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miércoles, 11 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVIII: "El ingeniero hidráulico Don Quijote de la Mancha"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

"El ingeniero hidráulico Don Quijote de la Mancha" es un buen libro. Cuenta la historia de un hombre que no está muy bien de la cabeza, aunque dinero tenía bastante. Inventó los molinos de viento y eso hizo que se montara en el maravedí. ¿De qué si no iba a tener un caballo, un criado y una mujer que le hacía la comida? Bueno, a este tío, que ya estaba a punto de cascar cuando comienza la historia, no se le ocurrió otra cosa que andar de aquí para allá por las tierras de La Mancha.
Yo soy de aquí y a nadie con dos dedos de frente se le ocurre pasearse en caballo por vicio por mitad de los trigos. Yo, si tuviera posibles como tenía este hombre, me voy a Cancún o a Benidorm o a la Costa del Sol. A nadie se le ocurre, teniendo dinero, salir en caballo por estos andurriales. ¿Para qué?, si entonces tampoco había playa, ni festivales de música, ni macrofiestas, ni "na" de "na". Mi padre conocía al autor de este libro, ¡menudo pájaro! Su amante vivía cerca de la casa de mi abuelo y más de una vez lo vieron saltar por la ventana con la ropa en la mano. El marido de su amante era camionero y una noche los pilló en la cama y les dio una tunda que le dejó huella. ¿Por qué os creéis que no nombra el lugar del que salió ni algunos de los sitios que visita su personaje?, pues, coño, porque no tenía buen recuerdo del pueblo donde lo trasquilaron por goloso.
Bueno, a lo que vamos, este hombre se echa un criado, un tío campechano, borracho como él solo y al que le gustaban los chascarrillos. Vamos, como mi tío Manolo, al que en cuanto sale de casa y se va al bar se le caen los chistes de los bolsillos, ¡qué cachondo es mi tío Manolo! y ¡qué borracho también!
Al Quijote le hacen de todo, por tonto, nada más que por eso. ¿A quién se le ocurre escaparse de su casa cuando tenía hacienda sin trabajar, tenía criados y vivía como Dios, cazando y durmiendo (no hacía otra cosa el tío)? Bueno, ¿a quién se le va a ocurrir, pues a alguien que no funciona muy bien de la cholla? ¿Y por qué se volvió tarumba? Pues por leer libros. ¡Toma ya!, esto es lo mejor de la historia. A mí desde luego no me ha de pasar lo mismo. No tenía intención, pero después de leer algún resumen de Internet y ver lo que le pasó a este ingeniero hidráulico que lo tenía todo para vivir del cuento, no pienso coger un libro en mi puta vida. A mí no me engañan, yo no pienso pasar las de Caín por dármelas de listo. Mira Sancho cómo disfrutaba la vida. Y porque tenía a un cenizo
a su lado, si no, aún lo hubiera pasado mejor. Bueno, que me ha gustado mucho este libro y espero que se me ponga buena nota por el comentario.

martes, 10 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVII: "Mundos paralelos"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Nadie se atrevía a chistar en la clase. Las moscas se estampaban contra los cristales de las ventanas, angustiadas por escuchar solo su propio zumbido. En la pizarra bailaban unas letras de caligrafía con el oropel de las antiguas cornucopias. El profesor se repantigaba en el sillón de cuero amedrentando a las moscas con el disparo de sus miradas de hielo. La cabeza disecada de un lucio pescado por don Julián nos amenazaba con sus dientes de sierra. Todo era silencio y leve susurro de plumas rasgando el papel. Los tinteros habían desaparecido de los pupitres, pero aún quedaba el sabor antiguo y amargo de la escuela de posguerra. Carlitos se atrevió a pedir el plumier a su compañero y un rugido seco le quebró los oídos y lo inmovilizó en el pupitre.
Vio acercarse al inmenso don Julián, descomunal desde el pozo de la silla, y le salió un sollozo ahogado que atrapó las miradas de sus compañeros. Un murmullo de satisfacción viperina se deslizaba reptando por el suelo de la clase. Todos esperaban que la bofetada le hiciera saltar las gafas como la última vez.
Años más tarde, a Carlitos lo llamaban don Carlos y se pudo repantigar en el sillón de cuero cuyo crujido tanto tiempo había temido. Esperaba repetir las hazañas de don Julián, pero los tiempos habían cambiado. Las gafas le caían desmayadas en el puente de la nariz y observaba, como don Julián, el comportamiento de sus alumnos: Javier se acababa de levantar sin permiso, Gabriel le lanzaba una bola de papel a Manuela y Rebeca se desnucaba por hablar con Miguelín. Sus esfuerzos por poner orden no tuvieron efecto y ya hacía años que ni siquiera lo intentaba. Berta se acercó hasta su sillón, le pareció descomunal, como don Julián, y le pidió ir al baño. Don Carlos no se pudo negar. Al ver cómo se aproximaba hasta él, ahogó un sollozo de espanto (que nadie oyó en la clase) y le dio su permiso como si solicitara su perdón. Le pareció tan monstruosa como don Julián y esperó hundido en el sillón a que las gafas salieran volando hasta estamparse contra el cristal de las ventanas, como hacían las moscas, desesperadas por abandonar el aula y respirar el aire limpio de la calle. Los alumnos esperaban con deseo viperino el estrépito de los vidrios rotos.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVI: "El placer de corregir exámenes"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Recibir los exámenes de los adolescentes cuando suena el timbre al final de clase es un placer de dioses. Pocos gustos hay comparables a sentir las palabras latentes de la angustia transpirando a través de los folios aún calientes. Cuando en casa salen del sobre, vuelven a cobrar vida y relucen en la mesa como un premio sin parangón a la labor educativa. Se deshojan uno a uno con delicia, con el sentimiento del que está devorando un manjar y no quiere llegar a la última cucharada.
Todo el que se dedique a la enseñanza lo sabe, nada hay más grato, nada hay más placentero que la corrección de los ejercicios completados con denuedo por los alumnos. Sentir cómo el mamotreto de folios nunca se termina, leer con los ojos del revés, alelado ante tanta literatura de primera calidad, ver cómo han desarrollado las preguntas que con tanta precisión cuestionan los entresijos de la obra de Góngora o deleitarse con las líneas bien trazadas de un análisis sintáctico.
¿Quién no querría participar de este privilegio?, ¿quién, en las tardes de domingo, no pagaría por sumar las cifras decimales de cada una de las respuestas y colocar en rojo chillón el maravilloso 4,5 en la esquina derecha del ejercicio?, ¿quién no mataría por sentir la responsabilidad de que un simple número vaya a hacer reír o a hacer llorar a un muchacho de 12 o de 18 años?, ¿quién no dejaría cualquier trabajo por leer las diferentes reflexiones en torno a la retórica hueca del modernismo? Sí, sin duda es uno de los mayores privilegios de nuestro oficio, una de las prebendas de las que nadie habla y solo los que la gozamos conocemos su beneficio.

 ¿En qué cabeza cabe que algunos iluminados propusieran acabar con estos ejercicios que sacan la hiel de los estudiantes y nos elevan a los educadores al más elevado de los edenes?, ¿a qué cabeza loca se le pudo ocurrir que había que acabar con los exámenes para comenzar la revolución del sistema educativo?, ¿quién dijo que estos controles no hacían sino acumular ovejas al rebaño y promover la competencia insana del sistema capitalista, que solo conseguían abofetear la creatividad del individuo y someterlo al engranaje mecánico que interesa al poderoso? No sé, alguien que odiaba nuestro oficio de sencillos funcionarios y el placer consecuente de estampar sellos numerados en la frente de los adolescentes. Por suerte, la nueva ley nos promete una orgía de exámenes y reválidas con los que podremos revolcarnos a conciencia en el establo de las cifras. ¡Vivan nuestros insignes administradores y su sed por complacernos!  

domingo, 8 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XV: "Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua".

Fotografía de Juan Luis López Palacios

"Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!; diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Se buscaba un bufón para la función de Shakespeare, pero no había ninguno disponible."Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Se buscaban también sus palabras, pero habían desaparecido, nadie sabía ya armar los ritmos ni los conceptos que arrancan el hígado con taladros de fuego. Se buscaba con desesperación la forma de recuperarlas.
Se levantaron las alfombras de las academias, los colchones de los eruditos, la hojarasca de los novelistas, pero no se encontró otra cosa que polvo y ácaros sin residencia fija. "Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Se pagó un anuncio en los medios de comunicación de mayor reputación con el fin de que quien hallara la osamenta de Falstaff mandara un mensaje completamente gratuito. Solo se recibieron las bromas de los habituales irresponsables. Se pidió a los profesores de Literatura que prendieran fuego a los libros de texto para liberar el espíritu de Lear y a los herbolarios se les solicitaron emplastos para hacer olvidar a los adolescentes las murgas diarias con las que se había embalsamado a Hamlet. Se situó a los escritores al lado de los poderosos con la intención de que devoraran el cuero podrido de sus sillones y así vomitaran la hiel de Lady Macbeth."Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Nada fue suficiente, los libros salían sin dientes de la imprenta, los escenarios seguían ocupados por burgueses sin tripas y las escuelas continuaban recitando palabras de ceniza. No había esperanza para la resurrección, nadie podría encarnar al bufón ni decirle verdades sin esquinas al rey. Mejor cerrar las escuelas y los teatros y quemar las imprentas y abrasar con tormentas las radios y televisiones. "Que la lluvia es diaria. Diga ¡hey!, con el viento; diga ¡oh!, con el agua. Que la lluvia es diaria".

sábado, 7 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XIV: "Un curso rodeado de murallas"

Fotografía de Juan Luis López Palacios
Recuerdo ese año rodeado de murallas. Había tantas estrellas que las noches sin luna no eran noches sin luna, aunque el hielo te podara los pies y te anudara las palabras con un vaho de niebla congelada. Al levantar la vista, caía sobre ti el universo, iluminado por un caprichoso funcionario del ayuntamiento que no  atendía al ahorro de las instituciones. Todas las mañanas sobrevolaban el castillo varios buitres en busca de la perdida brillantez de la noche. Y se podían contemplar sus círculos embalsamados a través de la ventana de la sala de profesores, mientras tomábamos un café familiar que unía a los nueve mochuelos que habíamos sido allí destinados. No había bullicio por los pasillos ni escándalos ensordecedores en los cambios de clase ni compañeros a punto de entrar en ebullición por la alta temperatura de las aulas. No más de 70 alumnos, instalaciones de prestado y mobiliario recién llegado de unos misteriosos almacenes donde los administradores guardan sus guadañas.
Contemplábamos el paisaje lento, recluido entre las murallas medievales, comiendo un bizcocho que había elaborado esa misma mañana la madre del Jefe de Estudios en su pueblito de 90 habitantes. Las horas pasaban tan bucólicas como placenteras: de un cobertizo al pie del castillo, salían a pastar unas cabras diminutas durante el recreo, mientras los adolescentes ataban al conserje (con su permiso) al tronco de una encina.
Por la tarde los chicos nos llevaban al río, atravesando praderas, higueras y castaños, para que viéramos su pericia en el arte de la pesca o salíamos al espeso bosque de pino negro para buscar entre sus pies los níscalos y boletus que nos ofrecía la tierra agradecida. Todo se desarrollaba con tanta placidez que nunca hubiéramos dicho que la labor educativa pone de los nervios a cualquiera.
Sin duda se trataba de un experimento. Se pretendían simular las condiciones de Finlandia, estoy seguro: el frío, los pocos alumnos por aula, la calidad humana de los compañeros, la naturaleza agradecida... Hasta el nombre de los chicos incitaba al sosiego y a la poesía: "Libertad", "Sabina", "Rubén Darío". No invento, esos eran sus nombres, y el techo de luciérnagas también sale del recuerdo, no de la imaginación. En invierno se oía al silencio pasear por la plaza empedrada y en verano celebran todavía una fiesta medieval que empezó en aquellos años.
Por allí anduvimos, escondidos en un rincón de la Edad Media, para aprender y enseñar con recursos del siglo XXI de los que ya no disponemos en estos años de "indocencia".  El experimento por lo visto no sirvió o pareció demasiado peligroso a los pedagogos por la sencillez de los medios y de la terminología.  

viernes, 6 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XIII: "La primera vez".

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Sabía cuándo iba a hacerlo, el día estaba marcado. Me preparé concienzudamente, con la meticulosidad de los guerreros orientales. Solo pensar en el momento de mi estreno me producía temblores, inseguridad, tenía arena en la garganta y a punto estuve de retirarme antes de empezar.
No iba a dejar nada a la improvisación, todo lo tenía secuenciado y pensado para que no hubiera sobresaltos, para que quedáramos satisfechos y la frustración no impidiera una segunda oportunidad. Los preámbulos habían sido estudiados al milímetro; los ejercicios, planteados a partir de una buena bibliografía. Eché mano también de la videoteca y de las experiencias que otros me habían descrito y de las que yo tomé buena nota.
Y a pesar de todo, la angustia me atrapaba con su garfio implacable y me impedía respirar con normalidad. Si tanta gente lo hacía, no podía ser tan difícil. Si tantos le dedicaban tantas horas, no podía ser tan traumático como a mí me lo estaba pareciendo.
Llegó el día y la hora. No había dormido la noche anterior, atrapado por las sábanas que no me dejaban en paz, envuelto en un haz de inseguridades que me exprimían hasta dejar empapada la almohada. Llegó la hora. Un momento antes di un paso atrás y rehuí la cita, pero allí estaba frente a mi angustia y mi deseo.
De todo lo que planeé, poco pude aprovechar, las palabras se atropellaban en la frontera de los dientes, los movimientos eran torpes y no respondían a ninguna de las enseñanzas recibidas, el corazón se disparó en su cabalgada y el ritmo pautado se precipitó en una acción sin ramales. A tal grado de excitación llegué que caí de espaldas sobre el suelo y llegué a oír un murmullo de risas que me atolondró aún más.
Se resolvió el apuro con demasiada rapidez, no quise conversar sobre la experiencia. Salí de allí acongojado, reclamado por el ansia de la vergüenza. Y a pesar de todo, a pesar del amargor de la precipitación y de no haber cumplido con lo planeado, salí con la sensación de que la próxima vez sería mucho mejor.
Un regusto dulce quedó impregnado entre la sal de la insatisfacción que me anunciaba un placer tan solo intuido. Al día siguiente, pude, sin espasmos y sin caídas cómicas, gozar de impartir una clase sobre Bécquer.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XII: "Loa a la Dolores"

Cayó ella, la divina Dolores, del cielo, como una Virgen en asunción inversa. Ya lo decía Alberti, "se equivocó la paloma". También se equivocan los buitres.
Llegó recién ungida por los votos de sus adoradores, prendados de esa melena lacia y de esa naricilla de perdigón que encantaba a los pervertidos. Bajó de los cielos para salvarnos de la consciencia. Todos sus votantes esperaban el milagro de su Dolores, recién llegada a la Tierra para distribuir la riqueza de nuevo y dejar las cosas como estaban. ¿Para qué queríamos los pobres perdurar en este valle de lágrimas? ¿Para qué gozar de médicos que curaran nuestros males y de hospitales donde aliviar nuestro padecer? ¿Para que extender nuestro sufrimiento? Ella, la divina Dolores, puso un fin drástico a tanta enfermedad alargada: "Fuera hospitales, morid dignamente en casa y contemplaréis el Paraíso del que yo vengo cuanto antes, pues de los pobres es el reino de los cielos, el de la Tierra dejádnoslo a nosotros". ¡Palabra de diosa!, te alabamos Dolores y te besamos humillados los pies.
Y bajó de los cielos y comprobó que la enseñanza era una losa para nosotros y nos alivió de nuestro pesar. ¿Para qué conocer, para qué saber, para qué instruirnos?, el ignorante lleva la felicidad en el carro que arrastra y nada hace mejor a un hombre y más útil que papar moscas con la lengua. Te adoramos, oh Dolores, gracias por llevarnos a la idiotez, donde tanto gozo hallaremos.
Y nombró Dolores a sus santos e hizo de su corte divina una "troupe" de saltimbanquis, titiriteros y economistas. Ellos nos llevarían al Paraíso en la Tierra, ellos, los herederos de Tonetti, de Fofó y de Keynes. ¿Para qué necesitaban de sabiduría los que nos tenían que regir si la divinidad todo lo puede? Para despojarnos de la salud y de la educación que nos estaba haciendo tan infelices, era suficiente con el Bombero Torero y sus enanos rejoneadores. Ellos nos dirigen y nos administran, ellos procuran que haya más alumnos por clase, que haya menos profesores, que no dispongamos de dinero, que dejemos a los futuros fieles sin nada en el cerebro con que pergeñar falsas ideas propias o criterios apartados de lo establecido. ¡Qué felices serán cuando mayores!, ¡qué fortuna no tener que pensar por uno mismo, qué placer tener una sola luz a la que seguir, la de nuestra inmarcesible Dolores! Ha costado algunos puestos de trabajo, es cierto, se han lapidado esperanzas de mucha gente, todos lo sabemos, pero cómo no hacer este gran sacrificio para criar unas nuevas generaciones que serán dirigidas con mano firme por los elegidos, que ya no tendrán que cuestionarse su condición, que sabrán con seguridad a quién servir.
Para iluminarnos bajó de los cielos, con su falda de tubo y su traje chaqueta. Loemos a la Dolores y a su corte de payasos y titiriteros. Apuremos la vida sin hospitales, aspirando el aire del que sabe que va a morir en la lista de espera. Dejad que los muchachos se acerquen a ella y los unja con su dedo divino y con su facilidad de palabra. Apartad de ellos la Filosofía y recluidlos en su ignorancia para que disfruten del placer de las ovejas.
Yo la he visto con su mantilla negra y su peineta, la he visto con su luto recatado, la he visto y me ha mirado, hoy creo en Fofó.  

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XI: "El curso de los peces de colores".

Fue el curso de los peces de colores.
Tener catorce o quince años no es un regalo, sobre todo para quien tiene que sufrir a 30 de ellos enjaulado en una clase preparada para 25. En las aulas de 3º de ESO se palpa la locura, se pueden tocar con los dedos las hebillas de las camisas de fuerza y se puede oler la química descompuesta de los cuerpos desastrados. Tener quince años supone poseer unas piernas que no te corresponden unidas a un tronco que con dificultad se domina y a unos brazos que obedecen a órdenes que tú no das. Tener quince años supone haber perdido la cabeza en el desayuno y no volver a recuperarla hasta la hora del sueño.
En la clase de Tutoría se decidió comprar unos peces de colores y dejarlos al cuidado del grupo A como ejercicio de solidaridad, responsabilidad y organización. Se habían tratado otros temas: el sexo, las drogas, el acoso escolar..., pero el aire de esa clase tenía algo que hacía morir a las palomas. Ni siquiera los alumnos más consecuentes se comportaban de forma racional, todo se despeñaba por un barranco de estrépito de cristales. Habían conseguido que el profesor sustituto les hiciera los exámenes con libro y de pie, y al de Matemáticas lo desesperaron hasta la venganza. De las paredes del aula resudaba una resina de insania colectiva como si la masa encefálica de todos ellos se hubiera estampado sobre el estuco. Fuera de clase no era mejor: se acosaban, se pegaban, se insultaban y algunos hasta se amaban.
Los peces a duras penas iban sobreviviendo. Las chicas los cuidaban, los alimentaban, les cambiaban el agua y los protegían de los ataques estratégicos de los chicos. El más agresivo, la fumigación con desodorante y espuma. Aparecieron los peces, en el cambio de clase, rígidos sobre la superficie del agua. Todos creímos que habían muerto, pero las chicas cambiaron el agua y resucitaron milagrosamente. Solo el instinto asesino y la crueldad estaba quedando patente en el ejercicio de Tutoría, frente a la vena salvadora de una pequeña minoría. Se sucedieron los castigos, las reprimendas, las broncas de padres y las reuniones moralizadoras. Pero la masa encefálica seguía resbalando por las paredes del aula.
En el último trimestre los dos pobres peces, que habían sido bautizados con el nombre de dos personajes insignes de los "realitys" televisivos del momento, no aparecían. Todos hubiéramos considerado lógico que hubieran escapado por su propia voluntad o que se hubieran suicidado, pero no. Al levantar la vista al techo, en el fondo de las placas blancas destacaban dos ojos vigilantes ya cristalizados. No pudieron soportar a animales tan sosegados, los sacaron de la pecera y los estrujaron entre sus manos ajenas hasta que los ojos salieron disparados de sus órbitas. Estamparlos luego sobre los plafones del techo no fue tarea difícil. Tener quince años te saca los ojos y te desinfla las branquias.
 

martes, 3 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" X: "Leer poesía en clase".

Leer poesía en clase es rasgarse la piel con las uñas y esperar que los alumnos acudan con algodones a curar la herida. A veces no lo creen y descubren que se trata de un artificio de magia en el que no se hiere a nadie. En ese momento, saltan las risas por las perchas y se ocultan debajo de las mesas hasta quedar pegadas a los chicles calientes. Se cierra el libro y mando tarea para el día siguiente.
Sin embargo, otras veces, se oye respirar al silencio acariciando las pizarras y se eriza el vello en un escalofrío de emoción que no se produce cuando se ha leído el mismo poema en silencio. Quedan brillando las pupilas de cuatro o cinco alumnos y se les cae la barbilla hasta que la recojo con el último verso. El silencio se suma a la expectación y cada pausa es un brillo de palabras que se puede atrapar con una red de luciérnagas. Cuando esto ocurre, cuando leo un poema y se eriza el estuco de las paredes, no hay nadie que pueda detener el hielo que recorre el espinazo. Ocurre pocas veces. Es una delicia que no se repite con demasiada frecuencia, pero cuando se levanta ese viento que desgarra la piel y hace brotar un hilo de sangre que los alumnos lamen con sorpresa, las paredes desaparecen y nos sumergimos en un estanque de voces sin camisa, con el lomo dispuesto para la cabalgada de las palabras.
Lo habitual es otra cosa. En cuanto ellos oyen el arranque del primer verso, un murmullo de risas apagadas descubre su vergüenza y el miedo al ridículo que los acecha. Se rompe la armonía y el poema se hunde en un charco de fango sin ritmo ni medida. Esperan ser llamados para la declamación y tiemblan y se sonrojan y se atropellan y derrumban el escalofrío en un abismo de arritmias. Suele acabar todo en la muerte del poeta.
Sin embargo, cuando es uno de ellos el que consigue elevarse con la cadencia del verso y se desliza por las profundidades de la poesía, la piel se rompe para dejar libres a las arterias. Ocurre muy pocas veces, pero cuando sucede, el placer es comparable al temblor que deja en la memoria la carne deseada y acariciada y mordida por primera vez.  

lunes, 2 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" IX: "Juntas de evaluación".

En las juntas de evaluación que se celebran cada trimestre en los institutos, se valoran las capacidades de los alumnos y se les da un número para que sigan avanzando en su progresión aritmética hacia la inclusión social o se despeñen en la nada del "no titulo", del "no saber qué hacer". Las juntas de evaluación son de esa trascendencia, deciden si el individuo es apto para seguir las pautas convencionales que marca la sociedad o, por el contrario, se dirige hacia un limbo en el que nada tendrá sentido, ni siquiera el hecho de que uno sea muy hábil con el trapecio. Todo se juzga allí, el futuro de las criaturas depende de la valoración que se dé de ellos en esas reuniones casi secretas que se convocan cada trimestre. Muchos alumnos esperan angustiados las decisiones que allí se toman, a otros, los desahuciados de los boletines de notas, les importa poco la solución final.
Aquella tarde se reunieron para hablar de las notas decisivas. Salieron a relucir las aptitudes de los alumnos y se les puso una nota final que acabaría con sus ilusiones o los pondría en la situación que todo buen ciudadano desea. El profesor de Matemáticas se soltó el pelo y habló sin tregua del alumno nº 2, de su familia, de la habilidad de la abuela para hacer pasteles de calabaza y de la mala cabeza de la madre por haber abandonado al padre en un rapto de pasión carnal. El profesor de Inglés tenía clase de "spining" y deseaba terminar cuanto antes la sesión para no perderse el culo de una nueva adquisición del gimnasio. El profesor de Lengua debía recoger a sus hijos de la clase de violín y tampoco le venía muy bien alargarse demasiado con las peripecias de la madre del alumno nº 2. Se intentó cortar la historia del profesor de Matemáticas, pero no se consiguió, la evaluación iba a extenderse hasta malograr la clase de "spining" y el profesor de violín volvería a poner mala cara. Cuando llegaron al alumno 32 todos estaban deseosos de terminar cuanto antes. La pasión de su padre por la metanfetamina y la inclusión de su abuelo en un programa de rehabilitación ya no captaban el interés de la junta de evaluación. La profesora de Ciencias Sociales había recibido un "watshap" hacía ya una hora para tomar café con las amigas y el profesor de Francés había perdido la ocasión de acudir a un curso de macramé que organizaba la Asociación de Punto de la Comarca.
Nadie pensaba ya en las calificaciones de los alumnos ni en la posibilidad de titulación de Encarnita, que por una asignatura no podría seguir copiando temas de bachillerato, se tendría que conformar con repetir lo que había hecho en 4º de ESO (copiar temas de 4º de ESO).
Es un "marrón" esto de tener la junta de evaluación a las 7  de la tarde. Te parte el día y no puedes participar en las sesiones de "Jiu-Jitsu" que organiza la Asociación de Japoneses Maltratados por los Estados Unidos.Solo el profesor de Educación Física tuvo los arrestos de abandonar la sesión alegando que las gaviotas le estaban cagando el coche.Somos de interior, todos lo sabemos, pero se comprendía cualquier excusa para abandonar el suplicio de no poder seguir la costumbre que llevábamos practicando desde que salimos de la carrera. Todos sabíamos qué hacer y una sesión de evaluación te parte los planes por la mitad.  .

domingo, 1 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" VIII: "El curso de los caracoles".

Fue el curso de los caracoles. Se concentraba tanta humedad en el pasillo de bachillerato que había que andar con pies de eunuco si no se quería resbalar o hacer crujir la concha espiral de los moluscos bajo la suela de los zapatos.
Todo comenzó cuando ella cogió la mano de él por debajo del pupitre. Él se ruborizó. Tenía las palmas húmedas y los dedos derretidos. Era la primera vez que se sentaban juntos y ella no desaprovechó la ocasión.
Les dijeron que ese año sí tendrían que estudiar, que era una etapa nueva en la que se esperaba de ellos una madurez que no habían mostrado en años anteriores. Comenzaron el curso con la intención de moldear las muñecas con fibra de vidrio y sangrarse los ojos para no tener que dormir. En eso consistía la madurez: en un martirio de páginas indigestas y en perseguir la obsesión de taquígrafas diligentes. Sí, estaban por fin en bachillerato y la madurez les abría el sagrado ritual de la sumisión y la monotonía.
No esperaba él que en la primera semana de clase ella se sentara a su lado y destrozara todas sus honestas intenciones de acabar con la adolescencia. Ella le cogió la mano y jugaba con sus dedos con una sonrisa en la boca que le acuchilló los apuntes. Sonaba de lejos Garcilaso y se derrumbaban las revoluciones francesas, se anegaron los sofistas en su propio jugo y se eclipsaron las estadísticas bajo un cielo de labios deseados y manos boquiabiertas.
Y lo mejor fue el contagio. Aquel gesto de ella agarrando la mano de él con la suavidad del que acaricia el agua del mar para arrancar la sal, se contagió por todo bachillerato, sin que nadie pudiera poner freno. Ni siquiera la rigidez de los exámenes de la primera evaluación. En los huecos que los armarios huidos habían dejado en los pasillos de bachillerato, se escuchaba un hervor de ostras sorbidas con inexperiencia y un aroma a deseo que destrozaba la severidad de la Física y la mecánica de la Historia. La madurez se había derrumbado bajo un temblor de manos de mar.
Y el contagio llegó a los mayores, a los que alardeaban de madurez y distribuían la severidad. Los chicos se dieron cuenta, adoptaron a una de sus profesoras, la Perdiz, como uno de los suyos, animales de mar que habían sustituido los cuadernos por valvas de fuego. Mostraba la Perdiz, a primera hora, el cuello magullado por las encarnaduras pasionales de un profesor de Inglés y los alumnos aplaudían su rebeldía. En el fragor de la insumisión propuso cambiar las calificaciones numéricas de la evaluación por indicadores de humedad. El profesor de Lengua le hacía ojitos al conserje. Fue en Carnaval: el profesor, "Ricitos de Oro" y el conserje, "Brave Heart". Su amor no pudo aguantar la perdición de los aseos. El propio inspector flirteaba con la Jefa de Estudios y con otras profesoras, aunque su estatura de taburete, su cabeza de buitre y, sobre todo, sus palabras de piedra (que escupían las asediadas como peladillas no comestibles) solo provocaron la risa. No era un animal de mar, sino de desierto rocoso.
En los análisis sintácticos apareció un nuevo complemento: "Juan y Luisa van al parque a divertirse"; "a divertirse" es un complemento circunstancial de amor.
Fue el curso de los caracoles y nadie pudo enjugar la cantidad de humedad que se filtraba por las paredes, nadie pudo evitar que se olvidaran los puntos cardinales.  

sábado, 30 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" VII: "Retrato familiar".

Ella es alta, con la mirada huidiza y las espaldas cargadas. ¿Cargadas de qué?, no sé, ¿de frustración, de soledad, de rencor, de camiones evaporados, de perros desvalidos, de gallinas sin trigo...? No sé. Era una crueldad mantenerla en clase expuesta a la crueldad de los colmillos adolescentes. Todo el mundo lo veía y nadie hacía nada. Había mañanas en las que ella se plantaba frente a la pizarra y los muchachos bailaban a su alrededor como las hienas suelen rodear la pieza moribunda antes de hincarle el diente en la yugular.
Ella tenía las espaldas cargadas y un vago aroma a armarios cerrados que la apartaba del resto de profesores. Los ojos le bailaban cuando te dirigía la palabra, atemorizada por entablar conversación con alguien que la escuchara, le bailaban de terror, intentaban escaparse de las órbitas para no ser testigos de su incapacidad para las relaciones sociales.
Nadie sabía cómo era su casa. Yo la imaginaba enorme, con retratos de familiares colgados en las paredes, resudando los colores del óleo hasta quedar relegados al sepia de lo ya muerto. La imaginaba arrimada a los fogones de una cocina económica, afanada con torpeza en la elaboración de un bizcocho que luego regalaría para ofender a quien no le caía en gracia. Se oía el eco de los cacharros en toda la casa, empujado por la oquedad y los techos altos. Calmaba el ladrido del perro, asustado por la caída de una telaraña, y salía a echarle de comer a las gallinas con las que congeniaba mucho mejor que con los chicos de 12 años. El pueblo en el que vive es tan pequeño que sus habitantes temen salir a la calle por si descubren a alguien de fuera y pregunta algo, lo que sea, supondría un sofoco.
Era de un laconismo antiguo que asustaba. Solía dejar certeros análisis de pocas palabras cuando describía a algunos de los compañeros y reaccionaba con violencia cuando se veía acorralada. El problema era que ella siempre se sentía acorralada. Los muchachos son crueles avispas que revolotean y zumban sobre la carne perdida y la muerden hasta dejar todo su veneno en las arterias. Se hinchaba la ponzoña y era peligroso para todos mantener esa infección. Ni siquiera poníamos barro en el dolor para calmarlo.
Ella es alta, como los panteones funerarios, y un día, cuando se fue, rasgó los murales de despedida que habían elaborado sus alumnos. No lo hizo por desagradecimiento, ni por odio, lo hizo por esa infección de veneno que nadie le había curado. Se marchó en silencio, sin teléfonos, sin fiestas de despedida, como el novio que tuvo cuando era joven. Lo contó en una de las pocas confidencias que dedicaba: "Él conducía camiones, transportes internacionales, paraba poco en el pueblo. Le dije, el camión o yo, y eligió el camión. Y aquí me he quedado, con mis gallinas y mi perro". Ella es alta y con las espaldas muy cargadas de desolación.    

viernes, 29 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" VI: "¿Qué es un arcipreste?"

"¿Qué es un arcipreste?" No, no estoy copiando el poema de Buñuel sobre Un perro andaluz. "¿Qué es un pícaro?" No me voy a referir a las noticias con las que todos los días nos bombardean los diarios hasta dejarnos secos. "¿Qué es un fraile?" Tampoco estoy elaborando un tratado de teología ni he visto a Dios en una esquina. "¿Qué es un devoto?" De nuevo lo confirmo: nada tiene que ver esta crónica con el mundo indómito de la clerecía (bueno, un poco sí). "¿Qué es un calderero?" Ahora sí, entramos en la dificultad de las artes y oficios. A ver cómo explico yo esto. "¿Y un aguador, qué es un aguador?" Toma ya, a ver cómo se traga que alguien se gane la vida vendiendo agua. "¿Qué es un hidalgo?" Si lo llego a saber no vengo, si lo de aguador es difícil de digerir, no va a ser menos complicado hacer comprender cómo se vive del aire, papando moscas (tampoco esto se va a entender). "Esta si que no la sabes, ¿qué es un pregonero?" Explicarlo en voz baja no es nada sencillo. Recurriré a la mímica. "¿Y un resumen, qué es un resumen?" Ahora si que no, ya no me engañan más.
Antes de oír la última cuestión, había llegado a preguntarme en qué idioma había puesto el control de lectura sobre el Lazarillo, pero ahora me doy cuenta de que no se trataba de problemas metalingüísticos, sino, sencillamente, de ganas de pegar la hebra (no, esto tampoco se va a entender), de entablar conversación, de desarrollar la habilidad de la sinhueso, que tan bien dominaban, por otra parte, pícaros, caldereros, hidalgos, aguadores, pregoneros y, sobre todo, frailes y arciprestes.
Nada, que el examen estaba pidiendo a gritos que no fuera por escrito o que fuera representado por cómicos de la legua o que no fuera.
   

jueves, 28 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" V: "Relatos de crímenes"

Enrique cuenta las tribulaciones de una marroquí con 5 hijos a la que atropella un coche cuando va a cruzar la calle para recuperar el pañuelo que le cubría la cabeza. Paula cuenta la historia de un muchacho del siglo XVI, celoso y atormentado por un amor que lo traiciona y que ocasiona su desgracia. Damián, con su rudo estilo, se hace eco de las noticias de un asesino real que han soltado de la cárcel. Ángel mata a unos y otros en su redacción con todo tipo de armas, reales y cibernéticas... Las historias de muertes, desangramientos, disparos y cuchilladas se suceden en cada una de las voces inocentes que pasan por el centro del aula para demostrar lo que inventaron el día anterior por la tarde. Nadie les dijo que debían ser historias de aquelarres, de asesinos en serie o de ladrones sin escrúpulos. Nadie había puesto como condición que los relatos debían incluir por lo menos un apuñalamiento o una degollación, sin embargo, ellos consideran siempre necesario que se incluya a la muerte en sus historias. Que haya un loco, un terrorista o un ofendido que siembre de sangre la historia parece necesario, casi imprescindible para que resulte interesante. Nada atrae más atención para ellos que el crimen desaforado, la violencia sin sentido, el misterio de la desaparición. Todos siguen el mismo guion, como si no hubieran oído otra cosa a su alrededor o no hubieran leído sino novelas del género más negro. Me niego a pensar que sus relatos son un producto de la sociedad violenta en la que vivimos. Creo más bien que su ansia de vida, su espíritu indomable está tan lejos de la muerte, que la contemplan como algo misterioso y fantástico que les atrae de manera irresistible como motivo literario. Como el viejo que recuerda mejor su infancia que dónde ha puesto las llaves, porque la imaginación es caprichosa y añora lo que se ha perdido o lo que queda muy lejos.  

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" IV: "Celos de buey con arado"

Las tizas se partían en lo alto de las espadañas. Tras la huelga de pizarras, nadie quería escribir con faltas de ortografía. Esperaban los muchachos en la oscuridad del pasillo y empujaban sus mochilas con el ardor de quien desangra las toxinas con atropello de ametralladora. Todo esto ocurría en los corredores del instituto y nadie era capaz de atrapar la algarabía ni de ponerle freno a los aullidos de la carne hirviente. Después de pisar las baldosas azules, en los cambios de clase, pocos pueden decir que no han vivido la aventura de la ruta Quetzal en una almendra.
Nadie recuerda su adolescencia, todos olvidamos la locura del hombre sin terminar que una vez fuimos. Todos relegamos en un rincón perdido de la memoria los años de la timidez y la tonsura. Si pudiéramos recoger los fluidos perdidos en las esquinas de las aulas, llenaríamos odres enteros de semen sin manos, colmaríamos de entusiasmo y de crueldad los densos pastos de la madurez rumiante. Las mochilas retornarían y con ellas las zancadas de garza que no domina todavía el relieve extraño fuera del nido. De nuevo la angustia nos desgarraría la garganta y no sabríamos cómo contestar a una voz amada. El paso nos volvería a temblar y reaccionaríamos con violencia ante la ofensa de una nube de espuma lanzada contra nuestra vulnerabilidad de libélula. Necesitaríamos los cuerpos de otros seres indefensos como nosotros para apoyar el paso indeciso en el hombro temblón de una amistad sin candado y no amaríamos la soledad salvo en caso de oscura y maloliente necesidad.
Y a pesar de todo, la añoramos, lloramos por la desgracia perdida de no saber por dónde vadear un arroyo, de no saber firmar igual más de dos veces. Añoramos la locura y la crueldad y lo espontáneo y la inexperiencia y el agua del río todavía sin explorar. Los envidiamos en el fondo, por eso a veces, si no nos controlamos, los odiamos, por el olvido y por celos de buey con arado.  

martes, 26 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" III: "La alienación y un pantalón roto"



Después de tantos años dando clase, sucedió lo que tenía que suceder.
Ya no cuidaba con el suficiente esmero su presentación en público. Al comienzo de su carrera, se aseguraba todas las mañanas de no llevar ninguna mancha en la camisa y de que la cremallera de la bragueta  estuviera bien cerrada. Después, poco a poco, la indolencia fue abandonando el cuidado de su vestuario.
Tenía que suceder algún día, era inevitable.
Las sesudas y trabajosas planificaciones de los primeros años habían quedado atrás, el tiempo había dejado que se adocenara al albur de la improvisación y en la rutinaria lección tantas veces impartida. A veces le remordía la conciencia por no ser tan escrupuloso como antes, por no prepararse con el esmero que lo hacía al empezar, por no cuidar los detalles de su puesta en práctica y no contemplar ejemplos y actividades que resultaran atractivos. Se revolvía contra sí mismo, pero era incapaz de reaccionar. La comodidad lo podía todo.
Las nuevas tecnologías le ofrecían un gran campo nuevo donde experimentar, casi tan vasto como el que abrieron los educadores de la Institución Libre de de Enseñanza. Pero la pereza lo ganaba pronto para su causa. Había que trabajarse demasiado los temas para que tuvieran algún resultado aceptable. Lo sabía muy bien, él mismo lo había experimentado cuando comenzaba. Recordaba cuando intentó implantar alguno de los métodos innovadores y aún guardaba en la retina las caras de sorpresa de los muchachos. Todavía utilizaba alguno de esos recursos, pero lo hacía de forma tan mecánica que los resultados ya no eran los mismos.
Tenía que suceder lo inevitable, era necesario, estaba cantado. Al recoger la tiza del suelo, oyó cómo la culera de su pantalón se rasgaba. El mismo pantalón que llevaba el día que comenzó a dar clase. El sonido de la tela raída, abriéndose como el vientre de un pescado, arañó su alienación y la sacó al aire. Nunca se había sentido tan vacío y no porque no llevara calzoncillos, sino porque eran también los mismos que cuando empezó a dar clase.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" II: "Los iluminados"


 "Hacia dónde vamos con esta juventud tan corrupta y falta de sentido" (Séneca, siglo I d.C.)

Hacía días que no se entablaba una discusión digna de ser transcrita en la sala de profesores. Las conversaciones inanes, sin trascendencia se habían sucedido en las últimas jornadas. Alguno mencionaba el frío que hacía para tratarse de principios de enero, otro hablaba del partido del domingo, otra de los vestidos que se había comprado por Internet..., pero todos sabían que en cualquier momento podía saltar la chispa de la inteligencia y fabricar un diálogo memorable era cuestión de tiempo. Las criaturas que deambulaban por aquella sala eran susceptibles de desarrollar algo así en cualquier ocasión: él, joven y recién llegado al centro, leía un examen de bachillerato; ella, veterana y sabia, escuchaba y asentía ante las verdades de plomo del novicio: .
-Seguro que nosotros no éramos así.
-Por supuesto que no.
-No he leído tanta tontería en todos los días de mi vida.
-Y acabas de empezar, espera que lleves un tiempo más en esto y verás de qué son capaces.
-Pero es que no doy crédito. Yo a su edad -la diferencia entre él y sus alumnos era de 10 años- no escribía así. No se entiende nada y no tienen referencias culturales. ¡Hijos de la LOGSE!
-Ya, ya, qué me vas a decir a mí. No saben nada, ni quién era Franco, ni qué es una valencia, ni qué es una raíz cuadrada, ni quién escribió el Ulises...
-Yo no hago más que mandarles ejercicios y soltarles el rollo para que no me escuche nadie y sigan con esa cara de alelados. Solo esperan que termine la hora para ir corriendo a coger el móvil. Me desesperan. Voy a acabar por ponerles películas, al fin y al cabo les va a dar lo mismo.
-A mí ya me da igual que me escuchen o no. Yo les doy la clase y el que quiera que me siga y el que no que llame al maestro armero.
-Con lo que a mí me gustaban las Matemáticas, por Dios. Con 14 años me volvía loco por hacer los deberes en casa y adivinar la respuesta correcta. No tenía otra cosa en la cabeza.
-Sí, esta gente es de otra raza. Nosotras respetábamos a las monjas más que a la Virgen.Y es que se hacían respetar. Si ahora pudiéramos estamparles la cara en la pizarra cada vez que hacen algo mal, otro gallo nos cantaría.
-A mí nunca me han pegado, pero una torta a tiempo nunca viene mal.
-Si no hubiera sido así, nunca me habría sacado la carrera.
-¡El que me faltaba!, ¡menuda perla!, este no sabe ni escribir. ¡"Agravar", me lo ha puesto con "v"!
-Bueno, eso es lo de menos. En mi tiempo no nos enseñaban las tildes y desde luego no pienso aprender ortografía a estas alturas.
-Sí, pero éramos mucho más nobles, cultos y respetuosos.
-Eso sí.
-¡No sé dónde vamos a llegar!

domingo, 24 de noviembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" I: "El domador".


Primer error: confundió el bloque de ladrillos cara vista con una carpa de circo. Segundo error: se creyó domador y se pertrechó de todo lo necesario (látigo, casaca roja con botones dorados, pantalones bombachos, chistera tremenda, botas altas de charol y bigote de fantasía). Entró en la clase de 1º de ESO vestido de esta guisa y cometió un tercer error: quiso transformar el estómago carnívoro de los que allí habitaban  en "panza, redecilla, libro y cuajar" (se empeñó en cambiarles la dieta de carne de gacela por canónigos salvajes y pasto sin sangre. Craso error).
Cuando esgrimió el látigo por primera vez, salpicó de estrellas chispeantes el aire herido, callaron durante un momento, pero observaron su aspecto ridículo, apedrearon su chistera y, por supuesto, no consiguió domesticarlos ni cambiar su naturaleza carroñera. Con el paso de los días, perdió el látigo, lo engulleron ellos poco a poco y lo vomitaban en forma de grafías malheridas. También notó cómo su casaca iba perdiendo color, apenas impresionó su atuendo a la concurrencia y, deprimida, se fue desvayendo hasta convertirse en un jersey de lana gris. Los botones dorados cayeron por el suelo y los recogieron ellos para sustituir al compás y dibujar círculos perfectos sobre cuadernos cuadriculados. Las botas se llenaron de polvo y comenzó la desidia diaria de no frotarlas con betún. Del bigote poco diré: el ansia de respeto que escondía lo transformaron ellos en chifla y pitorreo. Pronto habría que afeitarse para no ocupar, sin derecho, la plaza del payaso.
Penúltimo error: les hizo hablar para entenderlos. "Mi padre tiene una oveja a la que le salieron pelotas", "yo, yo, yo", "tengo una cosechadora roja, el otro día se estropeó", "mi padre ha embestido en un banco" "yo quiero ser astrónomo, pero no de telescopio, de los que viajan a las estrellas para ver cómo son", "yo, yo, yo", "¿cuántos años tienes?, 77", "no, 23", "yo quiero ser gigoló y mecánico", "yo, yo, yo" "ha dicho que languidecer significa comenzar a morir, pues como mi abuelo, él está lan-gui-de-cien-do".
Cuando solo le quedaban la chistera, el jersey gris (los pantalones bombachos tuvo que donarlos a la caridad del instituto) y unos calzoncillos con manchas de leopardo que le sentaban muy bien, comenzó a notar que ya no necesitaba darles hierba para que perdieran los colmillos, que el secreto estaba en convertirse él mismo en carnívoro y participar de sus pitanzas, y pudo escribir en la pizarra sin que sonaran silbidos a su espalda y pudo hablar despacio sin que lo interumpieran un bostezo o un temblor furioso de labios.
       Último y definitivo error: creyó haber encontrado la fórmula para que lo escucharan.