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sábado, 4 de febrero de 2017

"En las ruinas del Romanticismo" por Ramón Andrés


En las cabinas de popa, en las vigas de las goletas y bergantines, en esos veleros que anclaron en los crepúsculos de Caspar David Friedrich empezó a inscribirse, en el último tercio del siglo XVIII, el lema de Pompeyo: “Navegar es necesario, y no es necesario vivir”. Retomar esta antigua costumbre de navegantes es una alegoría de la conciencia romántica, la visión de una existencia concebida como viaje a lugar alguno. Azar, tempestad. Un periplo sin término: así es el mundo, así es el Yo que lo contempla. Europa, los acantilados, la bruma y una ermita lejana, un cielo de Philipp Otto Runge, la noche de marzo de 1797 en la que Samuel Taylor Coleridge leyó en casa de los Wordsworth La oda del viejo marinero. El albatros que cruza por aquellos versos es, en realidad, una veleta, la necesidad de un viento norte. Por entonces el cuerpo de Mozart, cubierto de cal viva, se había deshecho en no se sabe qué fosa de Sankt Marx, el cementerio vienés, a 15 minutos del Danubio. Era el tiempo en que Beethoven, todavía muy joven, había dado a su editor Artaria las Sonatas para violonchelo op. 5. Una de ellas, la escrita en sol menor, la tonalidad que, según Johann ­Mattheson, servía para expresar tanto el lamento como una alegría moderada, es extraña, problemática. Un augurio.
Nada que construir, la historia vivía de sus vaticinios. Las premoniciones se estaban cumpliendo, sobre todo una: la llegada del peor huésped, el más incómodo, como Nietzsche llamaría al nihilismo. La Razón, su lógica objetiva, parecía algo ajeno a quienes habían oído gritar en la Bastilla y más tarde respirado la pólvora napoleónica. El Romanticismo fue un tejado a dos aguas: todo conducía a precipitarse; el único asidero estaba en lo más alto, en lo más peligroso también. Estar arriba significaba hacerse visible, obligarse a ser un espectador de sí mismo, como hacía Goethe, todavía joven, cuando subía al campanario de Estrasburgo para sentir el vértigo de su existencia. En una de las pinturas rojizas de John Martin, que ilustró El paraíso perdido, un bardo, en lo más áspero y peligroso de un abismo, clama con el arpa en la mano; puede caerse en cualquier momento, una ráfaga, un traspiés devolverlo a su conciencia, es decir, a su certidumbre de “ser para la muerte”. Pero en un cuadro de Friedrich encontramos una figura todavía más inquietante si cabe: en los Acantilados blancos en Rügen, un hombre está echado, como gateando. No podría estar de pie, su idea de destino se lo impide; se acerca al precipicio, se asoma cauto, mira el cortante, un cosquilleo en el vientre. Así es su estar en el mundo: ingravidez y presentimiento, el mismo que sentían los lectores cuando abrían las primeras páginas del Werther. El Romanticismo está hecho de caídas y de quejas, de asombros y de melancolías.
Pasado el entusiasmo de los ilustrados, se hacía difícil entender aquella lección que Hegel repetía cada mañana: aprender a decepcionarse. Así tomaba cuerpo la subjetividad, así empezó a despertar un individualismo que debía mucho, también, a la supuesta inocencia rousseauniana y a su cultivo de una mirada gótica convertida en interior, sólo en interior; lo demás era escenario y hostilidad, oposición. Hablamos del mundo y de las consecuencias que debían pagarse por la religiosa aspiración a la verdad que fue anunciada a guillotinazos en el Siglo de las Luces. Este anhelo, de imposible cumplimiento, acabó corroyendo a las generaciones de Kleist. Nada era como había sido prometido; nada respondía, sino episódicamente, a esa adicción a la vitalidad, al entusiasmo que se dice tuvieron los románticos. La utopía se redujo a renacer de lo perdido, a bracear por las aguas del Rin corriente abajo como hacía Robert Schumann cuando, en medio del delirio, se arrojó a ellas. Decía que un “la” le torturaba los oídos, una nota, un solo e insistente sonido ponía música al pesimismo que había desencadenado —oh, Prometeo…— aquella enseñanza kantiana que nos reduce a ser siempre modestos alumnos, a reconocernos como miembros de una sociedad endémicamente inmadura, dependiente de ilusiones, autoalentada a golpes de poder, es decir, de destrucción. De ahí la necesidad, pueril y continua, de volver a casa, de ahí los caminantes solitarios y su afinidad con la niebla, tan abundantes en la pintura y la poesía: en realidad habían enfermado de nostalgia, querían regresar y no podían; esto explica su amor a las canciones populares, a las letrillas y los Volkslieder, a la nación, a la Edad Media y su lumbre cristiana. Este retorno a las ruinas del espíritu fue el que Nietzsche jamás perdonó a Wagner. No consintió aceptar de nuevo el pecado original, y dijo, de una vez por todas, no a la imploración. La necesidad de encontrar sentido como fuerza ordenadora; la metafísica que sólo era el testimonio del cuerpo de un dios todavía caliente, aunque muerto hacía mucho; el idealismo que hoy ha quedado reducido a la idea de supervivencia, son las secuelas de aquella época saciada de sí misma que se articuló entre los siglos XVIII y XIX. Su bisagra es la imagen del tejado a dos aguas del que hablábamos que no ha cubierto lo suficiente; los días eran y son intemperie. Es aquel un legado que entendemos muy bien. Mejor no vivir engañados.
Quizá no sea casual que en poco espacio de tiempo hayan aparecido tres libros a través de cuyas páginas quien lo desee puede “reconstruirse” y reconocerse como herencia de aquel nihilismo que estaba a punto de estallar: su deflagración nos ha manchado de totalitarismos, fobias y narcisismo. El de Richard Holmes, Huellas. Tras los pasos de los románticos (Turner, 2016), cuenta con un índice que no puede resumir con más acierto el trayecto mental de aquel momento, y por este orden: “Viajes”, “Revoluciones”, “Exilios”, “Sueños”. Floreced mientras. Poesía del Romanticismo alemán (Galaxia Gutenberg, 2017), obra de Juan Andrés García Román, es un cuidado y valioso ejemplo de cómo articular una antología y una sensibilidad que, al igual que sucede en el poema final de Heinrich Heine, canta a unos dioses declinantes de Grecia, desposeídos ya de sus dones, como nosotros cantamos a una modernidad desmantelada. El tercero explica de la manera más nítida lo que dejó tras de sí el pincel negro y último de Goya, el exilio de los intelectuales españoles, el fusilamiento de Torrijos, el pistoletazo de Larra: vendrá la soledad sentida como asilo en el poema de Martínez de la Rosa; el preferir “el daño a la ventura” de Ros de Olano; el odio a la vida y al mundo que se resuelve en tedio de Gómez de Avellaneda: es la edición, exacta, de Ángel L. Prieto de Paula, Poesía del Romanticismo. Antología (Cátedra, 2016).
Lo que deja ver la filosofía del Romanticismo, también su literatura y su música, su arte, es el pulso, la tendencia a la totalidad, el continuado cultivo de ideas irrealizables —para el bien de todos, la complaciente explotación del fracaso y hacer de eso una insignia—. A menudo sintieron la marginalidad, como solemos hacer nosotros, sin moverse del centro, o mejor, de su centro. Como nunca antes se elaboró un victimario del que somos herencia todavía. Los románticos —al menos una parte de ellos— tuvieron una gran permisividad con el infierno, pensaron que en sus llamas estaba Mefisto, y que el arrojo de Lérmontov las combatía mientras cabalgaba Un héroe de nuestro tiempo. Fue una proyección sin fin; no sabían, o no quisieron saber, que en ese averno solamente estaba la familia de siempre, la de los sordos polvorientos, que es como Chateaubriand llamó a los muertos.
Memorias, ultratumba, descenso. Pero en ocasiones la ascensión es bajar al fuego. Hölderlin escribió hasta tres versiones de La muerte de Empédocles; cada una de ellas, y de manera progresiva, muestra una mayor condensación, una senda mejor trazada hacia la subida que conduce al cráter del Etna, donde se dice que el filósofo presocrático desapareció entre la humareda. No sabemos si se arrojó por orden suprema o por la voluntad de ser dios, como sostuvo Giorgio Colli. En cualquier caso, ese camino de ascenso describe el “deseo de perdición”, la atracción romántica por la destrucción, lo contradictorio de una mentalidad que concibió desde el individualismo lo universal. Esto debería hacernos pensar, bien arraigados como estamos aún en aquella tierra recorrida por gentes que a cada paso creían dejar un paisaje abandonado. Los versos de un poeta menor, aunque de interés, Gabriel García Tassara, resumen el problema que todos podemos entender cuando hablamos de Romanticismo y de su prolongación: “Que nuestro mundo sea / el círcu­lo no más de nuestra sombra”. 

domingo, 29 de enero de 2017

"Viaje al fin de la noche" por Juan Arnau


Decía Platón que los seres se transforman unos en otros según ganen en inteligencia o estupidez. Un hombre podía convertirse en planta por pura pereza. A esa metamorfosis Dante añade el amor. Y concibe su inferno como ese lugar, ese estado de ánimo, donde no cabe su acción transformadora (del amor como actitud, pues el amor como sentimiento también puede ser infernal). Un invierno eterno. El paraíso, su contraparte, es la armonía de inteligencia y amor. Por la montaña inversa del averno desciende Dante, guiado por Virgilio, hasta el noveno círculo (el número de Beatriz), itinerario ineludible para llegar hasta su difunta amada. Un viaje al interior que es también un viaje de transformación.
Todo esto no era nuevo en la época del florentino, existían precedentes antiguos del viaje a través de los mundos: el vuelo chamánico, el viaje de Ulises al país de los cimerios, el descenso de Orfeo a los infiernos o las incursiones de bodhisattvas en abismos budistas. Como región simbólica, el infierno era etapa de un camino espiritual y emblema de cierto grado de iniciación, lo que emparenta a Dante con la cábala hebraica y el misticismo sufí. Y esa hermandad va mucho más allá si consideramos que la Comedia, la gran joya del medioevo cristiano, es una variación de ciertas leyendas islámicas, algo que probó, hace ya casi un siglo, un estudioso español. Asín Palacios cotejó el sacro poema con los hadices y la escatología musulmana, concretamente con el viaje nocturno o isrá en el que Mahoma visitó las mansiones infernales. La sorpresa fue que la arquitectura infernal de Dante era trasunto de la de Ben Arabí, confirmando la procedencia oriental de relatos que se creían de origen celta. Dante, al que todo el mundo (incluso él mismo) consideraba aristotélico y tomista, resultaba ser neoplatónico e islámico. Pero ello no fue obstáculo para que Dante pudiera haber pertenecido a una orden de filiación templaria, pues está bien documentada la conexión entre el hermetismo y las órdenes de caballería, siempre proactivas en los intercambios con Oriente.
Conforme descienden los poetas, más firme es la atadura de las sombras que encuentran. En los primeros círculos se purgan los pecados de incontinencia, los más comprensibles para la justicia divina (lujuria, gula, avaricia), mientras que en las profundidades se castiga la bestialidad y la malicia. Los violentos contra sí mismos, los violentos contra el prójimo y los violentos contra Dios. Los codiciosos de lo terrenal están boca abajo, no pudiendo alzar la mirada a las estrellas, los suicidas se transforman en árboles, los aduladores están recubiertos de heces, los adivinos tienen la cabeza vuelta a la espalda, sombras que quieren llorar y no pueden. Cada cual es hijo de sus actos y es trasmutado por ellos. Hay una escena que no cede en horror a ninguna otra. En el segundo recinto del noveno círculo, un gélido lago aprisiona el alma de los traidores. Helados en la misma fosa, el conde Ugolino roe con furor el cráneo del arzobispo Ruggieri, que lo encerró en vida en un torreón y lo dejó morir de hambre junto a sus hijos. El odio fabrica desgraciados y de esta forma renuevan su dolor.
Toda la cultura europea está impregnada por la Comedia, por las emociones que evoca, por su intensidad y exactitud. Borges recomendaba olvidarse de la erudición y atenerse al relato. Poco importan las querellas entre güelfos y gibelinos, la batalla de Montaperti, las alusiones míticas o escolásticas. La poesía nació de la épica y la épica es narrativa. De ahí que si se desconoce el toscano medieval, sea mejor leerla en prosa (en verso castellano resulta agotadora, pese al magnífico esfuerzo de Ángel Crespo). De este modo es posible seguir el hilo mágico de un relato que tiene una inteligencia oriental. El proceso iniciático de Dante (de cualquier hombre) reproduce el cosmogónico, idea recurrente en el pensamiento védico y neoplatónico. Realizar las posibilidades del ser así lo exige. “¿No veis que somos larvas para formar la mariposa angélica que a Dios mira de frente?”, dice Dante evocando a Ovidio y anticipándose a Kafka. El hombre está destinado a la metamorfosis, y las hay regresivas y evolutivas. Unos se convierten en planta o mineral, otros, como Beatriz, en ángeles. El espíritu tiene una vocación ascensional, pero para realizarla debe aligerarse. Los hombres, nacidos de la carne, no son sino gusanos, pero gusanos que lo divino puede trasmutar en ángeles.

La tesis es simple: el infierno existe, pero es un lugar de paso. El budismo planteó la cuestión en estos términos: ¿hay seres que por su ceguera y terquedad están privados para siempre de la experiencia del despertar? Dicho de otro modo: ¿hay pozos inexpugnables o existencias irremediablemente oscuras? ¿Tiene este universo seres a los que nadie podrá rescatar o siempre hay oportunidad, por nimia que sea? Lo que para la imaginación era un infierno, es, desde esta perspectiva, un tránsito purificador que lava el alma para vestirse de lo divino. Hay que afinar la sensibilidad. Uno se convierte en lo que mira. No todas las naturalezas pueden ver a Dios, pues verlo y crearlo es una misma cosa. Ese es el secreto de la participación.

martes, 24 de enero de 2017

"Hay muchos Faulkner" por Juan Tallón




Hace algunas semanas, en una biografía algo cascada, leí que William Faulkner trabajó durante tres meses en la fábrica de armas Winchester, en New Haven (Connecticut). Me quedé de piedra, desconcertado ante la clase de trabajos que tienen que acometer a veces los autores para llegar a escribir algún día. Hasta ese punto aman la literatura. Por otra parte, me sentí fascinado, pues en un momento de nuestra infancia, cuando la televisión emitía wésterns a todas horas, los niños queríamos tener un Winchester y un caballo. Solo años después, quizá queríamos escribir como Faulkner. Me pareció que aquel empleo en la fábrica de rifles explicaba muchas cosas, aunque no sabía cuáles. Tal vez que Faulkner sería un gran escritor, antes o después. Un escritor, después de todo, no puede ser solo un escritor. En ese caso no tardaría en dejar de serlo. Hasta alcanzar esa condición, a menudo peregrina por otros empleos, incluso otras vocaciones. Hay muchos Faulkner en uno.
En el Taller de Escritura de Iowa, en la época en que Kurt Vonnegut impartía clases, una vez al año el autor de Matadero cinco daba una conferencia a los estudiantes en la que «me gustaba hablarles de los trabajos que podían hacer los escritores en caso de que se murieran de hambre». Los alumnos aborrecían aquella charla, que sin embargo resultaba sugestiva, ya que aprendían que para ser escritor a menudo había que ser cosas muy diferentes antes de llegar a serlo, o incluso mientras eran ya escritores. Faulkner era el mejor ejemplo. En Winchester Arms Company lo contrataron como oficinista entre abril y junio de 1918. Tenía veintiún años y aún era pronto para convertirse en un gran novelista. Entre tanto, cualquier empleo era bueno.
Solo unos días después de dejar la fábrica se alistó en la Royal Air Force como piloto cadete, partiendo hacia Canadá para recibir su instrucción, como si un novelista tuviese también que saber volar. El armisticio llegó antes de que concluyese el entrenamiento. Según algunas versiones, tuvo tiempo de sufrir un accidente aéreo. Años más tarde, cuando el profesor Henry Nash Smith trató de conocer su experiencia con los aviones en una entrevista para el Dallas Morning News, Faulkner contestó: «Yo solo los estrello». En cierto modo, también eso conducía a la literatura, que no debía conformarse con sobrevolar la realidad, sino entrar en contacto con ella.
En esa época, después de dejar la Royal Air Force y matricularse en la Universidad de Mississippi, con gran hastío, empezaron a armarse sus primeros poemas, que no se publicarían hasta 1924. Faulkner paga en ellos la influencia de Shakespeare, Swinburne, Wilde, Yeats, Wilde, Dowson o Verlaine. En contacto con la actividad universitaria, trabajó en la edición de The Mississippian y el anuario Ole Miss, en los que colaboraba con poemas, artículos y dibujos. Antes de escribir las grandes novelas que modificarían el rumbo de la literatura, y puesto que en esas fechas vivía con sus padres, se sacó algo de dinero trabajando de pintor.
Phil Stone afirmaba que podía «hacer casi de todo con las manos», destacando como «carpintero y pintor de brocha gorda». Su hermano John cuenta que pintó la torre del edificio de la Facultad de Derecho. En realidad, se pasó todo el verano de 1920 pintando, y con los cien dólares que ganó, «partí a Nueva York, con sesenta de esos pavos invertidos en el billete de tren». Una vez allí, su amigo Stark Young le encontró un empleo —otro— en la librería Doubleday, dirigida por Elizabeth Prall, que años después sería su benefactora. Lentamente se acercaba a los libros como destino. Pasados algunos meses, sin embargo, «fui despedido porque era algo descuidado con los cambios», reconocía el propio Faulkner, aunque Prall aseguraba que era un buen vendedor de libros, si bien algo tosco. «“No lea esa basura, lea esto”, les decía a los clientes que tomaban libros malos». Es cierto que «no mantenía su contabilidad en orden», admitía Prall.
De vuelta al sur siguió escribiendo poesía, y sus primeros relatos. No obstante, todavía aceptó un puesto temporal, que luego se convertiría en permanente, como encargado de correos en la Universidad de Mississippi. Estaba loco por la literatura, así que debía de seguir sacrificándose por esa pasión. Era diciembre de 1921 y mantuvo el empleo hasta 1924, cuando compatibilizó con el puesto de guía de los Scouts. En octubre de ese año se vio obligado a renunciar ante las quejas por su incompetencia. Años después, Phil Stone le escribió a un amigo y se mostró franco: «Fue el peor encargado de correo jamás visto». Después de esta etapa, en la que Faulkner ya había escrito algunos de sus relatos, como «Love», «Adolescence» o «Moonlight», se fue a vivir durante algunos meses a Nueva Orleans, donde entró en contacto con Sherwood Anderson, gracias a quien dirigió la atención hacia la novela. La peregrinación había acabado. Encerrado en un apartamento en el número 624 de Orleans Alley, William Faulkner empezó a escribir La paga de los soldados.

sábado, 21 de enero de 2017

"No haber sabido mirar" por Antonio Muñoz Molina


La mirada magnética de Charles Baudelaire nos hipnotiza desde cada una de las fotos que le hizo su amigo Nadar. Es una mirada que traspasa pero que también huye, que se pierde en la lejanía o en el ensimismamiento. Es desde luego la mirada de un hombre enfermo, muy dañado por los efectos de la sífilis que contrajo en la primera juventud; y la de un hombre desalentado que va envejeciendo prematuramente sin encontrar una posición sólida en el mundo, sin domicilio fijo, con ingresos siempre desor­ganizados y mezquinos, condenado a una permanente minoría de edad financiera, porque dependía de su madre y de un administrador al que tenía que rogar para sacarle algún dinero. Baudelaire detestaba la fotografía, una de tantas novedades de la sociedad dominada por el comercio y la tecnología que le espantaba, pero en todos los retratos que quedan de él muestra una intuición muy poderosa de ese arte que para él no lo era, un sentido de la actitud y de la presencia muy adecuados para el medio.
La mirada de Baudelaire es una de las primeras miradas de escritor que conocemos de verdad, como conocemos las muy tempranas de otros que también posaron para aquella máquina que les forzaba a permanecer inmóviles durante poses muy largas y que despertaba en ellos el miedo primitivo a que les robara el alma. Parece que el primer retrato fotográfico de escritor que existe es el de Honoré de Balzac, tomado en 1842, apenas tres años después de que Louis Daguerre presentara públicamente su invento. En la misma década se fotografiaron los dos maestros a los que Baudelaire descubrió y tradujo al francés, encontrando en ellos modelos de inspiración y almas gemelas: Thomas de Quincey y Edgar Allan Poe.
De Quincey era un hombre diminuto y viejísimo cuando le tomaron su fotografía, encogido como una momia o una estatua de cera, un superviviente de una edad que de pronto se había quedado muy lejos, la del romanticismo temprano, la edad anterior a las máquinas de vapor, a la producción industrial y a los ferrocarriles. Sin duda por eso su foto irradia un peculiar anacronismo, como la foto imposible de alguien muy anterior al invento del daguerrotipo, uno de aquellos retratos de fantasmas que falsificaban con tanto descaro algunos médiums victorianos.
De las varias fotos que se conservan de Poe la más reveladora es la última, que le fue tomada en septiembre de 1849, dos meses antes de su muerte. Tiene el pelo escaso, despeinado y sucio, un lazo atado de cualquier manera al cuello de la camisa, una mirada entre de pavor y lástima de sí mismo, que se fija en el espectador con menos agudeza que la de Baudelaire y que también se pierde más lejos y más adentro, en un momento de introspección sombría sin duda facilitado por el mismo acto de posar: la inmovilidad forzosa, la mirada en el ojo de la caja de madera cubierta con un trapo negro que ya tenía algo de funerario en sí misma.
Es en parte la fotografía lo que hace de ellos nuestros contemporáneos. Y también lo es esa mirada de cada uno que ha visto con una mezcla de curiosidad asombrada y pavor el nacimiento de un mundo que ya es el nuestro: el del capitalismo pleno, el de las grandes ciudades, el de los periódicos de difusión masiva, el de la omnipresencia de las imágenes. Fue Baudelaire, discípulo de Poe y De Quincey, quien inventó la palabra modernidad y hasta la idea misma: el presente que ha de ser observado y estudiado en su fluida inmediatez, en su confusión y su ruido, el que requiere nuevas formas expresivas que puedan representarlo. Hasta entonces, la literatura y la pintura habían cultivado el heroísmo de lo antiguo: fue Baudelaire quien formuló por primera vez una forma de heroísmo que no estaba en el pasado ni en los museos, sino en la vida moderna, en los burgueses de trajes negros y paraguas y no en los modelos disfrazados de guerreros romanos. Fue él quien propuso la dignidad y la importancia del estudio de la moda como hecho estético, y el que creó el retrato probablemente más poderoso que se ha escrito nunca sobre un artista sumergido en su tiempo: El pintor de la vida moderna, publicado en tres entregas sucesivas en Le Figaro en 1863 (hay una edición reciente muy cuidada del Colegio de Arquitectos de Murcia). Hacía falta un nuevo arte, y una nueva escritura, y también un medio nuevo: no debe olvidarse que Baudelaire, de nuevo igual que De Quincey y Poe, fue sobre todo un escritor de periódico.
En París, en el Museo de la Vida Romántica, está a punto de terminar una exposición magnífica sobre Baudelaire y el arte: L’Oeil de Baudelaire. Visitándola, repasando el catálogo, uno ha de enfrentarse a la gran paradoja de esa mirada magnética que pareció verlo todo justo en el momento en que sucedía. El pintor de la vida moderna al que dedicó Baudelaire sus mejores páginas en prosa, el que le parecía visionariamente capaz de contemplar con mirada y gesto de pintor lo que no había sabido ver nadie, era Constantin Guys, un ilustrador más bien de segunda fila que había trabajado para periódicos ingleses y que al instalarse en París hacia 1860 se especializó en escenas de vida mundana, de calle o de prostíbulo, con un dibujo competente pero más bien blando.
Ahora nos preguntamos qué vio Baudelaire en un artista digno e irrelevante como Constantin Guys. Pero más raro todavía es pensar en lo que tuvo delante de los ojos y no vio, él que poseía esa mirada que nos estremece por su agudeza inflexible. Si había en París, en ese momento, un pintor de la vida moderna, era Édouard Manet, que además era amigo suyo y le profesaba una admiración de hermano mayor. Su La musique aux Tuileries parece una ilustración exacta del ideal estético de Baudelaire, que aparece retratado entre la multitud urbana del cuadro. Su Olympia tiene el descaro sexual y la capacidad de escándalo de los poemas de Les fleurs du mal. Pero cuando a Manet lo atacaron por ese cuadro más furiosamente de lo que habían atacado a Baudelaire unos años antes por sus poemas, el amigo se abstuvo de salir en su defensa. Baudelaire, que tanto escribió sobre arte, no dedicó ni una página a la pintura de Manet. No vio, o no quiso ver. En esa miopía, voluntaria o no, hay una lección para los que aspiramos a mirar con los ojos abiertos el mundo de ahora mismo. 

jueves, 19 de enero de 2017

"Entrecuentos: Darío y Valle-Inclán" por Rafael Narbona


Los mitos suelen basarse en confusiones, mentiras o paradojas. Al evocar su experiencia como librero, George Orwell relataba que los lectores siempre le pedían novelas, subrayando que no les interesaban los cuentos. Esta historia desmonta la ficción según la cual los anglosajones suelen estimar un género que el lector español menosprecia en la mayoría de los casos. No entiendo por qué la novela suscita más interés que el cuento. Quizás porque despliega una secuencia más dilatada que un relato, urdiendo una usurpación de lo real más duradera. Leer una novela se parece a realizar un largo viaje. En cambio, el cuento se asemeja a dar un paseo. Estéticamente, no hay ningún argumento que vincule la excelencia con la duración, pero es cierto que un viaje nos proporciona una prolongada ensoñación y un paseo solo nos permite alejarnos brevemente de nuestra rutina. La literatura inglesa y la norteamericana contienen una deslumbrante galería de cuentistas: Poe, Stevenson, Melville, Chesterton, Oscar Wilde, Hemingway, Lovecraft, Faulkner, Carver. Salvo en el caso de Borges o Juan Rulfo, la resonancia de los autores de relatos en lengua castellana es mucho menor, pero eso no significa que escasee la inspiración y el talento. No se habla mucho de los cuentos de Rubén Darío, pero las piezas incluidas en Azul (1888) representaron una renovación del género que preparó el camino hacia una nueva forma de narrar, donde el lenguaje adquiría un relieve artístico desconocido hasta entonces, desempeñando un papel esencial en la creación de personajes y ambientes. Dentro del conjunto, El fardo es un perfecto ejemplo de innovación, ruptura y rebeldía, que postula una libertad ilimitada para un género presuntamente menor.
El fardo nos traslada al crepúsculo de un muelle, incendiando nuestra imaginación con los reflejos dorados del sol sobre un mar con aspecto de lienzo recién pintado: “Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas de los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente”. La poderosa imagen adquiere sonido y su movimiento simula un balanceo perpetuo, con una pincelada fresca, libre, suelta: “El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo balanceo”. De inmediato aparece el protagonista: el viejo tío Lucas, un lanchero que se ha lastimado un pie al subir una barrica a una carreta. Con la pipa en la boca, contempla el mar con melancolía. El narrador entabla una amistosa charla con el marino, un hombre rudo, bravo y sencillo, que “se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña”. No tarda en averiguar su pasado como soldado heroico, que nunca conoció el miedo, pero su entereza se tambalea cuando relata la pérdida de uno de sus hijos, que falleció en un accidente de trabajo. El tío Lucas era padre de una ingente progenie, pues “su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad”. En su hogar, “había mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío”. El hijo malogrado intentó aprender el oficio de herrero, pero su cuerpo desnutrido no soportó el esfuerzo. Volvió a casa y, milagrosamente, se recuperó, pese a vivir entre cuatro paredes mugrientas, soportando un hacinamiento inhumano. Allí pasó un tiempo, acompañado por los gritos de las alcahuetas, las prostitutas y los ladronzuelos, que se refugiaban en la penumbra hedionda de las callejuelas cercanas para hacer su negocio.
Cuando cumplió quince años, su padre compró una modesta embarcación. Faenaban al alba y volvían a la playa con el remo en alto, chorreando espuma. La alegría duró poco, pues un mal día sufrieron “la locura de la ola y el viento”. Naufragaron tras chocar contra una roca. Lograron salvarse y, desde entonces, se dedicaron a descargar mercancías de los grandes buques, empleando una modesta lancha. El reumatismo y la artrosis obligaron a Lucas a guardar cama. Su hijo continuó trabajando, pero “un bello día de luz clara, de sol de oro”, un pesado fardo, “ancho, gordo y oloroso a brea”, se soltó desde lo alto y lo aplastó. El narrador se despide del viejo, “haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta”, pero una brisa glacial procedente de mar adentro hiela sus pensamientos, pellizcándole cruelmente las narices y las orejas.
El fardo no es el cuento más célebre de Azul, felizmente prologado por Juan Valera, pero sí un perfecto ejemplo de una manera de narrar. Sin renunciar a la denuncia social del realismo y a la crudeza del naturalismo, Darío despliega una delicada sensibilidad para captar un ambiente, donde convergen el trabajo físico agotador, el misterio del mar y los cambios de luz, que transforman sin cesar los objetos y los rostros. El viento helado labra la carne y el alma, mientras un bosque de mástiles y jarcias parece avanzar sobre el mar. Esta fórmula influirá en autores como Valle-Inclán, Juan Rulfo o García Márquez, que logran crear mundos complejos en pocas páginas mediante un alto grado de elaboración literaria. La prosa rehúye la inmediatez para dramatizar las situaciones, incrementando su credibilidad –paradójicamente- mediante el artificio. En Rubén Darío, la prosa opta por una sintaxis musical y pródiga en adjetivos. Su estilo refleja la crisis material y espiritual del siglo XIX, que ha perdido la confianza de los ilustrados en un progreso indefinido hacia lo mejor. Más tarde, el Modernismo evoluciona hacia una estricta depuración, que selecciona lo más esencial y significativo, sin perder su vena inconformista. No hay menos artificio, pero el mecanismo que lo articula es diferente. Sin ese proceso, serían inimaginables los cuentos de Juan Rulfo, que introduce lo fantástico en lo cotidiano, cuestionando la filosofía de la historia del positivismo, basada en un empirismo dogmático.
Los logros novelísticos y teatrales de Valle-Inclán han eclipsado su faceta como cuentista. En su obra, se identifican dos épocas, a veces sin advertir que hay una indudable continuidad entre su etapa modernista y la de los esperpentos. En ambos períodos, palpita una tensión poética que se distancia claramente del realismo y su correlato literario: los modernos sistemas parlamentarios. Valle-Inclán opina que la realidad no se captura mediante un espejo convencional, sino con uno deformado. Podemos modificar la curvatura del cristal, pero no podemos prescindir de ella, salvo que nos conformemos con una visión plana y achatada de las cosas. El estilo no es una pirueta innecesaria, sino una interpretación del mundo, que postula lo absoluto. El arte siempre busca lo sublime, la plenitud que trasciende lo cotidiano. Del mismo modo, el sistema parlamentario actúa como un espejo tradicional: reproduce la realidad, pero no consigue llevarla a la perfección. Carlismo y anarquismo responden en Valle-Inclán a un mismo impulso: la insurrección violenta contra la burguesía. El escritor gallego se rebela contra la moderna sociedad industrial, exaltando un mundo primitivo y rural, donde la justicia no procede de las instituciones, sino del coraje de los espíritus indomables. Ahora que la Biblioteca Castro ha editado por primera vez su narrativa completa en tres hermosos volúmenes, no está de más rescatar Mi bisabuelo, un relato de Jardín umbrío, obra que apareció por primera vez en 1903 y que conoció sucesivas ampliaciones hasta 1928, cuando el autor ya había expuesto la estética “sistemáticamente deformada” del esperpento. El cuento refiere un episodio de la vida de Don Manuel Bermúdez y Bolaño, un caballero “orgulloso, violento y muy justiciero”. Alto, cenceño y de ojos verdes, su mejilla derecha algunos días mostraba una roséola, que los aldeanos atribuían al beso de las brujas. Su bisnieto le recuerda como “un viejo caduco y temblón”, que paseaba bordeando la iglesia. Sus descendientes le consideraban “un loco atrabiliario” y se rumoreaba que había pasado un tiempo en la cárcel de Santiago, quizás por un delito de sangre. Micaela la Galana, una vieja aldeana que ejerce de cronista de la familia, recuerda un incidente que revela su carácter fiero y paternal. Cuando una tarde volvía de cazar perdices, se reunió con Serenín de Bretal, un campesino ciego que caminaba guiado por una de sus hijas. Su voz temblaba de pena.
El caballero le preguntó qué le sucedía y el ciego contestó que el escribano Malvido había peregrinado de puerta en puerta, mostrando una escritura que prohibía apacentar el ganado y recoger las hojas secas de las encinas en el monte. Las mujeres se quejan de la cobardía de los hombres y piden justicia. Don Manuel Bermúdez les aconseja matar al escribano como a un perro rabioso, pero el miedo paraliza a los aldeanos. La aparición de Águeda del Monte, antigua nodriza de Don Manuel, aviva los lamentos de rabia y desesperación. Es una mujer casi centenaria, muy alta y de ojos negros. Aunque está encorvada por el peso de los años, su estatura aún supera la de muchos hombres. Al contemplarla, la indignación de Don Manuel se convierte en ira. Ofrece su escopeta a los labriegos, pero nadie se atreve a empuñarla. De repente, aparece Malvido en lo alto de una cuesta, montado un asno. Águeda la del Monte, con el regazo lleno de piedras, se prepara para hacerle frente, pero Don Manuel llama al escribano, que acude confiado, y le desmonta de un tiro en la cabeza. Todos huyen, menos Águeda, que se arrodilla con los brazos abiertos a los pies del caballero. “¡Buena leche me has dado, madre Águeda!”, exclama Don Manuel, posando su mano en la cabeza de la anciana. El narrador nos cuenta que su bisabuelo fue a prisión, pero no por ese hecho, sino por acaudillar una partida carlista. Finaliza su relato, confesando que heredó el temperamento orgulloso de su ascendiente. Muchas veces, las viejas se santiguaban al verlo y comentaban sobrecogidas: “¡Otro Don Manuel Bermúdez! ¡Bendito Dios!”.
De nuevo, el estilo nos acerca al sufrimiento de los más humildes, pero falsificando la historia. Don Manuel Bermúdez es un rico propietario y Serenín de Bretal uno de sus cabezaleros o recaudadores de tributos. Según la fantasía del Valle-Inclán modernista, los mayorazgos protegen a los campesinos, con un paternalismo secular. Águeda llama a Don Manuel “amo”, pero el reconocimiento de su autoridad no implica una humillante esclavitud. De hecho, el “amo” les cobra un diezmo liviano y les permite utilizar el monte en su beneficio. En cambio, los impuestos que impone la corte son verdaderas exacciones y su forma de administrar las propiedades no contempla ningún gesto de generosidad. Se trata de una visión utópica que no se corresponde con los hechos. La generosidad de los amos consistía en limosnas o pequeños privilegios ajustados a una leal servidumbre. La sociedad industrial mantuvo las desigualdades, pero su dinámica de progreso incluyó la aparición de movimientos reformistas. Valle-Inclán nunca simpatizó con las reformas. La renuncia al carlismo no implicó una aproximación al liberalismo, sino al milenarismo anarquista, con su mística de la violencia, no muy alejada de las tácticas guerrilleras de los partidarios de Don Carlos. Valle-Inclán, un mitómano desinhibido, no pretendía comprender o explicar la realidad, sino subvertirla para obtener una gratificación narcisista. El narrador de Mi bisabuelo descubre que su carácter reproduce el temple de su abuelo justiciero. Dado que se habla en primera persona, puede deducirse que Valle-Inclán escribe un nuevo capítulo de su “novela familiar”, de acuerdo con la terminología de Freud. No pretende engañarnos, sino sortear la decepción que le produce la realidad. Incapaz de renunciar a su perspectiva utópica, que identifica el paraíso con una Arcadia feudal, elige vivir en un mundo de ensoñación.
El fardo Mi bisabuelo expresan ese subjetivismo radical que marca la crisis de 1885, cuando la cultura europea advierte el carácter problemático de la razón, incapaz de establecer un modelo de referencia para la sociedad y el arte. El fardo expresa la impotencia del individuo ante el orden establecido, apuntado que la revolución formal puede constituir el umbral de una sociedad más fraterna e igualitaria. Mi bisabuelo refleja la concepción de la literatura como lujo, como “divina libertad” (Bataille) con el poder de impugnar la realidad, planteando alternativas utópicas. Se trata de piezas menores, pero que evidencian la creatividad de un género que aún lucha contra los prejuicios de los lectores, reacios a internarse en las pequeñas dimensiones del cuento. Sería absurdo rebajar los méritos de la novela, que moviliza infinidad de recursos en una larga secuencia, pero –al igual que el haiku o una miniatura flamenca- los cuentos poseen el encanto de una flecha que hace diana después de un corto vuelo.