Leo que los bares de copas están a punto de morir, que la peste les va a dar la puntilla, que muy pocos tiran ya del tugurio como fórmula de evasión... y qué queréis que os diga, me entristece la noticia. Que nos quieren convertir en europeos a marchas forzadas, es, desde hace tiempo, algo evidente. Lo sano triunfa, el brócoli le ha ganado la partida al burbon de media noche. El madrugón para hacer pilates, o cualquier mierda de ese jaez, se impone al trasiego decadente de la vida nocturna, como si una vida con los músculos a tope y el intestino irrigado fuera el colmo de la felicidad. Nos bombardean en los medios con programas que ensalzan la eterna juventud saludable, como si esto fuera posible. Nada tienen que decir Cioran, ni la bohemia, ni siquiera los epicúreos. El cuerpo es un templo que hay que respetar como si su cuidado extremo nos fuera a convertir en criaturas imperecederas. Creo que los sacerdotes de esta nueva religión de la salud no han tenido en cuenta un dato importante: somos mortales. Se olvidan del memento mori de César cuando nos conminan a despiojarnos y a purgar los venenos etílicos que corren por nuestras venas. No bebáis, no fuméis, no abuséis del azúcar, ni del opio, ni de la marihuana. Someted vuestras vidas a un régimen constante, al imperio de una nueva inquisición de la salud.
En el artículo donde auguraban la próxima desaparición de los bares de copas, se congratulaban de ello. Son antros donde la virginidad de los seminaristas de la salud podía verse acechada y, por tanto, había que alegrarse por la depuración de nuestros hábitos. Yo lo tengo claro, sustituir unas mancuernas por una noche en la barra de un bar es como preferir ser galeote a pasajero de un crucero. En cuanto el temporal amaine, buscaré los últimos antros. No me veo sometido al imperio del remo y el rebenque.
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