Donald
Trump vino al mundo envuelto en llamas y jaleado por los chillidos de los
roedores. Si en aquel tiempo hubiera habido evangelistas, habrían pregonado su
nacimiento como el del Mesías porque esa misma noche se incendió el corral de
Manolo y su colección de hurones asoló el pueblo. Eran sin duda señales de un
advenimiento singular: el fuego, los hurones deambulando sin rumbo por las
calles, las ratas huyendo de los predadores y el comadrón de Utiel detenido en
medio de la carretera por un grupo de mujeres que lo asaltaron al grito de
“¡Nitrato de Chile!”
Trump,
por supuesto, no es su apellido original. A su padre le llamaban “Tales de
Águilas” y a su madre “Atenea de Jumilla”, originarios de una pedanía de
Murcia. Hasta la llegada de Constantín y Larissa fueron los únicos inmigrantes
de la comarca. Lo registraron en el padrón como Donaldo Zurita Pleguezuelos,
así consta.
El
corral donde nació Trump estuvo iluminado casi toda la noche porque era
paredaño al de Manolo. Las llamas no se apagaron hasta que amaneció. El parto fue
liviano. De caderas anchas, la “Atenea de Jumilla” se asomó al vano de la
puerta para decirle a su marido que volviera pronto de la taberna cuando, de
repente, notó cómo se le humedecían. Al bajar la vista, vio salir al engendro
como si no fuera suyo. El pequeño Trump se golpeó la cabecita con la piedra del
umbral antes de que su madre lo atrapara por el pescuezo. La criatura lloraba a
pulmón rajado, pero el golpe no dañó ningún órgano vital. En el establo no
había mula ni buey, pero sí que aparecieron por allí tres esquiladores que
buscaban trabajo y ayudaron a apagar el fuego. Cuando entraron en el corral
donde había nacido el señalado, la madre roncaba sobre un jergón de paja y el
engendro había hecho callar a las ratas con sus berridos. Despertaron a Atenea
y le ofrecieron tabaco de picadura, anís del Mono y migas ruleras…
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