Los mitos suelen basarse en confusiones, mentiras o paradojas. Al
evocar su experiencia como librero, George Orwell relataba que los lectores
siempre le pedían novelas, subrayando que no les interesaban los cuentos. Esta
historia desmonta la ficción según la cual los anglosajones suelen estimar un
género que el lector español menosprecia en la mayoría de los casos. No
entiendo por qué la novela suscita más interés que el cuento. Quizás porque
despliega una secuencia más dilatada que un relato, urdiendo una usurpación de
lo real más duradera. Leer una novela se parece a realizar un largo viaje.
En cambio, el cuento se asemeja a dar un paseo. Estéticamente, no hay
ningún argumento que vincule la excelencia con la duración, pero es cierto que
un viaje nos proporciona una prolongada ensoñación y un paseo solo nos permite
alejarnos brevemente de nuestra rutina. La literatura inglesa y la norteamericana
contienen una deslumbrante galería de cuentistas: Poe, Stevenson, Melville,
Chesterton, Oscar Wilde, Hemingway, Lovecraft, Faulkner, Carver. Salvo en el
caso de Borges o
Juan Rulfo, la resonancia de los autores de relatos en lengua castellana es
mucho menor, pero eso no significa que escasee la inspiración y el talento. No
se habla mucho de los cuentos de Rubén Darío, pero las piezas incluidas en Azul (1888) representaron una
renovación del género que preparó el camino hacia una nueva forma de narrar,
donde el lenguaje adquiría un relieve artístico desconocido hasta entonces,
desempeñando un papel esencial en la creación de personajes y ambientes. Dentro
del conjunto, El fardo es
un perfecto ejemplo de innovación, ruptura y rebeldía, que postula una libertad
ilimitada para un género presuntamente menor.
El fardo nos traslada al crepúsculo de un muelle, incendiando nuestra
imaginación con los reflejos dorados del sol sobre un mar con aspecto de lienzo
recién pintado: “Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que
separa las aguas de los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro
y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro
candente”. La poderosa imagen adquiere sonido y su movimiento simula un
balanceo perpetuo, con una pincelada fresca, libre, suelta: “El agua murmuraba
debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora
en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo balanceo”.
De inmediato aparece el protagonista: el viejo tío Lucas, un lanchero que se ha
lastimado un pie al subir una barrica a una carreta. Con la pipa en la boca,
contempla el mar con melancolía. El narrador entabla una amistosa charla con el
marino, un hombre rudo, bravo y sencillo, que “se nutre con el grano del poroto
y la sangre hirviente de la viña”. No tarda en averiguar su pasado como soldado
heroico, que nunca conoció el miedo, pero su entereza se tambalea cuando relata
la pérdida de uno de sus hijos, que falleció en un accidente de trabajo. El tío
Lucas era padre de una ingente progenie, pues “su mujer llevaba la maldición
del vientre de las pobres: la fecundidad”. En su hogar, “había mucha boca
abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho
cuerpo magro que temblaba de frío”. El hijo malogrado intentó aprender el
oficio de herrero, pero su cuerpo desnutrido no soportó el esfuerzo. Volvió a
casa y, milagrosamente, se recuperó, pese a vivir entre cuatro paredes
mugrientas, soportando un hacinamiento inhumano. Allí pasó un tiempo,
acompañado por los gritos de las alcahuetas, las prostitutas y los
ladronzuelos, que se refugiaban en la penumbra hedionda de las callejuelas
cercanas para hacer su negocio.
Cuando cumplió quince años, su padre compró una modesta
embarcación. Faenaban al alba y volvían a la playa con el remo en alto,
chorreando espuma. La alegría duró poco, pues un mal día sufrieron “la locura
de la ola y el viento”. Naufragaron tras chocar contra una roca. Lograron
salvarse y, desde entonces, se dedicaron a descargar mercancías de los grandes
buques, empleando una modesta lancha. El reumatismo y la artrosis obligaron a
Lucas a guardar cama. Su hijo continuó trabajando, pero “un bello día de luz
clara, de sol de oro”, un pesado fardo, “ancho, gordo y oloroso a brea”, se
soltó desde lo alto y lo aplastó. El narrador se despide del viejo, “haciendo
filosofía con toda la cachaza de un poeta”, pero una brisa glacial procedente
de mar adentro hiela sus pensamientos, pellizcándole cruelmente las narices y
las orejas.
El fardo no es el cuento más célebre de Azul, felizmente prologado por Juan Valera, pero sí un perfecto
ejemplo de una manera de narrar. Sin renunciar a la denuncia social del
realismo y a la crudeza del naturalismo, Darío despliega una delicada
sensibilidad para captar un ambiente, donde convergen el trabajo físico
agotador, el misterio del mar y los cambios de luz, que transforman sin cesar
los objetos y los rostros. El viento helado labra la carne y el alma, mientras
un bosque de mástiles y jarcias parece avanzar sobre el mar. Esta fórmula
influirá en autores como Valle-Inclán,
Juan Rulfo o García
Márquez, que logran crear mundos complejos en pocas páginas mediante
un alto grado de elaboración literaria. La prosa rehúye la inmediatez para
dramatizar las situaciones, incrementando su credibilidad –paradójicamente-
mediante el artificio. En Rubén Darío, la prosa opta por una sintaxis
musical y pródiga en adjetivos. Su estilo refleja la crisis material y
espiritual del siglo XIX, que ha perdido la confianza de los ilustrados en
un progreso indefinido hacia lo mejor. Más tarde, el Modernismo evoluciona
hacia una estricta depuración, que selecciona lo más esencial y significativo,
sin perder su vena inconformista. No hay menos artificio, pero el mecanismo que
lo articula es diferente. Sin ese proceso, serían inimaginables los cuentos de
Juan Rulfo, que introduce lo fantástico en lo cotidiano, cuestionando la
filosofía de la historia del positivismo, basada en un empirismo dogmático.
Los logros novelísticos y teatrales de Valle-Inclán han eclipsado
su faceta como cuentista. En su obra, se identifican dos épocas, a veces sin
advertir que hay una indudable continuidad entre su etapa modernista y la de
los esperpentos. En ambos períodos, palpita una tensión poética que se
distancia claramente del realismo y su correlato literario: los modernos
sistemas parlamentarios. Valle-Inclán opina que la realidad no se captura
mediante un espejo convencional, sino con uno deformado. Podemos modificar
la curvatura del cristal, pero no podemos prescindir de ella, salvo que nos
conformemos con una visión plana y achatada de las cosas. El estilo no es una
pirueta innecesaria, sino una interpretación del mundo, que postula lo
absoluto. El arte siempre busca lo sublime, la plenitud que trasciende lo
cotidiano. Del mismo modo, el sistema parlamentario actúa como un espejo tradicional:
reproduce la realidad, pero no consigue llevarla a la perfección. Carlismo
y anarquismo responden en Valle-Inclán a un mismo impulso: la insurrección
violenta contra la burguesía. El escritor gallego se rebela contra la moderna
sociedad industrial, exaltando un mundo primitivo y rural, donde la justicia no
procede de las instituciones, sino del coraje de los espíritus indomables.
Ahora que la Biblioteca Castro ha
editado por primera vez su narrativa completa en tres hermosos volúmenes, no
está de más rescatar Mi bisabuelo,
un relato de Jardín umbrío, obra
que apareció por primera vez en 1903 y que conoció sucesivas ampliaciones hasta
1928, cuando el autor ya había expuesto la estética “sistemáticamente
deformada” del esperpento. El cuento refiere un episodio de la vida de Don
Manuel Bermúdez y Bolaño, un caballero “orgulloso, violento y muy justiciero”.
Alto, cenceño y de ojos verdes, su mejilla derecha algunos días mostraba una
roséola, que los aldeanos atribuían al beso de las brujas. Su bisnieto le
recuerda como “un viejo caduco y temblón”, que paseaba bordeando la iglesia.
Sus descendientes le consideraban “un loco atrabiliario” y se rumoreaba que
había pasado un tiempo en la cárcel de Santiago, quizás por un delito de
sangre. Micaela la Galana, una vieja aldeana que ejerce de cronista de la
familia, recuerda un incidente que revela su carácter fiero y paternal. Cuando
una tarde volvía de cazar perdices, se reunió con Serenín de Bretal, un
campesino ciego que caminaba guiado por una de sus hijas. Su voz temblaba de
pena.
El caballero le preguntó qué le sucedía y el ciego contestó que el
escribano Malvido había peregrinado de puerta en puerta, mostrando una
escritura que prohibía apacentar el ganado y recoger las hojas secas de las
encinas en el monte. Las mujeres se quejan de la cobardía de los hombres y
piden justicia. Don Manuel Bermúdez les aconseja matar al escribano como a un
perro rabioso, pero el miedo paraliza a los aldeanos. La aparición de Águeda
del Monte, antigua nodriza de Don Manuel, aviva los lamentos de rabia y
desesperación. Es una mujer casi centenaria, muy alta y de ojos negros. Aunque
está encorvada por el peso de los años, su estatura aún supera la de muchos hombres.
Al contemplarla, la indignación de Don Manuel se convierte en ira. Ofrece su
escopeta a los labriegos, pero nadie se atreve a empuñarla. De repente, aparece
Malvido en lo alto de una cuesta, montado un asno. Águeda la del Monte, con el
regazo lleno de piedras, se prepara para hacerle frente, pero Don Manuel llama
al escribano, que acude confiado, y le desmonta de un tiro en la cabeza. Todos
huyen, menos Águeda, que se arrodilla con los brazos abiertos a los pies del
caballero. “¡Buena leche me has dado, madre Águeda!”, exclama Don Manuel,
posando su mano en la cabeza de la anciana. El narrador nos cuenta que su
bisabuelo fue a prisión, pero no por ese hecho, sino por acaudillar una partida
carlista. Finaliza su relato, confesando que heredó el temperamento orgulloso
de su ascendiente. Muchas veces, las viejas se santiguaban al verlo y
comentaban sobrecogidas: “¡Otro Don Manuel Bermúdez! ¡Bendito Dios!”.
De nuevo, el estilo nos acerca al sufrimiento de los más
humildes, pero falsificando la historia. Don Manuel Bermúdez es un rico
propietario y Serenín de Bretal uno de sus cabezaleros o recaudadores de
tributos. Según la fantasía del Valle-Inclán modernista, los mayorazgos
protegen a los campesinos, con un paternalismo secular. Águeda llama a Don
Manuel “amo”, pero el reconocimiento de su autoridad no implica una humillante
esclavitud. De hecho, el “amo” les cobra un diezmo liviano y les permite
utilizar el monte en su beneficio. En cambio, los impuestos que impone la corte
son verdaderas exacciones y su forma de administrar las propiedades no
contempla ningún gesto de generosidad. Se trata de una visión utópica que no se
corresponde con los hechos. La generosidad de los amos consistía en limosnas o
pequeños privilegios ajustados a una leal servidumbre. La sociedad industrial
mantuvo las desigualdades, pero su dinámica de progreso incluyó la aparición de
movimientos reformistas. Valle-Inclán nunca simpatizó con las reformas. La
renuncia al carlismo no implicó una aproximación al liberalismo, sino al
milenarismo anarquista, con su mística de la violencia, no muy alejada de las
tácticas guerrilleras de los partidarios de Don Carlos. Valle-Inclán, un
mitómano desinhibido, no pretendía comprender o explicar la realidad, sino
subvertirla para obtener una gratificación narcisista. El narrador de Mi bisabuelo descubre que su
carácter reproduce el temple de su abuelo justiciero. Dado que se habla en
primera persona, puede deducirse que Valle-Inclán escribe un nuevo capítulo de
su “novela familiar”, de acuerdo con la terminología de Freud. No pretende
engañarnos, sino sortear la decepción que le produce la realidad. Incapaz
de renunciar a su perspectiva utópica, que identifica el paraíso con una
Arcadia feudal, elige vivir en un mundo de ensoñación.
El fardo y Mi bisabuelo expresan
ese subjetivismo radical que marca la crisis de 1885, cuando la cultura europea
advierte el carácter problemático de la razón, incapaz de establecer un modelo
de referencia para la sociedad y el arte. El fardo expresa la impotencia del individuo ante el orden
establecido, apuntado que la revolución formal puede constituir el umbral de
una sociedad más fraterna e igualitaria. Mi bisabuelo refleja la concepción de la literatura como lujo,
como “divina libertad” (Bataille) con el poder de impugnar la realidad,
planteando alternativas utópicas. Se trata de piezas menores, pero que
evidencian la creatividad de un género que aún lucha contra los prejuicios de
los lectores, reacios a internarse en las pequeñas dimensiones del cuento.
Sería absurdo rebajar los méritos de la novela, que moviliza infinidad de
recursos en una larga secuencia, pero –al igual que el haiku o una miniatura
flamenca- los cuentos poseen el encanto de una flecha que hace diana
después de un corto vuelo.
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