12 de octubre de 2022
Desde el abismo en el que me precipito, tengo la falsa sensación de que la caída es transitoria, de que todo esto es reversible. Imagino que Eva me reclama para que vuelva a casa, la veo abrazando amorosamente a mi hija, escribiendo en su diario de viajes el último episodio de nuestras peripecias, entra en el bar donde estoy comiendo solo y se sienta a mi lado y pide una ensalada, lee y me da su opinión sobre mis engendros, riega las plantas, paseamos a la perra, revisa las clases del día siguiente, prepara su cartera, se acuesta a mi lado, la beso y me despido de ella. Porque no, porque no volveré a pisar tierra firme, porque este abismo es para siempre, esta caída no tiene remisión. Y ya es tarde para aprender a volar, es demasiado tarde. Por muchas alas que se empeñen en fabricarme quienes me aprecian, creo que no voy a ser capaz de manejarlas.
Solo se detienen el vértigo y la angustia cuando ella aparece como en sueños, con esa mirada verde de las sirenas, con la piel tan fina y blanca como el sudario de Penélope, tejiendo y destejiendo su presencia fantasmagórica. Vivo con la esperanza de Telémaco, a pesar de conocer la sentencia de los dioses, a pesar de saber que ella naufragó y yo mismo fui quien la arrulló en su último aliento. A pesar de la certeza, lo único que me consuela es imaginarla una y otra vez aparecer en la orilla, en el borde del precipicio, con el brazo extendido para salvarme, para detener la caída irreversible.
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