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domingo, 29 de abril de 2018

"Los pantalones de Zidane" por Álex Grijelmo


Cuéntase entre periodistas el chascarrillo de que el arzobispo de Canterbury arribó a Nueva York en un viaje oficial, y que un reportero le pidió su opinión sobre la notable presencia de prostitutas en aquella ciudad estadounidense. El primado de la iglesia anglicana se sorprendió por la pregunta y, quizás con la intención de tomarse unos segundos para pensar una contestación, respondió: “¿Ah, pero hay prostitutas en Nueva York?”. Al día siguiente, un diario local publicó: “El arzobispo de Canterbury pregunta si hay prostitutas en Nueva York, nada más llegar a la ciudad”.

La anécdota se suele datar unas veces en 1905 y otras en 1911, pero cabe la posibilidad de que jamás ocurriera. Sin embargo, ilustra muy bien lo que sucede cuando se ofrece al público la contestación de alguien y se silencia la pregunta que se le formuló, porque esta omisión altera ante el lector el sentido de la respuesta a pesar de que se reflejen con toda fidelidad las palabras pronunciadas.

Algo muy parecido sucedió esta semana cuando diversos medios españoles (radio, televisión, Internet y prensa) reprodujeron unas declaraciones del entrenador del Madrid, Zinedine Zidane, en las que afirmaba durante una rueda de prensa previa al partido de ida ante el temible Bayern Múnich: “Nosotros no nos vamos a cagar en los pantalones, no existe eso, nos gusta jugar estos partidos”.

Muchos telespectadores, radioyentes y lectores se habrán extrañado de que un entrenador que suele expresarse con corrección y buenas maneras usase palabras tan vulgares, cuando le habría bastado señalar con mayor elegancia: “Nosotros no vamos a tener miedo al Bayern Múnich”.

Seguramente el público habrá interpretado que la expresión “no nos vamos a cagar en los pantalones” fue pronunciada por Zidane de repente en la rueda de prensa y por propia iniciativa, lo que constituiría una vulgarización repentina del diálogo, quizás una falta de respeto a sus interlocutores. Porque con ella descendía varios escalones en el registro formal de toda rueda de prensa.

Sin embargo, no fue él quien introdujo esa locución en el diálogo, sino un periodista. Y éste, a su vez, lo hizo citando lo que había declarado 16 años atrás Hasan Salihamidzic, jugador bosnio del Bayern, quien dijo tras el partido disputado en Múnich ante el Real Madrid en abril de 2002: “En el segundo tiempo mostramos que si se les presiona se cagan en los pantalones”. A Zidane le hizo gracia la expresión recordada por el periodista, se rio con ella y la repitió en su respuesta.

Muchos trabajos periodísticos se basan en tomar declaraciones de alguien y exponerlas (tras cortar y pegar) como si formaran parte de un discurso decidido y estructurado por el entrevistado. Sin embargo, a menudo esas expresiones no responden al deseo del personaje de abordar un asunto, ni determinadas palabras han sido activadas por él, sino que se relacionan con las interrogantes planteadas. Se trata de una técnica legítima si se aplica con talento y con respeto ético, pero en ciertas ocasiones favorece la manipulación, sea ésta inconsciente o voluntaria.

Gabriel García Márquez, que llegado cierto momento decidió no conceder más entrevistas, se quejaba de los redactores que preguntan y preguntan a un personaje con la sola intención de que acabe diciendo lo que no piensa. Es muy probable que conociera la anécdota del arzobispo de Canterbury.

sábado, 28 de abril de 2018

"Contra el miedo y la vanidad" por Juan Arnau

Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de trasmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.

sábado, 14 de abril de 2018

"La inmortalidad a la vuelta de la esquina" por Manuel Vicent


La Pascua cayó en pleno equinoccio de primavera en 2008. Ese año los cristianos celebraron la Resurrección el 23 de marzo y a la mañana siguiente de gloria, entre aleluyas y campanas, también pasó a la inmortalidad Rafael Azcona. Los amigos lo supimos unos días después porque había dejado escrito que no se diera a nadie la noticia de su muerte hasta que su cuerpo hubiera sido incinerado. Fue una elegante manera de esfumarse de este mundo por la puerta de atrás, ya que nos ahorró contemplar destruido aquel rostro, que tantas carcajadas albergó. Cuando Azcona supo que su enfermedad era un morlaco imposible de lidiar, dejó de ver a los amigos y solo atendía por teléfono o email con el humor y la generosidad de siempre. Su retiro de preparación para abordar la barca de Caronte duró un año. Estuvo bien, sin sufrir demasiado, revisando sus primeras novelas, escribiendo algunos guiones. “Le sobraron solo ocho días”, me dijo su médico. Se despidió de la vida con estas dos palabras, las últimas, bien sencillas. “Ya está”, dijo y a continuación se largó sin más.

Han pasado 10 años de su muerte. La Academia de Cine acaba de celebrar un homenaje en memoria de este guionista genial y en el acto han hablado los amigos, sus compañeros de oficio, sus admiradores. Durante un tiempo en los almuerzos los amigos inclinábamos su silla contra la mesa para tenerle presente. Solo faltaba ponerle plato, cubierto, servilleta y llenarle el vaso de vino. Lo hacíamos a veces. Con ocasión del décimo aniversario de su muerte la editorial Pepitas de Calabaza ha publicado una recopilación de sus primeros escritos (19521959), dispersos en varios diarios y revistas, Viaje a una sala de fiestas, que contienen todas las semillas del genio de este escritor, el humor ácido, el ingenio irónico, la percepción lúcida, la literatura pegada a la vida de los seres subalternos que se mueven en la parte sumergida de la historia. Es un Azcona puro con el oído ya desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras.En las vacaciones de Pascua del año anterior a su muerte, cuando todo Madrid huía hacia las playas, le pregunté: “Rafael, ¿tú no sales?”. Me respondió: “Yo ya salí de Logroño”. En efecto, un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajeron a Madrid en 1950. Después de realizar la visita obligatoria al café Gijón y calentar el peluche sin más esperanza de gloria que soñar con un imposible pepito de ternera, se empleó de contable en una carbonería, luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte, y vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos de donde sacó su novela Los ilusos, una obra maestra del realismo social. Su padre era azconiano, sastre y cojo, cantaba fragmentos de zarzuela en el taller y las oficialas hacían los coros, había fundado una cuadrilla de toreros, afición heredada por su hijo, que un día soñó con ser novillero con más miedo que arte. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos en las justas poéticas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. De esa bohemia lo rescató Mingote para llevarlo a La Codorniz.Yo admiraba mucho los artículos y dibujos de Azcona de esa revista de humor, que siendo adolescente recibíamos en casa. Uno de mis propósitos al llegar a Madrid era conocer a este personaje. Alguien en el café Gijón me dijo que solía andar por el Comercial. Empecé a merodear por allí hasta que un día después de comer descubrí que en el local casi vacío un tipo repantigado en uno de los peluches dormía la siesta con la cara cubierta con una servilleta blanca. Le pregunté a un camarero si por allí caía alguna vez el famoso humorista y dibujante Rafael Azcona. El camarero me dijo: “Es ese señor que está debajo de la servilleta”. No me atreví a despertarlo, pero después de varias consumiciones, viendo que no arriaba el paño para mostrar su rostro, abandoné el establecimiento. Me consolé pensando que, al menos había visto qué jersey y pantalones vestía, qué zapatos calzaba mi héroe.Como a muchos hombres enteros, a Rafael Azcona lo definían sus zapatos. Usaba un calzado resistente, cómodo y apropiado para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en aquella Ibiza prehippy cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las estrellas y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las constelaciones en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas. Puede que el mundo de Azcona haya pasado, pero su genio seguirá siempre en pie.

martes, 10 de abril de 2018

"Barojiana: juventud, egolatría" por Rafael Narbona


Pío Baroja fue un artista del exabrupto. No se me ocurre ningún autor de nuestros días con un grado de ferocidad verbal semejante. Se puede afirmar sin miedo a equivocarse que el malhumor era su estado natural, pues casi todo le irritaba: el ejército, la iglesia, el nacionalismo, el socialismo, la música de Wagner, la filosofía de Hegel, la vida bohemia, el matrimonio, los toros, los cambios sociales, el Estado. En 1917, con cuarenta y cuatro años, estimó que ya era viejo y que podía escribir unos apuntes autobiográficos donde expresara una vez más sus antipatías y sus pasiones, sus fobias y sus afectos. Su pereza incurable le eximió de urdir un plan previo que evitara las divagaciones y los desbordamientos. Su mente era muy española, muy cervantina, y despreciaba el cálculo, el orden y el equilibrio. Pensó que escribiría quince o veinte cuartillas, pero el libro creció ligeramente, transformándose en un pequeño ensayo titulado Juventud, egolatría. Entendió que sería saludable para su vida apacible y rutinaria -que nadie se engañe, nunca fue un aventurero- escarnecer su vanidad, explorando el egotismo que alimenta la vocación literaria. De paso, podría despacharse a gusto con sus coetáneos, expresando sin disimulo el fastidio que le producían sus deplorables hábitos y sus ridículas ideas. Baroja no adoptaba una pose para la posteridad. Simplemente, tenía muy mal genio y, si las circunstancias lo justificaban, prescindía de la sensatez, la moderación y los buenos modales. “Yo tengo cierta fama de atravesado -admite-, y quizás lo sea”.

El mal carácter del escritor no era una máscara para ocultar su autocomplacencia o un cargante moralismo, sino una actitud vital y filosófica. Quizás por eso a veces podía ser amable y acogedor, franqueando las puertas de su casa a cualquier escritor en ciernes. Su ira solía reservarla para los hombres de éxito, rebosantes de vanidad y acostumbrados al halago. De entrada, Baroja admite que su vida no es ejemplar. No se cree mejor que los demás, pero tampoco se considera un caso de depravación. Su apego a las charlas de sobremesa con una manta sobre las rodillas constituye un sólido freno a cualquier clase de vicio. Su vida hogareña, casi ascética, no obedece al noble propósito de buscar la verdad, sino a un sincero aprecio por la tranquilidad y la rutina. Opina que es viejo, pero no sabio. Admite que no tiene grandes cosas que enseñar. Nunca ha soñado con crear escuela y atraer discípulos. Entonces, ¿por qué escribe sobre sí mismo? Simplemente por la misma necesidad que respira o suda. De hecho, define sus notas autobiográficas como “una exudación espontánea”. No obstante, pues sabe que la escritura a veces desemboca en lo inesperado, frustrando los ardides de la discreción: “Porque allí donde menos lo ha querido el hombre que escribe, se ha revelado”.

Pío Baroja esboza una semblanza de sí mismo en las primeras páginas de Juventud, egolatría. Cuando se instaló en el caserón de Vera de Bidasoa, adoptó como primera medida ahuyentar a los niños que jugaban en la huerta y el portal, cometiendo toda clase de tropelías. Los expulsados se vengaron, llamándolo “el hombre malo de Itzea”, una expresión que hizo fortuna entre los vecinos de la zona. Su mala fama se recrudeció con los comentarios de los curas de las parroquias cercanas, que le acusaban de impío, apóstata e inmoral. A Pío Baroja nunca le quitó el sueño ser difamado por clérigos y beatas. Eso sí, rehuía el engreimiento y la petulancia. Cuando le ofrecieron firmar en el libro de visitas del Museo de San Sebastián, prescindió de títulos y distinciones, escribiendo: “Pío Baroja, hombre humilde y errante”. Poco después, ironizó sobre sus palabras: “Yo de humilde no tengo ni he tenido más que rachas un poco budistas; de errante tampoco, porque hacer unos viajecillos de poca monta no autorizan a llamarse uno a sí mismo errante”. Desde su punto de vista, cualquier ejercicio de introspección es deshonesto, pues no es posible ser objetivo. El mero hecho de observarse a uno mismo deforma el juicio, alumbrando una imagen engañosa: “Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta”. ¿Es cierto que Rousseau abandonó a sus hijos o, simplemente, poseía un patológico sentimiento de culpa que inventaba pretextos para despertar el odio ajeno? ¿Acaso no hizo lo mismo Dostoievski, atribuyéndose la violación de una niña ante un asqueado Turguénev, que le apartó de su lado con violencia? Baroja no menciona estos hechos vergonzosos, pero valen como ejemplo de su desconfianza hacia el género de las confesiones, que abusa de una falsa sinceridad para deslizar -o encubrir- vivencias, cuyo significado último apenas puede atisbarse o descifrarse.

En las primeras páginas de Juventud, egolatría, Baroja se define como agnóstico, pero estima que sería más exacto afirmar que profesa “una dogmatofagia incurable”. Detesta los dogmas políticos, religiosos y morales. Desearía masticarlos y disolverlos con su jugo gástrico. Se declara materialista e interpreta la religión como un engaño. Aventura que si los obispos recuperaran el poder de antaño, las hogueras crepitarían de nuevo con furor. La tragedia de Giordano Bruno se repetiría, evidenciando una vez más la tenaz oposición del clero al progreso. No le molesta ser acusado de ateísmo: “Eso de ateo, yo no lo consideré un insulto, sino como un honor”, replica a un periodista tradicionalista, que intentó ofenderle con ese calificativo. En el terreno político, Baroja se declara europeísta o, más concretamente, “archi-europeo”. Y no reconoce otra moral que las enseñanzas del epicureísmo. “Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro”, confiesa con regocijo. Piensa que el hombre no es malo, sino egoísta, pasivo, torpe. Desconfía de lo presuntamente excelso y sublime. No simpatiza con la Institución Libre de Enseñanza, donde sólo advierte “el optimismo de los eunucos” o, lo que es lo mismo, una anodina corrección. Admite que prefiere una canción popular a una ópera grandilocuente. Las cosas pequeñas siempre le han seducido más que las grandes. Prefiere los jardines de Bóboli a los de Versalles: “Los grandes Estados, los grandes capitanes, los grandes reyes, los grandes dioses, me dejan frío”. El europeísmo es una vigorosa objeción contra el imperialismo. A los europeos les gustan “los pequeños estados, los pequeños ríos, los pequeños dioses a los que podemos hablar de tú”. Baroja confiesa que no vendería su alma a Mefistófeles por un título o una condecoración, pero sí por algo sentimental, humilde, entrañable y pequeño, como una melodía de acordeón, un vaso de vino o una buena siesta. No se hace ilusiones sobre sus posibilidades de cambiar o mejorar como ser humano. Solo los genios y los santos protagonizan una segunda vida que rectifica los errores de la primera.

No le cuesta trabajo reconocer que de pequeño era tozudo y algo cazurro. Sus maestros le repetían: “Nunca llegarás a nada”. A pesar de eso, recuerda con cariño su infancia en las provincias vascongadas. Su aprecio por el terruño natal nunca implicó fantasías separatistas: “Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo, y el país vasco, el mejor rincón de España”. Baroja reconoce dos patrias regionales: Vasconia y Castilla la Vieja. Además, tiene “dos balcones para mirar el mundo: uno, de casa, en el Atlántico; otro, de cerca de casa, en el Mediterráneo”. Anarquista sentimental, no esconde su rabia contra la moral represiva de su tiempo, alentada por curas y carlistones: “…la odio cordialmente y la devuelvo en cuanto puedo todo el veneno de que dispongo. Ahora, que a veces me gusta dar a ese veneno una envoltura artística”. Eso no significa que sea un libertino. De hecho, opina que “el sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de pequeñas canalladas”. No sin cierta sorna, afirma que no le hubiera importado ser impotente. Se pregunta si tener hijos no constituye un crimen en un mundo dominado por el hambre y la injusticia. No le gustan las masas, brutales y ciegas como un animal herido.

Su concepción de la literatura es tan directa y desinhibida como su visión de la sociedad. Detesta la retórica cuando es simple afectación, pero entiende que se convierte en estilo si brota como una forma que expresa el mundo interior de un autor. Su estilo no se basa en la sintaxis, ni en la adjetivación, sino en “una manera de respirar que no es la tradicional”. Esa manera de escribir podría definirse como “retórica de tono menor”, con “un ritmo más vivo, más vital, menos ampulosa” que la “retórica de tono mayor” heredada del latín clásico, donde resuena “un paso ceremonioso y académico”. Para dejar claro su ideario estético, el escritor pone como ejemplo a Verlaine, con su “lengua […] disociada, macerada, suelta”. No le causa problemas admitir que los libros antiguos le suelen aburrir, cuando no le parecen ininteligibles. Nunca le ha sucedido con Shakespeare, ni con la Odisea, pero sí con muchos autores venerados como clásicos inmortales. No le pasa lo mismo con la pintura. Prefiere los cuadros de Velázquez, El Greco, Botticelli o Mantegna a los de los pintores modernos. Sin miedo a las posibles réplicas o reproches, Baroja dispara en todas direcciones: Cervantes le parece “vulgar y pedestre”; Molière, “triste”; Goethe, “antipático”; Flaubert, “estúpido”; Zola, “sudoroso”; Clarín, “pesado”; Larra, “un tigrecillo amaestrado”. Solo absuelve a Dostoievski, “uno de los acontecimientos más extraordinarios del siglo XIX”, Tolstói, “un griego”, con una prosa limpia y serena, Stendhal, un gran “psicólogo”, y Dickens, “hombre admirable que quiere hacerse pequeño y que, sin embargo, es tan grande”. En el campo de la filosofía, admite su deuda con Nietzsche y reconoce que se aburrió soberanamente con La República de Platón. Prefiere la metafísica a la teoría política y las ensoñaciones utópicas. No soporta el Antiguo Testamento. Salvo el Eclesiastés, sus libros se caracterizan por “una crueldad y una antipatía repulsivas”. Sabe que sus opiniones son extremadamente subjetivas y algo arbitrarias, pero una vez más airea su individualismo irreductible, descartando buscar justificaciones: “Yo no pretendo ser hombre de buen gusto, sino hombre sincero; tampoco quiero ser consecuente, la consecuencia me tiene sin cuidado”.

Su sinceridad se extiende a su San Sebastián natal. Su gente le parece “zafia, bestia y sin ningún talento”. La influencia de los jesuitas ha contaminado la ciudad y se ha propagado en todas direcciones. En Pamplona, cuando apenas tenía nueve años, un “canónigo gordo y seboso” abandonó el confesionario y le agarró del cuello por canturrear en la catedral poco después de un funeral. No le parece un incidente casual, sino el perfecto ejemplo de lo que representa la iglesia católica, con sus curas chabacanos, groseros y vesánicos. Su opinión sobre la escuela y la universidad no es mucho mejor: “En la Facultad, en mi tiempo, ni se aprendía a discurrir, ni se aprendía a ser un técnico, ni se aprendía a ser un practicón. Es decir, no se aprendía nada”. Ser hijo de un ingeniero liberal que combatió en las guerras carlistas, le eximió del servicio militar obligatorio, pero cuando por error le citaron para incorporarse a su quinta, apenas pudo contener las náuseas: “Yo soy un antimiltarista de abolengo. […] Yo siempre he tenido un asco profundo por el cuartel, por el rancho y por los oficiales”. La medicina no le repugna pero jamás tuvo vocación. Ejercer en Cestona solo le proporcionó una satisfacción: “tener una casa solitaria y un perro”. Huyendo de una profesión que no iba con su temperamento, probó suerte como pequeño industrial, explotando un horno de panadería. No sospechaba que esa iniciativa sería ridiculizada hasta el aburrimiento en el futuro, adjudicándole el sambenito de ser un escritor con “mucha miga”. Dado que no le marchó demasiado bien con la panadería, empezó a escribir a los treinta años, pensando que era un oficio entretenido y con un amplio margen de libertad. Al principio, no tuvo mucha suerte. Sus primeros libros apenas se vendieron, pero al menos conoció a Azorín, “maestro del lenguaje y un excelente amigo”, y a Ortega y Gasset, “el viajero que ha hecho el viaje por las tierras de la cultura”. Al mismo tiempo, se ganó la enemistad de Alejandro Sawa, Joaquín Dicenta y otros escritores, que no se tomaron de buen grado su carácter áspero y sarcástico.

“Yo siempre he sido un liberal radical, individualista y anarquista”, afirma Baroja. Se trata de una declaración más retórica que real, pues su anarquismo consiste básicamente en odio a la autoridad, desconfianza hacia las leyes y desprecio por la clase política. No cree que el obrero sea mejor que el burgués. Cuando el obrero mejora su posición social, adopta las mismas malas artes que la burguesía. Baroja no lamenta hacerse viejo: “Siento que toco con el pie un suelo más firme que en la juventud. […] Es el momento de mirar las llamas en la chimenea. […] La puerta de mi casa está abierta de par en par. Que entre quien quiera, sea la vida, sea la muerte”. Pío Baroja no fue un hombre valiente. Su fama de energúmeno se basaba en sus frases tremebundas, no en sus actos. De hecho, Juan Benet lo evoca en su artículo “Barojiana” (1972) como un buen anfitrión en su piso de la madrileña calle Ruiz de Alarcón, más proclive a escuchar que a perorar. Como cualquier personalidad interesante, albergaba contradicciones, a veces muy acusadas. No se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, se declaró amigo de la Unión Soviética, flirteó con el fascismo y el antisemitismo, criticó la Segunda República, se libró de milagro de ser fusilado por los requetés a causa de su anticlericalismo y, finalmente, se adaptó sin problemas al régimen franquista. Su meta jamás fue otra que disfrutar de una existencia plácida y sin sobresaltos. Sin embargo, finaliza Juventud, egolatría execrando la tranquilidad burguesa y fantaseando con echarse a la mar en un pequeño falucho con “la bandera roja revolucionaria”. Se objetará que corría el año 1917, pero la fecha no importa demasiado. Como escribió Juan Benet, Pío Baroja siempre vivió en “un castillo inexpugnable”, fuera del tiempo, sin otra convicción que el desencanto. No era un ogro, sino un burgués gruñón que hubiera deseado vivir en una novela de Julio Verne. “Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que vivir como todo el mundo -admitió con pesar-; al último no hubo más remedio que transigir”. No creo descubrir nada, si afirmo que muchos hemos experimentado la misma desilusión.

sábado, 7 de abril de 2018

"Acerca de los clásicos" por Rafael Narbona


Los clásicos literarios son puntos de fuga hacia el infinito. Detrás de una página de Moby Dick, late el inmenso océano, con sus interminables abismos. Detrás de Madame Bovary, ruge el tedio de millones de vidas condenadas a una insípida rutina. Los clásicos no son meras expresiones de una subjetividad privilegiada, sino hitos de la memoria colectiva que labran poco a poco el retrato la humanidad.

Quizás los clásicos más perfectos son los que no pueden atribuirse con certeza a un autor, como la Ilíada y la Odisea. Homero, el improbable ciego de Quíos, encarna la maldición del aedo clarividente. Shakespeare, el joven palafrenero que “sabía algo de latín y menos de griego”, aviva el sueño del genio anónimo, cuyo furor creador convive con la infelicidad cotidiana y una refinada timidez. Aunque los clásicos proceden del talento individual, su virtud consiste en pertenecer a todos. Es absurdo creer que prolongan la vida de su creador. La muerte es irreversible e impersonal.

Los clásicos no son un simulacro de eternidad, sino un punto de inflexión en la memoria de las sucesivas generaciones. Nos obligan a mirar el mundo con otros ojos. El Quijote abunda en descuidos, digresiones y negligencias. Su estructura narrativa es primaria y reiterativa. Su prosa se despeña en muchas ocasiones por el prosaísmo y la confusión. Sin embargo, nada logra rebajar su credibilidad. Su carga de tristeza y desengaño nos apena tanto como la pérdida de un amigo muy querido. Alonso Quijano está dominado por la misma locura que el joven rabí de Galilea. Ambos desafían al poder por una ilusión tan necesaria como irrealizable. Mejor dicho: desafían a la realidad, incapaces de soportar sus límites, tristemente incompatibles con nuestros sueños más ambiciosos. Su final sólo puede ser la befa y el escarnio.

Es evidente que cada lengua posee sus clásicos. Sin embargo, las diferencias culturales no afectan a las preocupaciones esenciales. Todos los pueblos meditan sobre la muerte, el destino individual y los dioses. Los apaches carecen de tradición escrita, pero podemos comprender su valentía, su apego a la tierra, sus ansias de libertad, su resistencia a ser colonizados. Sus tradiciones orales han penetrado en la historia y han despertado en el ser humano la nostalgia de una vida nómada e incierta.

No sabemos cuáles serán los clásicos del porvenir, pero quizás podamos anticipar que redundarán en la desdicha del ser humano, inevitablemente derrotado por el tiempo y la historia. Quizás los clásicos solo son los testigos de nuestros fracasos, la sombra de nuestras ilusiones malogradas. La felicidad casi nunca es el destino de los héroes que perduran en nuestra memoria. Aquiles nos parece más grande que Ulises porque su final es más trágico.

Los clásicos ponen el infinito en nuestras manos. Podemos recorrerlos incontables veces, pero nunca llegaremos a conocer su verdadera extensión. En cada lectura, descubriremos nuevos pasajes, nuevos abismos. Un clásico puede confundirse con una zona de paso. Podemos experimentar la ilusión de atravesarla, pero en realidad quedamos atrapados en su interior. Cuando cerramos el libro, su historia ya se ha alojado en nuestra mente y, con menor o mayor intensidad, nunca dejará de fascinarnos, invitándonos a repetir la experiencia. Pero no nos engañemos. Nos atrae en la misma medida que un abismo. El infinito no es un milagro, sino una abominación, “una idea que corrompe a todas las demás”, según Jorge Luis Borges. El infinito es el martirio recurrente de Prometeo y Sísifo. O la interminable caída de Geoffrey Firmin por una sima volcánica, confundiéndose con un perro muerto. Malcolm Lowry escribió: “Todo es una maldita mentira”. Los demonios están en todas partes. En nuestro interior, en el exterior, en nuestros sueños. La dicha –continúa Lowry- se parece a “un pequeño tiovivo” que intentamos abordar una y otra vez, “perdiendo la siguiente oportunidad, y la siguiente, perdiendo todas las oportunidades hasta que es demasiado tarde”. Tal vez los clásicos son los libros que nos muestran lo que desearíamos no ver, revelándonos que hemos convertido el jardín que debíamos cuidar en un infierno del que es imposible escapar

"Días de pasión" por Antonio Muñoz Molina



En el retiro voluntario de la Semana Santa me gusta volver a las palabras y a las músicas del relato evangélico. Muchas personas se han ido de Madrid. En la tarde del miércoles va notándose gradualmente que se han ido y se siguen yendo en coche. La mañana del Jueves Santo tiene una santidad laica de recogimiento y silencio. No hace falta afiliarse a ninguna ortodoxia y a ningún credo para mantenerse alerta a la sensación de lo sagrado, que puede intuirse en la quietud de una calle sin tráfico a primera hora de la mañana, en la absolución de tantas obligaciones aplazadas por los días de fiesta. Ha llovido generosamente en las últimas semanas y los días de sol tienen una tersura de aire fresco. Ese es otro motivo de gratitud. En los senderos del parque, tan ásperos hasta hace muy poco, ahora se nota una elasticidad de tierra prieta y fértil bajo las pisadas. Los canales públicos de televisión transmiten procesiones sin descanso y en directo. Los telediarios informan de las procesiones de Semana Santa más extenuadoramente aún que de los partidos de fútbol. Una parte de la vida española parece varada sin remedio en la Contrarreforma, en las exhibiciones públicas de penitencias, de imágenes ensangrentadas de martirios. Como este año la lluvia no ha frustrado ninguna procesión, los informativos no muestran a penitentes llorando sin consuelo por no poder sacar los tronos de su cofradía. Lo que sí hay son testimonios espontáneos de asistentes a las procesiones que informan de la vehemencia de su fervor: “Esto no se puede explicar. Esto hay que vivirlo. Hay que sentirlo”.
Con vítores taurinos y caras arrasadas de lágrimas, chicas jóvenes que ya nacieron en un país descreído con las iglesias desiertas se rompen las manos aplaudiendo a los legionarios que sostienen en alto una imagen de Cristo en la cruz en una procesión de Málaga. Yo me acuerdo de cuando era niño y veía en las procesiones de mi ciudad los tronos escoltados por guardias civiles con mosquetones al hombro.
Pero todo vuelve. Todo vuelve porque nunca se ha ido. Vuelve la religión ostentosa y milagrera de la Contrarreforma católica, la de las exhibiciones públicas de ortodoxia que fueron obligatorias durante el franquismo. Vuelve porque nunca se fue la mescolanza de lo político y de lo eclesiástico, la ocupación irrespetuosa de los espacios públicos, la afirmación jactanciosa de una sola tradición por encima de todas las otras: el espectáculo católico como maciza identidad, unas veces española y otras veces andaluza, o castellana, o de donde sea. El ministro de Justicia y el de Educación y Cultura se persignan ante el Cristo legionario y alzan sus voces para cantar con desmayado entusiasmo Soy el novio de la muerte. La ministra de Defensa, que también participa en la celebración, ha ordenado que en los cuarteles españoles ondee a media asta la bandera como signo de luto por la crucifixión de Cristo.

Todo son recuerdos. Los peores recuerdos son los de ciertas cosas que se obstinan en no quedarse en el pasado. Me acuerdo de cuando era soldado y en las misas de campaña sonaba el himno nacional en la consagración y teníamos que arrodillarnos quitándonos la gorra y sosteniendo el fusil en un gesto de psicomotricidad tan complicada que se tardaba mucho en aprender, y que se llamaba “rindan armas”. Un soldado español solo rendía su arma ante la hostia consagrada. Hablo de 1979, 1980, otra época. Hablo de ahora mismo. El ministro de Educación y Cultura que se declara novio de la muerte con tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo de un país al que las castas dirigentes bendecidas por eclesiásticos y defendidas a mano armada por los militares mantuvieron durante siglos en una ignorancia tan infame como la pobreza. Mientras el ministro canta su pasodoble festivo y mortuorio, la investigación científica se hunde ante la indiferencia general y el sistema público de enseñanza cada vez puede cumplir menos su tarea ilustradora e igualitaria. Hay desolaciones españolas que no se curan nunca: melancolías civiles que atraviesan intactas las generaciones. La pesadilla de Juan Ramón Jiménez de hace un siglo conserva intacta su realidad, y su pavor: una mesa de campaña en una plaza de toros.

Por fortuna, Madrid es grande y descreída, incluso en la mañana del Viernes Santo. Un taxi para a mi lado en la acera y de él salen, con dificultad y pericia, dos señoras con altas peinetas de carey y mantillas de encaje negro. Allá cada cual. Yo voy escuchando en Spotify la Pasión según san Mateo. La escucho también en casa, con la opulencia sonora del amplificador y los altavoces, leyendo el libreto, que respeta en gran medida la simplicidad del relato evangélico. Es una costumbre que he mantenido desde hace ya muchos años, desde que compré una grabación histórica dirigida por Furtwrängler. Algún Jueves o Viernes Santo la he escuchado en directo, en austeras iglesias luteranas de Nueva York. Ahora la versión a la que vuelvo siempre es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena. Dirigida por Furtwrängler, la Pasión según san Mateo es imponente como una catedral gótica. La de Harnoncourt no es menos sobrecogedora, pero sí más cercana a la llaneza y el despojamiento del texto evangélico.

Vuelvo a esos capítulos finales a los que se atiene Bach. Hay un sigilo de drama que sucede entre sombras, en descampados nocturnos, un drama íntimo de miedo, de traición, de vergüenza, de huida, de debilidad ante la cercanía terrible del dolor, de incierta esperanza. El corazón de esa noche me ha parecido siempre la deslealtad del discípulo Pedro, que su maestro ha presentido con extraña agudeza: el que se declara tan firme y tan fiel cuando no hay peligro comete a la hora de la verdad una cobardía para la que tal vez habrá perdón, pero no consuelo. No hay otro momento así en la literatura. Tampoco lo hay en la música. En la pintura se ha representado muchas veces. Pero solo Caravaggio llega a lo más hondo de la negrura del miedo y el remordimiento, en una Negación de san Pedro que está en el Metropolitan de Nueva York, y que fue uno de los últimos cuadros que pintó en su vida. En el retiro breve de la Semana Santa, escuchando a Bach, leyendo a san Mateo, acordándome de ese cuadro de Caravaggio que he visto tantas veces, agradezco que el arte sea capaz al mismo tiempo de retratar el sufrimiento y consolarnos de él, y además refugiarnos de la intemperie pública.

sábado, 31 de marzo de 2018

"Escribir novelas" por James Salter


Las novelas son más largas que los cuentos y, en virtud de esa extensión, o digamos amplitud, tienen la oportunidad —la obligación, de hecho— de ser más complejas y posiblemente implicar a más personajes, llámeseles personas. La mayoría de las novelas son narrativas, o sea, lineales en la forma y fieles a la cronología, van hacia delante o fluctúan en idas y venidas en el tiempo. La narrativa cuenta una historia, y las historias son la esencia de las cosas, el elemento fundamental.

Pero la trama es algo más que la historia. Incluye los elementos causales y las sorpresas. La historia de Lolita es sencilla: Humbert descubre a Lolita, y digamos que la seduce, la hace pasar por su presunta hija, una situación detestable pero embriagadora, y un rival se la roba. Él se lanza en su búsqueda, los encuentra y mata al ladrón. Pero es la trama, con sus muchos destellos cómicos, la progresiva revelación de los motivos y los incidentes grotescos, la que lo engrandece. Lolita al principio fue malinterpretada, como es natural, y se salvó del previsible olvido o de acabar en el anaquel de los libros picantes gracias a Graham Greene, que la incluyó en su lista en el Times como uno de los tres mejores libros del año, y le concedió de ese modo respaldo literario. Nabokov era entonces un escritor poco conocido.

Es difícil escribir novelas. Has de tener la idea y los personajes, aunque quizá se añadan personajes sobre la marcha. Necesitas la historia. Necesitas, si me permiten decirlo así, la forma: ¿Qué extensión va a tener el libro? ¿Estará escrito en párrafos largos? ¿Cortos? ¿En qué persona narrativa? ¿Mantendrá un hilo conductor o se dispersará en todas direcciones? ¿Cómo será de denso? Cuando tienes la forma, puedes escribir la novela. Cuando tienes el estilo. El estilo. Dónde te sitúas como escritor. Tus prejuicios. Tu posicionamiento moral. El modo en que ese libro debería leerse. Y después necesitas un comienzo. “Dos cordilleras atraviesan la República, casi de norte a sur…”, las contenidas primeras palabras del suplicio final del cónsul en Bajo el volcán. El comienzo es de suma importancia. Una de las cosas más difíciles, según decía García Márquez, es el primer párrafo. Había pasado meses con un primer párrafo, explicaba, pero una vez lo consiguió, el resto fue sencillo. Tenía el estilo, el tono, pero el problema era cómo empezar a plasmarlo. El primer párrafo daba la pauta de lo que sería el resto del libro.

El principio, cómo empieza. Después de eso, escrito en orden o en desorden, viene el resto, escena a escena, página a página. Es una tarea prolongada. Como escritor, te enfrentas constantemente a la necesidad de visualizar una escena, o una secuencia, o un sentimiento, para a continuación, de la manera más cabal que puedas, ponerlo en palabras. Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. Es una labor con muchos aspectos, demasiados, y al menos uno de ellos debe quedar al fin escrito de un modo lineal, palabra por palabra, hasta el punto de llegar casi a perder el interés. Hay siempre demasiadas opciones, o no hay ninguna, ninguna vía posible. Al principio eres capaz de escribir en cualquier sitio, pero has de dedicarle tiempo a escribir, has de escribir en lugar de vivir. Has de dar mucho para recibir algo. Recibes solo un poco, pero es algo. No hay valores establecidos; das mucho a cambio de nada; haces todo a cambio de apenas nada, como al principio Justine hacía el amor a cambio de una camisa de algodón.

Si de verdad es así, si es tan difícil y para casi todo el mundo hay tan poco que ganar, poco dinero… Bueno, de hecho, es una manera de ganar dinero; no necesitas nada para empezar, salvo las palabras. Pero ¿cuál es el impulso? ¿Por qué se escribe? Ahí está la esencia. Entonces, ¿por qué?

Bueno, ciertamente por placer, aunque está claro que no es un placer tan grande. En ese caso, para complacer a otros. He escrito con eso en mente a veces, pensando en ciertas personas, pero sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, esa es la única razón. El resultado apenas tiene nada que ver. Ninguna de esas razones da la fuerza del deseo.

Siempre pienso en Paul Léautaud, un viejo crítico teatral, pobre, casi olvidado. Al final, cuando vivía solo con una docena de gatos, escribió: “Écrire! Quelle chose merveilleuse!”.

Eres el héroe de tu propia vida: te pertenece solo a ti, y a menudo es la base de una primera novela. Ninguna otra historia está más a tu alcance para que dispongas de ella. Philip Roth escribió su primer libro, Goodbye, Columbus, sobre sí mismo y un amor de juventud con una chica en Nueva Jersey. Ese segmento de su vida es la historia, y sus complicaciones conforman la trama.

Voltaire escribió Cándido como crítica social, lo hizo de un tirón cuando tenía 65 años. Theodore Dreiser visitó a su amigo Arthur Henry el verano de 1899 en Maumee, Ohio. Henry estaba trabajando en una novela. “¿Por qué no escribes una tú también?”, le sugirió a Dreiser. Éste se sentó, cogió una hoja de papel y escribió en la parte superior: Nuestra hermana Carrie.

miércoles, 28 de marzo de 2018

"El ´asignaturismo`, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura" por Pilar Álvarez


Cuando Emilio Lledó recuerda a aquellos alumnos, cita un verso de Lope de Vega: “España, madrastra de tus hijos verdaderos”. Corrían los años cincuenta y acababa de mudarse a la Universidad de Heidelberg, en Alemania, donde transcurrieron algunos de los años más reveladores de su carrera docente. Poco después de que se trasladara, comenzaron a llegar a las fábricas de las localidades de alrededor oleadas de obreros españoles. Eran hombres jóvenes y sin estudios, con un castellano rústico y un alemán inexistente que “habían nacido con un no de plomo en la cabeza” por carecer de un verdadero acceso a la educación.

Lledó (Sevilla, 1927) se hizo amigo de un grupo de ellos y les ofreció reunirse en una cafetería un par de veces al mes. La excusa fue enseñarles alemán, pero acabaron aprendiendo unos y otros de la vida. “El entusiasmo, la inteligencia y la sensibilidad de esos jóvenes han quedado para mí como la experiencia docente más maravillosa que he tenido”, asegura más de 60 años después el filósofo sentado en el sofá de su piso, junto al Retiro madrileño. “Y mira que me he llevado bien con mis alumnos”, cuenta quien también ha sido catedrático de instituto en Valladolid y en las universidades de La Laguna, Barcelona y la UNED en Madrid.El filósofo vive en una casa llena de luz y de libros (más de 10.000) entre los que encaja las fotografías de sus hijos y nietos. Sobre el piano, reposan dos cuadritos pintados con un paisaje y una casa roja que le han regalado sus nietas pequeñas en su reciente 90 cumpleaños.

Acaba de presentar su último libro, Sobre la educación (Taurus), un compendio de sus artículos y reflexiones sobre la enseñanza, los exámenes, el papel que tiene la filosofía en las aulas o el de la Universidad en la vida de los alumnos. El lema del libro, de Aristóteles, es una defensa de la igualdad en la educación: “Puesto que toda la ciudad tiene un solo fin, es claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos”. No cree que España se esté encaminando a esa igualdad. “Es el camino absolutamente equivocado, en mi opinión”. Vuelve a los obreros con los que se cruzó en Alemania y lamenta que, sin un sistema que garantice que el aprendizaje del más humilde es equiparable al del más pudiente, los que quedan atrás salen perdiendo, pero la sociedad también: “Se pierden talentos extraordinarios para la música, para la poesía, para la literatura”.

Enseñar la libertad
El profesor recuerda a don Francisco, su primer maestro, que les enseñaba en el entonces pueblo madrileño de Vicálvaro, hoy un distrito de la capital: “Nos hacía leer el Quijote y también a otros autores. Y luego nos pedía sugerencias de la lectura. Solo con eso, preguntando qué podía sugerir Miguel de Cervantes Saavedra a niños de nueve o diez años, aniquilaba el asignaturismo”. 
En su obra y durante la charla defiende saltarse las costuras de las materias y las asignaturas, no obligar a memorizar nombres o fechas de nacimiento en literatura, “sino enseñar a leer un libro clásico porque pasar un semestre con Galdós, Baroja o, no digamos, Cervantes, no es un invento utópico”. No se trata de no evaluar, sino de no hacerlo como en la actualidad. “El asignaturismo, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura”, recalca. Es la diferencia, añade, entre el conocimiento profundo o “los grumos pringosos que te meten en la cabeza, que están desconectados y no te dejan fluir las neuronas. Hay que enseñar a los niños la libertad”.

El subtítulo de su nuevo libro es La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía. Esta última materia quedó arrinconada con la actual reforma educativa. Su reducción en los currículos desembocó en una movilización de filósofos y docentes en la que Lledó estuvo implicado. Aún lo está: “Son los profesores los que tienen que darse cuenta del carácter crítico y formativo que tiene esa disciplina. Quererla quitar es un crimen pedagógico, un crimen cultural contra el desarrollo mental del país”.

Emilio Lledó escribe en su último libro que el paso por la escuela y la universidad maltrata la mente de los alumnos, que acaban “pensando que el apasionante mundo del saber y de la ciencia es ese horroroso organismo de mediocridad”. Cuando se le lee la frase, apunta: “No sé en qué año lo escribí, pero sigue vigente. Fíjese en los másteres que, en general, son de un paletismo terrible”.

domingo, 25 de marzo de 2018

"De la názora y de otros malos desusos del lenguaje" por David Araújo


Hace unos días descubrí que hay un nombre para esa inmundicia que, agazapada en la leche hervida y con el nombre fraudulento de «nata», sin más, me amargó la infancia: «názora». Si esta palabra no hubiera caído en el olvido, yo hubiera podido rebatirles a mis padres su «no seas repunantiño y tómatela, que es la misma que te comes con las fresas». De saber entonces lo que cuarenta años después sé, hubiera podido explicarles que aquello era názora, y que, si venía especificado como «nata de la leche», sería porque no era la misma nata que la de las fresas.
Que «názora» esté, como matiza la RAE, en desuso, puede deberse a un complot; o bien de los fabricantes de coladores o bien de los padres que querían que asumiéramos que aquella nata era la misma que se le echaba al flan y no una cochinada que envenenaba, si no el organismo, sí el espíritu y las ganas de vivir. Pero ¿qué pasa con otras palabras que estamos dejando desaparecer porque sí, sin que haya poderes fácticos que nos inciten a ello? Entre todos las estamos matando y ellas solas se están muriendo.

No soy yo de los que rinda culto a la concisión (véase mi «Alegato en favor de la explayación»), pero siempre hay que tener a mano conceptos a los que podamos recurrir cuando tenemos prisa. Así, por ejemplo, una sola palabra, «filautía», es lo mismo que «amor propio». «En el quinto coño» o «a tomar por saco» son un patrimonio que, como buenos españoles, debemos proteger, pero hay un «sínsoras», parece ser que usado en Puerto Rico, que podría haber tenido más recorrido como «lugar lejano»; «amidos» condensa un «de mala cara o a la fuerza» y «peñolada» significa «acción de escribir algo corto», idea para la cual abusamos del sentido figurado de «un par de líneas», y el sentido figurado es peligroso en el actual contexto de tiquismiquismo, en el que no sabemos quién nos puede echar en cara la literalidad. Algo similar ocurre con «diuturnidad», muy a mano para dar largas, pues no te mete en el jardín de los datos que comprometen, ya que es un ambiguo «espacio dilatado de tiempo». Es cierto que no acabas antes de decir «nocturnancia» («tiempo de la noche muy entrada») que «las tantas» y que esta supone un menor gasto de energía para los órganos articulatorios, pero la primera triunfa en decoro. Y para el «arroz que queda en el fondo de la olla» tiramos del maravilloso socarrat, pero existe una palabra en castellano, «cocolón», que se usa en Sudamérica y que tiene una segunda acepción que significa «hijo menor de una familia»: el símil entre uno y otro concepto es genial. Este hijo pequeño, conocido hoy en día por «benjamín», tiene otros nombres en nuestro idioma, como «caganidos» o «secaleche», menos honorables. Su desuso, o uso restringido a una zona específica, refleja quizá un aumento de la respetabilidad de este miembro de la familia.

Lo que se entiende peor que el arrinconamiento de estas palabras, que al fin y al cabo han sido sustituidas, o absorbidas, por otras expresiones que dicen lo mismo —y que tienen sílaba más, sílaba menos, y nos quitan milésima más, milésima menos—, es el de las que definían con concisión un concepto y cuyo desuso nos sume en el intricado universo de la perífrasis.

Tontos no somos los hablantes, y el idioma evoluciona con la lógica de la selección natural (del «regatón» hablaremos otro día, quizá en la sección de fenómenos paranormales), teniendo en cuenta, entre otras cosas, el encuentro de lo que supone un menor esfuerzo para el transmisor del mensaje con la mayor posibilidad de comprensión para el receptor. Y, por supuesto, atendiendo a lo que se lleva y a lo que no: hay expresiones o vocablos que dejan de usarse sencillamente porque las realidades a las que aludían se dan cada vez con menos frecuencia. Es lógico que la acepción de «cantarada», «obsequio de un cántaro de vino que los mozos de un pueblo exigían al forastero para dejarle hablar la primera vez por la reja a una joven», vaya desapareciendo. O quiero creer que es lógico, porque la RAE recoge este significado sin matizar que sea p. us o desus., lo cual quiere decir que no hace tanto tiempo que era frecuente. Pero hay otras palabras cuya agonía a mí me cuesta comprender. «Columbrón», por ejemplo, «aquello que alcanza una mirada», además de representar un bonito significado (aunque es verdad que el significante no le hace justicia), daría mucho juego en situaciones en las que queremos decir que no vemos algo, pero nos vemos obligados a explayarnos para justificar si esto ocurre porque no estoy acertado en mi ejercicio de ver, o porque hay obstáculos que pueden ocultar lo que pretendo mirar, o porque lo que se pretende que busque no está en mi… columbrón. El «campo visual» del que solemos tirar en estos casos chirría por pedante, suena a terminología científica.

«Asteísmo», que tampoco es una palabra atractiva, nos vendría al pelo para explicar los malentendidos ocasionado por la «alabanza que se dirige con gracia y delicadeza bajo apariencia de reprensión y vituperio». A los que vivimos en Asia, en donde el doble sentido no siempre se capta como queremos que se capte, si ese término tuviera popularidad, nos daría la forma de justificar con exactitud las tan españolas lisonjas «serás hijo puta», «qué cabronazo eres» o «matarte era poco» que dirigimos a personas que estimamos. ¿Qué tenemos ahora? Un «te estoy insultando de broma» o «te lo decía con cariño», pero no hay manera, o yo la desconozco, de plasmar esta idea en una sola palabra. En el Diccionario del castellano tradicional de César Hernández Alonso y María del Carmen Hoyos Hoyos se recoge el verbo «amecer» —y este sí tiene una pronunciación agradecida— como «pelear o luchar de forma amistosa y a modo de juego». También en esa obra nos encontramos «arrancadera»: «Última copa o trago que se toma con los amigos antes de despedirse». En el RAE no está con esta acepción y hoy expresamos la antigua arrancadera con un «va, la última», al que no se le puede negar sencillez y claridad, pero no deja de ser una maniobra de retórica coloquial. Es, asimismo, una pena que se haya perdido «escurrir» como «salir acompañando a alguien para despedirlo». Esta acción sigue perteneciendo, que yo sepa, a la esfera de lo celebrado (cuántas veces hemos considerado un triunfo haber encontrado la manera de sacar de nuestra casa a los visitantes) y, por lo tanto, deberíamos concederle la naturaleza de palabra única y no de perífrasis. ¿Cómo le dices a tu mujer que ya es hora de que vaya echando a sus padres, que se pasaban por casa porque les pillaba de camino, y ya llevan cuatro horas sentados en el sofá? Un «escúrrelos» es lo suficientemente conciso y la mitad de despótico que un «despáchalos», concepto este que además no incluye la diplomática y considerada noción de «salir acompañando».

«Lechigado» es «acostado en la cama». Con ese matiz —no en el sofá, no en la tumbona, sino en la cama— el «no tocar los cojones» queda claro, pero vete tú a saber por qué misteriosa razón hemos despreciado esa palabra. Y hablando de cojones, la historia del español es un continuo ir y venir de términos que, bien por cuestiones eufemísticas, bien porque es el de la salacidad un campo propicio para experimentar con nuestro salero y chispa naturales, nos ha dejado un legado inabarcable de joyas léxicas: «cirio pascual» para el pene (que es un «capirote echado» cuando pasa por su mejor momento), o basándose en cuestiones onomatopéyicas, «dinguilindón» (me pregunto qué golpearían con el pene, o qué se colgarían en él, para obtener un sonido semejante); «cosquilloso» para los testículos, «bostezo» para la vagina, a la que también se aludía con la ampulosa expresión «honsario do fenecen los mortales». En estos casos, el desuso (del significante, no del significado; toquemos madera) se debe a que la mente humana es un continuo bullir de ideas y analogías en el campo de la libídine, y todas las genialidades no caben, por muchas horas de conversación que dediquemos al tema.

martes, 20 de marzo de 2018

"Las cartas de Rilke a un joven poeta" por Rafael Narbona


La vocación poética siempre nace llena de dudas. El joven poeta busca su voz, su estilo, la palabra que exprese su experiencia del mundo y su idea del absoluto, pero en sus versos se acumulan la perplejidad, la incertidumbre y el miedo. Su ambición corre paralela a su inseguridad. Sabe que la poesía implica una aventura, un viaje interior y quizás una visión mística, pero muchas veces carece de una guía espiritual y estética que oriente sus pasos. Avanza entre tinieblas, con la mirada atenta a cualquier señal que le proporcione algo de luz, preguntándose si hay algo más allá de su penumbra existencial. Es fácil desanimarse y abandonar, pues la palabra común se resiste a transformarse en palabra poética. El verdadero poeta es un alquimista que convierte lo cotidiano en algo extraordinario. Su misión es escuchar, abrir un claro que permita la manifestación de la gracia, rebasar los límites que niegan la posibilidad de una teofanía. A finales del otoño de 1902, Franz Xaver Kappus, cadete de la escuela militar Wiener-Neustadt, soñaba con ser poeta y no cesaba de interrogarse sobre el sentido de la creación artística. ¿Cómo podía madurar? ¿Qué era realmente la poesía? ¿Lograría hallar su voz? ¿Podría conocer a Dios mediante la palabra poética?

Kappus admiraba profundamente a Rainer Maria Rilke, que aún no había alcanzado la madurez creativa de los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, pero que ya era una de las voces más poderosas de su tiempo. Rilke había estudiado en la misma academia militar que Kappus y, como él, había asistido a las clases del profesor Horacek, un hombre sabio y bondadoso que ejercía de capellán. Animado por esas circunstancias, el joven aprendiz de poeta se decidió a escribirle, pidiéndole respuestas o simples consejos. Rilke le contestó desde París el 17 de febrero de 1903, iniciando un intercambio epistolar que se prolongaría hasta el 26 de diciembre de 1908. Kappus renunció a la poesía después de varios fracasos, abrazando una profesión convencional, pero nunca se desprendió de las diez cartas de Rilke, que aparecerían publicadas por primera vez en Leipzig en 1929, tres años después de la muerte del autor del Libro de horas. Rilke no se limitó a contestar de una manera afable y superficial. Su ardiente búsqueda de la expresión artística que más se acercara al misterio de Dios convirtió cada carta en una lección magistral sobre la poesía, la verdad y la belleza.

En la primera carta, rehúye valorar los versos de Kappus, alegando que la palabra crítica apenas puede comprender o explicar la palabra poética. Cuando se aventura a hacerlo, solo produce “un malentendido más o menos afortunado”. Rilke se muestra escéptico con el optimismo racionalista, que pretende explicar todos los hechos mediante evidencias objetivas transmisibles mediante el lenguaje: “La mayoría de los hechos son inefables, y se verifican en un espacio en el que jamás ha penetrado palabra alguna, y lo más inefable que existe son las obras de arte”. Al margen de eso, el poeta no debe preocuparse demasiado por las críticas. El poema es una búsqueda interior, no una manera de conseguir la aprobación ajena. Escribir no es un oficio, sino una necesidad, un destino. Y en ese destino, no hay horas vacías o gestos insignificantes: “Su vida habrá de ser, hasta en su hora más indiferente y nimia, manifestación y testimonio de esa necesidad”. El poeta contempla la naturaleza con ojos nuevos, “como si fuera el primer hombre”. Para él, no hay cosas pequeñas. La vida nunca es mediocre y anodina. Cualquier día, por insípido que parezca, contiene infinidad de tesoros que pueden ser recreados en un poema: la primera hora de la mañana, un árbol en primavera, un cielo saturado de colores. “Y aunque se encontrara en un calabozo cuyas paredes no dejasen llegar a sus sentidos ni uno solo de los sonidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, ese tesoro precioso y regio, ese santuario de la memoria?”. Exhumar “ese vasto pasado” proporcionará al poeta algo esencial: una relación más estrecha, más íntima, más fecunda, con su soledad, que no es aislamiento del mundo exterior, sino comunión con la totalidad: “Su soledad se ensanchará y se convertirá en una estancia a media luz desde la que oirá pasar de largo el ruido lejano de los demás”. Rilke finaliza su primera carta aconsejando al joven poeta que se concentre en su vida interior, sin esperar que las respuestas acudan desde fuera, perturbando su evolución: “El creador debe ser un mundo por sí mismo y encontrarlo todo en sí mismo y en la naturaleza, a la que se ha adherido”.

Rilke envía su segunda carta desde Viareggio, Italia, dos meses más tarde. De nuevo, habla de la soledad: “En lo que toca a los asuntos más importantes y profundos, estamos indeciblemente solos”. Esa circunstancia no constituye un obstáculo, pues obliga al poeta a descender hasta lo más hondo, buscando las cosas verdaderamente grandes. En esa exploración, no hay ayuda más valiosa que la lectura. Rilke recomienda al joven poeta que se interne en tres universos: las Sagradas Escrituras, la literatura del escritor danés Jens Peter Jacobsen y las esculturas de Auguste Rodin, “que no tiene parangón entre todos los artistas vivos”. De Jacobsen, destaca su libro de cuentos Seis relatos y su novela Niels Lyhne, que plantea la necesidad de hallar un sentido a la vida desde una perspectiva naturalista. Es paradójico que Rilke invoque simultáneamente la Biblia y una novela que intenta explicar el mundo, prescindiendo de cualquier hipótesis sobrenatural. Rilke no es ateo, pero su Dios no coincide con el de ninguna ortodoxia. Más adelante, aclarará su noción de Dios, que anticipa la interpretación de lo numinoso en Heidegger. En su tercera carta, también enviada desde Viareggio veintitrés días después, Rilke apunta que el poeta madura lentamente, como un árbol “que no apremia a su savia, y se alza confiado en los días ventosos de la primavera sin temer ni por un instante que después pueda no llegar el verano”. La inspiración –o, lo que es lo mismo, la gracia- “solo les llega a los pacientes, a los que viven como si tuvieran toda la eternidad por delante”. Rilke compara la creación artística con la experiencia sexual: “Ambos fenómenos no son más que formas distintas de un único anhelo y una sola bienaventuranza”.

La cuarta carta de Rilke sale con fecha de 16 de julio de 1903. Está escrita desde la colonia artística de Worpswede, Alemania. Otra vez llama la atención sobre lo aparentemente pequeño y sencillo. El poeta debe ponerse al servicio de las cosas para que puedan manifestar su grandeza. Para lograrlo, debe “amar las preguntas mismas, […] vivirlas”. Solo de ese modo podrá captar la plenitud y esplendor del mundo. La semejanza entre el arte y el sexo no procede tanto del placer como de su fecundidad. No conocemos los atributos de la divinidad, pero tal vez el más característico y esencial sea su condición de madre cósmica: “Quizá por encima de todo hay una gran maternidad, un anhelo común a todos. La belleza de la mujer virgen, de esa criatura que (como usted dice tan bellamente) ‘todavía no ha dado nada’, es la maternidad que se intuye y prepara, que teme y anhela. Y la belleza de la madre es la maternidad puesta al servicio de la vida”. En el hombre, también podemos hallar maternidad “física y espiritual”. La renovación del mundo depende de la fusión de los sexos en una tarea común, “de persona a persona”, que exprese la trascendencia de la vida. Durante una estancia en Roma, Rilke escribe su quinta misiva al poeta adolescente, recordándole que “hay mucha belleza en todas partes”. No hay que dejarse aturdir por el ruido del mundo, que alborota y parlotea sin descanso. Hay que aprender “poco a poco a reconocer los escasos objetos en los que perdura una eternidad que se puede amar y una soledad de la que se puede participar quedamente”.

Aún desde Roma, Rilke redacta una sexta carta donde redunda en su elogio de la soledad: “Lo único realmente necesario es la soledad, una gran soledad interior. Entrar en uno mismo y no encontrarse con nadie durante horas: hay que conseguir eso”. La soledad es “un trabajo, un rango y un oficio”, que implica mirar la realidad con los ojos de la infancia. El punto de vista del adulto no vale nada al lado de la mirada de un niño. Ser adulto suele significar, entre otras cosas, perder la fe, dejar de creer en Dios. Rilke recomienda a Kappus que no se preocupe por esta cuestión, pues el Dios que nos han enseñado las distintas iglesias solo es una ilusión. El Dios verdadero “está por venir”. No puede ser de otro modo, pues Dios es el fruto final, la culminación del cosmos: “¿No ha de ser Él por fuerza el último, para abarcarlo todo en Sí? ¿Y qué sentido tendríamos nosotros si Aquel que anhelamos ya hubiera sido?”. Dios garantiza que la cosecha del tiempo no se malogre. Gracias a Él, “los que ya partieron siguen estando en nosotros, […] hechos sangre rumorosa y gesto que se alza desde las honduras del tiempo”. Rilke finaliza su carta, exhortando al joven poeta a no perder la fe. Fechada un 23 de diciembre, sus últimas palabras adquieren la resonancia de una epístola neotestamentaria: “Querido señor Kappus, celebre la Navidad con el devoto sentimiento de que su angustia vital es quizás lo que Él necesita de usted para empezar; acaso estos días de transición para usted son precisamente el momento en que toda su persona se consagra a Él, como hace tiempo, de pequeño se consagrara también a Él con fervor. Tome las cosas con paciencia y buena voluntad, y piense que lo menos que podemos hacer es no poner a Su advenimiento más obstáculos que los que pone la tierra a la primavera cuando llega su hora. Y esté alegre y confiado”.

La séptima carta también se gesta en Roma, seis meses después. Rilke instiga a buscar lo difícil, pues “todo lo vivo busca lo difícil”. El amor es difícil, “quizás el más difícil de los trabajos que se han encomendado”. Es “una ocasión solemne de madurar, de devenir algo en sí mismo, de convertirse en mundo, de ser mundo para sí mismo y por causa de otros”. En el amor, “dos soledades se protegen, delimitan y saludan la una a la otra”. La octava carta, redactada en Borgeby gard, Flädie, Suecia, alaba la tristeza, que “no es sino la señal de que algo nuevo, desconocido, acaba de entrar en nosotros”. Lo imprevisible nos aterra, sin comprender que las vivencias nuevas, incluso cuando son terroríficas, amplían y enriquecen nuestro conocimiento del mundo. Debemos amar los abismos, pues “quién sabe si detrás de lo aparentemente terrible no habrá acaso más que desamparo que espera nuestra ayuda”. La novena carta, escrita en Furuborg, Jonsered, Suecia, mucho más breve, expresa la misma confianza hacia el mundo que había aparecido anteriormente: “Créame: la vida siempre tiene razón, en todas las circunstancias”. Rilke escribirá su última carta a Kappus desde París. Han transcurrido cuatro años y Kappus le ha confesado que su vida se ha estabilizado, adoptando un rumbo poco literario. Ha continuado la carrera militar y no está descontento. Rilke le responde que “el arte solo es una manera de vivir, y es posible prepararse para ella sin saberlo, simplemente viviendo sin más”. No hace falta ser poeta para vivir poéticamente. Es suficiente mantenerse abierto al mundo y cultivar la vida interior. Muchas veces se llama literatura a textos pueriles, sin trascendencia artística. Un gesto de emoción al observar el atardecer puede ser más lírico que un poema mediocre y lleno de lugares comunes.

Las cartas de Rilke contienen una poética que expresa una elaborada interpretación del ser. Para el creador de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, no hay que tomar las apreciaciones de la conciencia como una evidencia. Aunque no lo percibamos de forma inequívoca, Dios es lo primero, ese invisible fondo cósmico del que procede la multiplicidad de lo existente. Eso sí, Dios está incompleto hasta el final de los tiempos, cuando recoge en su seno hasta la última brizna de hierba, presuntamente desechada por un devenir implacable. Dios no está separado del mundo. Dios es presencia, huella, “una conciencia puramente terrestre, profundamente terrestre, felizmente terrestre” que se expande como un círculo cada vez más vasto, donde nada se pierde. El verdadero poeta solo es el testigo de ese Dios que se hace día a día, que se “edifica” con la angustia y la desesperación, la incertidumbre y la calma. En ese proceso hay voluptuosidad, amor. Lo sensual, que nos sacude e interpela continuamente, revela que la materia no es imperfecta, sino trascendente. No hay nada más divino que engendrar vida, asumiendo el cuidado del otro. El otro siempre es el horizonte del quehacer humano. La poesía solo alcanza la plenitud cuando se convierte en un diálogo fructífero de persona a persona, desbordando los límites que nos separan. Las cartas que intercambiaron Kappus y Rilke son un hermoso ejemplo de ese diálogo, donde el amor a las preguntas prevalece sobre el hambre de respuestas. La vida no es una respuesta, sino una pregunta y la misión del poeta es hacerse eco de su inacabable rumor.

domingo, 18 de marzo de 2018

"El enigma de los dos padres" por Álex Grijelmo

Circula por WhastsApp un vídeo con un ingenioso enigma: “Un padre y un hijo viajan en coche. Sufren un accidente. El padre muere y al hijo se lo llevan a un hospital. Necesita una compleja operación. Llaman a una eminencia médica; y cuando llega y ve al paciente, dice: ‘No puedo operarlo, es mi hijo”. ¿Qué explicación tiene eso? El vídeo, elaborado por la BBC en español, ofrece las contestaciones de distintas personas a quienes se planteó por separado el acertijo: “No puede ser”. “Caramba, ni idea”. “El padre es el médico y el padre que murió es un sacerdote”. “Es un padre el que va en el coche, pero no el de ese hijo”. “Es un padre adoptivo”. “Es imposible, porque el padre está muerto”… Hasta que un hombre responde: “El médico es la mamá del hijo”. Y una mujer coincide después: “La mamá es cirujano”.
Los siguientes planos muestran la reacción de los demás interrogados (hombres y mujeres), una vez que conocen esa respuesta, que es la adecuada: “Ah…, dijeron ‘una eminencia médica’, claro. Qué horror”. “Qué fuerte. ¿Esto le pasa a más gente?”. “Es la cultura, nos lo tienen machacado”.
La autora del reportaje, Inma Gil, explica luego: “Hasta las personas más feministas pueden dudar a la hora de resolver este acertijo. Nuestro cerebro inconsciente puede contradecir los valores en los que firmemente creemos, como la igualdad de género”. Todo se debe, añade, a la “parcialidad implícita” de las conexiones neuronales: se vincula “eminencia médica” con la figura de un hombre, porque eso supimos desde niños.
Pero en este caso ni el lenguaje ni el subconsciente han sido discriminatorios: no hay nada machista en el mensaje ni en las respuestas. Incluso la expresión crucial, “eminencia médica”, se formula en femenino. Intentaremos aportar algunas claves diferentes. Se planteó un enigma, y todos ellos se basan en vulnerar alguna de las cuatro máximas necesarias para que se produzca una conversación leal (Herbert Paul Grice, 1975): 1. Hay que dar la cantidad de información adecuada. 2. Se contarán hechos verdaderos. 3. No se debe ocultar lo relevante. 4. Hay que ser claro.
En este caso, el mensaje incumple la primera, la tercera y la cuarta: ofrece menos información de la que se tiene (al decir “una eminencia” oculta el sexo de esa persona), silencia el dato relevante de que se trata de la madre y es deliberadamente ambiguo.
Nos hallamos ante un ejemplo similar a los que exponíamos en un artículo anterior (EL PAÍS del 25 de febrero, No es sexista la lengua, sino su uso). Entonces planteábamos estos dos casos: 1. “En el concurso de belleza participaron veinte jóvenes” (y el receptor entiende “mujeres”); 2. “Entre solo tres policías detuvieron a los diez terroristas” (y se entiende dos veces “hombres” al oír “policías” y “terroristas”). Así que, como se ve, estas trampas funcionan con los dos sexos.
La explicación radica en que resolvemos las ambigüedades proyectando sobre ellas la experiencia más intensa, ya se trate de personas, animales o plantas. Si oímos la palabra “árboles”, también pensaremos en los pinos que tenemos cerca y discriminaremos a los cipreses. Y si en nuestro entorno las eminencias médicas, los policías y los terroristas son hombres, y los concursos de belleza que vemos por televisión muestran a mujeres, no se debe echar la culpa ni al hablante, ni al receptor ni a la lengua, sino a la realidad. Y por tanto es la realidad lo que debemos cambiar.
Por favor, no disparen a las palabras ni al lenguaje sin haber mirado antes a su alrededor.