miércoles, 22 de febrero de 2023

Nápoles IV: "Aquí no servimos Coca-Cola"


 

Las grandes ciudades necesitan reposo para ser saboreadas. El cuarto día en Nápoles lo disfrutamos más que los anteriores porque uno se amolda a los usos del lugar, por muy estrambóticos que sean. 

De mañana subimos en un autobús urbano que nos lleva a las catacumbas donde está enterrado san Genaro, patrono insigne de la ciudad y del Sintrom. Sepulcros paleocristianos (¡qué repelús!) con frescos del Pantócrator y de una niña muy decente. Si leyera esta descripción el seminarista que nos sirve de guía se revolvería en su cilicio. Hasta que el cuerpo de Maradona no repose junto al de san Genaro, estas catacumbas no serán serias, por mucho que el seminarista se empeñe, así te lo digo. De hecho, cuando nos asomamos a la tumba del patrón de la ciudad, el vuelo de dos palomas roza nuestras cabezas. El espíritu del Pibe se enciende, como el látigo de siete puntas del guía. Diego le dio mucho más a la ciudad que cualquier santo de medio pelo. 

Seguimos ascendiendo (esta vez a pie) hasta el palacio de Capodimonte. Nos jugamos la vida al cruzar los pasos de cebra desvaídos, pero vale mucho la pena. Disfrutamos de una colección de pintura renacentista deliciosa: Rafael, Miguel Ángel, el Greco, Tiziano, el Españoleto... y como colofón, la música, la más profunda y estremecedora de las artes. El maestro Ruggiero toca el piano y nos explica las conexiones entre la técnica musical y la pictórica. Bach, Chopin, Scriabin, Scarlatti... La música es superior a todas las artes, sin duda alguna. Otra vez a punto de llorar de emoción, a causa de ese "no sé qué que queda balbuciendo". 

Bajamos de nuevo en autobús urbano y, como siempre, charlamos con la gente en la parada, en el interior y hasta en las escaleras de bajada. El 90 % de los napolitanos ha estado en España o eso nos confiesan ellos. Es una estadística fidedigna, elaborada a partir de los mil cien vecinos de la ciudad que nos han abordado en cuanto descubren que somos españoles. Hasta los "kikos" napolitanos son afables. Un señor más viejo que yo nos habla de su viaje a Madrid para visitar a Kiko Argüello, porque él se define como neocatecúmeno y casado con una mujer tailandesa que ronda los veinticinco. Va cargado de bolsas, no quiero pensar lo que lleva en ellas, ¿imágenes de Juan Pablo II tocando la guitarra, fotos de niñas o un cuerpo desmembrado? No sé, todo es posible.

De nuevo nos sumergimos en el Helesponto, en las callejuelas de lápidas irregulares, grafitis y palacios descomunales. Y conseguimos comprender por qué Lope de Vega llamaba a esta ciudad "la más honrada de toda Europa", sí, ricos míos, sí. Me había olvidado el día anterior mi macuto con dinero y pertenencias personales. Al día siguiente allí está. No falta un euro, ni siquiera las tiritas de los pies, que son carísimas. Comemos en una trattoria acogedora, rica en pasta y dulces de allende los cielos. También hay una camarera operada y también tan solícita como todas las que hemos encontrado. La tarde se presenta intensa. Visitamos una iglesia donde hay un Caravaggio maravilloso. Era el pintor preferido de Eva, lo miro con sus ojos y leo el análisis de cada una de sus partes como si la oyera a ella explicármelo, despaciosa, amorosa, maestra, ¡ay! El cuadro es "Siete obras de Misericordia". Emocionante. 

La tarde se presta al bullicio y al escándalo. Es sábado, los adolescentes truenan sobre los adoquines, las basuras se estremecen ante el ímpetu del gentío y en el barrio de los Españoles se abre un pequeño bar donde no sirven Coca-Cola, así nos avisa el dueño. No es que se les haya acabado, no, es mejor, no la sirven por principios. Maravilloso. Un bar sin ese líquido repugnante. Un guitarrista y una cantante endulzan el ambiente. Se derraman todas las contradicciones de la ciudad en esta pequeña taberna. Salimos a la puerta porque hay estruendo de trompetas. Un niño y una niña portan los estandartes de los santos del lugar. Van descalzos, sortean con mucha dificultad el cableado que cruza los balcones. Es una escena patética. Mientras tanto, en el interior del local, la música de nuevo va a elevarnos a los cielos de san Genaro o Maradona, se puede elegir. Patricia les pide "Senza fine" de Gino Paoli. Ellos se esmeran por aprender los acordes y por sacar la letra. La solicitud de esta gente es encomiable. Y suena a gloria, a crema de pistachos, a añoranza delicada. Estos son los contrastes de Nápoles, lo sublime junto a lo patético, "Senza fine" frente a la monserga de la procesión. Poco antes, en la plaza de la catedral, las familias celebran el Carnaval disfrazando a sus muchachos de Monicello, de Maradona, de vírgenes. Llega un chico de no más de 11 años al mando de un motorino. Lleva de paquete a su hermano de cinco. Se baja el pequeño y el piloto imberbe sale disparado a navegar en el proceloso mar de las callejas de Nápoles. A esquivar los coches y a colarse por huecos inverosímiles hay que aprender desde niños. El confeti y las bolsas de basura se mezclan entre la algarabía de los bailes de Carnaval. La vida en su más intenso formato. 

Buscamos en el mismo barrio de los Españoles (nos hemos aficionado a él) un sitio donde cenar y encontramos una antigua pizzería con una decoración un tanto sui generis. Junto a los retratos de Maradona, Sofía Loren y Totó, encontramos huecos en las paredes de adobe y piedra que esconden botes de Coca-Cola con pequeños belenes de papel de plata en su interior. A nuestro lado una familia muy interesante. Veo miembros de Gomorra por todos lados, pero estos tienen todos los números de ser mafiosos fetén, de los de las series de televisión. Tres hombres de la misma familia, tres generaciones: un hombre maduro, un joven y un muchacho de unos doce años. Los tres con gafas oscuras plateadas, gorditos, morenos. Comen pasta, como todos allí, pero al terminar no pagan y los dueños salen a despedirlos con saludos muy efusivos y serviles. También podrían ser sus caseros o sus banqueros, en asuntos de mafia estos son más expertos que cualquier vecino de Gomorra.  

Viajar a Nápoles es como participar en una gran borrachera. Sabes que te expones a muchos peligros físicos, pero ¿a quién no le atraen los placeres sensuales que Baco ofrece? A nadie, por muy mojigato que sea. 

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