Hace 25 años pensaba que ya sabía la mayor parte de las cosas que
necesitaba saber. Imaginaba que a los treinta y tantos años la vida ya había
adquirido su forma más o menos definitiva. Sabía las novelas que me gustaban y
las que no me gustaban, y también sabía o creía saber que leer novelas y
escribirlas eran las dos tareas principales de mi vida. Educado, por llamarlo
de algún modo, en la cultura universitaria del antifranquismo, tendía a la
rigidez intelectual y consideraba que el sarcasmo era un indicio de
inteligencia, y el desengaño y el desencanto, los estados naturales ante la
situación del mundo y ante las realidades y las expectativas de la vida
inmediata. La atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los
que se mueve, puede malograr sus mejores impulsos. Yo he tenido siempre una
propensión natural hacia la admiración y el entusiasmo, pero en la cultura
española esas dos actitudes no han tenido casi nunca mucho prestigio, y lo
tenían aún menos en aquellos años en los que yo empezaba a asomarme al mundo, a
publicar lo que escribía. Era imprescindible hacerse sarcástico, forzar un
gesto de desgana o desprecio hacia cualquier cosa que no formara parte de lo
aceptado literariamente, intelectualmente. Mucho más importante que lo que uno
admiraba era lo que elegía denostar. Ser resabiado era más importante que ser
sabio. El desdén era imprescindible, el desinterés por todo aquello que quedaba
fuera de lo que debía celebrarse. Las primeras veces que viajé a Madrid llevando
ya una novela con mi nombre en la portada descubrí que era imprescindible
admirar a Juan Benet y desdeñar a Pérez Galdós. Que se llamara Pérez era algo
que daba mucha risa. A un listo de aquella escuela, que todavía combina con
talento el pijerío social y la pose del radicalismo político, también le hacía
mucha gracia burlarse de que yo me llamara Muñoz. “El novelista Muñoz”,
escribía. Era muy ingenioso. Una de las pocas cosas que yo sabía entonces era
que la lección de William Faulkner no hacía ninguna falta aprenderla de Juan
Benet. Yo agradezco haber llegado a Faulkner a través de Juan Carlos Onetti, y
en esa admiración y esa gratitud no he cambiado. Onetti era refractario a
cualquier señoritismo intelectual. En eso se parecía a Miguel Delibes, que era otro
escritor al que convenía mirar ostensiblemente por encima del hombro, y hacer
bromas sobre su presunto costumbrismo y ruralismo. Delibes, tan tosco. El campo
estaba muy mal visto, a no ser que fuera el campo abstracto de la Región de
Benet. Claro que eso no era campo, sino territorio mítico. “Territorio mítico”
era una expresión que aparecía mucho en los suplementos literarios. La
atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los que se mueve,
puede malograr sus mejores impulsos Años después encontré una reflexión de
Flannery O’Connor que me hizo comprender algo del ambiente literario español.
Dice O’Connor que un escritor de ficción no puede arreglárselas sin “a grain of
stupidity”, un punto de estupidez: el que es un poco estúpido tiene que abrir
mucho los ojos para enterarse de algo, y esa es la clase de atención que
necesita un novelista. El que es demasiado inteligente ya se lo sabe todo y no
necesita fijarse. “Este exceso de ser inteligentes”, escribió Jaime Gil de
Biedma, que pertenecía a ese mundo, a esa clase social. Eran tan inteligentes
que no podían escribir buenas novelas. A Juan Marsé le he escuchado alguna vez
una observación semejante. Hay quien es tan listo que mira a sus propios
personajes como al resto del mundo, de arriba abajo —a no ser al personaje
protagonista en el que se retrata halagadoramente a sí mismo—. En estos 25 años
no creo haber aprendido mucho sobre el arte de hacer novelas. Esa es una tarea
rara en la que la experiencia no enseña más que incertidumbres, o acaso
reservas críticas hacia el propio trabajo, hacia el peligro de ese
amaneramiento que tantas veces se confunde con el estilo. He aprendido, eso sí,
a leer novelas, con mucha más atención, aunque con no menos entusiasmo cuando
me gustan de verdad. Hace 25 años, en parte por ignorancia, en parte por
pereza, leía casi exclusivamente novelas traducidas. Un aprendizaje fundamental
para mí ha sido el de las dos lenguas en las que puedo leer mejor, aparte de la
mía, la inglesa y la francesa. Pocos esfuerzos hay que ofrezcan recompensas tan
extraordinarias. Leer las palabras mismas que escribió el novelista es
sumergirse más hondo en la música de su estilo, en lo que hay de irreductible
en él. Para un escritor, además, la familiaridad con otro idioma le hace ser
más consciente de las calidades y las posibilidades y las limitaciones del
suyo. En el otro idioma se fija uno mejor en lo que rara vez advierte en su
lengua materna, la poesía de las expresiones y los giros, las metáforas
asombrosas del habla común. Cuando regresa a su propio idioma lo ve más
nítidamente, como cuando regresa a su ciudad natal. Pocos trabajos literarios
hay tan admirables como una buena traducción. Confiamos en ellas para la mayor
parte de nuestras lecturas: Ricard San Vicente y Marta Rebón me han hecho
accesible la literatura rusa del siglo XX, y a Thomas Mann, a Kafka, a Walter
Benjamin, a Milosz, a Szymborska, solo los puedo leer traducidos. Pero leer a
Melville en inglés, por ejemplo, o a Stendhal o a Proust en francés, es uno de
los grandes placeres de mi vida. He aprendido sobre todo que hay muchas más
cosas que no sé y que me apasionan aparte de la literatura. En 1993, en la
Universidad de Virginia, donde pasé un semestre de aprendizaje y retiro, cayó
en mis manos un largo artículo de The New Yorker sobre un ciego que al recobrar
la vista perdida durante la infancia descubrió que no podía descifrar el
torbellino de las imágenes que ahora llegaban a sus ojos. Recuperó la visión,
pero durante los años de ceguera había olvidado sin remedio la capacidad de
procesar las percepciones visuales. El autor era, desde luego, Oliver Sacks.
Aquel artículo me enseñó que la ciencia, bien explicada, podía contener
maravillas más deslumbrantes que la literatura de ficción; y también que podía
haber una literatura que se ciñera escrupulosamente a lo real y fuera al mismo
tiempo precisa y poética. Más aún: que la vaguedad suele ser menos poética que
la precisión. Hace 25 años yo leía sobre todo novelas, y no tenía la sensación
de que me faltara algo, ni la curiosidad de descubrir cosas que estuvieran más
allá de esa afición que también se había convertido en mi trabajo. Ahora soy
mucho más curioso que cuando era joven. Según pasa el tiempo se me agudiza el
deseo de aprender, y no solo de los libros. Me imagino vidas alternativas, o
paralelas, o complementarias, en las que hago otras cosas; aprendo a dibujar o
a tocar el piano, estudio botánica, estudio disciplinadamente portugués, vivo
en París hasta conocerlo tan bien como conozco Madrid o Nueva York, etcétera.
Pero la vida es tan corta que la única manera que he aprendido de ensancharla
un poco es fijarme mucho en todo e imaginar otras vidas.
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