domingo, 29 de mayo de 2022

Los libros de caballerías, la realidad y la ficción

 


En los capítulos 49 y 50 de la primera parte del Quijote, un canónigo, el cura y el propio don Quijote discuten acerca de las mentiras de que se nutren los libros de caballerías. Por supuesto, el Caballero de la Triste Figura defiende a capa y espada que todo lo que ocurre en esas historias es tan cierto como que el sol alumbra y el hielo enfría, y, en su explicación, mezcla personajes de la ficción con héroes reales, como el Cid. El canónigo se hace cruces al comprobar cómo un hombre de tan buenas razones como don Quijote es capaz de creer en endriagos, encantadores, serpientes de dos cabezas y dragones. Nuestro caballero se asombra de que el cura y el canónigo afirmen que Amadís no existió, cuando su vida viene recogida en libros autorizados por el rey y por la Inquisición. La polémica entra en un terreno fangoso cuando el canónigo compara las verdades de las Escrituras y las vidas de santos con las falacias de los libros de caballerías. Y aquí habría que hacer una apostilla. ¿De veras son más creíbles las hagiografías que los relatos de esplandianes y amadises? ¿Los episodios del Pentateuco son más verosímiles que las batallas contra endriagos descritas en el Palmerín de Ingalaterra? No, por supuesto que no. 
En realidad es una discusión de sencillo análisis: el canónigo y el cura parten de la fe católica para creer a pies juntillas los disparates de las Sagradas Escrituras y don Quijote tiene en la fe caballeresca puesta toda su confianza para creer las diabluras de sus personajes. Es decir, no hay más que estar fanatizado en nuestras creencias, apartar lo racional, para no dudar nunca de nuestra verdad por muy disparatada que esta sea. Don Quijote llega a tildar dos veces al canónigo de blasfemo por dudar de la caballería andante. El canónigo y el cura piensan lo mismo de don Quijote. La diferencia es que el hidalgo manchego vive su fe para servir al menesteroso, para salvar al que lo necesita, para hacer el bien sin reclamar ningún pago. Es un empeño personal y desinteresado. En cambio, el cura y el canónigo, obligados por su dogma, quieren convertir al loco. Desde el principio, pretenden llevarlo a su redil, sumarlo a su secta, a su fe. Es una empresa muy interesada. ¿Quién es, pues, más peligroso, el loco que vive su fe caballeresca con la única finalidad de hacer el bien o los que, seguros de la posesión de una verdad tan disparatada o más que la quijotesca, no dejan que los demás vivan de otra forma, sino que se apuran por integrarlos en su grey a toda costa? La respuesta es sencilla y hay toda una ristra de siglos y de víctimas para constatarlo.

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