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domingo, 14 de agosto de 2016

"Se quedó el agua desnuda" por Clara Janés


Creo que pocos poetas de mi generación y de generaciones inmediatas podrían negar la presencia de Lorca como el paisaje preponderante que acompañó sus orígenes. Algunos lo han confesado, otros no, pero lo cierto es que para los que nos lanzamos a partir de los 60 del siglo pasado, sus poemas fueron una de las primeras cartillas. Inolvidables para mí son las reuniones en cafés con mis compañeros de la Universidad de Barcelona, donde se trataba ante todo de leer a Lorca en voz alta. Yo llegué a más: escribí en mis zapatos blancos de verano unos versos de Federico, en uno "¡Ay que trabajo me cuesta quererte como te quiero!"; en el otro, "¡Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero!".
También fui protagonista de un proyecto del entonces estudiante, hoy reconocido pintor, Julián Grau Santos, que consistía en una exposición entera sobre el Romancero gitano. Hizo el boceto completo, con guache, página a página, en mi libro -un tesoro por su belleza-, y en él yo soy Soledad Montoya y la Virgen que acompaña al romance de San Gabriel...
Años más tarde, esta presencia viva de Lorca se produjo a través de dos de sus amigos, que fueron grandes amigos míos: Rafael Martínez Nadal y Marcelle Auclair. Conocí a la segunda cuando buscaba datos para su Enfances et mort de Federico Garcia Lorca, que empieza con una Introduction a la mort donde habla del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y da muchas claves: detalles de aquella corrida última, sucesos posteriores, recuerdos de Ignacio de sus primeras tentativas, cuando, contando 16 años, se iba a torear vaquillas sin testigos, pero con el aplauso de los olivos agitados por el viento que le hacía levantar la mano y saludar, lo que explica el último verso del poema: "y recuerdo una brisa triste por los olivos".
A cada pregunta concreta que hacía yo a Marcelle sobre Lorca, me contestaba: "Llama a Rafael". Así fue como un día, sin más, marqué el número de Rafael Martínez Nadal de Londres. Desde aquel momento, cuando venía a Madrid, cenar en el Olivar de Castillejo con él y su mujer, Jacinta, y muchas veces los hermanos de ésta, David y Leonardo, Rosa Chacel, Jeannine Mestre, José Luis Gómez o el escultor Juan Haro se hizo habitual. Rafael recitaba a Federico, y sus imágenes volaban por encima de las jaras y las retamas... Todo tenía un sentido secreto. Era un poeta tan universal y fuerte que en cualquier lengua caía de pie... Bien comprobé yo esto cuando me lo recitó en farsi el gran Ahmad Shamlu, que, a través de Lorca, llevó a cabo la modernidad de la lírica en su país.
Aún los veo a todos, atentos a la palabra. Y la sonrisa destella en cada hoja tocada por la noche luminosa mientras la llama de una vela oscila sobre la mesa junto a la fruta y una ráfaga de viento mece las sombras del ramaje. Y es la felicidad esa armonía, siempre bajo el ala del poema, mientras Rafael recita:

Eran tres
(vino el día con sus hachas.)
Eran dos
(alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno
(se quedó desnuda el agua).

miércoles, 10 de agosto de 2016

"Lo que Lorca leía" por Jesús Ruiz Mantilla


El alimento del poeta, la vitamina, el hidrato, la proteína, es la lectura. Muchos han intentado explicarnos el misterio del autor telúrico que era Federico García Lorca como a un genio iluminado por la gracia divina. Sostenían que el hecho de que fuera mal estudiante, un pupilo corriente y moliente sin grandes notas en sus devaneos universitarios, demostraba su falta de formación. Pero más allá de la atención a los expedientes académicos de sus días entre tratados de Derecho o manuales de Filosofía y Letras, fue formándose un lector anárquico, impulsivo y voraz. Con muy buen gusto. Que hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a los ultramarinos de las librerías, donde su padre había abierto cuentas familiares. Así fue como, según Luis García Montero, poeta granadino también, catedrático de Literatura en la universidad de la ciudad que les alumbró a ambos, ha ido demostrando cómo sus lecturas fueron determinantes en la infancia, adolescencia y a lo largo de toda su vida. “Pudo parecer para algunos que estuvo mal preparado desde joven, pero no hizo otra cosa, con todo lo que leyó, que saber utilizarlo en su provecho como autor e ir así negociando su propia identidad, gracias a los libros que elegía”.
En Un lector llamado Federico García Lorca, García Montero traza el retrato de un aspirante a creador deslumbrado por Victor Hugo, tocado por Metamorfosis de Ovidio, seducido por El sueño de una noche de verano, de Shakespeare… Un genio que deglutía páginas a su conveniencia e iba encontrando en muchos otros los caminos de la sombría ambigüedad necesaria para expresar sus fantasmas íntimos gracias a una poderosa semilla de sugerencia. Hay una frase del poeta que Luis García Montero utiliza para la portada de su libro Un lector llamado Federico García Lorca: “Si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan: pediría medio pan y un libro”. Esa era la clave de su dieta. Si tan solo, según él, se conservan alrededor de 500 ejemplares de su biblioteca, más allá de extravíos en mitad del exilio de su familia, García Montero contempla el hecho de que al autor de Poeta en Nueva York le apasionara regalar libros por encima de acumularlos. Además, para él, la lectura iba unida al poder del aire volatilizado en palabras, como la misma música. “Se formó escuchando a doña Vicenta, su madre, leer en alto a los campesinos de la Vega de Granada. Eso, unido a las conversaciones que escuchaba sin cesar en su casa, conforman la raíz de su literatura, descendiente, en gran parte, de la pura oralidad”. Se alió para ello con los simbolistas. Selló pactos con la tradición para conducirla hacia una modernidad sin vuelta atrás y disfrazó sus tabúes hasta convertirlos en arte gracias a Platón, Maeterlinck y a Oscar Wilde, pero también a Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez... “Cuando abres los ejemplares que se conservan de su biblioteca en la Fundación García Lorca, ves que son libros habitados, subrayados, llenos de anotaciones muy reveladoras, como una que aparece en El tesoro de los humildes de Maeterlinck a un lado donde escribe: “Hablar plata y callar oro”. En tiempos donde la homosexualidad no podía exhibirse bajo pena de cárcel o cosas peores, debió impactarle hasta lo más hondo De profundis, el testimonio abiertamente identitario de Oscar Wilde, que le costó pena de prisión. Si comulgaba con la búsqueda espiritual de Unamuno, había algo innegociable que a la vez le separaba de él: “Su abierta enemistad con todo rastro de lo sensual”, asegura García Montero. “Comulgaba con una traslación de la intrahistoria a Andalucía, pero necesitaba construir dentro del universo propio una sensualidad para su tierra”. El romanticismo fue uno de sus troncos principales. “Lo defendía como culto, no hallaba mejor ataque al sistema, ni manera de solidarizarse con los oprimidos”. Pero también los clásicos de Grecia y Roma, que lo acercaban a la mitología. “Desde El banquete de Platón, a la Teogonía de Hesíodo o Metamorfosis de Ovidio —un libro en el que según le dijo a una amiga íntima, lo encontraría todo—, Lorca exprimió a los oráculos del Mediterráneo. En ellos hallaba amores y fusiones extrañas tanto como transformaciones radicales, fuera de norma, que lo consolaban en su miedo al rechazo”. Hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a las librerías De ahí, nada le impedía viajar a la modernidad que además le servían Rubén Darío o Ibsen y a los referentes de robustez poética que encontraba en Machado y Juan Ramón Jiménez. “Este le acogió desde el principio, aunque si algún defecto —corregible— veía en él, era que escribía poemas demasiado largos para su gusto”. Todos ellos le permitieron a menudo rescatar lo que Lorca llamaba la mariposa ahogada en el tintero. Pero también las lecturas de T. S. Eliot o Walt Whitman, de Bécquer, Zorrilla, Baudelaire o Ramón Gómez de la Serna, “pese al daño que le debían producir sus prejuicios contra los homosexuales”, anota García Montero. Daba igual, en cada texto intuía pistas, mordía yugulares para extraer transfusiones de sangre útil a su propia voz. “Era un vampiro, si te acercabas a él, te absorbía”. 

martes, 26 de julio de 2016

"Antonio Machado, la espina de una pasión" por Rafael Narbona


¿Se puede añadir una nueva página al caudaloso río de interpretaciones, comentarios y análisis que ha inspirado la obra de Antonio Machado? Quizás no. Por eso, sólo escribiré un apunte, sin otro criterio que reflejar mi experiencia personal como lector. Me limitaré a los poemas de Soledades aparecidos en 1903, sin explorar los textos añadidos hasta completar la versión de 1907, titulada Soledades. Galerías. Otros poemas. He envejecido leyendo a Antonio Machado y sería una temeridad pensar que con la edad he avanzado hacia una comprensión más atinada y profunda. El joven que leía bajo la sombra de un álamo blanco del Parque del Oeste se ha desvanecido con el tiempo y en su lugar ha aparecido un crítico literario de mediana edad que pasea por la estepa castellana, sobrecogido por un paisaje con la belleza de lo elemental, humilde y sencillo. Podría rescatar algún ensayo sobre Antonio Machado, pero prefiero adentrarme en sus primeros poemas con una mirada ferozmente subjetiva, dialogando con el autor. No se escribe para la historia, sino para apropiarse de la realidad y sentir cada árbol –o cada verso- como algo cercano, elocuente y humano. La aventura de leer siempre representa el encuentro de dos sensibilidades. No es un contacto fugaz, sino una vivencia que transfigura el texto. Los libros fluyen como el río de Heráclito. Nadie se baña dos veces en sus palabras. Antonio Machado era consciente de ese fenómeno y no se conformó con arrojar metáforas e intuiciones a la corriente. Su intención era convertir el poema en duración, eco, huella, vibración. Ser hombre significa ver volver, sí, pero también contemplar el mundo con la perspectiva de un aciago demiurgo que soporta el devenir, garantizando la pervivencia de las cosas, aunque sólo sea como lejana rememoración.
Antonio Machado goza de la consideración de escritor nacional y ciudadano ejemplar, pero esos laureles desdibujan su fecunda síntesis del nihilismo y fe utópica. No hablo de utopías políticas, sino de un estado del alma que sólo es posible en un horizonte de perfección estética, con hojas otoñales, rosales, ramas de eucalipto y encinas negras. El paraíso no es una hipotética eternidad, sino: “¡Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas!… / ¡Y algo de nuestro ayer, que todavía / vemos vagar por estas calles viejas!” (“El viajero, III”). La poesía celebra la vida y preserva el ayer, quizás como un débil latido, pero ese sonido es la imagen de nuestra esperanza. Conviene recordar que el joven Antonio Machado es un poeta simbolista y advierte en la sinestesia la clave oculta del cosmos. El sonido puede transfundirse en materia y la imagen en sonido. El ser acontece como analogía. La palabra poética no puede derrotar a la muerte, pero se incorpora a los signos en rotación que tejen la trama de lo real. El nihilismo de Machado se manifiesta en una dolorosa melancolía. La vida se parece a una canción infantil: “un algo que pasa / y que nunca llega; la historia confusa / y clara la pena” (“Recuerdo infantil”, VIII). Sin embargo, el paisaje es espíritu que vivifica y renueva: “El Duero corre, terso y mudo, mansamente. / El campo parece, más que joven, adolescente. / […] Belleza del campo apenas florido, / y mística primavera!”. Esta vez no es el fatal río de Jorge Manrique, que también circula por las páginas de Machado, sino una fuerza que prodiga vida y florece como una epifanía. El paisaje es inseparable de una tradición cultural, pero la conciencia nacional, de raigambre romántica y liberal, aflora con versos depurados, sin afectación política o retórica: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera, / espuma de la montaña / ante la azul lejanía, / sol del día, claro día! / ¡Hermosa tierra de España!” (“Orillas del Duero” IX).
Para Machado, la poesía no es una emoción recreada desde la serenidad, sino creación, génesis: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. / ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!…”. / ¿Adónde el camino irá?”. El poeta no inventa el mundo, pero el mundo se ordena y revela gracias a sus palabras. Eso sí, las palabras desconocen la finalidad de la vida, si es que existe. Machado busca un sentido al mundo, pero no lo encuentra. Se dirige a Dios y no obtiene respuesta. Invoca el amor y sólo cosecha dolor: “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”. El dolor nos hace daño, pero nos recuerda que estamos vivos. No debemos rehuir sus zarpazos: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada” (“Orillas del Duero”, XI). Machado se mantiene fiel a su pesimismo existencial: “Bajo los ojos del puente pasa el agua sombría. / (Yo pensaba: ¡el alma mía!”)” (“Orillas del Duero”, XIII). El Amor es una llama que devora a los amantes, la Muerte es un soplo que reduce todo a barro y ceniza, la Angustia se pasea por las calles en sombra, la Belleza se muestra esquiva, amarga, hermética, el Mañana sólo es una promesa de hastío, la Melancolía crece en el alma como el musgo, invadiendo y enmoheciendo hasta la última estancia. Sin embargo, una “linda doncellita” llena su cántaro con agua transparente. La vida está hecha de “sed y dolor”, pero unos ojos despiertos alivian cualquier penar, paseándose por una huerta, regocijándose con la rutina de una “noria soñolienta” o expandiéndose con una tarde de julio animada por “la sempiterna tijera de la cigarra cantora”.
Antonio Machado esboza un primer autorretrato: “Y otra noche / sintió la mala tristeza / que enturbia la pura llama, / y el corazón que bosteza, / y el histrión que declama” (“El poeta”, XVIII). El destino del poeta no es la felicidad, sino arder en las cosas, como un cohete que incendia el cielo antes de apagarse y perderse en el olvido. No obstante, su vuelo apunta hacia la única utopía posible: “La tierra de un sueño no encontrada”.

Para escribir esta nota, he manejado la primera edición de las obras completas de Manuel y Antonio Machado. Apareció en Madrid en 1947. Se lanzaron 3.000 ejemplares numerados a mano. Desgraciadamente, mi ejemplar omite la numeración. El papel fue fabricado expresamente por Papeleras Reunidas, S. A., de Alcoy. Lo ornamentó Fernando Marco y lo encuadernó Carrascosa en piel roja, con un cartón flexible y una guía de cortesía. Una hermosa edición es una utopía posible. Quizás no para Antonio Machado, que maltrataba los libros a conciencia, pero sí para sus lectores, que rastrean en sus poemas “historias viejas de melancolía”.

martes, 19 de julio de 2016

"Suyo afectísimo, Benito Pérez Galdós" por Andrés Trapiello


Lo dicen los autores de esta magna obra, Alan E. Smith, María Ángeles Rodríguez Sánchez y Laurie Lomask: no es fácil reu­nir todas las cartas de un escritor, tampoco las de Galdós. Se hace en este tomo por primera vez: más de 1.000. Comparadas con las que escribió Unamuno, 50.000, no son muchas, pero sí llenas de interés en persona tan gris y desdibujada como Galdós.
Las ha ido uno leyendo con atención, poco a poco, intrigado casi siempre. ¿Cómo era Galdós? Ninguna biografía de las que le han hecho, incluida la de Pedro Ortiz Armengol, da con la persona. El personaje está más o menos esbozado, pero la persona no. ¿Tienen valor, pues, estas cartas? Más que ningún otro testimonio directo suyo. Él publicó, ya viejo, en la revista La Esfera, unas memorias a las que llamó precisamente Memorias de un desmemoriado, bastante decepcionantes: no cuenta casi nada personal en ellas. Se ve que él se intrigaba poco. Se lo dice a Clarín, cuando este le pide datos biográficos para un estudio que escribe sobre el novelista canario: “Me parece a mí que los escritores, valgan lo que valieren, deben poner entre su persona y el vulgo o público como una pequeña muralla de la China, honesta y respetuosa. Le aseguro a V. que siempre he tenido una repugnancia instintiva a la familiaridad (como no sea con una mujer guapa). Las confianzas con el público me revientan. No me puedo convencer de que le importe a nadie que yo prefiera la sopa de arroz a la de fideos…”.

Dejando de lado las que le escribió a su amigo José María Pereda y a Clarín (estupendas), las mejores se las mandó a sus mujeres. Le interesaban mucho. Galdós, un solterón vocacional, fue también monógamo (más o menos). Conocía a las mujeres muy bien y de su pluma salieron algunos de los grandes retratos femeninos de la literatura española, y en todos los registros, de doña Perfecta a Fortunata, de Isidora la Desheredada a Tristana. Y por tal razón son precisamente las cartas a sus amantes, casi la mitad de este epistolario, lo más llamativo de él: faltan, claro, las que le escribió a la Pardo Bazán, pero están las de Lorenza Cobián, madre de la única hija que tuvo, las de Concha Morell, las de Teodosia Gandarias y las de Conchita Catalá. En todas observamos algo parecido: reserva, secretismo y generosidad (en realidad Galdós las mantuvo a todas ellas como mantuvieron a Fortunata algunos de sus protectores).
¿Y cómo son esas mujeres, hay un rasgo común en ellas? Sí, las quiere más que sumisas, discretas, cariñosas y ordenadas. A casi todas las exige silencio cuando no romper esas mismas cartas que les escribe. Y si empiezan a pedir cotufas en el golfo (lo que él no puede o quiere dar: matrimonio o, en su defecto, entronizaciones oficiosas), Galdós se impacienta, y aunque jamás pierde los nervios, acaba distanciándose de ellas y buscando el amor en otro “nidito”. Por lo demás confirman el célebre aforismo pessoano: todas las cartas de amor son ridículas, pero más ridículo es quien no ha escrito cartas de amor.
¿Y se transparenta aquí Galdós? Desde luego. “Más que Homero o Dante me gusta acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer o presenciar una disputa, o meterme en una casa de pueblo, o ver herrar a un caballo, oír los pregones de la calles…”, le dirá a Clarín, éste sí un literato. Y pese a lo discreto de las cartas, Galdós confirma en ellas la regla: nadie que no sea una gran persona, como él, puede escribir una obra en verdad grande y llena de vida. Sí, por estas cartas se ve que don Benito hizo honor a un nombre que parece puesto por él mismo. (Lo de la mala uva y el arte tiene mucho más prestigio, desde luego, pero es otra cosa. Ahí está, para confirmarlo, Valle-Inclán, que profirió contra Galdós el insulto más injusto, gratuito y dañino, ejemplo una vez más de que lo que menos soporta un quevedesco es a un cervantino).
Darían estas cartas para escribir mucho sobre la naturaleza humana, el siglo XIX y los españoles. Pero bástenos para cerrar esta reseña esas palabras con las que Galdós se despide de una de sus amantes, un día en que estaba de especial buen humor… Porque se me olvidaba decir: Galdós tiene gracia por arrobas: “Tuyo hasta la j[odía]… muerte”, le dijo a ella, y nos dice a todos cien años después.

lunes, 30 de mayo de 2016

"Solo proteína, sin conservantes ni colorantes" por Manuel Vicent (retrato de Juan Marsé)


En efecto, este escritor de origen biológico incierto, que según la leyenda fue adoptado sobre la marcha por un taxista, no tiene los ojos azules ni un hoyuelo en la barbilla, como le hubiera gustado; en cambio, gracias a su esfuerzo la vida le ha regalado un rostro digno de figurar en un cartel de Wanted junto a los atracadores del tren de Glasgow. Imagino a Juan Marsé tumbado en una hamaca en Copacabana, relamiéndose de gusto como un gato después de semejante hazaña, convertido en un Pijoaparte internacional en busca y captura, dicho sea con toda la admiración. Aunque ha nacido en Barcelona en 1933, no se siente cobijado por ninguna bandera bicolor o cuatribarrada; esos trapos suelen estar sucios de polvo y de sangre, de falsos juramentos o, lo que es peor, de poemas infames de juegos florales. Cualquier clase de nacionalismo le parece una carroña sentimental y en esta fobia incluye también a la iglesia católica oficial, que tantos crímenes ha bendecido con mano anillada en oro. Hay que tener mucho cuajo para pensar y hablar así, pero Juan Marsé posee el don de envolver sus invectivas con un humor cáustico, de anarquista irredento, entre la retranca y el cabreo consolidado, que le exime de cualquier vilipendio y lo convierte en un simpático gruñón, con licencia incluso para disparar sobre el pianista y vaciar el cargador haciendo saltar en añicos toda la botillería del mostrador de la cantina. Este escritor pertenece a esa clase exclusiva de personajes que son solo proteína, sin un gramo de grasa ni de excipientes, conservantes ni colorantes. A la hora de hacer literatura también tiene un espacio y un tiempo propio, poblado de personajes perdedores que van y vienen en su memoria de chaval durante la postguerra en los barrios del Guinardó, del Carmelo y de Gràcia, siempre iguales y en cada novela distintos, como agua de un manantial inagotable. Lejos de escribir de estructuras sociales, asigna a cada héroe su respectiva chepa, aunque por el fondo de la trama tejida con palabras corrientes discurre una poesía envasada que nace a medias del rencor y la nostalgia. Escribe sin verbosidades ni sonajeros, siempre desde una garita propia. A Juan Marsé también le hubiera gustado tener de joven el juego de cejas de Clark Gable cuando en la oscuridad del cine Roxy de Barcelona soñaba con los mismos fantasmas que después cantaría Joan Manuel Serrat. La fantasmagoría cinematográfica ha sido un caldo de cultivo de su literatura y si no ha tenido suerte en tantas novelas suyas que han pasado a la pantalla no es por su culpa. Un rebote más con que cargar en la mochila, un motivo más para blasfemar. Era un joven subalterno, empleado de una joyería, que iba para perdedor, con las manos en los bolsillos en las tardes desoladas de posguerra en Barcelona, pero lo salvaron las lecturas, los héroes literarios. Ya había hecho varias tentativas de relatos con que ganó algunos premios cuando le vinieron a ver en sueños un charnego desclasado, ladrón de motos, un tal Manolo, de apodo Pijoaparte y una rica muchacha progre del barrio de San Gervasio, llamada Teresa. Esos lances literarios solo suceden cuando un ángel se sienta en tu hombro. La historia de las últimas tardes de este tipo con esta chica cayó en manos de aquel grupo que tomaba whisky en la trastienda de la editorial Seix Barral jugando a ver quién era más moderno, cáustico y decadente, el propio Carlos, Gil de Biedma, Castellet, Joan y Gabriel Ferrater. Aquel escritor desconocido que había mandado ese original había dado en el clavo. Resulta que ese joven no tenía estudios, pero se parecía a Steve McQueen. Es lo que faltaba a la estética de aquel grupo, un escritor sin desbravar, con talento, que empleaba un lenguaje sin más identidad que la extraída a primer sonido de la calle, de los colmados, del taller, de las películas estadounidenses, de los lances de las chicas de Pedralbes que pasaban por su lado sin mirarle, de una especie de venganza contra el pasado, la dictadura, de la falsedad del cartón piedra de la política oficial y de la realidad inventada por la ficción como una necesidad para sobrevivir. La ficción es todo lo contrario a la falsedad. La parte que inventaba era la más auténtica. Juan Marsé es ese escritor con chancletas que acaricia un perro en casa sentado junto a la mesa de la cocina y también ese señor disfrazado con un chaqué que recibe el premio Cervantes de manos del rey de España. Entre estas dos imágenes está la playa de Calafell, las hamacas en el jardín de Nava de Asunción con Gil de Biedma, los oscuros peluches de Bocaccio, los garitos de Tuset Street, los martinis secos en la barra de la botillería Boades, la redacción de la revista Por Favor, la sombra protectora de Carmen Balcells. Ha aceptado los honores, premios, medallas y demás metralla, con una sonrisa a medias de conejo y de impostor. Ha declinado la invitación de ingresar en la Real Academia de la Lengua, por lo mismo que Groucho Marx rechazaba hacerse de un club que lo aceptara como socio. Marsé da la sensación de no acabar de creerse lo que la vida le ha deparado. Tal vez piensa, como Rafael Azcona, que un día llegará a su casa un individuo de negro investido de autoridad y le pedirá que lo devuelva todo, que el éxito no ha sido más que una broma.

viernes, 20 de mayo de 2016

"El día que Pardo Bazán y Galdós se juraron sexo eterno" por Carlos Mayoral


A doña Emilia Pardo Bazán le ha dado por fumar en estas últimas tardes del siglo XIX. No lo hace tanto por gusto, pues el aroma no le resulta demasiado agradable. Es más una cuestión de rebeldía. El tabaco, ese vicio reservado al hombre, es visto entre sus manos como una frivolidad de cuya imperfección no tiene derecho a jactarse. Pero ella había venido a provocar, a despertar en la moral española la justicia que había podido palpar durante sus distintos viajes por Europa. El tacto de la hierba liada sobre sus labios le permite concentrarse en los momentos finales de, probablemente, la época más agitada de la historia política española.
En torno a esa agitación puede apreciar cómo se arremolinan una serie de personajes que tienden a hacer suyo el cortijo de la literatura decimonónica. Todos son hombres y todos desprecian a la Gertrudis Avellaneda o a la Concha Arenal de turno. Ella los observa con el colmillo afilado. No ha dejado que nadie marque su camino, así que no hará lo propio con aquella jauría. El último que lo había intentado había sido su marido, quien al leer uno de sus textos naturalistas le había exigido una rectificación inmediata. Ella rectificó, sí. Pero en lugar de renegar de la obra renegó de él. Resultado: una obra maestra a la luz y una separación conyugal a la sombra.
Pero a la España literaria del XIX le falta muy poco para pasar del incendio controlado a la catástrofe desbocada. En concreto, la chispa sale de aquel cigarro que la condesa sostiene sobre la comisura de su boca. De la mera observación pasa a la acción: lleva la voz cantante en las tertulias, ocupa el primer plano en los estrenos teatrales y publica las críticas literarias más mordaces. Es un terremoto. Una mujer con un temperamento inigualable, algo que le valdrá una enemistad enconada con aquellos que le afeaban su actitud fumadora. Pero ella continúa y, ya con alguna obra maestra a sus espaldas, busca ese reconocimiento reservado para hombres («cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio»). No hay Academia tampoco para ella, como no la hubo para Concha o para Gertrudis, pero esta vez no hay silencio ante la injusticia. En una reunión a cargo de la docta institución, alguien le ofrece una silla: «No, gracias. Ya conseguiremos que una mujer se siente por méritos propios».
Los dueños del cortijo, por supuesto, no pueden permitir esta intromisión. Entre los que desfilan por las tripas de esta enemistad encontramos, por ejemplo, a José María de Pereda, maestro del realismo: «Padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de fallar de todo». También quiso lapidar a gusto el ínclito Juan Valera: «Así, lastrada por la lactancia y el embarazo, no puede entrar en la Academia». Incluso algunos apuntaron a su físico a la hora de arrojar la piedra. Fue el caso de Baroja: «Es de una obesidad desagradable». El epílogo a esta triste retahíla lo puso Clarín: «El día que se muera, habrá fiesta nacional».
Sin embargo, uno de los personajes que también puebla los pasillos del recinto deambula ajeno al glamur y al codazo, a la piedra y al insulto. Es un tipo solitario e introvertido. Cuentan algunos que compra billetes de tren sin importarle el destino, solo pone como condición que el asiento pertenezca al vagón de tercera. En él se mezcla con la capa baja de la sociedad española: ladrones, usureros, maleantes y toda clase de seres marginales. Conversa con ellos y de ahí extrae algunos de los personajes que más tarde poblaran sus novelas. Se deja ver por el ambiente literario, a veces incluso formando parte de la seductora escena, pero su corazón está en otro sitio. Algunos buscan la confrontación, pero él escapa de ella a lomos de ese vagón de tercera que no le lleva a ninguna parte. Su nombre es Benito Pérez Galdós, y está a punto de toparse con la condesa de Pardo Bazán.

Un encuentro epistolar
Las pupilas de Benito y Emilia chocan en el momento en el que ambas estrellas brillan con más fuerza. Él ya ha publicado varios títulos que le han convertido en la referencia novelística del país y ella ha introducido el citado naturalismo en la península a través de La cuestión palpitante. El mejor reflejo de su relación se percibe a través de la correspondencia que mantuvieron entre ellos. Correspondencia que aún hoy, siglo y pico más tarde, sigue escandalizando a más de uno. Pero vayamos por partes. Ella es una mujer rebelde y ambiciosa. Él, un tipo tímido y desdeñoso. Ambos tienen una opinión, digamos, abierta de lo que suponen las relaciones sexuales. Todo aquel que ha agitado estos ingredientes en la coctelera sabe que la mezcla puede pasar de una delicia a una bomba en cuestión de segundos. Y algo de todo esto se aprecia en la evolución que la relación entre Pardo Bazán y Galdós habría de mostrarnos.
En un primer momento, la relación se torna amistosa, con una admiración patente en las primeras fórmulas con las que la condesa recibe a Galdós. Ella lo ve como un maestro, término que utiliza en algunas de las misivas. También se adivina un cierto coqueteo previo al estallido del amor, como si ella lo hubiera deseado de una manera maternal. Él era un hombre enfermo y triste, que siempre transmitía la necesidad de ser ayudado. Ella, por el contrario, es la gran dama aristócrata que no necesitó a ningún hombre para fortalecer su posición. Con un erotismo que se puede masticar detrás de cada párrafo, intenta aprovechar su indefensión como así demuestran algunas cartas.
Antes de que me conocieses, cuando no nos unía sino ensoñadora amistad, ya me figuraba yo (con pureza absoluta, que ahí está lo más sabroso de la figuración) las delicias de un paseíto ensemble por Alemania. Los que habíamos dado al través de Madrid me tenían engolosinada, y pensaba yo para mí: «Qué bonito será emigrar con este individuo. […] Parece delicado de salud: le cuidaré yo que soy robusta; me lo agradecerá: me cobrará mucho afecto, y ya siempre seremos amigos». […] En otras cosas no pensaba, palabra de honor. Tu aparente frialdad, el respeto que te tenía, tu aspecto formal y reservado, me quitaron esa idea enteramente.
Pero pronto empieza a calentarse el tono. Ya hemos dicho que Galdós era un hombre bastante mujeriego, puede que algo sapiosexual a juzgar por los nombres que le acompañaron en su periplo erótico, y quizás por esto vio en Pardo Bazán una presa perfecta con la que saciar su hambre. Algo parecido pasa con doña Emilia. Siente que el hombre que tiene al otro lado de la correspondencia le estimula no solo carnalmente, sino que gracias a él también resulta trasladada a un punto intelectual nunca antes visitado, y esto le resulta más tentador si cabe.
Es así como empiezan a intercambiar información literaria con el único afán de impresionar a la persona que hay al otro lado de la carta. Galdós le explica los argumentos de sus novelas, información que no comparte con nadie más que con su condesa («¿y a quién vas a contar sino a mí los argumentos de tus novelas?», pregunta ella en una de las cartas). Pero la gallega también hace partícipe a su amante de los quehaceres literarios que le atormentan, buscando afianzar un camino que, hasta entonces, estuvo plagado de bandazos. Ella es lo que hoy etiquetaríamos como una intelectual: publica artículos políticos, ensayos, críticas literarias… pero no goza del talento narrativo que exhibe don Benito. Se retroalimentan, se desmenuzan y se critican. Es una relación que acaricia con una mano la literatura mientras, con la otra, disfruta del sexo.
Por el camino he pensado una novela, pero no se titula El hombre; se tiene que titular (a ver si te gusta) Tili Carmen. Es la historia de una señora virtuosa e intachable; hay que variar la nota, no se canse el público de tanta cascabelera […] ¿Qué opinas?
Pero, apenas dos renglones más tarde, la conversación literaria da paso al cariño:
No me destierres al fin de ese corazón mío.

Eternamente acostados
Los encabezados de las páginas van cambiando poco a poco. El «maestro» va dando paso a «miquiño», y en cada palabra que doña Emilia le escribe al ilustre canario se puede percibir el erotismo al que ya se habían abrazado con fuerza. No obstante, ambos siguen ocultando el romance quizás por miedo a lo que la opinión pública pueda pensar al respecto. Ellos, pioneros en el uso del lenguaje, utilizan un término para referirse a esta forma de vivir el amor: «maquiavelístiquidisimuliforme».
Él declara en el homenaje a Jacinto Benavente: «Sin mujeres no hay arte, son el encanto de la vida». Ella ya se ha acostumbrado a vivir con sus hijos reclutados a medio camino entre A Coruña y Sanxenxo, así que prepara el viaje que habrá de reforzar sus pasiones. El destino elegido es Alemania, cuna del Romanticismo que les hubo precedido. Y allí estallan. El amor y el sexo les persiguen, pero ellos prefieren dejarse alcanzar solo por el segundo. Así son felices. Doña Emilia, siempre fogosa, refleja su deseo de sexo eterno así:
Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria… porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro.
Pero a pesar de haber intentado ocultar el amor detrás de la actividad sexual, el sentimiento de pertenencia estaba ahí. No tanto por parte de la condesa, que aceptó con cierta elegancia los escarceos de Galdós con Lorenza, una joven inculta pero de físico imponente a la que Galdós veía como complemento perfecto a la docta capacidad de Emilia. Ese lujo que el canario ya no ocultaba, necesitando del amor hoy lujuria, mañana conversación y pasado quién sabe, fue aceptado por ella a través de la triste resignación que el machismo del XIX inculcaba.
Sin embargo, todo cambia cuando, en Barcelona, la Pardo Bazán decide cerrar la Exposición Universal del 88 arropándose con la misma sábana que Lázaro Galdiano. Don Benito no puede tolerar esta infidelidad, pues alimenta los estómagos hambrientos de aquellos que tachaban a la condesa de mujer obscena y libertina. Se lo hace saber a su amante, y esta contesta con unos párrafos que tanto tienen de arrepentimiento como de moral intacta.
Nada diré para excusarme, y solo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error momentáneo de los sentidos […] Deseo pedirte de viva voz que me perdones, pues aunque ya lo has hecho, y repetidas veces, a mí me sirve de alivio el reconocer que te he faltado y sin disculpa ni razón.
Aquella traición espontánea y aquel perdón templado desembocaron en algún personaje infiel que pasó a poblar la obra galdosiana (las mayores pruebas se pueden palpar en los títulos La incógnita y Realidad) pero, sobre todo, en el ocaso de una pasión que, meses atrás, parecía no tener fin. Las patadas que Galdós notó en el vientre de Lorenza hicieron el resto. Para cuando quiso disfrutar de su paternidad en Santander, Emilia ya lloraba la muerte de su padre, probablemente el hombre más importante de su vida. Se acerca el fin.

De la mano hasta el final
Ya con el siglo XX entrado en años, Galdós espera tranquilo a que la tertulia que ha de celebrarse en su casa comience. A sus setenta y dos años hay tres situaciones que ya no tienen vuelta atrás. La primera, su ceguera, que ya es total y, además, amenaza con destruir el poco ánimo que le queda. La segunda, su capacidad creativa. Apenas le queda espacio literario por abarcar y, para colmo, su viejo bastón ya no es capaz de mantener en pie aquel cuerpo ajado en sus largos paseos por el suburbio (principal fuente argumental de su obra). Y, tercero, es consciente de que morirá soltero, sin un corazón al que agarrarse cuando la muerte se le aparezca una mañana cualquiera.
En dicha tertulia, Margarita Xirgu, la veinteañera que cumple con el papel de estrella teatral del momento, le habla de una condesa gallega, robusta, indestructible. Él disfruta escuchándolo. Le cuenta cómo de aquella mujer han salido algunas de las voces más insistentes a la hora de exigir un Nobel para el escritor canario. Le relata, a su vez, la importancia que el voto de aquella condesa tuvo a la hora de cumplir con el reconocimiento más emocionante a la carrera de don Benito: la estatua que poco antes había podido acariciar entre tinieblas.
Él asiente con orgullo. Sabe que la ceguera nunca podrá borrar la forma de aquella caligrafía que, carta a carta, se fue grabando con fuerza en su memoria. Tampoco, por mucho que lo intente, la enfermedad podrá acabar con el sonido de algunos párrafos inolvidables que ahora escucha claramente.
Triste, muy triste […] me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña […]. Hemos realizado un sueño, miquiño adorado, un sueño bonito, un sueño fantástico que a los treinta años yo no creía posible.
Al otro lado de la península, en A Coruña, doña Emilia agota sus últimas horas antes de volver a Madrid para ocupar su cátedra de Románicas en la Universidad Central. Ya se ha convertido en un símbolo del feminismo en España, con hitos como, precisamente, convertirse en la primera catedrática del país. Su reconocimiento literario ha llegado, aunque no ha sido capaz de ocupar el ansiado sillón académico por su condición de mujer. No le preocupa, ha sido feliz.
A pesar de encontrarse fuerte y sana, pocos meses después de la muerte de Galdós se verá obligada a acompañarlo tras una extraña complicación gripal. No hubo fiesta nacional, como auguró Clarín, pero sí la sospecha de que dos almas tan unidas no podían alejarse tanto. Quizás doña Emilia, en su lecho de muerte, todavía escuchara los ecos de una correspondencia inolvidable, de unos renglones geniales. Al fin y al cabo, el testimonio de su amor no podría haber permanecido entre nosotros de otra manera que no fuese bajo su propia prosa. Y es que ellos, maestros en la materia, lo supieron mejor que nadie: una palabra vale, a veces, más que mil imágenes.
Pues bien: yo no quiero que me dejes. No; tú eres para mí. Para mí tus besos todos, todos.

domingo, 8 de mayo de 2016

"Huellas inéditas del último amor de Lorca" por Antonio Lucas


Ya se sabe: fue el más intenso de los amores que sumó Federico García Lorca. A él le escribió los Sonetos del amor oscuro. A él le debe algunas de las simas más fuertes del ánimo. A él le confía secretos, dibujos, fotos y probablemente algunos manuscritos desaparecidos durante el asedio a Madrid en la Guerra Civil. Su historia es compleja por tantos matices, por ciertas penumbras. Pero de ella queda rastro en algunos documentos aún inéditos (o hasta ahora poco conocidos). Y, sobre todo, en la excelente obra de teatro que trazó Alberto Conejero, La piedra oscura, destacada en la última gala de los Premios Max con cinco galardones.
La historia del poeta y el joven Rafael Rodríguez Rapún comienza a mediados de 1932. Coinciden en la órbita de La Barraca (el grupo de teatro ambulante y universitario impulsado por Lorca y mantenido por la República) y se quiebra en la madrugada del 17 al 18 de agosto de 1936, cuando en el paraje del Barranco de Víznar (Granada) una escuadra negra al servicio del capitán Nestares dispara por la espalda a Federico García Lorca junto a los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Juan Arcoyas Cabezas y el maestro de escuela Dióscoro Galindo.
Un año después, exactamente el 18 de agosto, moría desangrado en el Hospital Militar de Santander Rafael Rodríguez Rapún, herido tres días antes en el frente de Bárcena de Pie de Concha (Cantabria). Tenía 25 años. Así acaba la historia hermosa y terrible de estos dos hombres remachados por una pasión que los llevaba del cielo al infierno por la vía rápida. Si andaban juntos ninguna hormona estaba en su sitio. Habían construido su relación como otra placenta donde los amantes se procuraban un mundo fuera del mundo. Pero se querían también a la deriva, entre encuentros y desencuentros.
Y así llegó la guerra. La muerte de Federico empujó a Rafael a alistarse. Fue teniente de Artillería, formado en la Escuela Popular de Guerra en Lorca (Murcia). Quiso a Federico sin saber muy bien cómo se quiere en estos casos. Rapún era estudiante de Minas y Derecho. Rapún destacaba entre los juveniles del Atlético de Madrid. Rapún era un muchacho apuesto, parido en Madrid en 1912. Exactamente 14 años menor que Lorca. Rapún era bisexual ("Tan cerdo que se acostaba con mujeres". Así le dijo a Luis María Anson el crítico Juan Ramírez de Lucas, otro joven amante de Lorca). Por entonces la vida aún era buena, y noble y casi sagrada. Pero el destino empezaba a insinuar que todo triunfo es siempre inestable.
Durante más de 70 años los hermanos de Rafael han conservado su memoria entre varias cajas y una maleta de cartón: documentos inéditos, fotografías de Federico dedicadas, dibujos del poeta en seis o siete libros... María y Tomás Rodríguez Rapún salvaron este archivo hoy casi por entero desconocido. "Aunque probablemente Rafael dejó lo más comprometido en otras casas o lo destruyó", explica Conejero. Sacaron lo que pudieron de la casa familiar de la calle Rosalía de Castro (hoy calle Infantas) cuando en 1937 un obús entró por la cocina y reventó el piso. "Entonces nuestra familia se trasladó durante algunos meses al palacio de Villahermosa, sede actual del Museo Thyssen, donde estaba uno de los refugios de Madrid", explican las sobrinas de Rafael Rodríguez Rapún y herederas del archivo familiar: Sofía y Margarita. "Desde niñas hemos oído el relato de aquellos días. Mi padre y mi tía nunca ocultaron la relación de Rafael con Lorca, pero no era algo de lo que les gustara hablar demasiado. Sobre todo si quien preguntaba iba derivando hacia la intimidad. Ellos conservaron este archivo que muy pocos conocen. Sabían del valor que tiene para entender la relación de nuestro tío con García Lorca y cómo fueron aquellos dos últimos años de ambos".
Entre otros fetiches destaca una fotografía inédita de carnet del poeta que, en su reverso, tiene una dedicatoria que sí ha sido reproducida: "A Rafael, recuerdo de su entrañable y leal camarada. Federico. ¡Barraca! ¡Barraquita!". Es una imagen de 1935, de perfil. Regalo de Lorca a Rapún poco antes de viajar a Valencia. Allí escribió el poeta algunos de los 11 Sonetos del amor oscuro en cuartillas con membrete del Hotel Victoria. Era el mes de noviembre, Margarita Xirgu representaba Yerma y él esperaba con inquietud la llegada de Rafael, que decidió no aparecer y cuya ausencia adquirió en esos días el contorno de una pesadilla: "Amor de mis entrañas, viva muerte,/ en vano espero tu palabra escrita/ y pienso, con la flor que se marchita,/ que si vivo sin mí quiero perderte". Su relación estaba dolorosamente de acuerdo con su obra.
Lorca sufría. Lloraba a Cipriano Rivas Cherif, director de la compañía teatral Xirgu-Borrás. De forma turbia los amantes se enredaban y desenredaban. Hay un esfuerzo conmovedor por estar juntos y una realidad que tiene algo de imposibilidad y de enmienda malograda. Ya no está el Federico pianístico y alegre, frívolo, divertido. Sino el hombre angustiosamente libre para el desengaño. El de fondo nocturno en la risa. El de esa soledad que en el creador de éxito cuesta imaginarse. El que irrumpe en los Sonetos es el tipo abatido, el que se siente matar por lo que no entiende. Rapún va con mujeres. Pero Rapún también le quiere mientras Federico lo ama. "Fue su más hondo amor, su cómplice en La Barraca, su compañero. Rechazó marchar con la Xirgu a América en enero de 1936 porque Rapún estaba preparando exámenes y le resultaba insoportable la idea de separarse", explica Conejero. El drama social se acercaba a 1936 y el drama pasional de Federico se ponía en línea con todo el maleficio que quedaba por delante. Rapún le fue tan apasionado y fecundo que se convierte en alguien inseparable e indivisible. Pero no siempre del lado de la alegría. "Pese a la clandestinidad y a los accidentes de una relación de años, tuvo también su parte de amor feliz, intenso, pleno de complicidad. A Rafael, por ejemplo, le confió una copia de El público para que la mecanografiase en el verano del 36. Con él vivió La Barraca. Con él mantuvo goces y desdenes", advierte Conejero.

Sonetos del amor oscuro
A Rapún le dedicó aquellos sonetos prodigiosos y le dejó también un ajuar de cariños en dedicatorias y dibujos. Todo ese material lo maneja Alberto Conejero y en él trabaja desde hace dos años para dar forma a un ensayo que pone en pie la figura del amante y la importancia decisiva que éste tuvo en el ánimo del poeta durante los últimos compases de su vida. Hay puntos secretos de esa relación (bien lo sabe Conejero) donde la verdad cristaliza como no se conoce hasta ahora. Rapún y Lorca llevaron su pasión descoordinada a cuestas. Una pasión que va más allá de los cuatro momentos estelares que han fijado las biografías. Rafael estaba bien enclavijado en el mundo íntimo de Lorca. Éste le presentó a algunos de sus mejores amigos. Aleixandre le dedica la primera edición de Pasión de la tierra haciendo mención a los poemas del joven, aunque hasta ahora no se ha descubierto ninguno entre los papeles que dejó. Asimismo, Pablo Neruda le hace un guiño en un ejemplar de Residencia en la tierra: "A Rafael, que viene aullando".
- ¿Le leyó Federico alguno de los sonetos a Rafael?
- Es muy probable. Igual que se los leyó a Cernuda (parece que mientras Federico tomaba un baño en su casa de la calle Ayala de Madrid), a Aleixandre y a otros cuantos amigos cercanos. Pero de aquel conjunto de poemas se han perdido seguramente aquellos que celebraban más el amor carnal, como este: "¡Oh cama de hotel, oh dulce cama!/ Sábana de blancuras y rocío./ ¡Oh rumor de tu cuerpo con el mío!/ ¡Oh gruta de algodón, penumbra y llama!".
El mundo estaba bien hecho hasta que el zumbido de la Guerra Civil se encargó de aportar su locura a esta sucesión de amor y desvelos. Militares gañanes y hombres armados con palitroques empezaron a tomar posiciones en la vida de los otros. Era 1936 cuando España comenzó a resquebrajarse y la brisa de los olivos cambió por un ruido de estacas. La despedida entre ambos fue una más de las suyas. Nada hacía presagiar que fuese la definitiva. "Aunque estaba ya paseando el fantasma de la guerra, no creo que ninguno pensara ni por un momento que jamás se volverían a ver. Rapún marchó de vacaciones a Donosti después de los exámenes, donde le pilló el arranque de la guerra y tuvo que ser escondido por unas amigas", sostiene Conejero. Lorca se quedó en Madrid hasta que decide ir a Granada a pasar el día de San Federico. Edgar Neville le insiste para que no haga el viaje a casa. Seguramente hablaron por teléfono a lo largo de todo ese mes. Hasta mediados de julio, por lo menos. Y ya nunca más.
Después del asesinato de Lorca la vida de Rodríguez Rapún es ambulante y penosa. Fue el padre de Rafael, Lucio, quien en septiembre de 1936 le dice lo que sucede cuando regresa del viaje: "Han matado a tu amigo el poeta". Cuentan que reaccionó como un loco y las manos hechas aspas. Salió corriendo a los gritos. Tardó horas en regresar a casa y ya nada fue lo mismo. "Marcha de Madrid a finales de 1936, adquiere el grado de teniente, regresa a Madrid, luego Valencia y luego Oviedo. Así hasta que muere en Santander combatiendo en el bando republicano", afirma Conejero. "Durante aquel año penoso en la guerra no sabe nada de su hermano Tomás, las postales que envía a su familia y que le envían a él llegan tarde o no llegan. Sufre una espantosa soledad, pero sigue luchando por la República hasta que una madrugada cae herido". Tiene 25 años. Está agonizando justo un año después del asesinato de Lorca. Era 18 de agosto de 1937 cuando una enfermera voluntaria le entorna los ojos. En Madrid dejó dispersos los retales de aquella relación. Quedan cosas por revelar, por descubrir, por hilvanar entre tanto cabo suelto. La imagen inédita de Lorca de perfil es una muestra. Una estampa de carnet que el poeta le regala para mantener viva la memoria. Igual que los hermosos dibujos, algunos reproducidos y otros aún por conocer, que Lorca le hace en cada dedicatoria a Rafael. El muchacho por el que escribió esos sonetos dañados por versos terribles, palabras en vilo, bancales de sexo secreto. Paraísos de lo que no pudo ser. "Esta luz, este fuego que devora./ Este paisaje gris que me rodea./ Este dolor por una sola idea./ Esta angustia de cielo, mundo y hora".

sábado, 30 de abril de 2016

"El Quijote o la manzana que nunca mordimos" por Carlos Mayoral


El fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Lo había estado siempre: como tarde o temprano termina sabiendo todo idealista, la realidad defrauda al deseo. Esto ya lo sabía don Miguel, él mismo había conseguido tirar por la borda todas las oportunidades que la vida le había ofrecido. Primero destrozo mi carrera militar, no sin antes dilapidar la posibilidad que me brinda la corte, para terminar arruinando mi prestigio poético y dramático. Ese resumen de la vida del alcalaíno se extiende también a la hora de hablar de sexo. Cervantes, tartamudo y lisiado, puede comprobar a través de la ventana de su casa cómo otros poetas de renovado prestigio comparten lecho y soneto con doncellas que no pueden evitar sucumbir a sus encantos. Lope de Vega, su gran enemigo, le devuelve la imagen del poeta que, triunfante, maneja el sexo y el amor con sutileza. Es el rostro que reconoce al pardillo en una partida de póquer, es el ganador. Él, sin embargo, debe conformarse con lo que pudo ser y no fue, con esa duda constante: «Qué habría pasado si…».
Pero en tiempo de derrota florece la mejor literatura. Con un contexto incapaz de defraudar más de lo defraudado, nace la genial obra de Cervantes. Y, cómo no, será un canto a esa derrota literaria, derrota amorosa, derrota social… y, por supuesto, también derrota sexual. Porque, en el Quijote, el erotismo está presente de manera continua. Pero no como algo explícito, no como algo tangible. No aparece con la solvencia con la que lo exprimió Lope. Tampoco con la viciosa terquedad de Quevedo. Ni siquiera con la elevación de Góngora. Es más como esa manzana que colocan frente a ti, pura sugerencia. Por eso, viajar a través del Quijote es coquetear página a página con el deseo, con el inconveniente moral. Es difícil saber si el caballero de la Triste Figura, como antes su creador, fue feliz con esta forma de vida. Serán el debe y el haber, también en el caso de Miguel de Cervantes, los encargados de dictar sentencia al final de sus vidas.

Dulcinea, Maritornes y Leandra
Don Alonso Quijano es el más reprimido de todos los obsesos sexuales que han habitado nuestra literatura. Lo digo así, para marcar el terreno. Él abandona su vida por amor, como quisimos hacer todos alguna vez. Atrás quedan la sobrina, el barbero, el cura… A todos les dice adiós por la quijotesca empresa que supone involucrarse en un viaje de fidelidad absoluta, una especie de promesa de cariño eterno. Pero la monogamia no pertenece a la naturaleza del alma humana. Esta etiqueta renacentista de «caballero fiel a su amada» se derrumba cuando el instinto sexual arrecia. Así, solo hace falta que la asturiana Maritornes se confunda de cama y acabe topándose con el Quijote para que este encare los favores sexuales ofrecidos por la dama. ¿Instinto? ¿Confusión real? ¿Triquiñuela quijotesca? ¿Qué habríamos hecho nosotros?
Porque sucumbir a Maritornes como a punto estuvo de hacerlo el Quijote no es más que un salto a la naturaleza del sexo. Hablamos de un personaje, la Maritornes de la venta, que se presenta ante nosotros como un torbellino imparable. No importa que Cervantes nos la dibuje como una mujer poco agraciada en lo físico y en lo moral, esto forma parte del juego erótico del que el arriero de Arévalo, verdadero y principal interesado en yacer con ella, desea formar parte. Es una relación a medio camino entre el lenocinio y la sumisión:
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. (Capítulo XVI, primera parte)
Esta relación tempestuosa acabará con Maritornes compartiendo cama, por avatares del destino que solo pueden aparecer en la obra de Cervantes, con Sancho. O lo que es lo mismo, con la inocencia. Con el pueblo. Es la debilidad del Imperio hecha escena.
Pero el simbolismo de Maritornes no se acaba ahí. Pocos capítulos más tarde, don Quijote vuelve a sucumbir a sus encantos. Esta vez, la moza asturiana convence al caballero para que este introduzca la mano a través de cierto agujero. Él obedece, sumiso, lo que le costará un disgusto en forma de cruel broma. Acabará colgado de una cuerda, sufriendo los rigores que la metáfora mano-agujero exige. Porque el hecho de introducir el dedo en la grieta ha sido objeto de numerosas lecturas, desde la límpida cristiana hasta la más sórdida de las paganas, y me niego a ser yo quien las siga alimentando.
Pero dejemos atrás a Maritornes para continuar con nuestro viaje a través del deseo quijotesco. Otro de los personajes que se mueven por un plano que roza la lujuria y la sexualidad es Leandra. Esta hermosa muchacha se deja seducir por Vicente, el hombre que reúne todos los estándares varoniles de la época. Es tanta la atracción que siente que no dudará en escaparse con él dejando atrás a todos los demás pretendientes. Pero la tragedia no se acaba aquí. Días después la joven será encontrada, desnuda y asustada, en una triste cueva alejada de la civilización.
Todos hemos amanecido desnudos, metafórica o literalmente, dentro de una cueva cualquiera de un mes cualquiera de cualquier año. No seré yo quien culpe a Leandra. Ella, como nosotros, se dejó llevar. Y también como nosotros, salió perdiendo. Es el peaje que cobra la lascivia, a menudo demasiado caro. Pero, me temo, podrán volver a cobrárnoslo si la situación lo requiere. Y es que esto de tropezar con la piedra tantas veces como haga falta sí pertenece, nos guste o no, a la naturaleza humana.
Al ser encontrada, Leandra insiste en que no ha sido despojada de su honor. Pero el deseo que por Vicente había sentido está presente en cada renglón del capítulo. ¿Quién puede asegurar que no lo estuvo también durante el momento del desnudo? Además, el narrador deja abierta la puerta a una posible excusa como forma de consuelo para el desolado padre de Leandra. El narrador duda: ¿será todo tan pulcro como ella asegura?
Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase. (Capítulo LI, primera parte)
Cervantes exhibe sus dotes narrativas a la perfección. Mantiene al lector en un estado ambiguo, sin que sepa si debe optar por el sentido literal, siempre atrofiado por la censura y el contexto, o por el sentido metafórico, mucho más instintivo y natural.

Anselmo, Eugenio y onanismo
Precisamente por desventuras con Leandra, la narración quijotesca se encuentra poco más tarde con Anselmo y Eugenio, dos pastores que deambulan por el monte intentando aliviar sus desdichas amorosas. Pero, ay de mí que no todo en la vida es amor y que incluso con el corazón roto puede uno consolarse sexualmente. Al menos eso se desprende de las palabras de Eugenio al explicar cómo pasan allí los días.
Anselmo y yo nos concertamos de dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas. (Capítulo LI, Primera Parte)
¿Dar vado a sus pasiones? ¿Así, en la soledad del monte? Hasta el más desapasionado de los aquí presentes piensa en el noble arte del onanismo al leer el párrafo. Si, por el contrario, en la sala hay algún enfermo sexual, por su cabeza rondarán ahora todo tipo de obscenidades, desde la zoofilia hasta vaya usted a saber qué demoníacas prácticas. Pero no quiero ser yo, de nuevo, el que las aliente.
Pero no solo de realidad vive el sexo. La masturbación goza del mismo motor que el arte, esto es, el éxito depende de la imaginación que uno le eche. Y me temo que en imaginación y fantasía nadie gana a nuestro querido caballero. Por eso, cuando todavía en la primera parte se afana en evocar una escena placentera, no duda en hacerlo en los siguientes términos:
… Tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada… (Capítulo L, primera parte)
¿Es o no un acto de inalcanzable pero siempre presente deseo el hecho de narrar así un episodio? Porque a la hora de desear también debemos contar con el encanto de lo inaccesible, el gusto por lo prohibido. Y en este sentido, nuestro héroe, tan sólido moralmente, tan cuidadoso en lo formal, debe soltar las riendas en el otro plano: en el interior, en el ilusorio.

Altisidora y Antonio
Capítulo aparte merece la irrupción de Altisidora, ya en la segunda parte de la novela. La doncella, dama de compañía de la famosa duquesa, no dudará en someter al Quijote a la tentación de la carne, haciendo que se enfrente por primera vez al pecado de forma real. Esta no es una cuestión cualquiera, pues es la primera vez que nuestro caballero cuenta con la posibilidad de abrazarse a su debilidad. Maritornes nace gracias al descuido. Dulcinea, a la idealización. Pero Altisidora está ahí, se puede acariciar.
Y a fe de todos los lectores que nuestro caballero de la Triste Figura duda. Tanto es así que, al presentarse la dama con un ágil romance, don Quijote siente cómo le tiemblan las canillas. Es la manzana, límpida y reluciente, preparada para ser mordida. Por eso, es el propio narrador el que nos recuerda la fragilidad del hombre, consciente de que no puede poner esa muestra de flaqueza en la boca de la moralidad quijotesca. Y lo relata con claridad y buen porte:
Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse vencer. (Capítulo XLIV)
Quijote y Sancho huyen del palacio de los duques con la honra renacentista intacta, pero con la sensación de arrepentirse, cada uno en su terreno, de las cosas que no hicieron (que suele ser, por otra parte, el peor de los arrepentimientos). Pero, quien esté libre de Altisidoras, que tire la primera piedra.
Ya con la obra acariciando sus últimas páginas y don Quijote hastiado después de un viaje agotador, la llegada de los dos protagonistas a Barcelona se inicia con un capítulo que rezuma erotismo por los cuatro costados. El caballero andante es ridiculizado, esta vez, por don Antonio. Pero, entre ridículo y ridículo, siempre hay tiempo para jugar con el fornicio.
En un momento dado, y siempre presente el simbolismo al que se ve obligado a recurrir un escritor en plena Contrarreforma, el Quijote disfruta de lo que Cervantes define como «sarao de damas», un término de lo más sugerente que da pie a todo tipo de reflexiones de las que la libido no escapa. Don Alonso Quijano se planta frente a las cuatro amigas de la mujer de don Antonio. Ojo a cómo la define Cervantes: «señora principal y alegre, hermosa y discreta». ¿Señora principal? Prefiero no incitar al mal pensamiento una vez más. Pero, títulos aparte, el Quijote acaba «molido». Y, como bien expresa el narrador, también en lo que al alma se refiere:
Comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado […] le molieron, no solo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado y, sobre todo, nonada ligero. (Capítulo LXII, segunda parte)
Al acabar la escena, el Quijote sentencia: «¡Fugite, partes adversae!». Esta fórmula viene a significar «¡Fuera, enemigos!», y era utilizada por los religiosos para expulsar al demonio en los exorcismos. ¿Por qué este guiño eclesiástico después de la farra? ¿Qué pecado se lleva dentro?
Al observar como, ya en el último capítulo, don Alonso Quijano se consume entre sábanas, uno no puede evitar entristecerse mientras comprueba que no hay sitio en el último tren. Es el triunfo de la razón. La locura ha muerto y, con ella, todas las oportunidades que se le presentaron a «el Bueno», que así fue llamado un día don Alonso Quijano, de arrojarse al infierno de aquel Dante que tanto admiró el creador de la obra, don Miguel de Cervantes. Quién sabe si al exigir la extrema unción, con Sancho llorando junto al cabecero de la cama, el antiguo caballero andante consiguió percatarse de que allí, en la orilla de los cuerdos, el amor ideal que había supuesto Dulcinea nunca había existido.
Hablamos del Quijote, el hombre que tuvo delante la manzana… y no la mordió. El final ya es conocido por todos: algún día, en tu lecho de muerte, te cruzarás con la cordura y tendrás que rendir cuentas. Y comprenderás que el fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Como lo había estado siempre.