domingo, 27 de mayo de 2018

"Antiguas influencias" por Antonio Muñoz Molina



Max Aub no llega a desaparecer nunca y nunca llega a estar del todo presente, reconocido y visible en la cultura literaria española. “Vuelvo, pero no vuelvo”, dijo al llegar a España en 1969, después de 30 años justos de exilio, para indicar que no regresaba sino que venía de visita, porque le parecía indecente regresar y establecerse en el país de la dictadura. Hay algo muy suyo en ese sí pero no, no pero sí, un indicio de su condición inquieta, en lo político y en lo vital, siempre en zonas fronterizas, entre identidades mezcladas y dudosas, entre lealtades a las que nunca se entregaba del todo, con la sola excepción de su lealtad a la República española.
Era cordial y también parece que era agrio, de ángulos tan secos y afilados como los que tiene a veces su prosa. Era español en México y judío sin adscripción religiosa ni sionista; era socialista pero los socialistas lo expulsaron del partido al mismo tiempo que a Juan Negrín, y solo le devolvieron el carnet cuando llevaba muchos años muerto. Pareció que volvía a los teatros cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente dirigió hará 20 años un montaje espléndido de su tragedia San Juan, pero un poco después ya se había ido de ellos o lo habían echado de nuevo. Y sus novelas están y no están, en ediciones dispersas y descatalogadas, en librerías de segunda mano, novelas en gran medida invisibles en la narración oficiosa de la literatura española de posguerra. Está bien acordarse de La colmena, de Nada, La plaça del diamant, Tiempo de silencio. Pero a lo largo de los años en que esas novelas se publicaban en la España sombría Max Aub estaba escribiendo y publicando en México, en un robinsonismo tenaz de escritor extranjero y sin público, un ciclo narrativo de ambición asombrosa, con una cualidad testimonial como la de Arturo Barea, con una fecundidad de invención novelesca que no había existido en español desde Pérez Galdós.

Los cinco volúmenes de El laberinto mágico los editó Alfaguara en los últimos años setenta, con aquella austera dignidad de sus diseños de entonces. Algo de esa belleza, visual y táctil, la ha rescatado ahora en Granada la editorial Cuadernos del Vigía, que vuelve a publicar esa incomparable secuencia narrativa en la que está contenida entera la Guerra Civil. Hace 40 años era imprescindible leer esas novelas para aprender algo sobre una España vencida y proscrita. Ahora su lectura es más urgente todavía, en parte como un antídoto de lucidez y complejidad contra las nuevas simplificaciones entre sectarias y blandengues que están imponiéndose; en parte, también, como ejemplo de una literatura que abraza sin apuro la narración de lo real y al mismo tiempo se atiene a un rigor inflexible de estilo y a un empeño de exploración formal.

Max Aub vuelve cuando parecía haberse ido, desde lugares inesperados, entre inquieto y furtivo, nunca aceptado del todo, nunca ausente a pesar de las rachas de silencio. Es como esas semillas de muy lenta germinación que sin embargo resisten bajo tierra a las peores sequías. A los pocos días de encontrar la nueva edición de El laberinto mágico pongo al azar la televisión y encuentro recién empezada una película que no había vuelto a ver en treinta y tantos años pero que reconozco de inmediato: la cara triste y perpleja de Ovidi Montllor, los ojos grandes de Marilina Ross, los rasgos leñosos y la voz áspera de Francisco Algora, la comitiva de refugiados y de soldados vencidos que avanza por una carretera. Estaban poniendo en La 2 Soldados, de Alfonso Ungría, que está basada en gran parte en Las buenas intenciones, de Max Aub, y que recoge temas y atmósferas de El laberinto mágico: los días finales de la guerra, la retirada de los soldados de la República hacia el puerto de Alicante, donde se rumoreaba que podrían encontrar refugio en barcos extranjeros y escapar así a la venganza segura de los triunfadores.

Debí de ver esa película el año 1978, en Granada, en un cine, en una época en la que el cine era un estímulo estético tan poderoso como la literatura. Volví a la sala dos o tres veces, a lo largo de los pocos días que estuvo proyectándose. Porque era una película, el efecto que tuvo sobre mi imaginación narrativa fue aún más hondo. Ahora comprendo que si me seducía tanto era porque me enseñaba que a través de la imaginación narrativa y visual uno podía hacer plenamente suya una parte del mundo anterior a su propia vida: contar como en primera persona experiencias leídas en los libros o aprendidas de las rememoraciones en voz alta de sus mayores. Las vidas privadas se intercalaban en los acontecimientos públicos y eran arrastradas por ellos como por inundaciones o riadas de las que no podía escapar nadie.

Inmóvil frente al televisor, tan hechizado como en la sala de cine hace 40 años, veía, como en veladuras simultáneas, el talento para hacer puro cine de Alfonso Ungría, para lograr el máximo de expresión con medios visiblemente muy limitados, en una equivalencia perfecta con la concisión narrativa y los saltos sincopados en el tiempo de Max Aub, sus yuxtaposiciones, sus elipsis. Caí en la cuenta de algo que se le olvida a uno a veces, que en su educación de escritor no ha ido aprendiendo solo de los libros. Yo empezaba entonces a tantear una novela que aún tardó varios años en empezar a existir. Soldados influyó sobre mí igual que El espíritu de la colmena y El sur, de Víctor Erice, o La prima Angélica, de Carlos Saura. Aprendía de la forma de contar y mirar de Alfonso Ungría, con un estremecimiento interior que era estético, y también político, y sentimental. En los comienzos del porvenir democrático de nuestro país los que éramos muy jóvenes necesitábamos hacer nuestro a través de la imaginación el tiempo de heroísmo y tragedia que no habíamos conocido.

Qué raro que una película así, tan bien hecha, tan bien interpretada, tan llena de una tensión prometedora de comienzo, pasara más bien sin pena ni gloria, y no tuviera continuidad. Llegaron los años ochenta y el cine español y la vida y la cultura españolas tomaron otros caminos. La estética de Almodóvar y sus derivaciones provocaban un deslumbramiento que borró otros esplendores de coloridos menos fuertes. Celebrar el presente parecía un proyecto más atractivo que imaginar un pasado de pronto envejecido, mustio, anacrónico. Pero ahí siguen, al cabo de los años, pertinaces, intactos, Max Aub, Alfonso Ungría, Soldados, influyendo igual que entonces al que todavía quiere aprender.

No hay comentarios:

Publicar un comentario