa en función de la circunstancia momentánea del relato, del discurrir 
propio de la mente de cada personaje, de las exigencias cambiantes del tono 
y del ritmo: «La originalidad del autor debe desaparecer en la originalidad 
del libro», resume Maupassant. No es que queramos decir algo y busquemos 
la forma que mejor exprese esa idea; el escritor-artista funciona estrictamente 
al revés: sabe que, en la obra de arte, el fondo impone fatalmente la expresión 
única y justa, y el talento consiste en reconocerla.
Obsesionado por la firme creencia de que no existe más que un modo de 
expresar una cosa, una palabra para nombrarla, un adjetivo para calificarla 
y un verbo para animarla, se entregaba a un trabajo sobrehumano para 
descubrir, en cada frase, esa palabra, ese epíteto, y ese verbo. Creía de 
ese modo en una armonía misteriosa de las expresiones, y cuando un 
término justo no le parecía eufónico, buscaba otro con incansable 
paciencia, convencido de que no había dado con el verdadero, con el único.
(…) De manera que para él escribir para él era algo espantoso, lleno de 
tormentos, de peligros, de fatigas. Se sentaba a su mesa con miedo y deseo 
ante aquella tarea amada y tortuosa. Se quedaba allí durante horas, inmóvil, 
entregado a su terrible trabajo como un coloso paciente y minucioso 
que construyera una pirámide con canicas. (…) En ocasiones, arrojando 
a una gran bandeja oriental de estaño llena de plumas de oca meticulosamente 
afiladas la pluma que tenía en la mano, cogía la hoja de papel, la levantaba 
a la altura de sus ojos y, apoyándose sobre un codo, declamaba con voz 
penetrante y alta. Escuchaba el ritmo de su prosa, se detenía como para captar 
una sonoridad huidiza, combinaba los tonos, separa las asonancias, disponía 
las comas científicamente, como las paradas de un largo camino.
Una noche reunió a sus amigos —TurguenievDaudetZolaGouncort…— y les 
leyó el cuento «Un corazón sencillo». Alguien le apuntó que cierta analogía parecía 
impropia de la extracción social de un personaje. Flaubert escuchó, caviló y vio que 
la objeción era justa. Entonces se pasó toda la noche en vela para corregir diez 
palabras, intentando fijar una analogía alternativa. Emborronó veinte hojas de papel. 
Y al alba, rendido, decidió dejar el cuento como estaba, pues no se había visto 
capaz de encontrar una fórmula suficientemente armoniosa a sus oídos. Pero 
dejemos que se explique el propio Flaubert. «En la prosa, hace falta un sentimiento 
profundo del ritmo, ritmo huidizo, sin reglas, sin certezas, se necesitan 
cualidades innatas, y también fuerza de razonamiento, un sentido artístico 
infinitamente más sutil, más agudo, para cambiar, en cualquier instante, 
el movimiento, el color, el sonido del estilo, según las cosas que se quieran 
decir. Cuando se sabe manejar esa cosa fluida que es la prosa francesa, cuando 
se conoce el valor exacto de las palabras, y cuando se sabe modificar ese valor 
según el lugar que se le dé, cuando se sabe atraer todo el interés de una páginas 
hacia una línea, resaltar una idea entre otras cien, únicamente por la elección 
y la posición de los términos que la expresan; cuando se sabe golpear con 
una palabra, con una sola palabra, colocada de cierta manera, como se golpearía 
con un arma; cuando se sabe conmover un alma, colmarla bruscamente 
de alegría o de miedo, de entusiasmo, de pena o de rabia, solo con colocar 
un adjetivo ante los ojos del lector, se es verdaderamente un artista, el mayor 
de los artistas, un auténtico prosista».Bueno, amigos, parece claro que ya 
nadie escribe así. Dudo que exista algún escritor vivo que se haga 
acreedor a esta observación de Alejandro Dumas hijo, gran amigo de 
Flaubert y Maupassant: «Qué asombrosos obrero, este Flaubert, es capaz de 
talar un bosque entero para hacer cada cajón de sus muebles». Ya no quedan 
muchos escritores-artistas de semejante autoexigencia, quizá porque tampoco 
hay lectores tan exquisitos como para demandarla. Estaría bien que alguien 
volviera a intentarlo. A la literatura lo que le falta son mártires. Pero quizá 
vivimos un fin de historia literaria. Deberemos conformarnos con el antiguo 
santoral, cuyos inéditos aún causan exclusivas.

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