jueves, 29 de diciembre de 2016

Un paseo con mi padre


Hoy he ido a caminar al monte. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Hoy he disfrutado de la naturaleza en soledad. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Durante todo el paseo me he arrepentido de no haber salido nunca con él. Su mutismo, su silencio, su distancia con el resto del mundo no hacían fácil el acercamiento, pero yo tampoco hice nada por recortarla.
Un año antes de su muerte me aproximé a él por casualidad. Me documentaba para escribir una novela sobre la posguerra y necesitaba su colaboración. Nunca creí que estuviera tan dispuesto a hablar, a confesar intimidades desconocidas para mí. Quizás ese mutismo, esa apariencia huraña y distante no eran más que una pose. Un comportamiento habitual entre los de su generación, una huida hacia adentro. Era difícil hablar con ellos, o eso me parecía a mí, hasta que comencé a preguntarle por sus inicios en el comercio, por la muerte de su padre tras salir de la cárcel, por sus juergas de juventud, por las miserias de posguerra. La conversación fluyó como nunca. Más de cuarenta años a su lado y nunca me había hablado con esa confianza. Nunca me había hablado.
Por eso me arrepiento de no haber salido a caminar a su lado. Él amaba el placer solitario del paseo. Se calaba el sombrero, agarraba el cayado y se calzaba las botas. Salía de casa antes de comer y a veces volvía con la piel quemada o los pies helados. Nunca se me ocurrió decirle: "Me voy contigo". Creíamos, como un asunto de fe, que su elección era firme: soledad y mutismo. Quizá no percibimos que necesitaba de nosotros para escapar de esa sucia mazmorra en la que estuvieron amordazados todos los que crecieron durante la posguerra. Quizás debiera haberle propuesto: "Me voy contigo". Y su soledad y su mutismo habrían acabado mucho antes. Quizás.
No sé si es demasiado tarde, pero, echando mano de la metafísica machadiana, hoy lo he acompañado.

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