Si son las acciones las que definen a los hombres, aquel día Miguel
de Unamuno se mostró ante los demás con todas las de la ley. Corría el 12
de octubre de 1936 y la Universidad de Salamanca celebraba en su paraninfo el
solemne acto de apertura del curso. Francisco Franco había excusado
su asistencia, pero sí acudía en representación suya su mujer, la ovetense Carmen
Polo. También estaban allí, entre otros, el obispo de la diócesis, Enrique
Plá y Deniel, el poeta José María Pemán y el general africanista Millán-Astray,
quien llegó escoltado por un grupo de legionarios armados con metralletas. Los
sublevados del 18 de julio tenían instalado su cuartel general en la ciudad del
Tormes, convertida en epicentro de los fascismos ibéricos. Habían convertido el
Día de la Raza en una ceremonia de exaltación nacional. El evento universitario
era una parte más, acaso la más relevante, del programa diseñado para la
ocasión.
La ciudad donde habían impartido sus clases Fray Luis de León o Elio
Antonio de Nebrija era un lugar peligroso en aquellas fechas. Escribió Luciano
G. Egido un gran libro, Agonizar
en Salamanca (Tusquets), que recrea a la perfección el ambiente a la
vez hostil y estrafalario que se respiraba por sus calles en aquellos días
inciertos. El general Franco tenía instalado su despacho en el
palacio episcopal, se preparaba una gran ofensiva sobre Madrid —de donde se
apresuraban a salir las autoridades republicanas ante la inminencia de un
ataque— y parecía que la guerra se pondría pronto del lado de los rebeldes. En
la trastienda comenzaban las represalias contra aquellos que, con más o menos
entusiasmo, se habían adherido a la defensa del sistema legalmente establecido
y, en consecuencia, veían cómo se les declaraba enemigos acérrimos de la nueva
España que estaba por nacer.
Mientras ocurría todo esto, Miguel de Unamuno, rector de la
Universidad de Salamanca y uno de los intelectuales totémicos de la Generación del 98, se sumía en el
desconcierto. Nunca había sido un hombre que rehuyera los inconvenientes de la
duda, pero la situación política del país le estaba poniendo contra las
cuerdas. Él, que llegó a izar la bandera de la II República en el Ayuntamiento
de Salamanca en el cada vez más lejano abril de 1931, había acabado por
desencantarse ante el rumbo de los sucesivos gobiernos y se vio apoyando el
alzamiento militar, por entender que abriría una revolución humanista en la que
la lógica y la razón acabarían triunfando sobre el cerrilismo cainita. Cuando
en la mañana de aquel 12 de octubre de 1936 abandonó su casa y se puso a
caminar, calle Compañía arriba, hacia la Universidad, ya estaba seguro de
cuánto se había equivocado, aunque aún no se atreviera a confesarlo
abiertamente. No era sencillo. Incomprensiblemente, se había identificado
demasiado con una causa que no le pertenecía. A diario llegaban desde Madrid
las pullas que le lanzaban quienes, creyendo tenerlo a bordo de su barco, le
habían sorprendido navegando en compañía de la tripulación contraria, y él
mismo iba viendo cómo, lejos de perseverar por la senda de la regeneración, los
que se habían levantado en armas aprovechaban las posiciones que iban ganando
para tomarse la revancha contra quienes abrazaban la causa opuesta e imponer
sus odios y rencores sobre cualquier idea de reconciliación.
Aquella mañana, en el paraninfo, Unamuno no tenía
previsto intervenir. Su cometido se limitaba a abrir el acto y distribuir los
turnos de palabra, según le correspondía por su condición de rector. Sí
hablaron José María Pemán, que pronunció un discurso de corte
ultracatólico y fascista, y también el profesor Maldonado, que en la misma
línea llegó a tildar de «anti-España» a los vascos, los catalanes y, en
general, todos aquellos que se mostraban desafectos a la cruzada cuyo inicio
había tenido lugar unos meses antes en Marruecos. El viejo rector había
escuchado en silencio mientras tomaba notas en un papel que sacó del bolsillo
interior de su chaqueta. Luego se supo que se trataba de una carta que pocos
días atrás le había remitido la esposa de Atilano Coco, un íntimo amigo
suyo que había sido arrestado tras la sublevación y cuya liberación él mismo
había solicitado, sin ningún éxito, ante el gobernador civil. Cuando Maldonado puso
fin a su intervención, Unamuno respiró profundamente. El autor de
aquel ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida, que tanta
repercusión había tenido, estaba viendo cómo el último tramo de su existencia
se convertía en toda una tragedia a la que urgía escribir un final acorde con
su desarrollo. Por eso, en vez de limitarse a clausurar el acto, se levantó de
su asiento en la mesa presidencial y caminó lentamente hacia el estrado, con
aquel papel en el que había garabateado algunas anotaciones inconexas bien
apretado entre los dedos de su mano derecha.
—Estáis esperando mis
palabras, me conocéis bien y sabéis que sois incapaz de permanecer en silencio;
a veces, quedarse callado equivale a la aquiescencia —dijo tras ubicarse ante
el atril, la mirada fija en los asistentes—. Quiero hacer algunos comentarios
al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado, que se
encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa
de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra
es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre
todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré
de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y
catalanes llamándolos «anti-España»; pues bien, con la misma razón pueden decir
ellos lo mismo. El señor obispo —añadió mirando a Plá y Deniel—, lo quiera
o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la
doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en
Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis.
Cuentan que, en ese instante, Millán-Astray empezó a
gritar: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Sus escoltas enarbolaban las
metralletas como si el mando les hubiese requerido que presentaran armas.
Alguien desde el público gritó: «¡Viva la muerte!». Justo después, en lo que Dionisio
Ridruejo, que estaba presente, calificaría como «un exhibicionismo fríamente
calculado», el militar alzó la voz: «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y
Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de
España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío
bisturí!». La excitación le impidió seguir hablando. Se cuadró, alguien desde
la bancada profirió un «¡Viva España!» y el paraninfo quedó sumido en un
silencio sepulcral. Unos sonreían orgullosos. Otros dirigían angustiadas
miradas de soslayo al anciano rector, que seguía de pie en el estrado y retomó
pronto la palabra.
—Acabo de oír el
necrófilo e insensato grito de «¡Viva la muerte!» —dijo con la misma serenidad
con que Fray Luis de León había referido, unos siglos atrás, su «Como
decíamos ayer» al iniciar su primera clase tras la condena impuesta por los
tribunales inquisitoriales—. Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y
yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos
que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta
ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al
último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y
tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El
general Millán-Astray es un inválido —el aludido, tuerto y cojo como
consecuencia de varias heridas que había sufrido en la guerra de Marruecos, se
revolvió en su asiento—. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo.
Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no
sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados
mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el
pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la
psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes,
que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus
mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esa superioridad de
espíritu es de esperar que encuentre un alivio viendo cómo se multiplican los
mutilados a su alrededor. El general Millán-Astray desea crear una
España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso
quisiera una España mutilada.
Hubo testigos presenciales que aseguraron que, tras escuchar esto, Millán-Astray se
llevó la mano a la pistola, y que si no abrió fuego contra el rector fue porque Carmen
Polo, con un leve gesto, le hizo abandonar sus intenciones. Preso de la furia,
el militar gritó: «¡Muera la inteligencia!», a lo que un sorprendido Pemán opuso:
«¡No! ¡Mueran los malos intelectuales!». Sobre el alboroto de insultos y
proclamas patriotas, Unamuno continuó su intervención sin amilanarse:
—Éste es el templo de la
inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado
recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi
propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir
necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil
el pediros que penséis en España. He dicho.
Algunos se encararon con Unamuno e intentaron agredirle. Millán-Astray,
que logró contener sus impulsos, le ordenó que se cogiera del brazo de Carmen
Polo para abandonar el lugar sin incidentes. Él así lo hizo. Una
fotografía célebre le muestra saliendo de la sede universitaria rodeado de
individuos que escenifican el saludo fascista. Es una imagen curiosa: si algo
abunda en ella son las figuras humanas, pero hay algo que mueve a quien la
observa a concluir, aun desconociendo su contexto, que el rector anciano y
exhausto, que ocupa el centro de la composición, se encuentra terriblemente
solo.
Apenas tres años después, cuando se disponía a salir con sus
familiares camino del exilio, el poeta Antonio Machado dejó acuñadas
unas palabras cuya resignación no esquivaba la esperanza en una futura justicia
poética: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo
está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro…
Quizá la hemos ganado». En la mañana del 12 de octubre de 1936, Miguel de
Unamuno se redimía ante la Historia al mismo tiempo que daba por
finiquitada su propia biografía. Tras los sucesos del paraninfo —Franco, tras
enterarse de lo ocurrido, dictaminaría que Millán-Astray había
actuado correctamente—, se le despojó de su cargo de rector y se le condenó a
un arresto domiciliario que le mantendría confinado en su vivienda de la calle
Bordadores hasta el final de sus días. El mismo Unamuno que había
sido presentado como uno de los adalides intelectuales del levantamiento pasó a
convertirse en un despojo al que convenía evitar y cuya memoria debía relegarse
forzosamente al ostracismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, en
medio de una gran nevada que convertía las calles de la ciudad en una alfombra
blanca sobre la que se iban dibujando las huellas indelebles del oprobio. La
casa donde exhaló su último suspiro aún existe. En su fachada se grabaron hace
tiempo las últimas estrofas de la conmovedora oda que dedicó a su tierra
adoptiva.
Del corazón en las
honduras guardo
tu alma robusta; cuando
yo me muera
guarda, dorada Salamanca
mía,
tú mi recuerdo.
También acertó en eso. Cuando se cumplen ochenta años de su
muerte, la figura de Miguel de Unamuno resulta imprescindible para
comprender la literatura y el pensamiento en la España que atravesaba atónita
la primera mitad del siglo XX. Su recuerdo jamás ha dejado de estar presente en
el acontecer diario de la ciudad que baña el Tormes. El eco de aquel
«Venceréis, pero no convenceréis» con que rubricó el último acto de su vida aún
resuena de cuando en cuando, como resuenan los ecos de esas profecías que, por
mucho tiempo que pase.
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