lunes, 17 de julio de 2017

"No te muerdas la lengua, camarada" por Manuel Vicent





Este cineasta, José Luis García Sánchez, nació en Salamanca, en 1941, hijo de militar de alta graduación, de lo cual se deduce que la primera mucosa de su subconsciente estuvo amasada con voces de mando y cornetas que tocaban a silencio, unidas al sonido de campanas de iglesias y conventos que llamaban a misa. Este equipaje se lo trajo el niño a Madrid a muy tierna edad donde le sobrevino el uso de razón o algo parecido en una casa de militares de la calle Maudes del barrio de Cuatro Caminos. Desde la ventana del comedor se veía la fachada del Hospital militar.

Su primer plató fueron los solares donde jugaban juntos los hijos de los fusiladores y de los fusilados. El neorrealismo del barrio estaba formado por carteristas de tranvía, putas de la calle Treviño, puestos de pipas, cromos y tebeos, un pastor protestante de Bravo Murillo, vacas lecheras ordeñadas en las aceras y mozalbetes que daban tirones a los bolsos, mangaban motos e incendiaban jardines de chalets deshabitados. Una de las diversiones consistía en asomarse a un ventanuco del hospital desde el que contemplaban las autopsias.

La fantasía corría a cargo de Eloy, un botones el cine Bilbao que solía contarles a sus amigos las películas prohibidas. Esto sucedía antes de que el chaval, futuro cineasta, se pusiera a soñar por su cuenta con una bolsa de pipas en la oscuridad de los cines Astur, Cristal, Metropolitano, pero había algo en sus sueños que no funcionaba correctamente, porque tenía una tendencia innata a ponerse siempre de parte de los indios contra John Wayne.

Por Cuatro Caminos andaba callejeando entonces el hijo de un comunista preso, un chaval de 17 años, muy responsable, llamado Pablo González del Amo, a quien la policía política trincó mientras escribía con alquitrán en una pared “Viva el Comunismo”, lance que por ser menor de edad solo le costó de cuatro a seis años de cárcel en los penales de Ocaña y del Dueso.
Los curas

Pablo y José Luis no se conocieron hasta muchos años después, porque la vida les impuso un destino dispar: José Luis García Sánchez fue al colegio de pago donde los curas le extirparon el catolicismo y luego estudió Derecho en la Complutense para aprender que la ley emana de la voluntad divina y que el Derecho Romano fue elaborado con el fin de que los patricios no se vieran nunca condenados. En cambio, Pablo en la cárcel aprendió montaje cinematográfico a cargo de otro presidiario, Ricardo Muñoz Suay, fundador después de Uninci, productora del Partido Comunista. Con el tiempo Pablo del Amo montó todas las películas —y ganó dos premios Goya, con Divinas Palabras y Tirano Banderasde aquel niño José Luis, con el que se cruzó tantas veces en el mismo barrio de Cuatro Caminos sin encontrarse.

Los sabios dirigentes del Movimiento habían inventado un sistema para fabricar realizadores de nodos e informadores obedientes al servicio de los ministerios, pero se les torció el asunto y acabaron construyendo un nido de rojos, que se llamó Escuela de cine. Y allí fue García Sánchez a aprender el oficio más hermoso del mundo que no se puede enseñar: uno, porque se hace en grupo, con lo que la responsabilidad se diluye entre amigos; dos, porque los jefes nunca son los mismos; tres, porque la tarea es siempre diferente; cuatro, porque el talento viene de fábrica y no se aprende. Allí tuvo de maestros a Carlos Saura y a Basilio Martín Patino, a los que empezó por llevarles los bocadillos y, poco a poco, terminó comiéndoselos junto con ellos.

José Luis se unió a aquella banda de la Escuela de cine poblada de poetas malditos, desechos de otros sueños literarios, visionarios de una nueva cultura de la imagen. Tuvo que luchar contra el principio de que realizar una película en España era entonces tan impropio como montar una corrida de toros en Chicago, pero no empezó mal porque se llevó el León de Oro en Berlín con Las truchas y es autor de no menos de 30 películas dentro de la coña corrosiva, marca de la casa. El nombre de García Sánchez va unido al de Rafael Azcona y al de los Trueba. Con ellos ha trabajado en decenas de guiones, unos convertidos en películas, otros en el cajón, y los más perdidos en el aire entre los orujos de las sobremesas donde pugnaban por desperdiciar una idea genial a cambio de una carcajada.

José Luis García Sánchez no ha olvidado aquellas autopsias que veía de pequeño; de hecho ha dedicado su vida, primero, a destrozar el franquismo familiar como el caballo de cartón y después a usar el cine como un juguete para sacarle las tripas de serrín a la sociedad. Con una generosidad sin límites regala ideas y proyectos, pero incapaz de morderse la lengua le basta la tentación de una frase malvada para destruirlo todo, empezando por sí mismo, como si fuera una de aquellas pedradas que arrojaba de niño a otra pandilla de la barriada.

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