Estoy rodeado de gente, pero nadie sabe de mí. Yo tampoco los conozco, nada sé de ellos. Nadie me espera, nadie me busca, aquí no soy nadie y, como a Ulises, en cierta manera, mi anonimia me salva. Ahora mismo no existo para nadie, soy absolutamente transparente. Veo grupos familiares, de amigos, yo observo con suficiencia, con desapego, porque no pertenezco a nadie, porque nadie me busca, porque no hay conversación a la vista que me condicione. Las luces de Navidad me hacen sonreír, me dan grima, me repelen. Solo hablo con la camarera por absoluta necesidad, ella me da la vida, la cerveza. Es una sensación perversa: no pertenecer a nada, ni a nadie, ni esperar que nadie piense en ti. No esperar abrazos ni consuelos ni siquiera saludos. Nada. Libertad absoluta o soledad indigesta, cualquiera sabe. No estoy en ningún sitio, no estoy, no soy. O eso parece, hasta que la camarera, diligente y real, anuncia, “aquí tienes la oreja” y me encuentro con mis vicios. Y ahora, dime, ¿esto es un poema? No, cualquier texto que contenga las palabras “oreja” y “Navidad”, no es un poema.
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miércoles, 6 de diciembre de 2023
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