Algo hay de voz que truena en los artículos
periodísticos de Rafael
Sánchez Ferlosio, pero solo algo. Porque también hay humor y esa
actitud, un tanto traviesa, del que va a entrar en distintas materias para
hurgar en sus recovecos y molestar. Ferlosio parte habitualmente del enfado que
le produce el mal uso de las palabras y de toda esa parafernalia de la que se
sirven cuantos se afanan en poner en circulación mercancías fraudulentas. Le
molesta que se llame encuentro a lo que, en todo caso, fue un encontronazo
entre culturas cuando se produjo el descubrimiento de América. Le molestan los
nacionalismos que sostienen sus diferencias en la imposición de los rituales
que las consagran (abomina de la identidad). Le molesta que el terror pretenda
exhibir unos objetivos cuando se sostiene en el culto de los medios, las gestas
del terrorista. Le molesta el victimato que se engalana de medallas
postizas. Le molesta que se exhiba la cultura como un escaparate mientras se
mutilan los medios para que se difunda. Le molesta toparse una y otra vez con
los ortegajos de Ortega. Así que esa voz truena, pero luego cuando va
entrando en materia es la escritura la que marca el paso, y es esa escritura la
que va incorporando —en sus largas frases llenas de subordinadas—
observaciones, referencias, hallazgos, bromas o sugerencias que convierten cada
pieza en un lugar donde la batería de argumentos termina por desnudar todas las
astucias con las que se van levantando los falsos ídolos de nuestro tiempo.
Salvo acaso en lo que se refiere a ETA y a los GAL, que han dejado ya de
ocupar las primeras páginas, las reflexiones de Ferlosio siguen retratando con
agudeza e inteligencia las miserias —políticas, sociales, ideológicas y
culturales— de este país. Pero ni siquiera vale la salvedad: sus apuntes sobre
la naturaleza del terrorismo resultan hoy indispensables para entender mejor
esta época de terror. Ferlosio, sin embargo, no se engaña, y reconoce con una
lucidez melancólica la inutilidad de su trabajo: “Predicar una nueva fe entre
practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un
propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo
entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no
solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego,
ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento,
porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa
indignación”. Los dioses patrios son de distinta especie, pero ese fervor
infantiloide con que en estos días se celebran las posiciones propias como la
mayor conquista permanece intacto, si no exacerbado. Haber convertido la
corrupción en uno de los grandes espectáculos políticos y televisivos ha venido
a confirmar lo que ya criticaba en 1990: “El escándalo, lejos de ser estímulo
liberador que incite a los particulares a irrumpir hacia los negocios públicos,
funciona justamente como un opio que les permite conformarse, sin saberlo, con
su privacidad”. Luego está esa manía de convertir la actividad política en una
“huera y redundante contienda entre sujetos” mientras, como afirmaba en 2002,
“su genuino objeto, el trato con las cosas, quedaría abandonado a la
incompetencia y al azar”. Y, bueno, Ferlosio no oculta el malestar que le
produce todo aquel que “bramando enardecido en santa ira” no duda en apurar
“hasta la última gota la ocasión de cargarse de razón".
Gastos, disgustos y tiempo perdido recoge las colaboraciones
periodísticas de Ferlosio (las hay de 1962, pero cubren sobre todo el periodo
que va de 1978 a 2012, algunas de ellas excepcionalmente largas) y muestra sus
variados registros, sobre todo el de articulista, pero hay también crónicas
políticas y taurinas, un reportaje y una entrevista; incorpora algún prólogo y
algún pregón, e incluye su ensayo crítico sobre la conquista de América, Esas Indias equivocadas y malditas.
Algunas expresiones afortunadas, como esa de “la santa indignación” o como las
de “cargarse de razón”, “sentimiento justiciero”, “victimato” o “barniz de
monumentalina”, van emergiendo a lo largo de sus aproximaciones a un puñado de
cuestiones: los nacionalismos, el terrorismo, las fiebres identitarias, el
fariseísmo político y social, el papel del Ejército y la policía en la naciente
democracia española, la omnipresente razón de Estado, la concepción de la
cultura como patrimonio, la corrupción. La época de Suárez, la llegada de los
socialistas y su deriva posterior hasta aterrizar en la infamia del dóberman,
el triunfo de Aznar, las cosas de Zapatero: Ferlosio va ofreciendo un
sofisticado y brillante diagnóstico sobre la historia reciente de España. Nada
le es ajeno, ni el caso Miró, ni las cuitas del GAL, ni el narcicismo abertxale, ni
siquiera la bobalicona entrega de Nancy Reagan a la
elección de su marido como presidente de Estados Unidos. Hay tantas joyas que
solo vienen a confirmar que la mejor literatura está también en los periódicos.
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