Aristócratas y burguesas, vestidas con sedas de cuento romántico, se pasean por una Viena atestada de tráfico, saludan a la cámara y eternizan su rastro de existencia en un objetivo maravilloso que nos remite a un pasado deslumbrante. Dejan a su paso un escalofrío diabólico. La familia real rusa posa sonriente, con bigotes apolillados y sombreros de merengue. Los mujiks y los proletarios expresan en sus gestos el hambre de revolución. Los desfavorecidos son personajes secundarios que pronto tomarán al asalto los primeros planos como soldados, revolucionarios o atestando las morgues. Las familias reales europeas deambulan sonrientes, ajenas a las cámaras, sin conciencia todavía de la proximidad de los magnicidios. El documental nos somete a la angustia de contemplar la vida pasada y saber que nunca podremos participar de ella. Por mucho que nos atraiga un rostro o nos cautive la simpatía de un gesto, sabemos que ya no están, que fueron, que nunca podremos conversar con ellos. Que después, los paisajes, las calles, los edificios, serán arrasados por dos guerras y una posmodernidad vertiginosa. No sé por qué, pero los austriacos me parecen mucho más agradables, sonrientes y simpáticos que los actuales. También los franceses, los rusos y los ingleses. Todo el mundo en 1914 era feliz en las calles burguesas. La primera mitad del siglo XX tendió un velo de tristeza sobre las aceras, solo hay que comparar el tono de Chéjov con el de Zweig para comprobarlo. Las imágenes, mientras tanto, siguen cosidas a la voz del narrador, como cuando vemos un partido de fútbol y el locutor nos describe la mala suerte de la pelota, en los pies de unos y otros.
Estalla la guerra y un fervor sorprendente recorre los pueblos de Europa: los soldados cargan los obuses en los cañones; el perro salchicha de Guillermo II mueve la cola delante de su amo; el zar Nicolás II desenvaina el sable y su primo, el rey Jorge de Inglaterra, arenga al ejército entre un jolgorio de locura. Masas de soldados rusos y alemanes, entusiasmados, ingenuos, azuzados por empresarios y emperadores, vitorean a sus países y se preparan para rebanarse el pescuezo en el cenagal de una trinchera. La guerra, impulsada por los poderosos, como un capricho más de su ambición, destroza la alegría de 1914 en las calles de Viena y de París y de Berlín y de Moscú. Todo es humo, miembros amputados y sangre, sangre roja que se escapa de la pantalla y mancha, a pesar de la distancia de los años. El fervor, la alegría, el patriotismo, los bailes y las risas son aplastados por los batanes implacables de la muerte.
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