Hay verbos que son imposibles de definir. Y por lo general, son los que más usamos en una conversación normal. El verbo ser, por ejemplo. ¿Qué es «ser»? ¿En qué consiste el hecho de ser? Pregunten a Parménides, a Aristóteles, a Platón, a Santo Tomás, a Hume, a Kant, a Heidegger, a Wittgenstein, a Simone Weil, y cada uno les dará una respuesta distinta. El verbo vivir sería otro verbo muy difícil de definir. «Papá, ¿mamá está viva?», le preguntó una vez un niño huérfano a su padre viudo. La madre había muerto hacía años, pero ¿no estaba más viva que nunca en la pregunta de su hijo y en la dolorida memoria del viudo que no sabía qué contestarle a su hijo? Contesten si pueden, por favor. Pero no a mí, sino al niño huérfano que hizo la pregunta.
¿Y ahora qué me dicen del verbo leer? En apariencia, por supuesto, está muy claro lo que significa leer -igual que ser o vivir-, pero ¿realmente sabemos a qué nos referimos cuando lo usamos? ¿Qué ocurre exactamente cuando leemos? ¿Cómo nos afecta el hecho de leer? ¿Cómo modifica nuestra experiencia? ¿En qué medida altera nuestra mente? El diccionario de la RAE da dos definiciones de leer. La primera dice: «Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados». Parece la descripción de un prospecto de montaje de muebles de Ikea (el sillón orejero Skiftebo, por ejemplo). La segunda no es mucho mejor: «Entender o interpretar un texto de determinado modo». Muy bien, vale, son dos interpretaciones puramente utilitarias que nos describen el hecho en sí mismo, pero no el proceso misterioso que tiene lugar en el fondo de nuestra mente, en ese lugar inexistente –¿o no?- que quizá deberíamos llamar alma. Por supuesto que esta imprecisión conceptual podría aplicarse a cientos de acciones humanas -amar, confiar, creer, desear, rememorar, anhelar, soñar-, pero en el hecho de leer es donde esa vaguedad plantea su mayor misterio.
Fijémonos en este cuadro del pintor danés Carl Vilhelm Holsøe (1863-1935). Se llama Mujer en un interior y fue pintado a finales del siglo XIX. Las imágenes de mujeres leyendo son un topos de la pintura occidental desde los tiempos del Renacimiento. Pero aquí, en este cuadro de Holsøe, podemos apreciar algo más. Esta mujer -que era Emilie Heise, la esposa del pintor- no es una mujer que esté leyendo un breviario o una carta o un libro de recetas. Esta mujer no se está preparando para ser una mujer virtuosa o una buena ama de casa. Esta mujer, atrapada entre esas paredes blancas y la luz benévola que se refleja en la esquina, es una mujer que está sufriendo un extraño proceso de transfiguración. Está de pie, absorta, con el cuello doblado en una posición tal vez incómoda. Parece que hubiera estado haciendo otra cosa dentro de la casa, pero de repente ha visto el libro -o ha recordado que lo llevaba en la mano-, y enseguida se ha puesto a leer allí mismo, cerca de la ventana, porque no podía contener la impaciencia. Y mientras está absorta en la lectura, podemos percibir un fenómeno que debería ser inexplicable (e inexpresable en una obra de arte, aunque este cuadro demuestre que no lo es): el tiempo se ha abolido. Y no sólo eso. Los límites de lo real y lo irreal se han borrado. Ya no hay interiores ni exteriores, ventanas ni puertas, luces ni sombras, maridos ni mujeres. Ya nada es lo que era. Todo es uno y todo es simultáneo, y al mismo tiempo todo se ha fragmentado y ha sido destruido.
«Lo que ha sido instante pleno, ha sido absoluta, completa, redonda, acabada eternidad». Eso decía un aforismo de Juan Ramón Jiménez que describía esas epifanías cotidianas que todos experimentamos sin ser siquiera conscientes de ello. Y eso es lo que sucede en ese momento exacto del cuadro de Holsøe. Esa mujer que está leyendo ha creado su absoluta, completa, redonda y acabada eternidad. Una conciencia individual -el alma solitaria, orgullosa, invulnerable de un ser humano- se ha hecho presente en un rincón de una casa. Y gracias a ello, esa mujer será una mujer libre mientras esté leyendo ese libro, pase lo que pase cuando deje de leer y tenga que volver a sus ocupaciones domésticas.
La mujer que lee en el cuadro de Holsøe no es, por supuesto, la primera mujer que aparece leyendo un libro en el arte occidental. Botticelli pintó La Virgen del libro. Vermeer pintó a una mujer -tal vez embarazada- que estaba leyendo una carta frente a la ventana. Y Pieter Janssans Elinga -uno de los grandes pintores de los interiores holandeses- pintó en 1660 a una mujer leyendo un libro en la sala de su casa, frente a un arcón y no muy lejos de unas zapatillas con tacones.
No sabemos qué libro está leyendo esa mujer de Elinga, pero sabemos lo que costaba un libro en Holanda en aquella época -el equivalente a cuatro jarras de cerveza o a una docena de huevos- y lo más probable es que el libro fuera un almanaque doméstico o un libro de salmos o una recopilación de folletos con informaciones más o menos curiosas sobre viajes y descubrimientos. En cualquier caso, la figura de la lectora de Elinga no parece poseer la misma individualidad que la mujer del cuadro de Holsøe, que aún tardará más de doscientos años en llegar al mundo. La mujer de Elinga lleva una cofia -lo que le da un inequívoco aire doméstico- y está sentada de espaldas, de cara a la luz que entra por la ventana. No sabemos cuáles son sus rasgos y por lo tanto no podemos asignarle una identidad. En cierta forma es un objeto doméstico más, como el arcón y los zapatos sueltos y los cuadros colgados en las paredes, sólo que ese objeto doméstico cumple la extraña función de leer un libro.
El primer cuadro en que el lector -o mejor dicho, la lectora- está representada en primer plano y ocupando por completo la escena es un cuadro que Fragonard pintó hacia 1776, la famosa Muchacha leyendo.
Esta mujer joven es quizá la primera lectora que conocemos bien. Sabemos cuál era la concentración con que lee, la forma en que se viste, la delicada manera de sostener el libro en la mano, el suave ángulo del cuello. Quizá está leyendo el Emilio de Rousseau, o alguna de las obras «instructivas» de Mme. de Senlis (cuyas ideas se oponían a las de Rousseau). O quizá, ¿por qué no?, está leyendo una obrita licenciosa de Restif de la Bretonne. Da igual. Esta muchacha ya no es un mueble ni un objeto doméstico más que forma parte del interior de una casa; ahora todo el cuadro se centra en ella, en su expresión, en sus mejillas encendidas, en la belleza serena que irradia toda la escena. Uno se pregunta qué fue de la muchacha real que posó para este cuadro, a la que vemos leer en plena juventud, soñando tal vez con un gran amor y una vida a la altura de sus sueños. Y aunque no podamos saber nada de ella, sólo podemos desear que se casara con alguien que la quisiera -aunque eso era muy difícil en su época- y que al menos pudiera seguir leyendo tranquila en un rincón de su casa. En 1793, en los peores momentos de la Revolución Francesa, esta muchacha sería ya una mujer de unos 35 años, quizá madre de varios hijos, algunos de los cuales probablemente habían muerto al nacer. ¿Cómo vivió la Revolución? ¿La aceptó al principio y luego la rechazó horrorizada? ¿Vio las ejecuciones en la guillotina en la plaza de la Concordia? ¿Padeció el hambre y el miedo de los años del Terror? El gran arte es ese misterio que nos permite hacerle preguntas a una mujer que murió -si es que vivió realmente- hace más de doscientos años, y con la que quizá, de haber podido, habríamos querido unir nuestra vida hasta el final.
¿Sabemos ahora en qué consiste el arte de leer? Si miramos los cuadros de Holsøe y de Elinga y de Fragonard podemos hacernos una leve idea, aunque nunca lleguemos a saber lo que ocurre realmente en el interior de una mente humana cuando leemos algo que modifica nuestra red de conexiones neuronales. Los neurólogos hablan de la «actividad en sombra» que crea la lectura de novelas en las redes neuronales del cerebro, sobre todo en la zona izquierda del giro angular y en la corteza somatosensorial. Los neurólogos saben también que leer novelas desarrolla nuestra empatía y nos permite identificarnos con más facilidad con las necesidades y los problemas de los demás. Pero eso, claro está, ya lo intuíamos desde que empezamos a leer libros de Tintín. Y eso, quizá, lo sabían también la mujer del cuadro de Holsøe y la muchacha lectora de Fragonard. Sin embargo, hay algo que nunca podremos demostrar científicamente, por mucho que investiguemos el funcionamiento de la mente humana. Se trata de ese momento en que una mujer que está leyendo, de pie frente a una mesita en el interior de su casa, ha creado su absoluta, completa, redonda y acabada eternidad.
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