Estaba sola en el parque, sin la defensa de sus paredes y
edredones. Estaba sola, nadie podía protegerla y ella lo sabía. Detrás de los
cristales, un hombre advirtió su vulnerabilidad y, a pesar de la testosterona,
no salió de casa, no la abordó en el banco en el que estaba sentada, ni
siquiera hizo intención de moverse del sofá. Se quedó allí, viendo cómo España
recibía goles de Portugal, sin que el mundo se deshiciera. Se quedó allí,
apoltronado, como una piedra soportando lagartijas. Pero ella no iba a llamar a
su casa, y, por supuesto, no entraría en su salón porque no quería abandonar las
amenazas.
La veía, protegido, a través de los cristales sucios de un
ventanal que imitaba sin éxito a la televisión. No pudo con ella. Portugal
seguía metiendo goles y los aficionados españoles abandonaban el estadio ruso,
pilosos algunos; otros, constipados. Él aún mantenía la esperanza de levantar
el siete a cero, no quería salir de allí, no quería caer en la tentación de
aquella chica, que miraba a la lejanía con el pavor del amianto en el tejado
del colegio. Sola, en mitad de la clase envenenada. Sabía que si se atrevía a
salir y a sentarse junto a ella en el banco, en el parque, no lo habría
rechazado. Estaba desesperada, sin materia. Él la podía completar, lo sabía y,
aun así, no salió, no movió un músculo. Lo deseaba, pero no se movió del sofá,
a pesar de que le había caído el octavo a la selección española. Lloró desconsoladamente,
no por la selección, sino por haberse convertido en piedra, por advertir la
mirada de ella entre las ramas y no hacer ni un mínimo esfuerzo por
devolvérsela.
El mundo es muy complicado, no puede uno arriesgarse a
reventar las convenciones, ni a servir de antídoto a las amenazas de la
radioactividad.
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