17 de octubre de 2022
Ella tiene dieciséis años y ha sufrido más que yo. Mucho más que yo. Sí, aunque parezca mentira, hay gente que puede sufrir más que uno. Llega a clase con la sonrisa puesta, con el amor por la literatura entre los dientes y con una motivación que no es propia de una joven. Porque ha sufrido más que yo, mucho más que yo. Y no es habitual que la gente sufra más que uno. Menos todavía los adolescentes. Se sienta y espera a que comience la clase, con avidez, con hambre de letras, de palabras. Me acongoja tanta pasión. Y la envidio. No porque haya sufrido más que yo, sino por estar más entera, más firme, con dieciséis años que yo con casi sesenta. Hoy me he quemado la lengua con el guisado de costilla y pensaba en ella, en su sufrimiento y en mi falta de ánimo. En mi apresuramiento, en mi indecisión, en mi incoherencia, en mi despiste continuo. Ayer, tan necesitado de gente, de conversación, como estoy, me equivoqué de sala al ir al cine y vi la película equivocada, sin compañeras a mi lado, porque mi subconsciente parece perseguir la soledad. Y ella me mira, alegre, avispada, con los ojos llenos de horizonte, y yo tengo que imitarla. Ella ha sufrido más que yo, mucho más, y ahí está, sentada, con la barbilla apoyada en la mano, a la espera del argumento de la Odisea, a la espera de Ulises. Me he clavado un vidrio en el pie, en el talón para ser más exactos. Sabía que se había roto una copa en la cocina y no he dejado de ir descalzo. Noto el dolor del vidrio hiriendo la carne, y aun así, ella ha sufrido más que yo, mucho más que yo, y conserva la mirada limpia, transparente como el aire de octubre.
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