Don Pedro de Portugal tenía un escudero enamoradizo, joven
y falto de toda discreción. Una mañana, el muchacho paseaba por la villa de
Oporto cuando vio, asomada a la ventana, a una mujer que exhibía una blancura
tintada en el infierno. Era verano. La joven enseñaba los brazos y el cuello desnudos,
liberados de las joyas con que las damas se los suelen adornar en las iglesias.
La despreocupación de estar en casa la convertía en una apetitosa virgen de
marfil. Sin que ella lo advirtiera, el escudero se
recreaba en la acción de sus dedos, que acanalaban el rojo de su cabello como la
lujuria del arado penetra en la tierra. Desde la calle, el breve valle de sus
pechos se atisbaba inalcanzable y provocaba el sudor copioso de Ronaldo -así se llamaba el muchacho.
Poco tenía que hacer ese día Ronaldo. Decidió esperar a la dama para verla a ras de suelo y para
asegurarse de que no era la distancia la que removía su deseo. Las campanas de
la iglesia tocaban a misa. Por fin, se abrió la puerta que el escudero guardaba
desde hacía más de tres horas. Una vieja muy agrietada por los años acompañaba
a la joven. Aunque la muchacha no era muy alta, a él le pareció que seguía
asomada al alféizar de la ventana. El escudero tragó saliva una y otra vez para
contener el agua que le llenaba la boca. No era la primera vez que sentía esa
tensión violenta en las calzas, pero nunca la había notado con tanta
insolencia.
Ronaldo era fibroso y lacio como palo de
regaliz. La calavera le huía de la carne. Solo su piel curtida impedía que
mostrara el color del hueso. Los ojos le bailaban en las cuencas y el pelo le
caía desmayado por falta de arraigo. Al caminar, las rodillas le cloqueaban
como castañuelas de marfil y solo su gran miembro carnoso avisaba de que ese
hombre estaba vivo. No tenía otra pieza de la que enorgullecerse en todo el
cuerpo. La sustancia de lo que comía la absorbían sus partes bajas y nada
dejaban para el resto del cuerpo. Por eso, cuando el único órgano vivo de su
fisonomía despertaba, le prestaba toda la atención del mundo e intentaba
alimentarlo con las mejores hembras de la corte.
Salió tras la vieja, embebido por la joven
pelirroja y arrastrado por la intemperancia de su verga. Llegó hasta la iglesia
y antes de entrar probó a ocultar con la capa la insoportable erección que
tiraba del resto de su esqueleto. Vio a la dama en las tinieblas del templo con
tanta claridad como en la ventana de su casa. Cuando una hembra se adueñaba de su
centro, ninguna otra cosa ocupaba su imaginación. Así pasó el día, trempado
y paseando de la iglesia a la casa del corregidor. Porque Ronaldo, en el fragor
de la pasión, y pese a conocer la corte de Oporto al
dedillo, no se apercibió de que la ventana pertenecía al alcalde de la ciudad.
La joven que se había apoderado de su deseo era la corregidora, doña Ana de
Medeiros.
Anduvo despierto al día siguiente para
seguir en la brecha Ronaldo. Vistió sus mejores galas, se apretó las cintas de
cuero para retener la holgura de los tejidos y salió a por la presa. Averiguó
por fin quién era su amada y quién era su dueño, y no por ello cejó en el
intento de rondarla. Es más, el hecho de que fuera tan alta dama y casada,
azuzó con más violencia el apetito de su miembro. La perseguía no solo por la
calle y por el templo, también la esperaba en las salas de la corte y pudo
mostrarle su arte como trovador y tañedor de vihuela. Compuso coplas para ella.
Su cuerpo de espectro se amojamó todavía más, cuando todos pensaban que en esos
huesos solo quedaba piel estampada.
Ana comenzó a prestarle atención. Lo veía
por todas partes. Su dueña le descubrió la identidad del hombre que la seguía y
le refirió las maravillas que algunas damas contaban acerca del arma que lo
adornaba. A la corregidora le parecía un hombre enfermizo, tan delgado como
niño tísico y tan breve que no creyó los cuentos que la vieja le acercaba al
oído. Sentía pena por él, nunca deseo, y solo al oírlo cantar se le animaba
el espíritu hacia la persona del escudero. Era tan poca cosa que ni siquiera
los versos bien templados de Ronaldo la animaban a la lujuria, solo a la
compasión.
Una noche, el conde de Portugal invitó a
todos sus cortesanos a un banquete para celebrar la última villa ganada a los
moros. Ana resplandecía junto a su esposo. El escudero fue el primero en
entonar unas coplas de loa que interpretó en lo alto de un estrado. La muchacha
vio desde abajo cómo surgía un bulto enorme por debajo de la cintura de Ronaldo
y no prestó atención desde ese momento ni a la voz ni a las
ojeras ni a la delgadez del escudero. Su dueña, que estaba a su lado, le dio
con el codo para reafirmar lo que tanto había negado doña Ana de Medeiros. En
cuanto terminó la canción, el escudero se escabulló de la sala y la muchacha
salió en su busca, entregada por completo a la curiosidad del bulto.
Encontró a Ronaldo sollozando en la
oscuridad de un corredor angosto, apoyado en la frialdad de la piedra y con la
vihuela colgando de la mano. Lo calmó como a un niño enfermo, bebió sus
lágrimas de desconsuelo y atrapó el arma del escudero con el placer de
confirmar con la mano lo que la vista ya le avisaba. En cuanto Ronaldo notó la
palma fría de su amada agarrándole el miembro, se transformó en un animal
distinto. Sorbió sus humores y arremetió allí mismo contra Ana, quien agradeció
la mutación en hombre entero del niño enfermo que hasta entonces había visto.
La afición de la dama creció y creció de
tal forma que si temerario fue el primer encuentro aún más lo fueron los
siguientes, hasta que el adulterio de su escudero con la esposa del alcalde
llegó a oídos del mismo conde de Portugal.
Don Pedro era conocido por su fe
convencida y por la entrega absoluta a las encomiendas de su confesor. De
naturaleza enfermiza, siempre le rondaba la muerte alrededor y esto lo hizo
temeroso y muy sumiso a los consejos e indicaciones de los clérigos. No
consentía que ninguno de sus súbditos se comportase de manera pecaminosa y
menos que faltara a los mandamientos de la ley de Dios. Estaba seguro de que si
en su corte permitía el pecado, él mismo padecería los suplicios del infierno
sin ninguna duda. Su endeble salud lo convertía en un hombre temeroso que veía
en la muerte y en la condenación eterna postas demasiado próximas.
Cuando uno de sus criados le comunicó la
noticia del adulterio de la corregidora con su propio escudero, montó en cólera
y lloró con desconsuelo. Don Pedro estaba seguro de que sería llevado a las
lagunas de fuego del infierno esa misma noche, en cuanto lo remataran los dolores
de pleura que lo habían martirizado durante todo el invierno. Para evitar su
condena, debía castigar con saña y sin piedad a quien lo iba a enviar al mayor
de los suplicios. Solo le quedaba el intento de salvarse por medio de un
castigo ejemplar, digno de un servidor de Cristo.
Para ajustar la pena contra el escudero, el
conde necesitaba una prueba concluyente del adulterio. Preparó un banquete en
su propio castillo y procuró que el alcalde estuviera ocupado en los asuntos de
gobierno con el fin de despejar el campo a los dos amantes. No lo
desaprovecharon. El consumido Ronaldo, en cuanto tuvo ocasión, desapareció de
la sala y tras él salió de inmediato la dama. Ni siquiera esperaron a los
postres. Don Pedro los vio desaparecer y los maldijo una y otra vez por manchar su santa casa con el
pecado de la lujuria. El conde sufría su condición de
mortal como si él mismo estuviera mancillando la justicia de Cristo, como si su
propio miembro se hubiera levantado en armas contra natura. Sentía el estigma y
la maldición que caería sobre él en cuanto desapareciera de este mundo. Llamó a
dos de sus guardias y salió con ellos a por los pecadores.
A Ronaldo no le había dado tiempo a
despojarse por completo de sus calzas. Ana trasteaba en ellas con desesperación
en el intento de liberar cuanto antes el miembro descomunal del tísico, que
tanto bien le daba. Así los sorprendió don Pedro: la corregidora de rodillas,
tirando de la prenda y Ronaldo pataleando y mostrando las costillas a la luz de
las hachas. La ira del conde se cebó con el escudero y no con la
dama. Los pecados de sus súbditos eran también los suyos. Rolando
era su lacayo más amado: la mano en la que ponía el pie para subir al caballo,
el que le guardaba las armas y los misales, el
hombro exiguo en el que se apoyaba cuando lo vencían las enfermedades. Casi era el cuerpo noble del conde el que estaba pecando contra varios mandamientos de la ley de
Dios y no había otra solución que el castigo ejemplar. En su desesperación de
condenado a los infiernos, decidió que la única manera de purgar la culpa de
su escudero era ofrecer a Dios la prenda causante del adulterio. Arrastró a
Ronaldo del pelo a través de los corredores. El cuerpo menguado del escudero no
ofrecía apenas resistencia a los brazos
del conde. El muchacho se aferraba a sus calzas por pudor. No quería acudir a
su ejecución medio desnudo y con la prenda a media rodilla. El conde lo arrojó
en el suelo de una celda y ordenó al guardia que le diera la daga con que
desmembraban a los corzos de la dehesa.
Don Pedro terminó lo que había dejado a
mitad Ana de Medeiros: descubrió del todo la verga del escudero, ya apaciguada por el
pánico, y la segó junto a los cojones con tajo limpio de matarife. Ronaldo
aullaba y se retorcía en el suelo con el azogue de un poseído. “¡Taponadle la herida!”,
ordenó el conde a sus lacayos, quienes obedecieron con presteza. Fue lo único
que dijo don Pedro. Lanzó la daga, la verga y los testículos contra el suelo y se limpió la mano ensangrentada en la áspera piedra
del calabozo. Luego corrió hasta la capilla para orar ante el Señor y ofrecerle
el sacrificio.
Ronaldo no murió. Le pararon a tiempo la
hemorragia y aunque estuvo varios días a punto de abandonar este mundo,
sobrevivió a la penitencia. Ninguno de los físicos daba nada por él, pero su
endeble complexión encerraba una fortaleza mayor de la que todos esperaban. En
cuanto empezó a mejorar, fue memorable su forma de hincharse. En pocos días, se
convirtió en otro muy distinto. Se abombaban su vientre y sus muslos con tal
rapidez que sus guardias hablaban del suceso como de un milagro. La falta de su
sexo había cambiado la naturaleza de Ronaldo. Engordó como gato castrón y
pasaba los días tumbado en un jergón y orinando a
través de una cañizuela para no empaparse los muslos. El conde de Portugal,
avisado de la metamorfosis de su escudero, decidió sacarlo de la celda y
desterrarlo del condado. La supervivencia y la rolliza apariencia de Ronaldo
animó al pusilánime don Pedro, quien se creyó salvado de toda maldición, redimido.
La recuperación milagrosa del pecador y su transformación en cerdo capón eran
señales inequívocas de la gracia divina.
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