Si va usted a Guatemala, después de visitar las estelas y pirámides mayas y esa joya colonial que es Antigua, le ruego que vaya al Oriente del país y haga un alto en la ciudad de Zacapa. Esta es una región menos turística que otras pero, raspando un poco, está también llena de sorpresas y maravillas. Para comprobarlo, diríjase sin vacilar a la Tercera calle, en el barrio de Las Flores, donde, en el número 1794, encontrará una antigua casa que ostenta este título singular en su fachada: “Asociación zacapaneca de contadores de cuentos y anécdotas”.
La señora Vilma Elizabeth Sánchez, que preside la institución, le explicará que esta tiene ya treinta y tres años de fundada y que su razón de ser es perpetuar la “oralidad” del valle medio del río Motagua, un territorio que, además de ser candente y famoso por su ron, es el más fértil del país y acaso de toda Centroamérica en el antiquísimo y civilizado arte de inventar y contar historias. La “oralidad” quiere decir la preliteratura, aquella que existía solo gracias a la voz humana, antes de que apareciera la escritura. Y esta misma señora, de canas y maneras elegantes, o uno de los socios, por ejemplo, el joven poeta y cuentacuentos Jorge Pinto, le revelará que la gente de Zacapa, después del trabajo, cuando cae la tarde y disminuye el calor, suele sacar sus sillas y mecedoras a las altas veredas de la calle; y, mientras toman el fresco reparador y van viendo aparecer las estrellas en el cielo, se refieren historias que engalanan los recuerdos o los sustituyen con fantasías tenebrosas o amables, de amores o aventuras, realistas o fantásticas, una tradición que aquí sigue siempre sana y robusta en tanto que va desapareciendo poco a poco en el resto del mundo. Zacapa es uno de esos islotes que todavía mantienen viva aquella viejísima costumbre de crear historias con la imaginación y la palabra, y contarlas para vivirlas y hacerlas vivir a quienes las escuchan. Me conmueve mucho la idea de todo un pueblo que espera el anochecer fantaseando una vida paralela a la real, más intensa, variada y atrevida que la meramente vivida, una vida que nos desagravia de lo que le falta a la verdadera para hacernos felices.
Esta es la más antigua de las tradiciones de la humanidad, un quehacer que han practicado todas las culturas del planeta sin una sola excepción, la más exclusivamente humana que exista y que yo he tenido la suerte de ver operando en lugares y pueblos tan alejados entre sí como los sertones del interior de Bahía, donde los contadores de cuentos ambulan de feria en feria y se acompañan con vihuelas y guitarras, en la ciudad de Peshawar en Pakistán (en la que, en la calle de “Los contadores de cuentos”, por unos pocos centavos, unos aedas a menudo ciegos recitan historias a los visitantes (solo que en lengua pastún), o entre las aldeas machiguengas dispersas por la Amazonía peruana. Me ha impresionado descubrir que esta costumbre que arrancó en los albores de la historia humana todavía vive y colea en esta ciudad del oriente guatemalteco en la que las iglesias católicas y los templos evangélicos se disputan las calles y las plazas y una esbelta glorieta decimonónica (donde todavía debe de haber retretas con banda de música los domingos que frecuentan las parejas de enamorados) preside su parque central.
Contar cuentos es el antecedente remoto de la literatura, de la historia, de las religiones, y acaso, indirectamente, la locomotora del progreso. La “oralidad” contribuyó de manera decisiva a impulsar la civilización desde las épocas de la caverna, el canibalismo y las pinturas rupestres hasta el viaje de los hombres a las estrellas. Los cuentos, las historias inventadas, hacían vivir más a nuestros ancestros, sacaban a hombres y mujeres de las cárceles asfixiantes que eran sus vidas y los hacían viajar por el espacio y por el tiempo, y vivir las vidas que no tenían ni tendrían nunca en su menuda y escueta realidad. Salir de sí mismos, ser otros, otras, gracias a la fantasía, nos entretiene y enriquece. Pero, además, nos enseña lo pequeño que es el mundo real comparado con los mundos que somos capaces de fantasear, y asimismo nos incita a actuar para que nuestros sueños se vuelvan realidades. El progreso nació así, de la insatisfacción y el malestar con el mundo real que inspiraba a los humanos la misma ficción que los hacía gozar.
Las historias que inventamos constituyen la vida secreta de todas las sociedades, aquella dimensión de la existencia que aunque no tuvo nunca ocasión de realizarse, de alguna manera fue vivida por los seres humanos, en la incierta realidad de los deseos, las fantasías, las pesadillas, las invenciones, toda esa proyección de la vida que no tuvimos y por eso debimos inventarla. Ella existió siempre en la memoria de las gentes, pero solo la fijó y le dio permanencia objetiva la escritura, muchos siglos después de que naciera, alrededor de las fogatas, cuando nuestros antepasados, aquellos bípedos más animales que humanos todavía, se contaban historias en la noche para olvidarse del miedo al trueno, a las apariciones y a las fieras y a los miles de peligros que los acechaban por doquier.
La Asociación de Zacapa tiene 28 miembros cotizantes, porque a ella la mantienen sus socios, no el Estado ni el Gobierno, que jamás han puesto dinero en esta institución ni ella se lo ha pedido: es la sociedad civil la que la creó y la mantiene. Ocupa una amplia y hermosa casa de techo de tejas y un pequeño jardín donde crece un mango altísimo. A su sombra se celebran recitales y sesiones donde los cuenteros profesionales o espontáneos hacen las delicias de un público en el que se mezclan niños y viejos y todas las clases sociales. La asociación dispone de una biblioteca y una sala de lectura, graba las improvisaciones, publica antologías y cada cierto tiempo dedica una función exclusivamente a los niños, para aficionarlos y despertar entre ellos vocaciones de cuentacuentos. Asimismo, lleva narradores orales a los colegios, a los sindicatos, a las cárceles.
También mantiene vínculos con otras organizaciones de la misma índole, en Guatemala y en el extranjero, y a veces recibe contadores de otras lenguas y geografías. Y también envía a sus mejores cuentistas a otros países a participar en ferias y espectáculos dedicados a la “oralidad”. En una de las paredes veo, por ejemplo, carteles de una expedición que “los cuenteros de Zacapa” hicieron a los Estados Unidos, donde actuaron en Chicago y en Miami. Hay voluntarios que asean el local, preparan las funciones y las promocionan.
Zacapa ya es conocida en el mundo por el ron que produce, una de esas bebidas ardientes de las que no me atrevería a hablar porque nunca las he probado. Pero debería serlo también por sus cuenteros y por mantener viva aquella herencia que llega hasta nosotros desde las remotísimas épocas prehistóricas, y gracias a la cual la vida ha sido menos incomprensible, dura y rutinaria, tanto que nos vimos obligados para no extinguirnos de tristeza, a inventarnos esa magia, inventar y contar, a fin de hacer la vida más digna y llevadera. Sin ella nunca hubieran nacido los libros de Cervantes ni los dramas de Shakespeare, y acaso jamás habríamos renunciado al garrote, ni a beber la sangre de los enemigos.
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