M quiere ser cocinero, pero se le queman las tortillas de patatas. A W le gustaría que lo seleccionaran como astronauta, pero vomita en viajes de más de 20 quilómetros. R es una chica magrebí a la que le encanta correr y correr, pero no participa en carreras porque le da vergüenza el público. I es un admirador del jugador de fútbol Andrés Iniesta, sin embargo, su aspiración es la de ser científico para hallar la vacuna contra el coronavirus. Á tiene mirada transparente y voz de querubín, aunque se muere por triunfar como narcotraficante, para ganar dinero a "espuertas", o, en su defecto, mecánico.
Si a mí, a su edad (12,13, 14 años), me hubieran dicho que sería profesor de secundaria, me habría dado la risa porque la tenía por profesión ridícula. No tenía conciencia de lo satisfecho que sale uno de clase después de alternar con la sinceridad de la inocencia, con las esperanzas de los desclasados, con la espontaneidad contagiosa de quienes ven otro mundo diferente al nuestro. Ni siquiera las espuertas del narcotraficante son suficientes para experimentar esta estimulante sensación.
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